9

La mañana del juicio final se sentía usualmente fría, a pesar del cálido sol que se asomaba entre los edificios de Charlotte. Anthony y Madison se levantaron temprano, ambos atrapados en un silencio pesado, como si el aire mismo se hubiera vuelto demasiado espeso para respirar. Esta vez no hubo palabras de ánimo y chistes, el día de la sentencia no era momento para eso. El miedo y la expectativa había llenado cada rincón de su hogar, y cada movimiento que hacían, desde vestirse hasta el desayuno, estaba cargado de una gravedad que ninguno de los dos podía sacudirse.

Madison se puso un traje negro, el mismo que había usado en las sesiones previas del juicio. Mientras se miraba en el espejo, se dio cuenta de lo pálida que estaba. Siempre había sido una joven de piel muy blanca, pero ahora sus ojos tenían ojeras profundas y el maquillaje apenas lograba disimular el cansancio acumulado. Anthony, a su lado, la observaba en silencio. Llevaba una chaqueta oscura, el rostro tenso, con líneas marcadas por las noches sin dormir. Se acercó a ella, y sin decir una palabra, le arregló un mechón de cabello que había caído sobre su frente.

—Vamos a estar bien —le murmuró, dándole un rápido beso en los labios.

Ambos sabían que este era el día decisivo. El veredicto estaba por llegar y, aunque habían hecho todo lo posible, el miedo a lo desconocido aún les carcomía por dentro. Si el juez y el jurado no fallaban a su favor, podrían perderlo todo.

Salieron de la casa en silencio, dejando atrás la rutina cotidiana que les había dado una falsa sensación de normalidad durante las últimas semanas. El trayecto hacia el tribunal, normalmente breve, se sentía interminable. El paisaje de la ciudad pasaba ante sus ojos como una película borrosa, mientras la presión en sus pechos aumentaba con cada kilómetro. Las preguntas y los temores no cesaban en sus mentes: ¿Qué harían si todo salía mal? ¿Cómo enfrentarían una condena? ¿Y si Sanders, con todo su poder, lograba desvirtuar todo lo que habían presentado en su contra?

Al llegar al tribunal, el edificio de justicia, imponente y solemne, parecía aún más intimidante que en días anteriores. La pesada puerta de entrada, con sus detalles ornamentados, les recibió abierta de par en par. La sala de audiencias estaba ya parcialmente llena cuando entraron. El murmullo de las conversaciones cesó al verlos entrar, y el aire pareció quedarse suspendido. Todos sabían que ese día sería crucial, tanto para ellos como para la doctora Sanders.

Se sentaron en su lugar designado en primera fila, junto a Rebecca Hastings, quien hojeaba sus documentos con una calma calculada. El juez aún no había entrado, y cada segundo que pasaba antes de que comenzara la sesión solo incrementaba la tensión. Madison observó a su alrededor, estaba llena de gente de la prensa local como también de algunas viejas caras conocidas, gente y médicos que habían trabajado con ella en algunos hospitales anteriores, y los recordaba al pasar.

Al otro lado de la sala, vio como la doctora Sanders entraba. Esta vez, su fachada fría y calculada parecía un poco menos sólida. A pesar de la distancia, Madison pudo notar los pequeños gestos nerviosos: un ligero temblor en sus manos, una tensión en la mandíbula que antes no estaba allí. Aunque todavía mantenía una postura altiva, se veía más vulnerable de lo que jamás había parecido. El final estaba cerca, y ella lo sentía también.

Por fin, el juez entró a la sala, imponiendo silencio con su mera presencia. Todos se pusieron de pie, y el sonido de sus zapatos resonó en el piso de mármol. Anthony apretó la mano de Madison un breve segundo, antes de soltarla cuando todos tomaron asiento. El magistrado se tomó un momento para revisar sus notas antes de hablar. El sonido del papel moviéndose en sus manos parecía ensordecedor en el silencio absoluto de la sala.

—Hemos llegado al final de este juicio —comenzó, con su voz grave y medida—. Las pruebas han sido presentadas, los testigos escuchados, y hoy se dará el veredicto que determinará el accionar siguiente de los aquí presentes.

El juez hizo una pausa, y entonces continuó.

—El jurado ha deliberado. En cuanto a los cargos presentados en contra de la señorita Madison Lestrange y el señor Anthony Walker, por los hechos ocurridos en la noche de la muerte de Thomas Heynes y el día de la muerte de Daniel Reenie, enfermero del hospital Ashgrove, hemos analizado cuidadosamente todos los elementos proporcionados por ambas partes —explicó—. Si bien dos personas perdieron la vida en circunstancias trágicas, la defensa ha presentado pruebas suficientes que indican que los acusados actuaron bajo una amenaza inmediata y real, además de haber sido atacados físicamente como constata su parte médico reciente.

Madison apenas respiraba. Sentía que todo su cuerpo estaba rígido, inmóvil, esperando las palabras que podrían decidir su destino.

—Los documentos que vinculan a la doctora Emily Sanders y al fallecido Robert Heynes con un esquema de corrupción dentro del hospital Ashgrove han sido clave en este caso. Las transferencias bancarias ilícitas, las pruebas de encubrimiento y la alteración de datos médicos sugieren un sistema profundamente corrupto. El jurado considera que estas pruebas, junto con los testimonios, son suficientes para justiciar las acciones de la señorita Lestrange y el señor Walker en defensa propia.

Madison sintió una oleada de alivio recorrer su cuerpo, electrizándole hasta la última fibra de su ser, pero aún no podía dejarse llevar. No hasta escuchar el veredicto completo.

—En vista de todo lo presentado y antes mencionado, el jurado ha decidido —el juez hizo una pausa, revisando sus notas, y luego prosiguió— que Madison Lestrange y Anthony Walker son encontrados no culpables por los cargos de homicidio especialmente agravado.

Ambos sonrieron al saberse inocentes, y aunque Anthony no era un hombre de llanto fácil, sintió como se le inundaban los ojos casi de forma instantánea. Madison, sin embargo, sintió que se le aflojaban las piernas y se sujetó de la mano de Anthony, como si quisiera evitar caerse, al mismo tiempo que dos lágrimas le resbalaron por las mejillas. Sin embargo, el juez aún no había terminado.

—En cuanto a la doctora Emily Sanders —continuó, girando su atención hacia el otro lado de la sala—, las pruebas presentadas en su contra son abrumadoras. Se la acusa de corrupción, malversación de fondos públicos, y de estar involucrada en una serie de prácticas ilegales que incluyen la experimentación no autorizada en pacientes. Estas acciones no solo violan la ética médica y el derecho a la vida, sino que también han contribuido a la muerte y el sufrimiento de numerosas personas. La evidencia de transferencias bancarias a cuentas personales y el encubrimiento de estas prácticas es clara.

Sanders apenas respiraba, con la mirada fija en el juez, pero su compostura comenzaba a desmoronarse visiblemente.

—Por lo tanto, este tribunal considera que la doctora Emily Sanders es culpable de todos los cargos mencionados en su contra —dijo el juez— La sentencia final es de —volvió a revisar sus notas— veinticinco años de prisión, sin posibilidad de libertad condicional y con tratamiento psiquiátrico obligatorio, por los cargos de violación a la ética médica, experimentación ilegal en pacientes clínicos, un delito de encubrimiento, un delito de fraude fiscal, un delito por homicidio muy especialmente agravado, y un delito de privación de libertad a una funcionaria gubernamental. Además, la investigación continuará para identificar a todos los miembros colaboradores involucrados en este esquema de corrupción, incluyendo al señor Trevor Miller y a otros miembros del hospital.

Fue en ese momento que la doctora Sanders, incapaz de controlar más su frustración, se levantó de su asiento bruscamente.

—¡Esto es una farsa! —gritó, con la voz llena de veneno. —¡Ellos me han incriminado, todo esto es una mentira!

Los guardias de seguridad de la sala corrieron a sujetarla, mientras ella comenzaba a avanzar hacia el estrado, apuntando a Madison y Anthony con un dedo acusador. Por instinto, él se puso delante, cubriéndola.

—¡Voy a hacer que paguen! ¡Malditos! ¡Miserables! —gritó.

Los guardias la arrastraron fuera de la sala, mientras sus gritos e insultos resonaban en los pasillos. El eco de sus palabras aún reverberaba en la sala de audiencias, pero en ese momento, para Madison y Anthony, el mundo se volvió más silencioso, más claro. Finalmente habían ganado.

El juez golpeó el mazo, dando por sellada y concluida la sesión. En cuanto escucharon ese sonido, Madison dejó escapar el aire que había estado conteniendo, y cuando se giró hacia Anthony, vio en sus ojos el mismo alivio, la misma paz recién encontrada. Entonces se envolvieron en un abrazo tan apretado como podían, como si no se hubieran visto durante años, y él le enmarcó la cara con las manos, llenándole los labios de besos cortos y rápidos.

—¡Lo hicimos! ¡Lo hicimos! —exclamaba ella, una y otra vez. Y en un arrebato, se volteó hacia Rebecca, con los ojos llorosos, dándole un abrazo a ella también. —¡Gracias, muchas muchas gracias! —dijo.

Anthony miró a ambas mujeres con una ancha sonrisa, mientras que se quitaba los anteojos para poder limpiarse las lágrimas. Rebecca, sorprendida al principio, solo atinó a abrir los brazos y muy grandes los ojos, pero luego le devolvió el gesto, palmeándole la espalda con empática amabilidad. Luego que ambas se separaron, Anthony le ofreció la mano, y también le agradeció.

—Ha sido un placer —dijo la abogada, feliz por el triunfo de sus clientes.

Anthony y Madison volvieron a abrazarse, radiantes. El peligro había pasado, y ahora podían comenzar de nuevo, libres y seguros.



***** 



La luz del sol les recibió con una calidez que no habían sentido en meses al salir del juzgado. Madison y Anthony se detuvieron por un momento al pie de las escaleras, respirando profundamente, como si el aire fuera más limpio, más ligero. La tensión de semanas de incertidumbre y miedo se desvanecía lentamente, dejándolos con una extraña mezcla entre el agotamiento y el alivio. El bullicio de la ciudad, que antes parecía distante, ahora volvía a ser parte de su realidad.

Rebecca Hastings se les acercó con una expresión de satisfacción personal. El juicio habia sido duro para todos, pero ahora, con la sentencia ya dictada, podían dejar atrás las sombras de Sanders y Heynes.

—Lo logramos —dijo ella, con una sonrisa leve—. Sabía que teníamos un buen caso, pero no fue fácil.

Madison asintió, aun procesando todo lo que acababa de suceder. Las palabras "No culpable" resonaban en su cabeza como un eco que le costaba aceptar por completo. Lo que parecía un sueño imposible había sucedido: estaban libres.

—Gracias por todo, de verdad. Sabemos que aún hay una investigación por delante, pero... saber que estamos fuera de esto nos da un alivio inmenso.

—Lo que queda ahora es simple formalidad —respondió la abogada, asintiendo con la cabeza—. El equipo de la fiscalía se encargará de continuar con las investigaciones sobre Sanders y Miller. Ustedes ya no tienen que preocuparse por nada, solo enfoquen sus energías en recuperarse y volver a su vida.

El sonido de los coches pasando por las calles cercanas, los murmullos de las personas saliendo del juzgado, todo comenzaba a formar parte del trasfondo de su nueva realidad. Sin embargo, para Madison, el mundo seguía sintiéndose surrealista. La calma que buscaba se mezclaba con el agotamiento, como si estuviera a punto de desmoronarse después de tanto tiempo sosteniendo una pared emocional infranqueable.

—Si necesitan algo más —añadió Rebecca—, no duden en contactarme. Aun me quedaré trabajando en esto, pero mi papel en su caso ha terminado.

Luego de intercambiar rápidamente los acuerdos del pago, ella se despidió con un asentimiento profesional y se alejó hacia su coche. Los dos se quedaron un momento en silencio, de pie en la acera, observando como su abogada desaparecía entre el tráfico de la ciudad.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Madison, con una mezcla de incredulidad y alivio, aún sin saber cómo manejar el vacío repentino de no tener que preocuparse más por el juicio. Anthony la miró, con una sonrisa.

—Nos vamos a casa.

El camino de vuelta fue tranquilo, en contraste con las veces anteriores que habían recorrido esas mismas calles, llenos de ansiedad y de miedo. La ciudad les parecía distinta, como si hubieran cruzado una línea invisible entre el caos y la serenidad. El peso que había estado sobre sus hombros durante tanto tiempo ya no estaba, y con cada kilómetro que recorrían hacia su hogar, el alivio se hacía más palpable.

Cuando llegaron a la casa, Anthony abrió la puerta con una sensación de novedad. Entrar en ese espacio que había sido su refugio ahora tenía un significado diferente. Cerró la puerta tras ellos y, por primera vez en semanas, el silencio que les rodeaba no estaba lleno de temor. Madison se quedó de pie en medio de la sala, mirando alrededor como si estuviera viendo su hogar por primera vez en mucho tiempo. El lugar, que había sido testigo de tantas noches de insomnio y preocupación, ahora se sentía cálido, acogedor.

—Es extraño —dijo ella, rompiendo el silencio—. No sé cómo sentirme. Se supone que debería estar feliz, ¿verdad?

Anthony la abrazó por detrás, envolviéndola con sus brazos.

—Es normal —le susurró—. Hemos pasado por tanto... es difícil simplemente soltar todo de golpe.

Se quedaron así por un momento, disfrutando del contacto, dejando que la paz finalmente se asentara en ellos. El reloj en la pared marcaba el paso del tiempo, pero por primera vez en mucho tiempo, no había urgencia, no había prisa. Tenían el lujo del tiempo y el espacio para sanar.

—¿Qué te parece si descansamos un poco? —preguntó él. —Ordenamos algo para comer y simplemente... no hacemos nada por un rato.

Madison asintió, sintiendo por fin el cansancio profundo que la recorría. Sus músculos, tensos durante tanto tiempo, comenzaban a relajarse. Por primera vez en mucho tiempo, podían permitirse el lujo de no hacer nada, de no planear, de no preocuparse por el mañana.

Pasaron el resto del día en una especie de trance de calma. Ordenaron comida, hamburguesas dobles con bacon y papas, al carajo la dieta, aunque sea por una vez, como dijo ella. Se sentaron en el sofá, y hablaron de cosas simples, pequeñas, que no tenían nada que ver con el juicio ni con el futuro inmediato. Era un momento para reconectar, para recordar lo que significaba vivir sin la sombra de la incertidumbre.

Hicieron una maratón de películas, y al caer la noche, mientras la ciudad comenzaba a calmarse afuera, Madison se acurrucó al lado de Anthony en el sofá. La tranquilidad que sentía no era un alivio explosivo, sino algo más profundo, más suave. Como si, después de mucho tiempo, pudiera dejarse caer finalmente en el presente, sin la constante ansiedad del pasado o del futuro. 

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