OTOÑO

Aquella era la estación del bronce, las castañas, las hojas secas y las primeras infusiones calientes. Una época que siempre le producía cierta somnolencia al ponerse de nuevo capas de abrigo y al ver la enorme carga de trabajo que tenía que afrontar para preparar todo para el invierno. Cuál animales preparando las madrigueras antes de hibernar, los leprechauns se alejaban un poco de las fiestas y empezaban a poner en marcha todas las tareas que habían dejado abandonadas en verano. Siempre con prisas.

El otoño, aun con todo, jamás había sido tan dulce para Marinette. Y, por extraño que pareciera, eso le generaba un sentimiento amargo.

Cada mañana al abrir los ojos sentía que el sueño había dado sus últimas puntadas durante la noche, que no podría ver a Adrien más, salvo en el espejismo tras sus párpados.

Marinette disfrutaba de cada uno de sus encuentros, pero siembre tenía el remordimiento de que la magia podría terminar en cualquier momento. Llegaría el punto inevitable en el que ambos tendrían que asumir la realidad y terminar con todo antes de que las cosas pasaran de un hermoso sueño a una terrible pesadilla.

Así era, cada mañana, y la duda se mantenía en su estómago, pesada y de sabor metálico como quien lame un botón de cobre estropeado. La amarga espera permanecía con ella hasta que Adrien llegaba volando hasta su árbol en medio de la noche y por fin podía tomar su mano. Todos los remordimientos desaparecían cuando podía sentir su piel cálida en contacto con la suya, cuando podía ver su sonrisa radiante y escuchar sus bromas tontas; y reaparecían con toda su fuerza cuando se separaban. Era un ciclo vicioso que la torturaba.

Sus emociones se reflejaron fácilmente en su cara aquella noche de luna menguante, sentada junto al nacimiento del río.

—¿Marinette? —la llamó Adrien—. Marinette, ¿estás bien?

—¿Eh? Sí, sí... —respondió vagamente—. Solo estaba pensando...

Adrien apoyó su mentón en el hombro de Marinette y la abrazó por la cadera. Marinette no pudo evitar la tierna sonrisa que brotó en sus labios.

—Puedes contarme lo que sea —añadió Adrien, preocupado.

—Solo estaba pensando... —repitió Marinette—. Pensaba en cuánto tiempo nos queda para estar juntos.

—Para siempre —dijo Adrien instintivamente.

Marinette rió por lo bajo, enternecida, pero adolorida por la amargura.

—Sabes que eso no será posible.

—¿Quién lo dice?

—No sé, quizás el rey de las hadas no se ponga de muy buen humor al verte del brazo con una leprechaun —apuntó Marinette—. Y no creo que los leprechauns se lo tomaran demasiado bien tampoco.

—No pienso dejar que mi padre gobierne mi vida.

—Me has dicho en más de una ocasión lo difícil que es para ti vivir con las expectativas de tu padre y lo mal que te sientes cuando no las cumples.

—No dejaré que eso me limite, no si me va a separar de ti.

—Adrien...

—Marinette —la cortó Adrien con la voz entrecortada—. No quiero que nadie más decida en nuestra relación, solo tenemos voz y voto nosotros dos.

—Sabes que no es tan fácil, Adrien —suspiró Marinette. Sentía el nudo enrevesado en la garganta, pero tragó con la intención de controlarlo—. ¿cómo viviríamos? ¿Estarías atado a la tierra, alejado de las nubes? ¿O me tendrías encerrada en el castillo, sin la libre voluntad de salir de él cuando quisiera?

—Pues te construiremos unas alas —dijo Adrien en un arrebato.

Marinette lo observó de hito en hito con suspicacia, enarcando una ceja. Adrien apoyó la frente en el hombro de Marinette y suspiró profundamente antes de regresar la mirada a ella.

—Buscaremos la manera —aseguró Adrien—. Nadie dice que tengamos que atarnos a las normas de uno de los dos mundos, podemos crear las nuestras propias, las que nos hagan felices.

—¿Y cuáles serían esas? —bromeó Marinette—. ¿Buscar el árbol más alto de todo el bosque y construir una casa en las alturas?

Era un chiste, pero Adrien no se lo había tomado como tal. Él la observó con la resolución de la respuesta brillando en los ojos.

—¡Eso sería perfecto!

—¡Adrien! ¡Sería una locura!

—¿Por qué? Te gusta vivir en lo alto, pero tener raíces. Si hacemos bien la estructura, no tendrías que verte limitada por nada, ¡podrías ir a donde quisieras cuando quisieras! Y yo estaría tan cerca del cielo como de la tierra. ¡Es perfecto!

—Adrien... —susurró Marinette estupefacta—. Es una locura.

—No —aseguró Adrien, tomando las manos de Marinette—. Es nuestro futuro, la llave para poder estar juntos.

—Y hasta que llegue ese momento en el que prácticamente desertemos —comenzó Marinette, sin dejarle a Adrien interrumpirla—, ¿seguiremos viéndonos a escondidas como unos ladrones? Esto no puede durar, llegará el momento en que tanto secreto resultará agotador.

—¡Pues casémonos! —exclamó Adrien tan emocionado que sus alas lo levantaron del suelo.

—¡¿Qué?! —gritó Marinette impactada y desconcertada.

—Que nos casemos —Adrien consiguió controlar su entusiasmo y regresar al suelo—. Es la solución perfecta, nadie podrá separarnos.

—Adrien, es una completa locura, apenas nos conocemos desde este verano.

—Te quiero —expresó Adrien con sinceridad—. Desde el momento en que nos vimos y estuviste a punto de lanzarme tu martillo a la cabeza —rió Adrien—. Te quiero. Con toda mi alma y hasta el fin del mundo.

—Adrien... —suspiró Marinette con la voz entrecortada. El nudo en su garganta se volvió más tenso y tuvo que parpadear con fuerza para evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas—. Por todo el oro del mundo, Adrien, esto es una locura...

Marinette tomó las mejillas de Adrien entre sus manos. Podía sentir el calor de su piel, la rapidez de su respiración, la verdad en su mirada; el corazón de Marinette se comprimió hasta convertirse en un minúsculo grano de arena y luego explotó contra sus costillas. Marinette soltó un quejido y una lágrima se deslizó por su rostro.

—Te quiero tanto, Adrien.

Adrien la observó con infinito amor, con esperanza, con valor, y la abrazó con la fuerte convicción de que lograrían su sueño.



Aquella noche, Adrien sobrevoló las nubes con la fuerte creencia de que sería capaz de tocar las estrellas y bailar sobre la Luna. Su corazón latía tan fuerte y agitado contra su pecho que se sentía indestructible e imbatible. Cada vez que pestañeaba, veía con más y más claridad su futuro con Marinette. Jamás había estado tan seguro de algo en su vida.

Hizo tirabuzones en las nubes, superando por mucho la altura del castillo en el cielo, y exclamó un grito de euforia. Con la plateada luz de la luna y el frío de las nubes cubriéndole, sus alas centellearon en un minúsculo arcoíris.

Adrien descendió en picado hasta llegar al castillo. Dio un rodeo para poder entrar sin ser visto. Se coló en las almenas cuando cambió la guardia y se escabulló por una de las torres hasta adentrarse en el interior del castillo. Fue hasta su dormitorio, aunque tenía la impresión de que esa noche iba a dormir más bien poco gracias a todas las emociones que tenía en el cuerpo, pero hubo un cambio de planes. En el interior de su habitación estaba Kagami. Su rostro estaba retorcido en una mueca severa y, pese a la escasa luz del dormitorio, pudo apreciar que tenía los ojos enrojecidos.

—¿Kagami?

—De todas las malas decisiones que podías tomar, has tomado la peor —susurró con pesar.

—¿De qué estás hablando?

—¡PARA! —explotó abruptamente—. ¡No te atrevas a tomarme por una tonta, Adrien!

Adrien se quedó congelado en el sitio, apenas consciente del movimiento de sus alas que lo mantenían un par de centímetros sobre el suelo. Kagami era severa, juiciosa y con el temple más sólido que jamás hubiera conocido. Solo la había visto explotar de esa manera una vez, con la muerte de su padre en un maldito accidente en la boca del verano.

—Kagami, por favor, necesito que me escuches...

—No, quien se va a quedar sentado y va a escuchar a alguien eres tú —lo cortó, furiosa—. Te he visto cometer actos impulsivos antes, Adrien, y jamás te he delatado. Es más, te he comprendido. Siempre. Sé lo difícil que es estar en una posición como la tuya, pero, ¿escaquearte para encontrarte con una leprechaun?

—¿¡Cómo...!?

—¡Te vi! —le contestó antes de que pudiera verbalizar la pregunta que retumbaba con miedo en su cabeza—. Mientras hacía mis guardias te vi escabullirte más de una vez, ¡y lo dejé pasar, tonta de mí! Si hubiera sabido lo que hacías en tus escapadas... Te habría detenido mucho antes.

—No tienes derecho a espiarme.

—Tú no tienes derecho a darle la espalda a tu reino. Eres el príncipe y tu puesto conlleva responsabilidades Adrien.

—Ya hablas como él.

—Porque en esto tiene razón.

—No habrás... —susurró con terror.

—Por supuesto que no —bufó Kagami—. Aunque debería haberlo hecho, pero primero quise darte la oportunidad de recapacitar. No solo eres mi príncipe, al que debo lealtad desde el día en que nací, también eres mi amigo.

—Kagami...

Adrien se acercó a ella y tomó sus manos en un apretón fraternal.

—Quiero que entiendas que mis actos no buscan herir a nadie, todo lo contrario. Estoy enamorado de ella.

Kagami lo observó como si hubiera verbalizado la mayor de las blasfemias.

—Estás loco.

—Jamás he estado más cuerdo, ¿no te das cuenta? Por primera vez en mi vida soy feliz y es imposible que algo tan hermoso pueda ser malo.

—Estás intoxicado por las emociones —negó Kagami, apartándose de él, dolida por la traición—. Nos estás dando la espalda.

—¿Por qué no quieres entenderlo? Precisamente es lo contrario, lo que siento por Marinette significa que este conflicto entre hadas y leprechauns es infértil.

—¡Eres tú el que no lo entiende! Mi padre, junto a centenares de soldados a lo largo de la historia han perdido la vida contra los leprechauns. Mi propia madre apenas pudo regresar del combate y sabes bien que no ha sido la misma desde entonces.

—Solo piensas en el pasado, ¡pero debes pensar en el futuro! No quiero que mis hijos peleen en la misma guerra absurda, que pierdan la vida en el mismo conflicto inútil... Para ellos quiero un mundo mejor, ¿por qué no lo entiendes?

—Siempre has defendido esas ideas y todos teníamos la esperanza de que con el tiempo la razón hiciera mella en tu mente y olvidaras las fantasías inútiles. Deberíamos haberte parado antes.

—No puedes evitar que sea quien soy.

—Y tú no puedes evitar que tus malas decisiones tengan respuesta.

Se miraron el uno al otro de hito en hito, con el frío peso de estar en bandos contrarios, inamovibles sin importar los argumentos. Justo en aquel momento, Adrien sintió que se desencadenaba el fin del mundo.



Marinette subió a la parte alta de su árbol, sobresaltada. El bosque, que en esa noche sin luna tendría que estar sumido en la más completa oscuridad, estaba lleno de una luz gélida y violenta. Las hadas lanzaban sus lanzas de hielo, derrumbando los troncos de los árboles que daban hogar a los leprechauns, y los leprechauns en respuesta les lanzaban bombas de luz ardiente con las catapultas. Marinette jadeó de terror. Su peor pesadilla estaba cobrando vida frente a sus ojos.

—¡Marinette!

Se dio la vuelta al escuchar el grito. Su padre le tendría la mano para que fuera con él.

—¡Papá! ¿¡Qué ocurre!?

—Debemos refugiarnos —dijo su padre en su lugar, tirando de ella hasta el columpio.

—¡Papá!

La ignoró. Descendieron hasta la base del tronco donde su madre los esperaba con una mochila llena de suministros. Llevaba a su espalda un elegante y grande martillo de oro.

—Tenéis que iros ya —aseguró su madre, dedicándole una mirada llena de significado a su marido.

Él asintió, pero Marinette se negó a moverse.

—¡No! —exclamó Marinette—. Sabéis lo que está pasando, ¿verdad?

Ellos cruzaron miradas contrariadas, pero finalmente su madre asintió y clavó la mirada en ella.

—Te están buscando, aseguran que has envenenado al príncipe.

—¿¡QUÉ!?

Marinette estuvo segura de que, por un instante, su alma había escapado de su cuerpo. Había estado muy preocupada por la desaparición de Adrien. Hacía días que no lo veía, que no establecía ningún tipo de contacto. Aunque había intentado evitar los malos pensamientos, un horrible presentimiento la había estado atormentando.

—Mamá, yo no...

—Cariño, lo sabemos. Tú serías incapaz de hacer nada semejante —le dijo, acariciándole las mejillas con afecto—. Pero eso no eliminará sus esfuerzos por encontrarte. Debes esconderte en un lugar seguro.

—Mamá...

Un estruendo se escuchó en el exterior, tan fuerte que hizo vibrar el suelo. Los gritos de la batalla se hicieron aún más feroces.

—Debéis marcharos.

Su padre ya se había puesto la mochila y, sin dejarle mediar palabra, cargó a Marinette sobre sus hombros y echó a correr por los túneles secretos bajo la casa.

—¡MAMÁ!

La última imagen que tuvo Marinette del interior de su hogar fue de su madre tomando el martillo de su espalda y salir corriendo hacia la batalla.

No pudo lamentarse por mucho tiempo. Los túneles eran inseguros y muchos de ellos estaban en ruinas. Al final, se vieron obligados a salir al exterior. Con sigilo, aprovecharon la oscuridad y las zonas de tierra seca para huir sin ser vistos. No tenía ni idea de a dónde la llevaba su padre, pero solo era capaz de pensar en seguir moviendo un pie tras otro y en no mirar al fragor de la batalla que dejaba a sus espaldas.

Entonces los escucharon. Un escuadrón de hadas iba hacia ellos iluminando el camino con sus linternas de cristal. Los encontrarían. Allí donde estaban no había escondite posible ante las potentes luces. Marinette lo supo un segundo antes de que llegaran hasta ellos. Y su padre también.

La empujó lejos, contra los setos, y echó a correr. Marinette no tuvo oportunidad de gritar, de llamar a su padre. El escuadrón lo captó al momento y, demasiado concentrados en seguirle, la olvidaron en las sombras.

Marinette se obligó a tener esperanza al ver el haz de luz perderse a toda velocidad, retorciéndose entre los caminos inexplorados del bosque. Su padre era rápido, capaz de apartar cualquier obstáculo y aprovechar la naturaleza a su alrededor. Estaba consiguiendo esquivarlos. Imploró porque lograra encontrar un escondite seguro antes de marcharse de allí.

Estaba sola y sin lugar al que ir. Dejó que sus pies se movieran solos, al pie de la montaña. El ruido de la batalla quedó atrás, al igual que sus luces estridentes. Como si se tratara de un espejismo a sus espaldas en lugar de una terrible pesadilla. Llegó al nacimiento del río, desolada y abatida. Lo único que había hecho había sido enamorarse, ¿era eso tan malo?

El ruido de las ramas al moverse la sobresaltó, rompiendo su silencioso llanto. Se puso en guardia al ver una luz blanquecina, como una diminuta luna, salir de los arbustos. Ahogó a un grito al reconocer quién portaba la lámpara.

—¡Adrien!

Adrien alzó la mirada al reconocer la voz de Marinette, pero no podía verla en la oscuridad.

—¿Marinette?

—¡Adrien, estoy aquí!

Adrien miró al otro lado del río y vio a Marinette. Se observaron detenidamente el uno al otro, con todo el pesar que el terror y la pena tatúan en el alma.

Marinette atravesó el río aprovechando la fila de piedras planas que formaban un camino. En su corazón no hubo espacio para la duda o el error. Solo estaba el deseo de llegar hasta él. Adrien tiró la lámpara al suelo cuando Marinette llegó al otro lado y corrió hacia él. La estrechó entre sus brazos con fuerza, hundiendo el rostro en su cuello.

—Marinette, Marinette, Marinette...

Susurraba su nombre sin parar. Marinette en cambio apenas podía encontrar su voz. Todo el miedo de aquella noche siniestra hizo que su cuerpo temblara sin parar. Se aferró al cuerpo de Adrien como un salvavidas, incrédula de verle al fin.

Adrien soltó un quejido cuando Marinette presionó sus hombros al abrazarle, ella se sobresaltó. Renuente, se separó de él.

La lámpara seguía en el suelo. No se había roto, pero les brindaba una luz triste y pálida que dejaba a la vista todo su miedo y tristeza. Marinette jadeó al observar a Adrien. Tenía un ojo hinchado, prácticamente cerrado, y rasguños en el rostro. Su ropa estaba hecha un desastre y había manchas de sangre en su hombro derecho. Y sus alas...

—No, Adrien... —gimió Marinette, sintiendo las lágrimas llenar sus ojos.

El ala izquierda de Adrien estaba rota, caía flácida contra su espalda como un manto.

—¿Qué te ha pasado Adrien? —susurró Marinette, tomando su rostro entre sus manos con dulzura y cuidado.

—Nos vieron , aquí, en el río... Se lo dijeron a mi padre y él me mantuvo encerrado tratando de librarme de tus hechizos —explicó Adrien con sorna—. Me rompió el ala para que no pudiera salir a buscarte.

—Adrien, no... —susurró Marinette, espantada—. Pero entonces, ¿cómo es posible que hayas huido del castillo?

Adrien rió por lo bajo, aunque no había diversión alguna en su voz.

—La amiga que me delató... Ella sinceramente pensaba que estaba haciendo lo correcto. Hasta que vio a mi padre volverse completamente loco conmigo. Ella me ayudó a escapar.

Marinette apoyó la frente en el pecho de Adrien, escuchando su agitado corazón.

—Esto nunca terminará, ¿verdad? —preguntó Marinette—. Desatarán el infierno con tal de encontrarnos.

Adrien, quien siempre se había mostrado optimista hasta con el plan más absurdo, fue incapaz de mediar palabra. Bajó la mirada al bosque. A lo lejos, podía verse como un espectáculo de luces lo que en realidad era una abominable batalla.

—No podré vivir en un mundo en el que no estés —dijo Adrien—. En un mundo en el que estaré destinado a odiarte todos los días de mi vida.

—Adrien, no creo que tengamos la posibilidad de vivir en mundos separados, ignorándonos el uno al otro. Ya no. Los tuyos me echan la culpa de enloquecerte, me matarán. Y los míos te buscarán a ti, la excusa que el rey de las hadas ha encontrado para atacarlos, y se vengarán.

—Nos hemos quedado sin caminos...

Un fuerte estallido impactó en el centro del conflicto y una ola expansiva se extendió por todo el bosque. Marinette y Adrien se agarraron el uno al otro y clavaron fuertemente los pies al suelo.

—Se destruirán los unos a los otros —susurró Marinette con horror—. No quedará nadie.

—A no ser que les demos lo que buscan...

—¿A qué te refieres?

Adrien levantó la muñeca izquierda. Ahí tenía un brazalete de cuero que jamás le había visto.

—Mi padre intentó de todas las formas posibles que no escapara. Debajo de este brazalete, bajo mi piel, hay una piedra de luna incrustada, con ella puede rastrearme. Lo único que lo impide es este brazalete que me dio Kagami.

—Si nos encuentran...

—Ya no tendrán excusa para continuar el enfrentamiento. Ahora, debes marcharte.

—¿Qué? ¡No!

—Mi padre vendrá aquí con su ejército. Si te encuentra conmigo te matará.

—¿Y qué hará contigo? ¿Te encerrará bajo cuatro llaves en el castillo hasta que actúes como su marioneta? ¿Te arrancará las alas si no obedeces sus órdenes?

No dijo palabra y Marinette estuvo segura de que tenía razón. Adrien se quitó el brazalete en un gesto brusco y la piedra escondida bajo su piel resplandeció.

—Tienes que irte.

—¡No!

—¡VETE!

—¡JAMÁS!

Marinette tomó su rostro entre sus manos y contempló los ojos llenos de lágrimas de Adrien. Marinette sollozó y formó una sonrisa suave en sus labios.

—Estamos juntos en esto, ¿vale? Es lo que prometimos.

—No esperaba que al prometerte estar contigo hasta el fin del mundo, este estuviera tan cerca —Marinette limpió las lágrimas con sus pulgares, acariciando la piel cálida de Adrien.

—Yo tampoco, pero no lo cambiaría. No puedo estar más agradecida por haberte conocido.

—Te amo.

—Y yo a ti, con todo mi corazón.

Marinette se alejó un paso de él y concentró toda su magia en sus manos. La energía dorada se retorció y comprimió hasta convertirse en una flecha dorada. El astil se retorcía en una curva ondulada que terminaba con una afilada punta a ambos lados. Marinette clavó la mirada en Adrien. Cada vez más cerca, ambos podían escuchar el ruido de la batalla acercarse a ellos. Adrien imitó a Marinette y concentró su magia en la flecha que flotaba frente a ellos. Un filamento plateado se enredó en torno a la flecha y culminó al cristalizarse en dos brillantes diamantes en ambos extremos.

Adrien y Marinette tomaron la flecha entre sus manos y las llevaron a su pecho. Las puntas estaban tan afiladas que, aún sin presionar, cortaron la piel y mancharon sus ropas de sangre.

—Te amo —repitió Adrien.

—Te amo —dijo Marinette.

Los combatientes ya estaban allí, apenas a unos metros de ellos. Si hubieran prestado atención, los habrían escuchado gritando sus nombres, pero para ellos no existía ya nada más que ellos dos. Se abrazaron y la flecha caló hondo en sus pechos.

Se amaron hasta el último y desgarrado latido de corazón.

Domingo, 3 de enero de 2020

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