CAPÍTULO UNO - LES FLEURS DU MAL
Madison abrió los párpados dando un alarido de horror en cuanto pudo despertar de su pesadilla, y con los ojos fijos en el techo oscuro de su habitación, se dio cuenta que tenía los brazos extendidos hacia arriba, como si quisiera cubrirse de algo o alguien. Sentía las sábanas pegadas a sus pechos y su espalda, señal de que había sudado durante mucho tiempo, y respirando agitada dio un resoplido, al mismo tiempo que dejaba caer sus extremidades encima de las mantas, volteando para mirar el reloj digital junto a ella, en la mesita de noche. Dos y cuarenta y ocho de la madrugada.
Sabía que le sería tremendamente difícil volver a conciliar el sueño por un buen rato, por lo que intentó relajarse, concentrándose en su respiración como si fuera una especie de mantra, imaginándose el recorrido del oxígeno por sus fosas nasales y luego siendo expulsado a través de sus labios. Aun así, sabía que cualquier cosa que hiciera no iba a ser suficiente para remover el recuerdo de su psique, aquella horrible noche que la había marcado de por vida.
Dieciocho años atrás, en la pequeña localidad de Ellicot City, ubicada en Maryland, vivía una pequeña Madison Lestrange, de quince años de edad. Recordaba que al principio, haberse mudado con sus padres al sitio ferroviario más antiguo de Estados Unidos había significado una completa tortura, más que nada por tener que abandonar sus amigos de la campiña inglesa. Sin embargo, no había nada que hacer para ella, ya que el trabajo de sus progenitores estaba primero y más pronto que tarde, ya estaban instalados en su nueva residencia. Reticente, Madison se dedicó a incordiar a sus padres y molestarlos tanto cuanto pudo, prácticamente desde los seis meses previos a la mudanza. Pero en cuanto vio las viejas casas de piedra al estilo inglés y las colinas ondulantes que bordeaban la pequeña ciudad, se enamoró de ella perdidamente.
La momentánea felicidad de los primeros tiempos en aquel lugar se quebrantó en cientos de pedazos cuando, por supuesto, tuvo que recomenzar en un nuevo instituto secundario. Los adolescentes norteamericanos eran mordaces, vulgares y abusivos con ella, principalmente después de aquel primer fatídico día en donde la profesora de historia la había hecho presentarse frente a toda la clase. En cuanto escucharon su acento británico afloraron en algunos jóvenes las risillas solapadas, y luego de ellas, las de la mitad de la clase. "¿Lestrange? ¿Qué clase de apellido de mierda es ese?" Había murmurado una chica dos bancos por detrás de su sitio, y luego las risas, otra vez, ante los infructuosos intentos de la profesora por hacer que se callaran.
Con el tiempo, las risas se transformaron en burlas, y las burlas en golpes y bullying. Para colmo, Madison presentaba un desarrollo tardío, y se odió a sí misma y a su madre por ello, por lo que ella consideraba como "su genética defectuosa". Todas sus compañeras de aula ya tenían curvas, iban a fiestas y fumaban, mientras que Madison era "Tan plana como una mesa", o cuando iba de camino a los baños, nunca faltaba una de las jóvenes que gritaba al pasar: "¡Eh, inglesa! ¿Cómo haces para sujetarte el pantalón, si ni culo tienes?".
Todo aquello no hizo más que sumirla en una profunda depresión, la cual supo canalizar el día que acostada boca arriba en su habitación y escuchando el Hot 100 de Billboard en la 100.7 Mix – FM, escuchó por primera vez The beautiful people, de Marilyn Manson. Aquella tonada, su melodía, los acordes ásperos en las guitarras eléctricas y principalmente su profunda crítica social, la cual con su letra aborda temas de conformismo, opresión, y superficialidad de los estándares de belleza impuestos por la sociedad, le sonaron como el canto de una sirena para su propia alma. Con el correr del tiempo comenzó a utilizar la mesada que le brindaban sus padres para comprar revistas de rock, algunos casetes, maquillaje negro y vestidos largos y oscuros, aún a costa de tener que soportar los regaños escandalizados de su madre, criada en el seno de una familia católica y por sobre todo, conservadora.
Con su rápida afición al rock progresivo, el post punk y el metal gótico, Madison comenzó a investigar más en profundidad acerca de ello, y por sobre todo, de su ídolo. Fue así como conoció entonces el dato de que Manson era un profundo admirador de Anton Szandor LaVey, el fundador y padre del satanismo, y al investigar sobre LaVey, también comenzó a incrementarse su curiosidad por el ocultismo, la magia y la hechicería. A medida que la música que escuchaba aumentaba en morbosidad y blasfemias, también crecía su gusto por la literatura y los artículos mágicos, hasta que un día su madre no soportó más aquello. En un arrebato de histeria, gritos y castigos, todos los libros de ocultismo, brujería, espiritualidad y casetes de música que Madison había comprado, terminaron en el contenedor de la basura, fuera de la casa. Odió a su madre por ello, la odió con todas sus fuerzas y también odió a su padre, por no intervenir y quedarse impávido en el living de la casa, lamentándose por "lo que se había convertido su hija". Sin embargo, la vida seguía, y en su desespero le rogó, a Dios o al Diablo, quien sea que quisiera ayudarla, que todo mejorase de una maldita vez.
Como si sus deseos fueran escuchados, y ya casi en sus dieciséis años, Madison comenzó a desarrollarse a velocidades increíbles. Tanto, que incluso sus compañeras de secundario tuvieron que cambiarle las burlas. Ahora ya no era "La inglesa plana", sino que le decían "Nalgótica" o "Goticulóna". Lejos de molestarse, Madison continuaba con su vida a expensas de ello, aun sabiendo que aunque muchas de las jovencitas empapadas en labial y maquillaje barato se burlasen como si fuesen mujeres adultas, muchos de los chicos que estas deseaban en realidad la miraban a ella y a sus recién estrenados dotes, los cuales sabia aprovechar con corsés negros y escotes sugerentes. Sin embargo, no le interesaba ninguno de ellos, su objetivo era otro.
Sin esperarlo tan siquiera, fue invitada al cumpleaños número dieciséis de Alex, y quizá por este mismo motivo es que ella asistió, porque quería fastidiar a las rubias idiotas y vacías de cerebro que no habían parado de molestarla ni siquiera un solo día. Alexander O'Ryan era bien conocido en su aula por ser el líder, el clásico fanfarrias, el de la sonrisa guapa y el de las ideas osadas, el que traía muerta a más de una y el inaccesible que nunca se besaba con nadie, a riesgo incluso de que muchas creyeran que posiblemente, fuese gay. Sin embargo, Madison tenía un plan. Sabía que los padres de Alex no estarían en la casa por motivos de viaje, y que ni siquiera sabrían que se montaría una fiesta en su domicilio, ya que ellos festejarían después por su cuenta, con familiares y todo lo demás. Según palabras del chico, ellos "no tenían que enterarse si hacía una pequeña reunión previa con sus amigos, ¿verdad?". Por eso, iría con su mejor vestido, el negro y corto hasta la mitad de los muslos, con las mangas de tul. Se pondría sus medias de red, sus botas de motorista con detalles en hebillas de plata, y le robaría a su padre la botella de Johnny Walker que aún no había abierto. Si era necesario embriagar a Alex lo haría, pero se prometió a sí misma que le daría el mejor beso de su vida, frente a todas y con el mayor de los descaros.
Recordaba aquella noche de sábado con la plenitud de quien recuerda lo que hizo el día anterior. La música resonaba en las paredes de la vieja casa estilo inglés, como casi todas en Ellicot City, llenando el aire con una energía vibrante. Las risas y conversaciones animadas competían con el ritmo pulsante que emanaba el equipo de sonido en el living, y muchos de los jóvenes —por no decir la gran mayoría— sostenían una lata de cerveza en sus manos. Madison, por el contrario, ni siquiera se movió de su rincón, y eso la frustraba enormemente. Creía que sería distinto, que tendría el coraje para hacer lo que tantas veces había planeado e incluso fantaseado en la intimidad de su temprana sexualidad, pero a la hora de la verdad, tan solo había llegado a la casa de Alex, le había ofrecido la botella de whisky como un "regalo" y nada más. Nadie hablaba con ella, ella tampoco hablaba con nadie, y a medida que las horas transcurrían, la angustia comenzó a crecerle en el centro del pecho con la forma de un enorme y pesado nudo que le cortaba la respiración. Así nunca sería liberada de aquel estigma de la "rarita" del curso, se dijo. Desde su rincón, no cesaba de mirar a Alex, quien parecía un pez en el agua, charlando con unos y con otros, soportando las miradas hambrientas de algunas de sus compañeras de clase.
Sin embargo, todo cambiaría cuando vio como ya bien entrada la noche, Alex se dirigía al equipo de música, bajaba el volumen casi al mínimo, y entonces de un cajón del enorme modular que cubría casi toda la pared oeste de la sala de estar, sacó una caja polvorienta, levantándola en el aire como si fuera un trofeo.
—¡Eh, chicos! ¿Alguien quiere jugar? Podemos agregarle más emoción a la noche, supongo —exclamó.
—¿Qué es eso? —preguntó Sarah, mirando el objeto con curiosidad y desconfianza. Rubia, alta, la principal bully del grupo y la estúpida teñida, pensó Madison con desprecio.
—Es una tabla ouija —dijo él, con los ojos brillantes de la emoción—. La encontré en el ático de mi abuela. Pensé que podíamos probarla esta noche, ¿qué dicen?
Algunos de sus amigos retrocedieron, un tanto incomodos con la idea, pero otros, como Emily —la mejor amiga de Sarah—, la propia Sarah y Tom, el mejor amigo de Alex, se mostraron intrigados.
—¿Estás seguro? —preguntó su colega, mirando la caja que Alex le prestaba.
—Vamos, será divertido, es solo un juego —dijo Alex, tratando de animar a los que dudaban—. Además, ¿Quién no quiere saber si hay fantasmas en esta casa vieja?
Finalmente, solo los más cercanos a Alex decidieron participar, ante la expectante vista de los demás. Buscaron velas, un par de las que guardaban los padres de Alex en los cajones de la cocina, por si se iba la electricidad. Apagaron las luces y las encendieron encima de la mesa, una en cada punta. Luego colocaron la tabla en el centro, y como si aquello fuera producto de la sugestión que comenzaba a notarse, la atmosfera cambió, volviéndose más densa y cargada.
Sentados alrededor del tablero, los amigos colocaron sus manos encima del planchette, el puntero quieto y apacible que reposaba encima de las letras. Alex, tomando el control, comenzó a hablar en un tono teatral.
—Espíritus del más allá, si hay alguno entre nosotros, por favor, háblanos ahora —dijo.
Esperaron en el más completo silencio, cinco segundos, diez, veinte, pero nada ocurrió. Las risillas nerviosas y miradas escépticas comenzaron a surgir entre los presentes, hasta que Tom habló.
—Hermano, no creo que esto esté funcionando.
—Ah, mierda... Se supone que debería ser fácil... —murmuró Alex, frustrado.
—Lo están haciendo mal —dijo Madison, interviniendo desde su rincón. Todos se voltearon a verla, muchos con aire de sorpresa ante la acusación, y las chicas con cara de fastidio.
—¿Qué sabrás tú, nalgótica tonta? Haznos un favor y cierra la boca —dijo Sarah. Sin embargo, Alex hizo un gesto con la mano, callándola, y Madison saboreó aquello en su fuero interno.
—¿Por qué lo dices? —le preguntó, con curiosidad.
—Porque están tocando el cursor con más de un dedo. Deben sujetar a la entidad que esté de paso, y para hacer uso del elemento de sujeción, tienen que usar solamente el índice. Como si estuvieran haciendo una indicación. Además, tampoco abrieron un canal.
El más absoluto silencio se hizo escuchar casi cortando el aire. Nadie sabía de lo que estaba hablando, pero por primera vez en su vida, Madison se sintió importante.
—¿Alguna vez jugaste a esto? —preguntó Tom.
—Nunca.
—¿Y entonces cómo sabes estas cosas?
—Porque leo mucho.
Todos se volvieron a mirar entre sí, hasta que Alex intervino.
—¿Quieres jugar con nosotros, y enseñarnos? —preguntó.
Madison esbozó una sonrisa, era su oportunidad de ser parte del grupo, de ser una más. Así que asintió con la cabeza.
—Claro, no veo porque no.
Sarah dio un resoplido, del otro lado de la mesa.
—No puedo creer que estés invitando a esta...
—Si no te gusta, puedes salirte del grupo —la interrumpió Alex.
Sarah no pudo evitar mirar a Madison con expresión furibunda, más que nada por ver como Alex le hacia un lugar a su lado, para que se sentara, y entonces frunció el ceño con rabia.
—No, me voy a quedar. A ver que tiene para decirnos, la brujita —se burló.
—Bien, pongan su dedo índice encima del puntero —dijo Madison, ignorándola.
—¿Cualquier mano? —preguntó Alex.
—Sí.
Todos le hicieron caso, y una vez hecho esto, ella continuó.
—Van a inhalar, exhalar, y luego van a repetir lo que yo digo. Entitit quot, medasiom, in espatio et tempore, dayus vesperis. Invocatimus, invocatimus est. Protegamur ab obscuris spiritibus.
Cada uno de los jóvenes repitió palabra a palabra en cuanto ella hacia una pausa, y luego de eso, el silencio reinó en la habitación, solo interrumpido por algunas respiraciones agitadas, temerosas de algunas de las chicas. Madison miró a su alrededor y entonces habló, otra vez.
—Si hay alguien aquí, y quiere comunicarse con nosotros, puede hacerlo. ¿Hay alguien con nosotros esta noche?
De nuevo, nada ocurrió, hasta que el planchette se movió. Emily apartó la mano con rapidez, asustada, y señaló a Madison.
—¡Estás moviendo el puto indicador! —exclamó, consternada.
—Yo no estoy moviendo un carajo, y no vuelvas a sacar el dedo hasta que el canal se cierre —dijo ella, en un tono que no admitía discusión. La joven pelirroja entonces volvió a acercar su dedo índice al cursor, y como si nada hubiera pasado, este continuó moviéndose lenta pero deliberadamente marcando su respuesta. El silencio más sepulcral volvió a caer en el grupo de jóvenes al ver aquello.
SÍ
—¿Quién eres? —preguntó Sarah, con la voz temblorosa. A los pocos instantes, el planchette se movió de nuevo, letra por letra.
JULIANNE
Una correntada de aire gélido pareció atravesar todo el recinto, haciendo que la llama de las velas titilara. El grupo se miró, desconcertado y nervioso. Antes de que pudieran formular otra pregunta, un golpe fuerte resonó en la puerta de la sala, como si alguien hubiera aporreado tres veces la entrada. Sarah dio un alarido y se apartó de la tabla, haciendo que el planchette cayera al suelo.
—Debe ser alguien jugando una broma —dijo Alex, aunque su rostro mostraba un claro desconcierto.
Se puso de pie con rapidez, dispuesto a sorprender a quien quiera que estuviese espiándolos desde afuera. Dudaba mucho que fuese alguno de los muchachos, a fin de cuentas, había invitado a casi media clase y a golpe de ojo, todos parecían estar ahí, rodeando la mesa. Tampoco había visto a nadie salir, aprovechando la concentración del momento, para jugarles una broma de mal gusto. Sin embargo, cuando abrió la puerta, no había nadie allí.
—No creo que deban seguir con eso, chicos —dijo una joven del grupo, que ajena al juego, era una de las que estaba en ronda, mirando hacia la mesa.
—Hay que terminar, cerrar el canal, despedir la entidad y volver a recitar las palabras. No podemos dejar de jugar hasta que ella nos permita hacerlo —dijo Madison. Intentaba mostrarse serena, pero lo cierto es que estaba asustada hasta las trancas. Una cosa era leer sobre ocultismo, pero otra muy distinta era practicarlo, y de hecho, nunca antes había tocado una tabla ouija en su vida. Así como en breve también estaría deseando no haberla tocado nunca.
Dudando, Alex cerró la puerta, volvió a la mesa recogiendo el puntero del suelo y lo volvió a acomodar encima de la tabla. En cuanto todos colocaron sus índices, el pregunto:
—Julianne, no queremos jugar más. ¿Podemos irnos?
El planchette se movió a una sola palabra:
NO
—Mierda... —murmuró Tom, que sin duda era el más alterado de los cinco, junto con Sarah y Emily.
—Tranquilo viejo, seguro hay algo que podamos hacer —dijo Alex, resoplando. Luego miró de reojo a Madison, a su derecha—. ¿No?
—Hay que seguir, no nos queda de otra —enfocó su mirada en la tabla, y entonces preguntó: —¿Qué edad tienes?
Esperó durante unos momentos, y aunque al principio el cursor no pareció moverse, luego comenzó a hacer movimientos erráticos y circulares, como si le costara expresarse o no quisiera decir la edad que tenía. Decidió intentar con otra pregunta, respirando hondo a medida que se acomodaba con su mano libre la falda de su vestido negro. Le sudaban las palmas.
—¿Hay algo en lo que podamos ayudarte, con tal de que nos permitas dejar de jugar?
Por fin, el indicador se movió, otra vez a una sola palabra.
SÍ
El grupo sonrió, entonces, complacido en el alivio. Por fin podrían dejar de jugar esa mierda, y aquella noche no sería más que una anécdota de la cual se reirían en los años posteriores. O al menos, eso pensaban.
—Dinos que quieres, por favor —dijo Alex, impaciente.
El planchette comenzó a moverse con una lentitud agobiante durante las primeras cuatro letras. Y justo cuando ella comenzaba a empalidecer del miedo más absoluto al adivinar lo que estaba deletreando, el planchette se movió a una rapidez vertiginosa, completando la palabra:
MADISON
No les dio tiempo a gritar, ni siquiera casi que a reaccionar, porque cuando se dieron cuenta del grave problema en el que estaban metidos, algo —o alguien— pareció soplarle la llama de las velas, dejándolos completamente a oscuras. El grupo dio un grito de horror, y cuando el pábilo de las velas volvió a encenderse por sí mismo con una gruesa y anormal llamarada, todos vieron con horror como Madison estaba a cuatro patas en una de las paredes, cerca del techo del living. Tenía los ojos en blanco y una sonrisa amplia y antinatural, y la falda de su vestido rockero se deslizaba por encima de su vientre hacia atrás, debido a la gravedad, dejando ver sus muslos y también su bikini beige. Antes de que pudieran reaccionar, vieron como bajaba por la pared con una rapidez increíble, como si fuese una humana araña gigante, y de un salto, se subió encima de la ouija, mirándolos a todos con el cuello hacia atrás.
—Uñas y dientes, uñas y dientes, uñas y dientes, comerás piedras y ellas te despedazarán, y tu belleza será pisoteada por el gusano de acero —dijo, mirando a Sarah. Luego giró hacia Emily—. Rojo caliente, frío por fuera, hirviendo adentro, solitaria en tu tumba así te hallarás —giró esta vez hacia Alex, lo miró con una sonrisa aún más pronunciada y entonces se relamió los labios, babeando—. Tic, tac, tic, tac, el tiempo corre, tu aire falla. Oscura y honda, el presagio de tu aventura final —por último, se volteó hacia Tom. Emitió una risilla leve, y una profunda voz gutural, sentenció—. ¡Tan alto como el sol, ni los huesos! De cuatro, solo uno, al final.
Dicho aquello, las luces de la casa comenzaron a fallar intermitentemente, hasta que los focos comenzaron a explotar uno a uno y los cristales de las ventanas se hacían pedazos. Los jóvenes gritaron, salieron despavoridos de la casa e incluso pidieron ayuda en las casas vecinas, ya que no sabían cómo detener aquel caos en que se había convertido una amigable celebración ni cómo ayudar a Madison, quien se había desplomado inconsciente encima de la mesa, luego de aquel acto tan tenebroso de su parte. Cuando algunos padres llegaron al rato, vieron a la joven aún desmayada, por lo que llamaron a sus padres y luego se dirigieron al hospital, para un examen exhaustivo. Sin embargo, los estudios clínicos no arrojaron ningún resultado anormal. Ella no estaba drogada, tampoco estaba borracha, no sufría de epilepsia ni había antecedentes de enfermedades mentales en su familia, por lo que al día siguiente fue dada de alta.
Por desgracia, Madison no sabía que aquello que había llamado no se curaba con pastillas, ni que tampoco estaba dispuesto a dejarla ir tan fácilmente. Ni a ella, ni a ninguno de los otros cuatro jóvenes que aquella noche habían apoyado sus índices encima de la planchette.
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