XVII. Lo que queda del alma
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El frío de inicios de otoño caló sus viejos huesos mientras avanzaba a través de una vieja casa. Los tablones de madera rechinaron bajo sus pies y la ventana del fondo mostraba un paisaje con colores cálidos. Se detuvo un segundo y sus huesos se sintieron como si se fueran a quedar en esa posición por una eternidad.
Mirar las hojas caer, ingrávidas como todos los años a través de toda una vida le traía diversos sentimientos. Confusión. Nostalgia. Reminiscencias de un tiempo atrás en el que se escapaba de su abuelo y de su padre para meter la nariz en libros mientras se escondía en los huertos, memorias de su padre haciendo magia a escondidas del abuelo solo para que él la viera, cuando jugaba con su hermano entre los montículos de hojas secas, o cuando Evel era solo un niño y en lugar de ayudar a recolectar la cosecha, iba a jugar al bosque y volvía con su oso de peluche enlodado y un jarrón con bichos bolita, o cuando Evel leyendo un nuevo libro una tarde entera entre los árboles en el campo.
Luto.
Ciertamente, a su edad, recordar hacía que el tiempo fuera extraño. Era como ver una espiral, o caminar de nuevo por un mismo lugar. La única diferencia era que los huesos no dejarían de doler y de ponerse rígidos con el frío, su cuerpo no se volvería a sentir de la misma forma que antes. Todo se sentía como en antaño, incluso sin su hermano, incluso treinta años después. Sí, el tiempo era una cosa rara.
Los engranajes de una puerta chirriaron por falta de aceite frente a él, y Alek salió con una bandeja con platos y una cara de preocupación que no había mostrado desde la muerte de su padre unos años atrás. Cerró la puerta tras de sí con sigilo y se quedó largo rato meditativo, con la cabeza gacha.
Mark se aproximó impulsando su espalda y golpeteando el suelo de madera con su bastón, pero su sobrino parecía estar en otra realidad, en la que siempre se metía cuando algo no salía como quería, o cuando algo no iba bien en general.
—¿Cómo sigue Evel? —preguntó sin pensarlo mucho, pero Alek no respondió.
Mark chasqueó su lengua y carraspeó, pero Alek no le prestó atención. Sintió su corazón apretujarse, ¿por qué tenía que parecerse tanto a él? No era solo su rostro, sino su forma de ser en general. Sacudió la cabeza y le encajó el bastón en el pie.
Alek se quejó y los platos se balancearon en la bandeja, la mirada angustiada y los platos casi llenos de comida eran toda la respuesta que Mark necesitó.
—¿Cuánto lleva sin comer bien?
—Desde que llegó.
—¡¿Desde cuándo?!
La mirada de Alek le dijo lo necesario antes de que él abriera la boca. Mark se llevó una mano a la frente, y Alek desvió la mirada.
—No quería molestarte con esto, tío. Necesitas descan-...
—No necesito descansar —dijo Mark—. No soy un anciano como tú.
—Tío.
—Tampoco entiendo por qué no me lo has dicho antes.
Alek desvió la mirada, si hubiera hecho una mueca, Mark habría estado seguro de que podía ver al niño de temperamento terrible de muchos años atrás. Mark suspiró, y le dio palmadas en el hombro.
—Será mejor que yo me encargue de él desde ahora.
—Pero...
—Nada, Alek —dijo Mark—. Ve a ayudar a tu esposa con la cosecha, ¿o vas a hacerme pasar hambre en invierno? ¿A este anciano? Corre.
Alek le dio la bandeja, frunció el ceño y se detuvo antes de bajar las escaleras, como si esperara que su tío dudara de su decisión. Mark le hizo un gesto para bajar, y se fue.
Era mejor así, pensó Mark. Aunque Hok nunca quiso admitirlo, ellos dos jamás se habían llevado bien. Alek lo había molestado, lo había excluido y se había burlado, y ahora que uno era un adulto y el otro... no estaba seguro, pero sabía que era mejor que Alek lo dejara en paz por el momento. Acostumbrarse a eso seguramente sería difícil para Evel.
Trató de pararse erguido junto a su bastón, pese al dolor de su pierna y de su espalda, y tocó la puerta. No obtuvo respuesta, y decidió abrir la puerta lentamente. Era en los peores momentos que su pierna dolía, y aquella vez, cada paso le dio flechazos de dolor. Se sentó en una orilla de la cama y dejó la bandeja en la mesa de noche.
Había un bulto en la cama que se alzaba y bajaba, como un animal hibernando. Sabía quién estaba ahí, pero la tentación de alzar al cobijas y comprobar que se trataba de Evel era grande. Estaba en casa... No había muerto, no había desaparecido. Había cumplido la promesa que le hizo aquella noche muchos años atrás en las escaleras. Mark se arrepentía, tal vez debió impedir que prometiera eso, tal vez debió insistirle en que no volviera a aquella casa, quizá así Evel estaría en un mejor lugar.
Su corazón se comprimió de mil maneras, como cada vez en esos años que tomó la vida de alguien para sobrevivir durante las batallas en las que participó. Aunque el acto no se pudiera perdonar, pesaba menos de cualquier manera al saber que Evel estaba sano, intacto y sin una sola mancha de lo que había sucedido esos años en Osvian. Quería decirle a Hok que su hijo estaba bien después de todo, que su familia había vuelto a casa después de todos sus esfuerzos, que todas las veces que fue frente al rey, que todos esos años encerrado ahí habían valido la pena.
Pero al final, además de su alivio, las palabras de su Hok, ¿qué más podía decirle? Habían pasado treinta años desde que partió, pero de cierta forma él seguía siendo él, el mundo había cambiado, su tío había cambiado y no podía pedirle que le trajera libros superfluos de la biblioteca. ¿Qué debía preguntarle? ¿Era siquiera algo que un humano entendería si obtenía respuesta? ¿Qué tenía qué hacer? ¿Qué podía hacer? Esos treinta años...
Nada en ese cuarto le dio respuesta. Sin duda, la edad te hacía más sabio en ciertos aspectos, pero no en todos. Guardó sus preocupaciones, y habló como si no hubiera pasado ni un solo día desde esa noche en la que encontró a Evel en las escaleras y lo vio por última vez.
—¿No vas a comer?
Aquello fue tenso, y como esperaba, no recibió respuesta. Ni siquiera estaba seguro de si Evel estaba despierto.
—En ese caso, creo que no podré darte algo que Hok te dejó.
Silencio. El bulto dejó de moverse y de respirar pesadamente... Tal vez sí estaba escuchando después de todo.
—Es algo que Hok me pidió guardar para ti —dijo—. Pero no te lo daré hasta que comas algo, tomes un baño y te vistas adecuadamente. Quiero que me acompañes a un lugar.
¿Era esa la manera correcta de ayudarlo? Lo dudaba. De hecho, odiaba hacer eso. Había muchas cosas que Evel había perdido, pero no podía pensar en una mejor opción para hacer que comiera bien por lo menos. Mark miró al bulto, y aguardó, deseaba verlo asomarse siquiera un poco, y se rindió unos minutos después en el silencio. Se levantó como pudo.
Arrastró la pierna a través del cuarto y miró atrás de nuevo. Lamentó lo que diría, pero quizá esa era la única manera de ayudarlo a seguir, incluso si eso significaba que, así como llegó, se iría sin más. Recargó su mano en el marco de la puerta:
—Es una orden, Evel —dijo—. Iremos a ver a Hok.
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Los rayos calentaron sus manos heladas, los caballos relincharon al frente aguardando por instrucciones y en el silbido de los árboles en otoño, pudo distinguir los pasos apresurados de un hombre demasiado preocupado para su edad. Mark abrió los ojos y los rodó al ver a Alek con un bastón en mano. ¿Por qué simplemente no lo dejaba andar sin esa estupidez? No estaba tan viejo y no era tan torpe como Hok para morirse si no usaba esa cosa. Pero sabía que esa era solo una excusa.
—¿Vienes a traerme eso o vienes a contarme algo que solo te preocupa a ti?
—Ya sabes que no puedes andar sin tu bastión, tío —dijo Alek y se lo ofreció—. Si no lo llevas te vas a caer, te vas a lastimar y no sé qué pued-...
—Sí, sí —interrumpió Mark—. Ya sé que estoy viejo, y parece que voy a morir, pero voy a estar bien. Déjame en paz.
Alek frunció el ceño. Su rostro adulto, con el rostro de su padre y la boca y nariz de una madre que ni él conoció tenía la misma expresión que Hok hacia: como si algo le hubiera picado el entrecejo. Mark se rio ante la mueca y Alek se acercó a la carreta, ignoró su risa y colocó atrás una canasta seguramente con comida. Luego, Alek se acercó a Mark.
—¿Ya viene? —preguntó Mark.
Alek bajó la mirada.
—¿Siquiera salió de su cuarto?
—Tío, no creo que debas forzarlo... —dijo y bajó la mirada—. Apenas volvió, apenas se enteró, han pasado casi treinta años y él no vivió ni una más... No creo que pueda asimilarlo tan deprisa...
»Ni siquiera creo que esté bien.
—Te preocupas demasiado, Alek. ¿Ya viene?
Alek suspiró y desvió la mirada a la fachada de la casa. Un árbol de hojas doradas y anaranjadas cubría las ventanas.
—¿No sería mejor traer a un médico? —preguntó Alek.
—Si encuentras uno que cure un corazón, sí, pero eso no existe —dijo Mark—. Verás que saldrá.
—Creo que necesita tiempo.
—Y dejamos que muera de hambre.
—¡Tío! —exclamó Alek y se recargó contra la carreta—. Ni siquiera ha hablado con nosotros desde ese día. Necesita descansar y tiempo. Ya comió hoy y espero que siga haciéndolo, pero no creo que vaya a salir.
Mark gruñó ruidosamente y rodó los ojos. Alek lo miró, hizo la misma cara preocupada de siempre, la misma cara de Hok, soltó la carreta y regresó al portón de la casa sin decir ninguno de los pensamientos que volvían a acumularse en su cabeza. Le dio una última mirada a su tío antes de entrar a la casa y Mark fingió que nada de eso había pasado.
Luego, silencio. No quiso pensar en el tiempo. No, no iba a pensar en el tiempo, se prometió. Cerró los ojos solo para escuchar el viento de otoño rugir entre los árboles, las risas de los niños lejanas en los campos ayudando a sus padres, los pájaros y los animales de la granja.
«Estaba solo, Mark, y solo es un niño. No sabemos lo que vivió, pero si tuviera que hacer lo que hice para salvarlo mil veces en mil vidas, lo haría, aunque tuviera la peor muerte en todas esas vidas.
Él necesita un hogar y yo se lo daré. Además creo que tiene magia...»
Hok siempre había sido así de dramático. Siempre había querido jugar a ser el héroe de otros, ayudar a los demás, recibir atención, pero aquella vez, Mark no pudo negarse. No fue por la magia, a Mark le importaba un comino cumplir con la voluntad de su abuelo y la promesa a su padre, y de hecho, si hubiera sabido que Hok se había ido de Berbentis solo por eso, él mismo lo habría encerrado en su cuarto. Pero Mark no pudo negarse, del mismo que Lara tampoco hizo alguna objeción cuando llegó con un niño en harapos entre sus brazos.
Era solo un niño y necesitaba un hogar. Y aunque Hok fue en serio aquella vez, Mark no lo pudo perdonar y Lara tampoco. La ira al ver lo que había hecho su hermano, la ira al saber que su hermano jamás consideraría su puesto en la corte y sus opiniones fue mucho mayor, la ira al saber que su hermano no era diferente a su padre y a su abuelo...
A su edad, incluso las palabras que apenas recordaba unos años antes de volvían más claras, menos turbias, como si las hubiera escuchado el día anterior. Esas palabras que solo habían sido una pelea en aquel momento guardaban un peso terrible, también guardaban una voz que apenas recordaba.
Abrió los ojos. El sol estaba justo sobre él a través del árbol de hojas amarillas, y calentaba sus manos. Había plantado ese árbol mucho tiempo atrás con su hermano, su abuelo se había enojado mucho y les había dicho que las raíces romperían la casa. No recordaba cómo convencieron a su abuelo de no arrancarlo.
«Es mi árbol y el de Mark...».
Suspiró, inhaló profundo, sus ojos se humedecieron un poco.
«Te ayudaré, pero no te puedo perdonar, Hok. Creo que nunca te voy a perdonar».
«Cuidaremos ese árbol juntos...».
«Lo prometo».
—Vale, Hok, te lo prometí —repitió las palabras de un siglo atrás, miró una hoja anaranjada caer y bajó de la carreta.
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Todos los días, Mark hizo la misma rutina. Entraba a llevarle algo de comer a Evel, él no respondía, y cada día salían de su boca palabras distintas, hasta que dejaron de tener sentido para él. Algunas palabras eran ligeras y poco memorables, otras abrieron viejas llagas en su propio corazón y fueron haciéndose menos dolorosas al decirlas varías veces de diversas formas. Sin embargo, aunque Evel escuchaba a veces, y se sentaba para escucharlo en silencio, no salió ni un solo día de casa, y mucho menos respondió a alguna de las palabras de Mark.
Mark decidió no presionarlo, porque no tenía las agallas ni el corazón de hacerlo, porque no entendía lo que le había sucedido en treinta años, porque llevarlo a donde él planeaba justo cuando al menos estaba mejorando, era retroceder. Tenía miedo de retroceder, de que Evel volviera a encerrarse.
Aunque Mark no quisiera admitirlo, aunque Evel saliera de su cuarto, comiera, estudiara de nuevo en su habitación, y repitiera la rutina que tenía años atrás con Hok, todo en él se sentía diferente. Caminar a su lado o entrar a su cuarto se sentía como atorarse en los matorrales y hierbas de un bosque espeso y silencioso, incluso si la escena de Evel leyendo bajó la luz del otoño era familiar, había algo mal en ella. Evel no respondía en voz alta, solo asentía y vagaba por la casa casi como un espíritu. A veces, se perdía mirando los campos, a veces se perdía mirando nada, a veces, se perdía mirando la puerta del sótano.
Alek le repetía a Mark la misma pregunta cada vez que lo veían así. «¿Deberíamos traer a un médico?». Su esposa, preocupada por Evel respondía que sí, pero Alek lo pensaba demasiado y continuaba con sus actividades diarias, porque, ¿qué podía hacer un simple doctor con un mago en ese estado? ¿Cómo se suponía que contactarían a un mago en Osvian si ellos eran simples pueblerinos? A pesar de conservar el apellido Berbentis, ellos no podían hacer nada ya. Además, no entendían y no sabían qué le había sucedido a Evel para que terminara así.
Pero Mark sabía, desde que Evel había regresado a casa, todos estaban perdidos en el mismo bote. El tiempo había pasado para todos excepto para Evel, las cosas habían cambiado para todos excepto para Evel, ellos habían perdido a Hok años atrás, pero para Evel, todo esto seguramente era difícil.
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Mark entró a la habitación aquella mañana para despertarlo, llevarle el desayuno y convencerlo de salir. Cuando entró, la bandeja casi cae de sus manos, y la tuvo que aferrar. Se estremeció y sus huesos dolieron ante el cambio abrupto de temperatura. Había cristales de hielo creciendo por todos lados, de manera irregular, los libros que habían permanecido por años en las repisas estaban desperdigados por el suelo.
Los ojos de Mark viajaron por toda la habitación, sus piernas amenazaron con hacerlo caer o quedarse atorado en esa misma posición por siempre. Dejó la bandeja en donde siempre y encontró a Evel justo después. Estaba oculto detrás de la cama, donde apenas se veía su cabello, tenía las piernas plegadas en su pecho y la cabeza enterrada en las rodillas.
Alzó la cabeza, tenía los ojos hinchados, lágrimas y ojeras, su nariz estaba escurriendo y por un momento pareció mucho más joven de lo que ya aparentaba. Mark creyó por un momento que había viajado al pasado cuarenta años y que estaba viendo a Evel cuando llegó a Berbentis. La nariz de Mark picó y sus ojos se humedecieron.
—Evel...
Mark se acercó y se arrodilló a su lado aunque sus huesos crujieron.
—Es mi culpa. —susurró Evel y apretó sus labios—. Si yo... Si hubiera regresado antes...
Dejó caer su cabeza en sus rodillas. Mark se acercó y lo envolvió en un abrazo, él se desenvolvió y enterró la cada en el hombro de Mark, y se aferró a él con fuerza mientras sollozaba en silencio.
—Si hubiera vuelto antes, si no hubiera huido, si no hubiera nacido con magia él... —dijo Evel sin mirarlo a los ojos.
—Evel.
Él se separó y lo miró directo al rostro. Las pecas castañas se habían multiplicado, y sus ojos grises se veían mucho más tormentosos, mucho más oscuros. El corazón de Mark se contrajo.
—Si hubiera sido un buen hijo él estaría aquí, ¿verdad Mark?
Se aferró con fuerza a sus brazos, como si estuviera a punto de caer. El nudo que se había formado en la garganta de Mark se destensó y suspiró.
—Basta, Evel —dijo Mark—. Basta.
Evel apretó los labios.
—Nada de esto fue tu culpa, tú siempre has sido un buen niño —dijo Mark—. ¿Lo sabes?
Evel desvió la mirada.
—Pero Hok...
—Hok no murió por lo que pasó ese día. Él... Él vivió una larga vida —dijo Mark y su voz por fin se rompió—. Te buscamos por todo el continente hasta antes de que muriera, y por fin volviste.
»Estoy seguro que él está feliz que hayas regresado, Evel, y tanto él como yo, como Lara queremos que sigas adelante.
La mirada de Evel cambió un segundo. Mark también lo pudo ver, incluso con esas palabras, todo había cambiado para ellos dos. Evel desvió la mirada, sus ojos se habían humedecido aún más y apretó los labios, pero no dijo nada. Mark tampoco se atrevió a decir nada a pesar de lo mucho que quería decirle.
Quería decirle lo mucho que Hok se había equivocado, quería decirle la verdad. Pero cuando Mark intentó leer su rostro, y no pudo entender qué pensaba, cuando recordó al pequeño niño con mirada perdida en el horizonte, se dio cuenta de que todo lo que quería decirle se deshizo.
Evel se enjugó las lágrimas y Mark abrió la boca, pero Evel lo interrumpió.
—¿Murió en paz? —preguntó con la vista baja.
La distancia creada en treinta años jamás se volvería más corta, lo supo cuando vio a Evel a los ojos. Lo supo esa noche. Debió evitar que Evel se fuera, debió evitar que regresara a esa casa, pero solo pudo suspirar, no podía controlarlo así. Evel lo ayudó a levantarse y ambos se sentaron en la cama, le dio espacio a Evel para sentarse y los cristales de hielo comenzaron a derretirse lentamente.
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La carreta se tambaleó con los agujeros en el camino y con el trote ligero del perchero blanco con manchas negras que tiraba al frente. Arriba, las ramas desnudas se agitaban bajo el peso de los pájaros, y entre sus patas, comenzaban a retoñar con pequeñas hojas verdes de nuevo.
Evel estaba sentado a su lado, mirando al frente con sus ojos vacíos. Seguía perdido en algún lugar lejano, su mente seguramente recordando todo lo que había hecho y todo lo que le había sucedido. Aun así, Mark le habló solo para que el viento de los últimos días de invierno no se sintiera tan frío, y para por lo menos despejarlo de su mente.
Le habló sobre el nuevo rey de Osvian, sobre las tensiones, y la guerra. Decidió no hablar sobre su pierna, que dolía mucho más que antes de dejar de usar el bastón, pero era soportable, incluso con el frío. Pero Evel solo asintió, con los ojos perdidos. Mark sabía que escuchaba, que Evel quería escuchar, pero que su mente iba a otras cosas.
Mark sonrió amargamente y el caballo comenzó a trotar más rápido. Sabía que lo que vendría los rompería en mil pedazos, porque era la única forma de volver a armarse, de volver a seguir. Eso no importaba. Evel había decidido salir, él había aceptado eso incluso si sabía lo que vendría y eso era lo que importaba.
Pronto, el sauce llorón que había estado ahí desde antes de que él tuviera memoria se divisó en el horizonte. Los rayos penetraban entre las ramas secas de los árboles alrededor y lo enceguecieron con luz brillante un instante. El caballo trotó hasta la cerca que se había mantenido intacta después de tantos años y se detuvo. Ambos se apearon de la carreta en silencio y Mark ató el caballo.
Giró buscando a Evel, pero él ya se había dirigido hacia la entrada. Se detuvo en seco y Mark aprovechó para apresurarse con la pierna cojeando hasta él. Su nariz y ojos estaban enrojecidos, quiso creer que por el frío y guio a Evel hacia los círculos de roca debajo del árbol.
Se detuvieron frente a una roca tallada con una fecha y un nombre. Mark miró a Evel, sus ojos grises estaban humedecidos y apretaba los labios. Guardaron silencio y luego inclinaron su torso hacia el frente, y recitaron en un murmullo:
—Que Draimat te guie a tu camino, cure y resguarde tu alma.
Mark sacó una vieja carta de su abrigo, incluso después de tantos años seguía pesando en sus manos. Evel lo miró a los ojos. No necesitaron palabras, él no preguntó nada y Mark no habló tampoco. Se la entregó y le sonrió, porque esa era la última carta que Hok le había escrito a Evel, cinco años atrás.
Evel dudó al principio al tomarla, pero cuando lo hizo, se aferró a ella como si el viento fuera a arrancársela de las manos. Mark le sonrió y decidió que era tiempo de dejarlo a solas, se dio la vuelta y caminó a la carreta. Se despidió sin mirar a sus antepasados, que ansiaban tenerlo ahí también y siguió descendiendo.
«Al menos el árbol siempre estará aquí» se dijo y miró por el rabillo de su ojo.
La luz rosada del sol que se había ocultado cobijó a Evel, caído de rodillas, encorvado y aferrando la carta a su pecho. La tumba de Hok permanecería así, en silencio, en penumbra, por más que él llorara pidiéndole que volviera. El sol siguió ocultándose, y Draimat no respondería, nadie lo haría...
Odiaba a su hermano, jamás podría perdonarlo por todo lo que había hecho, incluso si había tratado de ser mejor hombre al final de sus días, pero si hubiera una oportunidad de traer a su hermano de vuelta, él estaría ahí, junto a Evel.
Solo dio la vuelta y siguió caminando hacia la carreta.
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