Capítulo 20
La primera clase de día es matemáticas.
Coincidimos Ruby, Elliot y yo. Él se sienta en el pupitre a mi derecha. Ambos estamos al fondo del salón mientras que mi amiga está en la primera fila.
No puedo mirarlo sin recordar el enorme peluche al que dormí abrazada anoche. Se llevó la total atención de todos en el autobús de regreso al internado, pero yo mentí con respecto a su origen. Dije que me lo compré yo misma con mis ahorros.
—Buenos días, estudiantes —dice la señorita Claire—. El día de hoy se os aplicará un examen sorpresa.
Una ola de murmullos se desata. La profesora da una palmada para que los estudiantes hagamos silencio.
—Les gustan esos exámenes —me comenta Elliot—. Por cierto, nunca había visto a una persona que se viera bien con bolsas negras bajo los ojos, hasta que te vi.
Achico con los ojos con una mueca.
—Qué gracioso.
Suelta una carcajada sin dejar de mirarme.
La profesora deja hojas de papel en las mesas, volteadas de modo que nadie pueda ver el contenido de la prueba. Cuando ha terminado, se posiciona en medio del salón y presiona un cronómetro. Todos volteamos las hojas a la vez como si de una carrera se tratase.
Leo el examen de pies a cabeza. Aunque no estaba nerviosa, debo comprobar que todas las preguntas las haya estudiado. Y, en efecto, mientras más leo más aliviada me siento. Será un examen fácil, o al menos eso espero.
Resuelvo cada una de las preguntas sin levantar la mirada de mi hoja ni una sola vez. La clase se acaba en una hora. Son diez preguntas y a cada una le dedicaré dos minutos para que me sobre tiempo y poder revisar rigurosamente. Estoy muy concentrada hasta que el carraspeo de la señorita Claire entre el silencio del salón me hace levantar la cabeza.
Tiene su mano sobre el pupitre de Ruby. Ella está volteada hacia mí, parece que queriendo llamar mi atención. Seguro quería que le diera la respuesta de alguna pregunta, pero la profesora la descubrió.
Ruby cierra los ojos con fuerza y traga saliva. Se voltea muy despacio. Nadie se ríe, todos están preocupados porque sabemos que hacer fraude es un error garrafal.
—¿Número? —le pregunta la señorita Claire con una voz muy dulce.
¿Cómo es posible que todos digan que es la mejor profesora? A mí, en lo personal, su amabilidad me parece una tapadera para ocultar su verdadera forma de ser.
—48. —responde Ruby, temerosa.
Siento que llamar a los estudiantes por sus números, siendo algo tan variable, es una tontería.
La profesora Claire levanta la cabeza y su mirada va dirigida a mí. Todos me miran y yo quiero que la tierra se abra en dos y que me engulla. Me pongo muy nerviosa de repente, aferrándome al borde del pupitre. Ella levanta las cejas, a lo cual yo debería responder con mi número en el listado. Solo hay un problema: no lo conozco.
—Ella no ha tenido nada que ver —le dice Ruby—. La única que quiso hacer fraude fui yo. La única culpable soy yo.
La profesora enarca una ceja.
—Dice la verdad, señorita —dice Elliot de repente—. Jade no ha despegado la vista de su examen.
Es la primera vez que escucho mi nombre salir de sus labios. Podría acostumbrarme al sonido de su voz al pronunciarlo.
Agito la cabeza. ¿En qué estoy pensando?
La señorita Claire asiente con la cabeza, creyéndole mucho más a Elliot que a Ruby. Tiene sentido. Si Elliot ha demostrado ser un alumno estrella, deberá confiar mucho más en él en lugar de en la chica que acaba de hacer fraude.
La profesora camina hacia la puerta del salón de clases y llama a un par de guardias que custodiaban los pasillos. Estos se apresuran en entrar al salón. El silencio absoluto donde no se escuchaba ni una respiración es interrumpido por la silla de Ruby arrastrándose por el suelo en el momento en que ella se pone de pie.
Uno de los guardias le sujeta las muñecas detrás de la espalda y salen del salón sin decir una palabra.
Nadie se atreve a hablar.
Yo estoy inmóvil.
La señorita Claire da dos palmadas al aire.
—Continuad con vuestros exámenes, estudiantes.
Me volteo hacia Elliot, el cual continúa resolviendo su examen, más rápido que de costumbre. El sonido tan brusco del grafito en la hoja me hace comprobar que está nervioso, o tal vez asustado. Es el primero en levantarse y entregarlo.
Yo lo sigo, entrego mi examen y corro detrás de él para alcanzar su paso. Casi se me caen los libros de las manos. A pesar de escucharme llamarlo, no se detiene. Lo tomo del brazo y se da la vuelta abruptamente, quedando demasiado cerca de mí. Pero eso no me importa ahora.
—¿Sabes a dónde se llevaron a Ruby? —le pregunto.
—¿Cómo quieres que lo sepa?
Lo suelto y doy un paso hacia atrás.
—Tú sabes muchas de las cosas que pasan aquí. —le digo.
Cada vez que nos reunimos para discutir los avances nulos que se realizan en el caso, Johana, Derek y él parecen expertos en cada tema del internado. Yo me siento inútil entre ellos, incapaz de aportarles ayuda.
—Pues de esto no sé nada.
Hace un ademán de irse, pero yo me interpongo en su camino. Él enarca una ceja.
—¿Qué quieres, Evehart?
Me cruzo de brazos.
—Dices que la profesora Claire es la más amable y mira lo que le hizo a la pobre Ruby. Sabrá Dios dónde está y qué le están haciendo.
Él mira a un par de estudiantes salir del salón de matemáticas a mi espalda. Luego se dirige a mí.
—Es de las mejores —me dice—, pero ¿crees que dejará pasar una falta tan grave?
—Copiar en un examen no es tan grave.
—Sí lo es en un lugar donde de tus calificaciones depende tu vida.
Bufo.
—¡Estaba asustada! —le digo, tal vez demasiado alto. Miro a los lados para asegurarme de que nadie me haya escuchado— Estaba asustada —repito, en un tono de voz moderado—. Por lo mismo que dijiste. Si desaprobaba el examen, le iría muy mal.
—Pues haber estudiado como lo hicimos todos.
—¿Y si lo hizo?
Se encoge de hombros.
—Entonces está bien que ascienda en el listado.
Achico los ojos. No puedo creer lo que estoy escuchando.
—En ese caso, moriría.
—Y dejaría vivir a los que en verdad se lo merecen.
Un plato de vidrio se rompe sobre mi cabeza y los fragmentos filosos me hacen heridas por todo el cuerpo. ¿En serio está diciendo lo que está diciendo? ¿En serio quiere a Ruby muerta?
—¿Estás diciendo que prefieres que muera? —le pregunto.
—No por ser tu amiga tendré un trato preferencial. Si todos nosotros estudiamos, nos esforzamos, ¿por qué ella, a la que no le importó nada o la que no tiene cabeza para retener información, puede conseguir buenas calificaciones tan fácil e injustamente?
No tengo una respuesta a eso.
Simplemente porque somos amigas, y las amigas nos apoyamos en cada circunstancia. Me da igual que sea justo o no, o que los otros lo vean como una falta de respeto. No permitiré que muera si tengo en mis manos la forma de permitir que viva.
—La palabra cruel se queda corta a tu lado. —le digo.
Y, sin decir más, voy a mi habitación.
***
Las reacciones de Chelsea y Nayara a lo ocurrido con Ruby no fueron las que esperaba. Esperaba que ambas se alarmaran como si fuera lo peor del mundo, porque lo es, pero solo intercambiaron miradas con el ceño fruncido.
Eso fue hace unas horas. Me he pasado el día en bibliotecas y centros de computación del internado, estudiando, o puede que investigando a dónde se llevan a los estudiantes castigados.
Es hora de la cena y deslizo mi bandeja sobre la encimera metálica de la cafetería. La encargada, con mala cara, me sirve lo mismo que a todos los estudiantes. La tomo con ambas manos para que no se tambalee y me dirijo a la mesa donde mis amigos cenan.
Al llegar, los tres esquivan mi mirada. No me responden al saludo, por lo que me quedo de pie con los brazos en jarras. He dejado la bandeja sobre la mesa. El lugar vacío de Ruby me angustia.
—¿Qué ocurre? —pregunto.
Chelsea se pone de pie. Me mira por primera vez.
—No cenarás con nosotros hoy. —me dice, tajante.
Parpadeo, sin comprender lo que me acaba de decir. La información no ha llegado a mi cerebro o yo no estoy permitiendo que llegue.
—¿Cómo? —Sonrío, aunque no se refleja en mis ojos— ¿Esta es una clase de broma?
—Lo digo en serio, Jade —me dice—. No cenarás con nosotros hoy, ni nunca.
—No entiendo…
Nayara se pone de pie. Mikel la imita. Ella abre su mano y me entrega un papel arrugado que debió haber estado guardado por bastante tiempo. Debe ser para que las cámaras no nos escuchen y me parece que no desean conversar en un lugar sin ellas.
Desenvuelvo el papel, trato de alisarlo aunque es imposible. Lo leo muy cerca de mis ojos para que las cámaras no sean capaces de captar las letras.
Sabemos lo que hiciste y no creeremos una palabra de lo que intentes decirnos. No te acusaremos pero, por favor, mantente alejada de nosotros.
Los miro con el ceño tan fruncido que hubiera sido fácil que naciera un agujero entre mis cejas. No sé de qué me acusan ahora, pero está claro por sus expresiones que no me escucharán.
Trato de recoger del suelo los pedazos irregulares de mi corazón, que se ha quebrado de mil formas. Me será imposible restaurarlo.
La única amiga que pensé tener, Lara, me traicionó por la espalda. La única persona en la que confiaba, además de en mis padres. La única persona con la que fui capaz de sonreír y de pasar grandes momentos de mi vida. Aprendí muchas cosas nuevas en el lapso de nuestra amistad, puede que porque haya durado toda nuestra vida. Aprender a vivir sin ella, cuando fue prácticamente una parte más de mí, una parte esencial de mí, será como volver a aprender a andar.
La segunda y última vez que me permití llamar a alguien amigo acaba de terminar en un fracaso.
Nunca me había permitido conocer a nadie más porque creí que con Lara junto a mí no me haría falta. Ella tenía más amigos y a mí me daba igual, en cambio, cuando yo hablaba con otra persona, a ella le disgustaba. Yo era feliz llamándola mejor amiga.
Permití llamar amigos a otras personas y, por un malentendido que no se atreven a arreglar, todo acabó en un abrir y cerrar de ojos. Los problemas se solucionan hablando —pienso—. ¿Tan difícil soy de querer?
Con un nudo en la garganta, retrocedo. Busco desde el pasillo entre las mesas y la barra donde sirven la comida, algún lugar vacío que pueda ocupar.
Entonces veo a Elliot, sentado solo, el cual me mira con el entrecejo hundido. Se pone de pie al ver que me acerco cabizbaja. Dejo la bandeja sobre la mesa y me atrevo a mirarlo.
—¿Puedo sentarme? —le pregunto.
No me extrañaría que me dijera que no. La verdad es que no he sido ni un poco amable con él, por lo que no tiene motivos para ayudarme. Estoy en una situación en la que preferiría encerrarme en el baño a comer si no me pareciera una idea tenebrosa.
Él asiente repetidas veces con la cabeza.
—Por favor. —me dice.
Me sorprende su amabilidad tan repentina, pero no digo nada. Tomo asiento frente con frente a él con una sonrisita tímida. El metal de la silla nunca me había parecido más frío que ahora.
Elliot toma su silla y la levanta para dejarla a mi derecha. Mueve su bandeja, sentándose. No ha dejado de mirarme. Junto a su bandeja hay una tasa humeante que desprende un delicioso aroma. La levanta.
—¿Café? —me pregunta.
—¿En la cena?
Se encoge de hombros.
—Ayuda a pasar los malos ratos. —me dice.
Revuelvo la cena con aburrimiento. Las ideas me nublan, o puede que sean las lágrimas. Aún tengo el papel que me entregó Nayara arrugado en mi puño.
—¿Me quieres contar qué te hicieron esos imbéciles o vas a deprimirte hasta morir?
Respiro profundamente. Le entrego el papel y él lo trata de alisar sobre la mesa. Mientras más lo va leyendo, más sorprendido parece. Lo razga en pedazos, los arruga, se levanta y los arroja al cesto de basura. Vuelve a tomar su lugar junto a mí mientras se sacude las manos.
—¿Entiendes algo? —le pregunto.
Él suspira sin mirarme. Tiene los ojos fijos en un punto al frente.
—No.
—¿Entonces por qué no me haces preguntas?
Se incorpora para que yo sea el objetivo de su mirada.
—Por lo mismo que me deshice de ese papel. No quiero que te abrumes o sigas pensando en eso —contesta con sencillez—. Aunque, claro, si quieres desahogarte está bien. Cualquier cosa que tú decidas está bien. ¿Quieres que te haga preguntas o prefieres que no diga nada?
Mis ojos se hacen más pequeños.
—¿Por qué tan caballeroso?
Él frunce el ceño.
—No estoy siendo caballeroso.
—Oh, sí que lo estás siendo.
—Que no.
Sonrío.
—Que sí.
—Que no. Y punto final.
—Qué sí. Y no debería parecerte mal ser amable por una vez en tu vida.
Elliot se cruza de brazos. Se recarga en el espaldar de la silla, con los ojos fijos en mí.
—No deberías confiar en esos —Señala al grupo que me excluyó con la cabeza—. Yo no confío en nadie. Debes seguir mi consejo; te irá mucho mejor desconfiando de tu propia sombra. Y mucho más con nuestros lugares en el listado.
—Habla por ti. —le digo.
Achica los ojos.
—¿No te has fijado?
Hundo el entrecejo.
—¿En qué?
—En tu nuevo lugar en el listado.
Miro la pantalla, llena de números y letras. No, no lo había visto y de hecho, no quiero hacerlo. Pero la curiosidad es una fuerza invisible más fuerte que la gravedad.
No necesito ponerme de pie siquiera para leer mi nombre. Me es fácil localizarlo.
16, Jade Evehart.
Abro los ojos, tan redondos como perlas. Elliot se ríe de mi reacción. Yo sonrío, llena de entusiasmo.
—El 16 —le digo—. ¡Soy el 16! Elliot, ¡el 16!
—Oye, oye —Hace en típico gesto de cálmate con las manos—. Lo vi hace mucho.
—¿Cómo es posible? —pregunto— No ha muerto nadie más, ¿o sí?
—Claro que no —me dice—. Todo lo has conseguido por mérito propio. Estudias demasiado, te desvelas, te esfuerzas, tus calificaciones son excelentes. ¿Cómo querías continuar siendo el mismo número de antes?
Mikel es el número 1, Nayara es el 2, Elliot es el 4, Chelsea es el 17 y el nombre de Ruby no es visible en la primera toma. Espero unos segundos mientras el listado se desliza, los primeros números desaparecen y aparecen nuevos. Veo que ella se mantiene con el 48.
Un ápice de tristeza me inunda. Puede que todos vivamos, puede que lleguemos a sobrevivir todos, menos ella. Y ahora, que no sé siquiera dónde está, esa tristeza se desplaza por todo mi ser como una gota de tinta recién derramada sobre la tela de un pañuelo delgado.
—Y ahí está. —dice Elliot.
Parpadeo confundida y me volteo hacia él.
—¿Eh?
—Tu cara de melancolía —me dice—. ¿En qué piensas que te pone tan mal?
¿Soy tan fácil de leer?
Me encojo de hombros.
Mikel, Nayara y Chelsea se levantan de sus mesas a la vez. Llevan las bandejas a la barra y suben las escaleras. Me pregunto dónde dormiré a partir de ahora.
—La verdad es que… —le digo a Elliot—. Es que… los únicos que pensé que me apoyarían en este internado, acaban de darme la espalda por un malentendido.
Elliot mira cómo desaparecen al subir al segundo piso.
—Desgraciados. —murmura.
—No digas eso —le digo—, no tienen culpa. Puede que yo haya hecho algo mal —Me encojo de hombros—. Sí, fue eso de seguro. Hice algo mal, como siempre. Siempre lo hago todo mal, alejo a la gente de mí y no suelen querer hablarme. Cuando lo hacen se arrepienten.
—Si sigues así, voy a estamparte la tasa de café por la cabeza. —Levanta las cejas.
Suelto una risita amarga.
—Siempre intento hacer las cosas correctas, pero es en vano. Al final termino lastimándolos a todos —le digo—. Siempre trato… —Trago saliva—. Trato de pensar en cómo se sienten los demás, en qué piensan por cada palabra que pronuncio. Siempre trato de ser empática, pero nunca hago las cosas bien. No sé hacer las cosas bien, por más que me esfuerce.
Elliot pone su mano sobre mi rodilla. Dibuja círculos con el pulgar. Yo respiro profundamente, pero unas lágrimas ardientes bajan por mis mejillas.
—No es cierto —me dice—. Haces las cosas bien, porque con querer e intentarlo es suficiente. No tienes que ser perfecta en todo momento. Ser imperfecto es… lo más natural posible. Además, la vida es muy corta para ser perfecto en todo, ¿no crees?
Sonrío.
—Mira quien habla —le digo—, Don perfección.
Él achica los ojos.
—No soy un don perfecto ni nada —me dice—. Solo soy humano, y tengo derecho a equivocarme, al igual que tú. Si no nos equivocamos, es cuando los demás deberían preocuparse.
Se incorpora en su asiento.
—Solo piensa que, si ellos no aceptan una versión vulnerable de ti, no merecen tu mejor versión —me dice—. No te merecen. Tuvieron tu atención y la desperdiciaron. ¿Sabes cuántos quisieran tener tu atención? —Enarca una ceja— En conclusión, ellos son tontos.
Suelto una pequeña carcajada. Seco mi mejilla sutilmente.
—¿Ves? —inquiere— Eso ya es un premio para mí.
Frunzo el entrecejo.
—¿A qué te refieres?
—Sonreíste —me dice—. Te queda bien. Debes hacerlo más seguido.
Ruedo los ojos y empujo levemente su hombro. Me río entre dientes y él me contempla durante unos segundos.
—¿Qué? —espeto.
Elliot bebe un sorbo de su café.
—En mi opinión —me dice, después de haber dejado la tasa sobre la mesa—, eres perfecta.
***
Estoy en la habitación donde hacemos la mayor parte de la información, a la cual tuve que entrar mediante los pasadizos secretos que había creado Nicholas.
Analizo las imágenes con cruces rojas encima y leo cada nota que tienen debajo. Ahí está la mía. No dice datos que yo no conozca.
Miro hacia una esquina de la habitación la maleta que antes estaba debajo de mi cama. No sé si es humillante, triste o simplemente despreciable lo que ellos me hicieron. No sé si tienen sus razones, pero, en ese caso, han de ser muy buenas.
¿Qué pensarán mis supuestos amigos que hice como para haberme dejado las maletas con mis objetos personales y mi peluche recargado a esta en la puerta de la que era nuestra habitación?
La puerta secreta de la habitación se desplaza y Elliot rueda por el suelo con lo que antes era una columna de mantas en las manos. Ahora están deshechas por el suelo. Las recoge y me las entrega.
—Pensé que tendrías frío.
Trato de sonreír mientras las tomo.
—Muchas gracias. —le digo.
Preparo una cama improvisada en el suelo. Johana me había facilitado un colchón y Derek había conseguido una almohada bastante cómoda donde podré apoyar mi cabeza.
—¿Necesitas ayuda? —me pregunta Elliot.
Me incorporo y sacudo mis manos.
—Para nada —le digo, sonriente—. Ya está.
Tomo asiento a los pies del colchón. Espero que esto no sea permanente, porque mi espalda no resistirá dormir por mucho rato en el suelo. Elliot se sienta en la silla junto a la pared con las fotos.
—Sabes que duermo ahí al lado —Señala la pared en común con su habitación con el pulgar—. Si tienes pesadillas, solo debes presionar un botón.
—No tengo pesadillas desde que soy una niña.
Abre los ojos.
—Te envidio.
Miro mis uñas astilladas. Tengo la garganta seca, pero no bajaré a la cafetería. Ni sola ni en compañía de nadie. Debo considerarme en peligro. Y eso de algún modo me hace sentirme importante.
—Elliot. —le digo.
Deja de mirar sus zapatos para mirarme a mí. Trago saliva.
—Nunca me contaste cómo supiste todo el tiempo de la existencia del listado.
Él levanta las cejas, como si hubiera pensado que yo ya lo había olvidado. Su rostro se oscurece de repente.
—Y tampoco olvidé cuando dijiste que conocías mi secreto.
Me regala una sonrisa de medio lado sin mirarme.
—Sí, eso era una broma.
Arqueo una ceja.
—¿Qué?
—En realidad no me detuve a escuchar vuestra conversación aquel día —me dice—. Solo quería asustarte. No sé por qué lo logré. Te pregunto, ¿qué estabais haciendo como para tener un verdadero secreto?
No sabe nada. Y yo estuve torturándome todo el tiempo con respecto a eso.
Idiota.
—¿Vas a responder mi pregunta? —inquiero.
Suspira.
—En realidad es una historia más larga de lo que piensas. —me dice.
Apoyo las manos en mis rodillas.
—Tengo tiempo.
Elliot sonríe otra vez y un duende cosquillea las paredes de mi estómago. Niega con la cabeza al cabo de unos segundos.
—Además, es demasiado oscura para ser contada —me dice—. No lo haré.
Frustrada, me tiendo sobre la cama improvisada. Sé que es un tema delicado para él, por lo que no insistiré. Aunque me muera de curiosidad.
Se pone de pie para marcharse. Supongo que ha dado nuestra conversación por terminada, aunque eso no sería de mi agrado.
—Buenas noches, Evehart. —me dice.
Y se desliza por el suelo para llegar a su habitación. Un par de segundos después, la placa de metal se desplaza.
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