Capítulo 6. El origen del mal
—No estamos todos lo que yo quisiera, ni todos los que deberían estar aquí, pero así comenzaré esta reunión —dijo el teniente Johnson al mismo tiempo que se iba quitando la chaqueta de gamuza salpicada con gotas de lluvias. Luego la colgó sobre un perchero—. Oscar y Luisa no podrán estar aquí por... la muerte de su hija Érika y es razonable; Sofía, tampoco, por la difícil situación de Daniel; Peter y Andrea también están mal por la muerte de Emilia. Y Jerry tuvo una emergencia en el quirófano.
—Es mejor que nos apuremos, mi hijo Ken, y tu hija fueron al cine, tenemos dos horas, no quiero que se den cuenta de esto —dijo el señor Frank, un hombre pelirrojo y rechoncho, sentado en un sofá, de una edad contemporánea con el teniente.
En la sala de recibo de aquella casa había ocho personas acomodadas en el pequeño espacio. Unos, sentados en el sofá, otros en sillas y el resto de pie. Los presentes eran parejas que rondaban los cuarenta años de edad.
—Dinos qué es lo que pasa, Alex —dijo la señora Claudia, tomada del brazo de Frank en el sofá.
—Susana, querida, el diario —le dijo Alex a una mujer rubia y muy delgada sentada en la poltrona.
La señora Susana sacó un pequeño diario de tapa dura de su bolso y se lo entregó al teniente.
—Este... es el diario de Gilbert —dijo, con el cuaderno de notas personales en alto—. Lo hallamos en su casa.
—¿El diario de quién? —preguntó el señor Elmer, rascándose la calva.
—¿Nadie recuerda a Gilbert? —preguntó el jefe de policía—. Nuestra víctima de bullying en la secundaria.
—¿Te refieres... al puerco? —preguntó la señora Laura.
—¿Querrás decir... tu víctima —repuso el señor Albert, aflojándose la corbata.
—Fuiste muy cruel con el pobre chico por el amor de Susana. Y es evidente que tu tenías todas las de ganar, como así fue —añadió Laura.
—Hasta se salió de la escuela, no cursó el último año con nosotros —comentó Elmer.
—Éramos adolescentes invadidos de hormonas —respondió el teniente—. Ustedes me secundaron en todo lo que le hice.
—Vayamos al grano —dijo Frank—. Nos dijiste que esto tiene que ver con las muertes de esos jóvenes, los hijos de Oscar, Luisa, Bart y Sofía, y con nuestros hijos, ¿qué sucede?
—El contenido de este diario es muy importante para el caso que nos compete. Voy a leer unos breves extractos que subrayé, y en seguida les explico.
Alex abrió el diario y leyó:
"Alex hoy me quitó la camiseta en el pasillo de la escuela, y todo el mundo se burló de mi gordura. Me lanzaron cosas. Susana también se burló de mí. Me dijeron puerco. Estoy llorando mientras escribo esto, quiero morirme. Mi madre dice que debemos perdonar a los que nos ofenden. Ella es una gran mujer, la única persona que me trata bien. Le pido a Dios que nunca se muera, porque si no, yo quedaría muy solo, desamparado. Por ella soy una buena persona".
Alex hizo una pausa, miró los rostros conmovidos de los demás, y continuó:
"Hoy Susana no quiso saludarme, después de lo de la camiseta, no quiere ni saludarme, antes lo hacía, y con eso me conformaba, aunque sea me miraba a la cara y me hablaba, y yo era feliz sabiendo que, aunque sea un hola y una mirada suya de dos segundos eran dirigidas a mí, por mí, y para mí".
Alex pasó varias páginas y siguió:
"Hoy me quitaron el dinero para comprar mi merienda, dicen que estoy muy gordo, que me hacen un favor por eso. Que yo me como toda la comida del cafetín y dejo a todos los demás sin comida. Me golpearon muy fuerte en el estómago para que no sintiera hambre.
Alex respiró profundó:
"Hace dos semanas mi madre cayó por la escaleras y murió por un golpe en la cabeza. Un abogado me dijo que ella tenía un seguro de vida, y que ahora tendré suficiente dinero para vivir bien. No quiero dinero, la quiero a ella. El dinero no me abrazará ni hablara conmigo, no me dirá que me quiere como lo hacía mi madre, como nadie más lo hará nunca, porque soy un puerco asqueroso. Ninguno de mis compañeros de clase vino al funeral".
Alex bufó antes de volver a hablar.
—Con lo que leeré a continuación, se resolvió el caso de la desaparición de mi padre:
"Mi madre era el único motivo por el cual reprimía mi odio. Ella era el único motivo por el cual yo quería ser una buena persona. Veo tanta gente mala feliz, gente que le ha hecho daño a otros, siendo feliz, y tanta gente que no le ha hecho daño a nadie, como yo, sufriendo. Dios me quitó lo único que me hacía feliz, aunque yo le pedí que no lo hiciera. No dejaré que quien tanto daño haya hecho sea feliz".
"Hoy fui a buscar al padre de Alex a la fábrica donde trabaja. Le dije que quería hablar de lo mal que su hijo me trataba. Me dijo que yo debía aprender a defender, y que no debía aspirar tan alto en la vida, a pretender ser novio de una chica tan bonita como Susana, que debía buscarme una gorda como yo. Fingí un malestar, un casi desvanecimiento y le pedí que me llevara a casa en su auto, así que muy amablemente me trajo hasta este solitario vecindario de ancianos. Cuando llegamos a casa me acompañó, entró y usé el cloroformo que robé del laboratorio de ciencias de la escuela. En la madrugada, como pude conduje el auto lejos del vecindario. Alex va a sufrir, se merece sufrir".
—Hay un salto en las fechas de dos años:
"He bajado 20 kilos, gracias a mis vómitos después de comer. Ahora soy muy delgado. Ya nadie va a humillarme nunca más"
"Me cambié el nombre en el registro público, Gilbert, el gordo Gilbert Bower ha muerto, y ha renacido el delgado Jack Morton, con el apellido de mi santa madre.
Los otros estaban inmóviles, viendo con atención y conmoción a Alex, nada decían.
—Encontramos el cadáver de mi padre sepultado bajo el piso de la casa de Gilbert, mejor conocido como Jack Morton, el maestro de física de nuestros hijos.
El grupo de padres se sintió confundido, se miraron entre ellos buscando en sus miradas alguna respuesta, pero luego dirigieron la vista hacia Alex, quien seguramente la tendría.
—Amanda le comentó a mi hija que, la compañera de apartamento de Érika, creyó haber escuchado que la chica mencionaba el nombre de Jack Morton mientras agonizaba. Todo lo conecta con él. Mi teoría es que, alguien lo está vengando después de su muerte; algún familiar, un amigo... alguien... que lo quería.
—No tiene mucho sentido lo que dices —repuso Albert—. Hasta donde yo sé, a esa chica, Emilia, la asesinó su novio en la cabaña a donde fueron los chicos sin nuestro permiso. La asesinó porque se enteró que la chica había abortado, y entró en un estado de furia.
—No, no. Esa fue la primera impresión. Pero, ese crimen fue horrendo. A la chica, alguien le metió la mano, y el brazo completo a través de su boca, a su paso, destrozó mandíbula, tráquea, caja torácica, costillas, pulmones, y con una mano le reventó el corazón...
—¡Basta!, calla, es horrendo —exclamó Laura con el estómago algo revuelto.
—Daniel no tenía rastros de sangre en sus brazos —continuó el teniente—, algo que indique que fue él quien introdujo algunas de sus extremidades superiores en el cuerpo de la chica para cometer semejante crimen tan atroz. Alguien los siguió a la cabaña, entró por la ventana y atacó. Lamentablemente, el muchacho tiene un colapso nervioso, tiene una perturbación mental del cual no se ha podido recuperar, y está internado temporalmente en un sanatorio. Intentó suicidarse dos veces, y Sofía no puede sola con él. Escuchen esta nota de este otro diario reciente. Susana, el otro diario por favor.
Susana sacó otro diario y se lo entregó.
—¿Son varios diarios? —preguntó Albert.
—Esta nota es de hace un año:
"El maestro vino a verme y me ofreció un trato. Me ayudaría en mi venganza. La que he estado esperando toda la vida". Él maestro siempre estuvo conmigo, el que siempre me acompañó, el que fue mi amigo. Siempre estuvo ahí, y me dará a mis enemigos en bandeja de plata, tiene mucho poder".
—No hace mención de ese tal maestro en el resto de los diarios, pero es clave, él puede ser su cómplice.
—Pero, él dice que ese tal maestro siempre lo acompaño, es muy extraño que solo haga mención de él, en una sola parte —dijo Laura.
—Pues, es todo lo que tenemos hasta ahora —respondió Alex.
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Elmer—. ¿Crees que ese asesino, intentará algo contra nuestros hijos, para vengar lo que nosotros, en nuestra inmadurez le hicimos a Jack Morton hace... 25 años?
—Es una posibilidad.
El grupo se sintió muy preocupado, vulnerable.
—Falta una semana para que acaben las clases —dijo Claudia—. Luego de mañana, podremos tener a nuestros hijos en casa, cuidarlos mejor.
—Pondré vigilancia en el colegio desde mañana —dijo Alex—. Quiero que cualquier cosa que vean, algo que sea sospechoso, algún desconocido que vigile sus casas, me lo hagan saber de inmediato, aun cuando parezca insignificante.
Los padres estuvieron de acuerdo.
—¿Debemos decirles a los chicos todo esto? Me refiero a nuestra historia con Jack Morton —preguntó Frank.
—Me daría vergüenza que sepan que... en el pasado fuimos unos desalmados con... su profesor —dijo Laura.
—No creo que sea para tanto —dijo Alex, recostándose de la puerta de un gran armario de caoba empotrado en la pared—. Todo el mundo hace bullying en la escuela, bromea con sus compañeros de clases.
—Esto fue más que solo bromas pesadas —añadió Frank—. Es evidente, es algo que marcó a Gilbert para toda la vida. Hubo violencia física, humillación, maltrato psicológico. De no ser así, un adolescente no sería capaz de asesinar por venganza.
—Alex, Samanta nos comentó que... Gilbert o Jack era muy duro con sus alumnos, en especial con nuestros hijos, los humillaba constantemente, y ofendía —dijo Susana.
—Lucy también nos dijo lo mismo —dijo Albert.
—Roberto también nos lo dijo, y nos pidió que habláramos con el director —señaló Elmer.
—Y no le creímos a Roberto —dijo Rachel—. Creímos que solo se trataba de un profesor muy estricto, y veíamos bien que impusiera disciplina.
—Creo que será mejor no alterar a los chicos con... esto que sabemos —dijo Albert—. Están muy atareados con los exámenes finales, no se concentrarían. Además, que no es algo seguro aún, es una hipótesis. Será mejor que los llevemos y busquemos luego de clases, además, Alex pondrá seguridad policial. Ellos estarán seguros. Cuando haya certeza de esa hipótesis, se los contaremos, o cuando terminen las clases, si antes no se ha comprobado la hipótesis. No quiero que reprueben materias.
Los demás estuvieron de acuerdo. Todos guardaron silencio por unos segundos, recordando por un momento su crueldad contra Gilbert en el pasado, pero éste fue roto de forma súbita por un fuerte trueno que sonó muy cerca, casi fuera de la puerta. El grupo no salía de su asombro. Dieron por concluida la reunión y caminaron a la salida. Frank y Claudia los acompañaron afuera.
La puerta del armario de caoba se abrió de forma muy lenta y dos personas salieron de éste, a gatas.
—¿Lo ves? Te lo dije, mi padre estaba muy extraño, y este era el motivo, vamos a mi habitación —le susurró Ken a Samanta, al momento que se ponían de pie. Caminaron lento sin afincar fuerte sus zaparos y subieron las escaleras de igual manera.
Ya en la habitación de Ken, hablaron con más calma.
—Cuando escuché a papá hablando con tu papá por teléfono, nunca me hubiera imaginado que este era el secreto que mencionó que tenía que revelarle, el secreto que nos involucraba —dijo Ken.
—No puedo creerlo, mi papá —comentó Samanta—. El defensor de la justicia, un chico malo que torturaba a los más débiles.
—Ahí tienes tu gran historia para el periódico, lo que tanto querías. En un rato debemos salir por la ventana. Te llevo a casa y luego regreso.
—Quería una buena historia para ganar el premio estudiantil de periodismo antes de graduarme. Iba a escribir una biografía sobre Érika, después de todo, ella hizo historia en el colegio, triunfadora en muchas áreas. Por eso le pregunté a Amanda sobre su vida, y se le salió contarme que la compañera de habitación de su hermana, había oído a Érika mencionar al señor Morton mientras agonizaba.
—Ella dijo que creyó oírla. Estaba despertando de una resaca.
—Son muchas coincidencias. En fin, la cuestión, es que esta historia es muy fuerte para escribirla —dijo Samanta.
—O la escribes tú, o la escribo yo.
—La escribiré yo —dijo tajante—. No quiero que de nuevo escribas con horrores. Haber leído un artículo tuyo con la palabra reventar, con B fue demasiado para mí. Mejor sigue encargado de la publicidad, que lo haces muy bien.
—Nunca había escrito esa palabra, suele pasar —se excusó el muchacho—. Lo intenté, quería hacer algo nuevo.
Daniel ya estaba cansado de gritar para que alguien le quitara la camisa de fuerza. Estaba tirado en un rincón de aquella habitación blanca, de paredes, piso y techo acolchado. Tenía la garganta seca e irritada. Sus hombros y brazos le dolían de tanto lanzarle contra las paredes con fuerza para tratar de aflojar la camisa. Aunque los muros no eran duros, su capacidad de absorber los golpes ya tenían un límite. La impotencia y la desesperación lo inundaban, como si se estuviera en lo profundo de un pozo oscuro con agua, nadara con fuerza y nunca llegara a la superficie.
A través de las gotas de lágrimas en sus pestañas, divisó dos cabezas humanas asomadas por la ventana de vidrio de la puerta. Un de ellas, era la de una mujer de unos sesenta años de edad, de aspecto severo, cabello muy canoso con moño, nariz y mentón muy largos. Sus anteojos caían casi en la punta de su nariz, y miraba por encima de ellos. Llevaba bata blanca impecable. El otro rostro era el de una joven de unos veintitrés años de edad, de mirada insegura y temerosa, debido a los gritos múltiples que se oían por el largo pasillo blanco, gritos de varios pacientes con alguna de sus muchas crisis de nervios.
—Ya deje los nervios, le pido profesionalismo, no voy a aceptar que vuelva a salir corriendo ante otro ataque de nervios de algún paciente, enfermera —le dijo la mujer.
—Sí doctora —respondió la chica.
—Este paciente llegó hace dos días —continuó—. Fue testigo del asesinato de una amiga, con la que salió hace un año. La chica fue asesinada la misma noche que ella le confesó haber abortado un hijo que tendrían en común. Desde entonces el muchacho padece un caso de neurosis y delirio de persecución. Escucha llanto de niños a cada momento, y alucina ver a la chica con aspecto demoniaco que lo persigue. Él mismo se mordió sus muñecas para desangrarse. Hubo que ponerle camisa de fuerza.
—¡Vieja maldita! —gritó Daniel con todas sus fuerzas—. ¡Deje de decir que estoy loco! ¡No estoy loco! Emilia se me aparece, quiere matarme, me mordió en las venas para que muriera desangrado, se aparece con nuestro bebé muerto. ¡Déjenme salir de aquí!
Daniel lanzó un largo grito cuando vio a una entidad de apariencia humana que estaba en un rincón, sentada en cuclillas, con su cabeza apoyada sobre sus rodillas, y sus brazos alrededor de las piernas. Era una mujer, tenía el cabello muy largo y gris, vestía con una bata blanca muy sucia. Sus brazos eran arrugados cubiertos de manchas y cicatrices. Los cabellos de la mujer caían sobre su cara cubriéndola totalmente. La mujer se puse de pie de forma lenta y ahora mostraba entre sus brazos una figura infrahumana, era como un bebé, pero más pequeño que un recién nacido. Estaba cubierto de una sustancia gelatinosa roja y marrón. El rostro de aquella cosa era deforma, como si fuera una masa plástico derretida. Sus globos oculares estaban totalmente blancos, desprovistos de pupilas. Sus brazos eran delgados, casi esqueléticos de piel arrugada, al igual que la del resto de su cuerpo desnudo.
La mujer le ofreció aquello y la criatura comenzó a lanza fuertes gritos, un llanto ensordecedor, un desesperante bramido, más fuerte que el que lanza un recién nacido cuando llega al mundo, y recibe las nalgadas del doctor. Daniel, entre gimoteos y lágrimas, gritó más fuerte, como intentando que sus gritos solaparan el terrible llanto de eso.
—¡Ahí está! Véanlo, en el rincón! —gritó.
Cuando La doctora miró al rincón y no vio nada se sintió absurda por haberlo hecho. La enfermera también miró por curiosidad sin ver nada.
En el acto, un intenso olor a excremento humano inundó la habitación y provocó nauseas en el muchacho que le hizo tener fuertes arcadas. Cientos de moscas verdes que zumbaban, aparecieron de la nada, rodearon a la mujer y a lo que llevaba en sus brazos, y se posaron sobre ellos.
—Va a vomitar —comentó la enfermera.
—Esté pendiente de él, por si hay que limpiar. En una hora debe darle de comer —dijo la doctora retirándose de la puerta, y la chica la siguió.
—¡No se vayan, no me dejen, sáquenme!
El chico de nuevo se sintió solo, abandonado e indefenso.
En la sala de visita, la doctora Méndez se encontró con la señora Sofía. Lucía muy demacrada, despeinada. Llevaba un vestido muy arrugado. Sus ojos estaban mu rojos con ojeras oscuras bajo ellos.
—¡Doctora! ¿Cómo está Daniel? ¿Cómo está mi hijo? —gimoteó la mujer—. Ya no soporto la angustia, ayúdelo por favor.
—Aún no tenemos un cambio favorable en el paciente. Necesitamos mantenerlo con camisa de fuerza o intentará agredirse a sí mismo, es un peligro para su vida.
Sofía cayó de rodillas en medio de un ataque de llanto, y la doctora la ayudó a levantarse y la colocó en el sofá. Luego le pidió a la enfermera buscar un vaso de agua para suministrarle un calmante.
El señor Oscar, padre de Érika, derramaba lágrimas, inmóvil, viendo la fotografía de su hija en un portarretrato, sobre la mesa de centro en la sala de recibo de la casa. En la imagen, Érika estaba vestida de toga y birrete en el acto de grado de la secundaria. Cortinas abajo, en penumbras, el hombre estaba hundido en una profunda desolación, percibía un intenso vacío en su ser, como si le hubiesen sacando las entrañas, y ahora tenía un espacio frío que necesitaba llenar y calentar con alcohol. Solo movía su brazo para beber de la boca de una botella, sin quitar la vista de la foto. Luego puso su vista en la fotografía de su esposa, sonriente. Después posó su mirada en la foto de Amanda, y por último en una foto familiar donde estaban todos juntos.
—¿Cuál es el pecado tan grande que estoy pagando? ¿Cuál es el error tan grave que estoy pagando? ¡Dios! —El hombre lanzó la botella contra los portarretratos y se dejó caer el piso, gimoteando como un niño.
Las altas lápidas se asomaban entre la grama verde y podada en el cementerio municipal. El sol de mediodía era inclemente. Mucha gente vestida de negro rodeaba un féretro de caoba cubierto de varias coronas fúnebres, y a su lado, una fosa recién cavada lo aguardaba. Había en el ambiente un intenso olor a grama mojada que muchas personas podrían considerar como la única sensación agradable de aquel lugar; sin embargo, pasaba desapercibida para los dolientes más cercanos del fallecido de turno.
El sonido de gimoteos femeninos era constante y se incrementaron al momento que el ataúd fue bajado a la fosa. Roberto, Drake, Lucy, Samanta, Ken, Martina y Amanda, estaban allí, cabizbajos, tomados de las manos. La imagen del cadáver de Emilia, con su rostro deformado y bañado de sangre no salía de su mente, estaba clavada allí, como un punzón caliente en su memoria. Ninguno había podido dormir bien desde entonces. Lucy y Amanda comenzaron a llorar cuando el féretro ya estaba dentro de la fosa, y el grupo de amigos se unión en un solo abrazo, para aferrarse los unos de los otros.
El señor Peter, padre de Emilia, y la señora Andrea, la madre de la chica, lloraban desconsolados, como si echaran sus almas por sus ojos. Estaban de rodillas junto a la fosa, tomados de las manos. No se habían tomado de las manos desde hacía años, desde que el señor Peter había comenzado una nueva relación con una mujer más joven que Andrea. Su nueva esposa estaba allí presente, y lo sobó el brazo cuya mano estaba tomada de la mano de Andrea, desde el brazo hasta su muñeca, y lo indujo a que soltara la mano de la mujer, casi sin darse cuenta.
—¡Dios, qué pecado tan grande cometimos! ¡¿Por qué nos castigaste así?! —gritó el hombre, con su cara y brazos hacia el cielo. Luego un fuerte espasmo se apoderó de su garganta y le hacía casi imposible volver a gritar.
Faltaban ya cinco días para culminar las clases. Para quienes no eran amigos cercanos de Emilia, su muerte quedó solapada bajo el ajetreo de los exámenes finales. El señor Albert estacionó su vehículo frente a la escuela secundaria, su hija, Lucy y Amanda bajaron del auto. Ambas caminaron presurosas para llegar a tiempo de tomar el examen de matemáticas. Al llegar a la entrada, las dos chicas se toparon con alguien que esperaba a Amanda.
—¿Mamá? —Amanda se lanzó a la mujer con un abrazo desesperado, y la señora Luisa correspondió su abrazo—. Mamá, ¿dónde habías estado?
Lucy caminó hacia el interior de la escuela, sin decir nada para no romper el momento del encuentro. La señora Luisa le informó a su hija que se estaba quedando con su amiga, la señora Mariana, quien le había ofrecido refugio en su casa, pero Luisa pidió que le rentara su habitación de huéspedes, pues no quería ser un parásito. La mujer se sintió mejor al saber que se estaba quedando con Lucy por ahora.
—Cuando terminen las clases, quiero que nos vayamos a casa de la abuela —dijo Luisa—. Perdón por haberme ido así, pero... no iba a dejar que tu padre volviera a golpearme, aunque fuera por efectos del alcohol. Yo también fui alcohólica, y solo quien ha padecido esa enfermedad, sabe que eso solo se controla, no se cura. Lamentablemente él sucumbió, y temo que si estoy cerca de él, no solo seré golpeada, sino terminaré de nuevo bebiendo.
—Me iré contigo a casa de la señora Mariana, viviremos ahí, pero, quiero que, viviendo en otro lado intentemos ayudar a papá, hagamos el esfuerzo antes de irnos a casa de la abuela. Hagamos eso, solo si no logramos ayudar a papá.
La señora Luisa miró al cielo, cerró los ojos unos segundos y luego vio los ojos de su hija que le suplicaban con fuerza.
—Está bien. Es que... tengo miedo de volver a beber. Recuerda que tu padre y yo nos conocimos en una reunión de alcohólicos anónimos, nuestra primera cita fue en una reunión de alcohólicos anónimos, me pidió matrimonio a la salida de una reunión de alcohólicos anónimos... estoy harta de que mis mejores recuerdos tengan que ver con ese mundo.
Luisa se despidió de su hija, y ambas acordaron verse a la salida de clases para ir a recoger las cosas de Amanda en casa de Lucy para luego irse a casa de la señora Mariana.
—Salga de mi cabeza señol Molton —dijo Chun con una fuerte tensión en su voz, y su cara. Estaba echado en cuclillas en el piso junto a la cama en su habitación. El chico se sacudió la cabeza, como si el maestro Morton fuera una especie de piojo que lo estaba picando—. Me retlacto. Ya no quielo nada con usted. ¡Salga de mi mente!
A su mente vino la imagen de Samanta y Ken besándose en los labios. Su sangre hirvió como lava, y lo quemaba por dentro.
Chun bajó la escaleras ya listo para irse a la escuela y halló a su abuelo echado dormido en el sofá, y una botella de licor vacía en el suelo junto a él. Su abuela no estaba, seguramente estaba comprando comestibles en el supermercado. El chico, muy lento, subió las escaleras, como si su cuerpo pesara una tonelada. Llegó a la habitación de sus abuelos, se arrodilló junto a la cama, abrió la gaveta de la mesita de noche, como taciturno, sin ninguna expresión en su rostro, y con la misma actitud sacó una pistola del cajón.
Usó la videocámara de su smartphone para grabar un mensaje mientras mostraba el arma en su mano:
—Hoy selá el día en que halé justicia y venganza al mismo tiempo, hoy recupelalé mi dignidad, no recueldo lo que eso significa. A paltil de hoy, nadie que me haya conocido y me haya humillado me dejalá de lecoldal. Este día me convielto en una leyenda y en un héloe pala los que suflen. Halé justicia contra todos los alumnos de la Escuela Secundalia Centlal—. Todo lo dijo mirando a la cámara sin parpadear, derramando lágrimas mientras gimoteaba con su voz quebrada, como si un montón de lágrimas se hubiesen congelado y se hubiesen atascado en su garganta.
Las lágrimas corrían pero por dentro, Chun había aprendido a llorar hacia adentro, el muchacho era consciente de ello. Apenas sus ojos se humedecieron y se sintió orgulloso de ello.
Bajó las escaleras aún videograbando y enfocó a su abuelo que aún dormía. Le puso la pistola en la sien derecha con su mano muy tensa.
—Usted, abuelo, oficial Gyeong, autol principal de todas mis desglacias por habelme sacado de mi país, usted selá el plimelo al que le aplicalé mi justicia, mi ley.
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