3 | El cadáver mutilado

EL CADÁVER MUTILADO

        Kevin no dejaba de repetirse mentalmente las etapas necesarias para lograr cualquier cacería de manera limpia. Según el informe del Bestiarium Infernae, el libro más completo sobre demonios que existía, había que seguir tres pasos imprescindibles: la búsqueda, la caza y el escondite.

        La primera etapa era la que más dolores de cabeza solía dar. La investigación, la inteligencia y la anticipación del demonio se entremezclaban como una enredadera retorcida, haciendo que adivinar su paradero se convirtiera en una tarea prácticamente imposible. La suerte era un factor clave en la búsqueda; un factor que, muy a su pesar, parecía no estar de su lado. 

        El escritor —anónimo, por supuesto— había asegurado que, para encontrarlo, tan solo había que rastrear una gran extensión de terreno urbano. Sin embargo, buscar en toda la ciudad requería una cantidad inhumana de esfuerzo, y los resultados nunca eran satisfactorios. Era como buscar con la mirada una aguja en un pajar excesivamente grande. 

        La segunda etapa se basaba en cómo llevar a cabo el asesinato del demonio. Era su parte favorita. En una ciudad como Nueva Orleans, había que tener una paciencia desmesurada para encontrar a cualquier criatura, y Kevin no podía negar que matar a un demonio era repugnante. No obstante, la verdadera caza valía la pena. El chute de adrenalina que dejaba en su cuerpo era mucho más eficaz que cualquier hierba, y las exorbitantes recompensas en metálico eran una tentación muy jugosa. 

        Las partes del libro que estaban dedicadas a esta etapa se reducían a un listado de material necesario para convertirse en un «cazador impecable»: un pequeño saco de sal, un libro de salmos religiosos, agua bendita y un puñado de antorchas. Desde luego, nunca había intentado matar un demonio con ese puñado de trastos. 

        La tercera etapa —el escondite, así la había llamado el escritor— era como una carrera a contrarreloj. Ya de por sí, cazar un demonio era difícil, pero los problemas comenzaban a acumularse después de matarlo. Esconder el cuerpo e incinerarlo era una parte que siempre sorprendía, pero entregar las pruebas suficientes de su muerte para cobrar el dinero, no dejar cabos sueltos y quitarse la peste de demonio era un coñazo.

        No dejar cabos sueltos. El escritor del Bestiarium Infernae había hecho mal en no advertirlo. Quizá los humanos corrientes no pudieran distinguir los diferentes aspectos de la magia, pero sí que podían confundirlos. Por eso, cerciorarse de la ausencia de cámaras de seguridad en el lugar y comprobar que no había testigos era primordial; si la policía los veía arrastrando un cadáver de demonio por las calles —que verían como un ser humano corriente—, la habían liado. 

        Además, al final del tomo, el escritor había dejado un consejo, o quizá una advertencia. Lo único que decía era, textualmente, «no dejéis que os maten». En un arrebato de locura, se había adelantado en el tiempo, escribiendo en una lengua que se asemejaba más al inglés actual que al antiguo. 

        Pese a eso, era la única sugerencia que Kevin se tomaba en serio. El manual era muy práctico para conocer todas las especies de demonios conocidas, pero, en términos de las maneras que ofrecía para eliminarlos, estaba muy por debajo de lo esperado.

        En realidad, ellos no seguían al pie de la letra ese modelo, ya que las tres primeras reglas no eran viables con el «sálvese quien pueda». Las habían modificado y modernizado, intentando no cambiar las bases del libro.

        —Odio las resacas —musitó Kevin mientras se masajeaba las sienes con las manos. Estaba apoyando los codos en la mesa, y no dejaba de dar golpes al soporte de la silla con el pie. 

        —Nadie te obligó a beber. —Jack estaba sentado delante de él, observando los papeles desperdigados sobre el mueble. Tessa estaba cruzada de brazos, recostada sobre el cabezal de su asiento—. Podríamos habernos ahorrado los dolores de cabeza.

        —No me lo recuerdes —le pidió, soltando un bufido de descontento.

        Tan solo se acordaba de algunos instantes de la tarde anterior, pero estaba seguro de haberla cagado. Había bebido hasta ponerse ciego, y tan solo había logrado volver a casa por la inestimable ayuda del hombre lobo. Le había recogido con el coche y le había servido de muleta para subir los escalones del portal, cruzar el pasillo de entrada e incluso para acompañarle a la habitación. 

        ¿Cuál había sido su forma de agradecérselo? A juzgar por las ojeras que surcaban los ojos del licántropo, sus paseos continuos al baño —acompañados de arcadas desagradables— no le habían dejado dormir. 

        Kevin ya le había pedido perdón. El hombre lobo había aceptado sus disculpas con una media sonrisa, pero eso no quitaba el sentimiento de culpabilidad, ni tampoco el remordimiento. Después de todo, trabajar sin dormir era complicado, y más todavía cuando unos incesantes pinchazos en el cerebro —cortesía de los efectos secundarios de la bebida— le impedían centrar la mente.

        Aburrido e incapaz de centrarse en el trabajo, Kevin contempló el salón que se extendía a su alrededor. 

    El suelo de mármol blanco relucía como nuevo. Las paredes lisas, con algún cuadro sobrio de arte abstracto, también eran claras; y una lámpara moderna de araña colgaba de un rosetón del techo, justo encima de sus cabezas. En la mesa circular de caoba había varios jarrones de cristal y algunos montones de papeles desordenados. Al lado del corredor, había una chaise longue que descansaba sobre una alfombra gris y que estaba frente a una televisión moderna con varias estanterías.

        Todos los muebles habían sido cortesía de una agente inmobiliaria renombrada —que resultó ser una amiga bruja de Amy—. Sus tíos no parecían haber tenido problemas con la procedencia ilegal del regalo. Al fin y al cabo, los había robado delante de sus narices de una mansión italiana con un simple chasquido de dedos. «No lo echarán en falta», había asegurado con una desagradable voz aguda, esbozando una sonrisa pícara. 

        Tessa carraspeó, al mismo tiempo que el aura de su alrededor se volvía más brillante. Kevin se embriagó con un mareo que recorrió toda su columna vertebral, acompañado de un fuerte dolor de cabeza. La banshee estaba, en los dos sentidos de la palabra, deslumbrante. 

        —Chicos, creo que he encontrado algo. —Miró fijamente el puñado de fotografías desordenadas que tenía delante con los labios ligeramente entreabiertos. Retrataban los asesinatos del demonio con lujo de detalles.

        Según les había dicho, había ido recortando las imágenes de diferentes periódicos locales. Sin embargo, Kevin sospechaba que les había mentido. Después de todo, los reporteros de tres al cuarto no solían exponerse a sanciones monetarias por la reproducción de fotografías polémicas, y todavía menos si no había famosos de por medio. Aun así, no le hizo ninguna pregunta al respecto; había conseguido información y eso era lo importante.

        —Olvidadlo —se corrigió, resoplando—, no he dicho nada. Estas fotos son un rompecabezas sin sentido. —El brillo de su aura se apagó hasta volver a la normalidad—. Parece que, cuando creemos descubrir algo, todo se vuelve en nuestra contra. ¿Por qué tenemos esta suerte de mierda?

        Un silencio incómodo se instauró en el salón, aunque a Kevin no le importó; estaba más pendiente de los malestares de su resaca. La cabeza le daba vueltas, el estómago se le revolvía y las arcadas acudían a su garganta sin previo aviso.

        «Juro que no volveré a beber», se prometió, cruzando los dedos por debajo de la mesa. Sabía que ni siquiera iba a intentarlo.

        De repente, Jack dejó caer las manos encima de la mesa con fuerza.

        —¡Esto es imposible! —El estruendo se escuchó por toda la casa, y no pudo evitar poner una mueca. Se pasó una mano por la nuca—. Perdón, pero es que seguirle la pista a este demonio es una pesadilla.

        De repente, escucharon la alarma del teléfono de Tessa, una señal que indicaba que era la hora de salir a hacer la ronda habitual. La banshee se tomó el tiempo de apagarla, y Kevin rezó para que se encontraran con el demonio de una vez por todas.

        —Es tu día de suerte —le informó el joven—, porque es hora de ir a tomar el aire. 

        Durante el largo camino a pie hasta el barrio de Marigny, el frío fue un depredador que les pisó los talones en todo momento, y Kevin pudo sentir su aliento gélido en la nuca. 

        Sus pasos eran arrítmicos sobre los arcenes, cada zancada más rápida que la anterior. Como habían dejado en claro, sería mejor llegar al lugar antes del anochecer.

        Las calles estaban desiertas, pero Kevin sabía a ciencia cierta que el temor de los ciudadanos —ese temor que les había obligado a resguardarse en sus casas— se había convertido en una apatía abrumadora. Para sentirse a salvo, la mayoría de las personas se había convencido de que el último asesinato tan solo había sido un ajuste de cuentas en los bajos fondos de la ciudad. Al fin y al cabo, como decía el dicho, «ojos que no ven, corazón que no siente».

        La mente humana era desesperanzadora.

        Marigny era un lugar bastante agradable; tenía un encanto distinto al del centro histórico. Las calles eran amplias y había varios coches aparcados frente a los grandes adosados. Unos pocos árboles, que comenzaban a perder todas sus hojas, bordeaban la acera junto a algunos postes de electricidad. El cielo oscuro, iluminado por la tenue luz del crepúsculo, teñía los tejados de las casas con un color ambarino.

        —Parecemos sicarios —mencionó Jack, después de aminorar la marcha.

        —¿Acaso no lo somos? —Kevin le dedicó una media sonrisa y el hombre lobo puso una mueca.

        Tanto el licántropo como él llevaban un traje oscuro que les habían otorgado sus superiores durante su primera caza. No servía de mucho —era un conjunto de prendas oscuras—, pero era flexible y práctico. Además, Kevin llevaba su inestimable chaqueta y se había encargado de que les añadieran un par de círculos mágicos en la vestimenta, por si acaso. 

        Tessa iba ataviada con una larga túnica negra. Parecía una monja, pero debajo de la ropa se escondía algo más que un rosario y un par de cruces. La banshee ocultaba un arsenal de todo tipo de armas en el interior de su vestimenta. 

        —¿Nos separamos? —preguntó Tessa, esbozando una sonrisa pícara—. Abarcaremos más terreno en solitario.

        —Ni de coña —replicó Jack, demasiado rápido como para fingir que no estaba asustado—. Siempre que pasa algo así en las películas de terror todos terminan muertos. 

        —A mí me da igual —contestó Kevin, encogiéndose de hombros—, pero creo que no estamos en las condiciones adecuadas para pasear en solitario por un lugar sospechoso. —Sobre todo, hablaba por él; no dejaba de notar un malestar que le mantenía desconcentrado la mayor parte del tiempo—. Será mejor ser prudentes, por si acaso. 

        —Vale. —Tessa hizo una pausa y Jack expulsó el aire que estaba conteniendo—. ¿Vamos?

        Los segundos no tardaron en convertirse en minutos, y el sol no tardó en ocultarse con las calles que iban dejando atrás. Mientras los postes de luz se encendían con rapidez, el barrio de Marigny se sumergía en una oscura noche sin luna. Junto a ella, las temperaturas habían bajado todavía más. 

        El grupo caminaba con rapidez. Cuando se desviaban y comenzaban a culebrear por las calles secundarias, impregnadas en una niebla inquietante, no podían evitar andar a toda prisa. Kevin podía sentir un incesante cosquilleo en la nuca, un cosquilleo que le pedía a gritos que se marchara de allí. Estaba seguro de que Jack y Tessa sentían lo mismo, lo podía discernir en sus muecas asustadas.

        Lo único que el joven podía escuchar eran los latidos desenfrenados de su corazón y las pisadas de su torpe andar. 

        Siguieron caminando hasta que la niebla se esfumó de golpe, dejando a la vista varias sombras en el centro de la calle mal iluminada. 

        Enfrente de ellos, un cuerpo inerte descansaba en el suelo, justo encima de un charco que, pese a la escasa luz, relucía de color carmesí. La sangre recorría los adoquines de la calle como una serpiente enfurecida. Encima, una sombra difusa se cernía sobre el cadáver con la boca pegada a su yugular; los sonidos casi obscenos de succión rompían la quietud de la noche.

        Kevin frenó en seco, con los ojos bien abiertos. ¿Qué se suponía que estaba pasando? El escenario era turbio, e incluso se atrevería a decir perturbador. Ya había visto a un vampiro alimentarse de sangre humana, pero esa situación era mucho más desagradable. 

        Las criaturas de la noche habían firmado un acuerdo con los demás seres sobrenaturales para garantizar su supervivencia: cualquier presa debía ser un extraviado de la sociedad y, si no lo era, la entrega de sangre debía ser voluntaria —aunque siempre había algunas excepciones—. Por supuesto, la víctima no debía morir bajo ningún concepto.

        Jack inspiró con fuerza y la criatura se irguió con rapidez, sin soltar el cuerpo del muerto. Les miró fijamente a los ojos, con una sonrisa diabólica. 

        Visto de cerca, pudieron comprobar que el monstruo tenía una apariencia humana. La luz de las farolas se reflejaba sobre sus facciones pálidas y todos sus ángulos marcados contrastaban con la delgada complexión de su cuerpo desnudo. Sus labios carnosos, acompañados por una dentadura perfecta, estaban manchados por unas interminables hileras de sangre. Unos cuernos de cabrito se enroscaban en un remolino sobre sus sienes, y sus ojos desprendían una inquietante luz malva.

        «Esto no es un vampiro», comprendió Kevin, «ni siquiera es humano». 

        Un escalofrío le recorrió toda la columna vertebral. 

        De repente, sin previo aviso, la criatura se incorporó a la velocidad del rayo, soltando el cuerpo sobre el suelo con fuerza. El cadáver se estampó con un golpe seco y el sonido de varios huesos rotos, al mismo tiempo que la sombra de la criatura saltaba hacia ellos con una fuerza sobrehumana. 

        Todo lo demás ocurrió en menos de un instante. Kevin pudo ver el fulgor del metal surcando el aire como un cuchillo, al mismo tiempo que el monstruo soltaba un gemido ahogado de dolor con los ojos bien abiertos por la sorpresa. La sangre oscura —casi negra— brotó desde sus hombros como una explosión. 

        Y luego nada.

        El demonio se había esfumado por completo. Tessa le había lanzado varias dagas con una precisión asombrosa, pero el demonio había desaparecido. Era improbable que hubiera muerto; los golpes no parecían haber sido letales. Debía tratarse de algo más.

        —¿Qué coño...?

        Jack le mandó callar, y Tessa se acercó a toda velocidad al cadáver. Se acuclilló a su lado y le tomó el pulso, poniendo una mueca de asco, mientras Kevin y el hombre lobo se juntaban para observar el cuerpo inerte.

        —Se ha ido —les informó Tessa con un hilo de voz.

        «Menudo eufemismo», pensó Kevin. 

        Si estaba hablando del demonio, esa criatura no solo se había ido; se había esfumado como si nada, y tan solo perduraba su olor nauseabundo, que flotaba en el aire como un gas tóxico. 

        Era como la mezcla entre el hedor de los excrementos y de la Rafflesia Arnoldii, una enorme flor pestilente con muchísimas propiedades mágicas proveniente del sureste de Asia. El joven había tenido la oportunidad de presenciar cómo se destilaba un pétalo de la planta, pero el olor a carne en descomposición no se había ido de las prendas de ropa durante semanas. Al final, se vio obligado a tirarlas a la basura.

        Si, al contrario, la banshee estaba hablando del cadáver, el individuo no solo se había ido. La criatura le había asesinado de forma brutal, cerciorándose de que su víctima sufriera. Le había arrancado las manos, que estaban tiradas a varios pasos del cuerpo, y le había infligido varios cortes en el pecho con forma de cruz, desgarrando su ropa. Tenía la nuca destrozada, las cuencas de sus ojos estaban vacías y las marcas de la carótida se reducían a un par de puntos negros. 

        Nadie sería capaz de reconocerlo en ese aspecto. 

        Kevin sintió cómo la bilis se abría paso por su garganta, como si fuera una ola imperturbable rompiendo contra los muelles de un puerto. Un mareo repentino inundó todos sus sentidos, y tuvo la tentación de apoyarse en el hombre lobo. 

        «Mierda», pensó el joven, angustiado, «espero no desmayarme». 

        No sería la primera vez. En las prácticas de la universidad, algunas veces no podía aguantar la visión de la sangre y tenía reacciones similares a las que acababa de tener. Eran algunos de los efectos secundarios de estudiar para ser forense, y tenía que aguantarse.

        —¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Jack con un fino hilo de voz. Estaba pálido, y, por su expresión, parecía bastante afectado.

        Tessa se levantó con un bufido, limpiándose las manos de sangre en la túnica. La banshee, más que afectada, parecía asqueada. Su semblante parecía expresar algo así como: «no me pagan lo suficiente para aguantar esto».

        —Lo quemamos, tiramos sus cenizas al mar y le deseamos una buena vida en el otro lado. —Kevin no supo distinguir si lo decía en broma o si hablaba en serio; su rostro se mantenía impasible y, su tono, indiferente.

        —¿En serio?

        —No.

        Después de la seca respuesta, Kevin contó un total de sesenta segundos de silencio. 

        —Creo que tenemos dos opciones —dijo Tessa, pensativa—. La primera es la más insensata. Nos marchamos, dejamos el cadáver en medio de la calle y rezamos para no tener ningún problema con las autoridades. Evidentemente, creo que nadie quiere pasarse el resto de su vida cumpliendo cadena perpetua. 

        Jack negó con la cabeza, perturbado.

        —¿Y la otra? —preguntó, tragando saliva. 

        —La segunda opción es la que más me gusta. —Esbozó una sonrisa inquietante—. Tengo una amiga que es experta en este tipo de situaciones. Su expediente no tiene ningún tachón y se encuentra entre los mejores cazarrecompensas sobrenaturales del país. Podría venir a echarnos una mano, y estaría aquí en menos de una hora.

        —Supongo que sus servicios como asesina no son gratuitos —apuntó Kevin, entrecerrando los ojos.

        —Exacto. —Hizo una pausa—. De todas formas, podéis mirar el lado positivo: seguramente después de esta noche no os tengáis que volver a preocupar por el demonio... Se le da bien lo que hace. 

        »¿Qué me decís?

        Kevin y Jack intercambiaron una larga mirada, encogiéndose de hombros. Tessa les escrutó, expectante. El hombre lobo asintió con la cabeza, muy lentamente.

        No tenían otra opción.

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