4

Sobre la tarde noche, Madison y Anthony aún permanecían sentados al fondo de la cafetería, releyendo el diario de Margaret Lestrange. Les parecía inconcebible como una vida se había perdido tan injustamente, como la habían hecho descender a la locura a tal punto de declararla como una paciente psiquiátrica, a costa de meterle fármacos Dios sabe cómo, si pulverizados con la comida o disueltos en el jugo de naranja. Era atroz, inhumano y ninguna persona se merecía pasar por semejante desastre. Para la noche, apenas siquiera tomaron una rápida cena: una chuleta de res con pure de verduras, y cerca de las diez y veinte de la noche ya estaban de camino al dormitorio de Madison.

Mientras caminaban por el pasillo hacia las habitaciones, ella de repente se detuvo en seco, mirándolo en gesto interrogante. Como si de repente hubiera recordado algo demasiado importante.

—Hay algo que no entiendo de todo esto —dijo. Anthony la miró con asombro.

—¿Qué?

—¿Por qué el espectro de Julianne se ha fijado a mí la noche en que jugamos a la ouija? ¿Solo porque comparto apellido con una antigua compañera suya de trabajo? Eso es una idiotez.

—Bueno, pues en realidad tiene mucho sentido que digamos —comento él. Madison lo miró sin comprender.

—¿Cómo?

—Piénsalo de esta forma, todo fue una concatenación de actos. Tu abuela, Margaret, comienza a notar las irregularidades que se cometen aquí con ciertos pacientes, por lo que decide poner atención y vigilar tanto a Julianne como al doctor Heynes de aquella época. Él decide entonces que la mejor solución es silenciar primero a una, luego a la otra. Sin embargo, el orden de los factores no altera el producto, porque si tu abuela no se hubiera entrometido —marcó esta palabra haciendo comillas con los dedos—, entonces Julianne no hubiera sido silenciada. Pudo haberle tomado un profundo odio por ello.

—Y suponiendo que tu teoría fuera cierta, ¿crees que tanto odio injustificado podría trascender tantas décadas hasta nuestra época actual?

—Sí, es posible. Como si fuera un Shen Qi —respondió. Ella lo miró levantando una ceja.

—¿Un qué?

—Es un poco tedioso de explicar, pero tengo un libro que trata sobre leyendas de todo el mundo, y allí la nombran. Puedo mostrártelo, si quieres —dijo, señalando hacia el pasillo que conducía a su dormitorio. Madison lo miró con horror.

—Yo no volveré a ese lugar ni loca. Seguramente aún siga manchado con la sangre de Heynes —respondió, negando con la cabeza enérgicamente. Anthony rio, a su vez.

—Va, yo lo iré a buscar. Tú ve adelantándote.

Madison lo vio alejarse, hasta perderlo de vista doblando tras el recodo de la pared. En efecto, en cuanto encendió la lamparilla del techo se dio cuenta que ella tenía razón. Si bien los enfermeros habían hecho un trabajo más que impecable juntando los cristales rotos y fregando el suelo de la habitación, lo cierto era que el manchón de sangre aún se notaba, al haber penetrado en la vieja madera porosa. Como si pisarla fuera una suerte de falta de respeto, Anthony bordeó aquello hasta acercarse a la biblioteca, rebuscando entre los lomos de sus libros, algo que no le tomó más de cinco minutos. En cuanto lo encontró, lo sacó del estante, salió rápidamente de la habitación y apagó la luz, antes de cerrar la puerta. Caminó a paso ligero por el pasillo hacia la sección de mujeres, y al llegar a la puerta de Madison, llamó con los nudillos suavemente antes de entrar. Ella lo miró asomando la cabeza desde el baño, con los labios llenos de espuma blanca y el cepillo de dientes metido en la boca.

—¿Bog qué godpeas? —balbuceó. —Ha no negegitah hagerlo.

—La costumbre, supongo, me enseñaron a llamar antes de entrar —respondió, encogiéndose de hombros. Dejó el libro encima de la cama y entonces se palmeó los costados de las caderas—. Ah, carajo. Me olvidé de mi cepillo de dientes... Ya vengo.

—¡Hmm! —dijo ella, haciéndole un gesto con la mano para que espere. La escuchó enjuagarse con agua y entonces salió del baño, secándose la barbilla con una toalla de mano. —Usa el mío, no vas a ir hasta allá solo por un cepillo. Lo buscas mañana.

—Está bien —consintió él—. Gracias.

Anthony se dirigió al baño, cerrando la puerta tras de sí. Madison aprovechó entonces para cerrar la puerta del dormitorio, quitarse el suéter, la camiseta, las botitas y los pantalones oscuros, y entonces se metió bajo las mantas, tomando el libro encima de la cama, para hojearlo de forma distraída. Levantó los ojos en cuanto vio a Anthony salir del baño, momentos después, y mientras él se quitaba la ropa, ella se orilló a un lado para dejarle espacio en la cama. Antes de meterse bajo las sábanas, a su lado, se quitó los anteojos y los dejó encima de la mesita de noche.

—¿Así que vas a explicarme en qué consiste lo que sea que me hayas nombrado? —preguntó ella, sacudiendo el libro en sus manos. Anthony asintió, lo tomó y buscó en el índice una temática en particular. Lo abrió por la mitad y entonces le señaló una ilustración.

—El Shen Qi es una leyenda china. En español significa algo así como cicatrices del tiempo, o cicatrices del alma —explicó—. Según esta creencia, cuando un lugar experimenta una serie de tragedias o eventos traumáticos, se crea una herida en la energía espiritual del lugar. Esto puede provocar la aparición de fenómenos paranormales, entidades o espíritus que quedan atrapados en ese sitio, como aquí.

—¿Estás seguro?

—Solo piénsalo por un instante. ¿Cuántas personas murieron en el ala psiquiátrica? ¿Cuántas torturas clínicas? Allí hubieron décadas de energías negativas concentradas en un mismo punto, primero cuando la gripe española azotó esta región, y después a manos de Heynes. Es la única explicación que se me ocurre.

—¿Y lo de Julianne?

—¿Qué hay con ella? —preguntó Anthony, confuso.

—¿Crees que me haya elegido, o llamado de alguna manera, para atraparme aquí y cobrar su venganza?

Él suspiró, pensativo. Con suavidad, le apartó el libro de las manos a Madison, dejándolo a un lado encima de la mesita de noche, y apagó la luz de la veladora.

—No lo sé, realmente. Puede que sí, o puede que no. En cualquier caso, ya está hecho, y no podemos hacer nada al respecto por ahora. ¿Por qué mejor no seguimos con las teorías mañana? Ya es tarde, no sirve de nada que sigas machacándote de esta forma —dijo, de forma comprensiva. Ella le rodeó el pecho con un brazo, y le golpeó con el índice encima de él mientras hablaba, como si quisiera reafirmar la importancia de las palabras.

—No me estoy machacando, estoy intentando llegar al fondo de todo esto, y cuanto más pueda saber, mejor. Me dijiste que la mayoría de entidades son omnisapientes, por ende, Julianne podría haber sabido que iba a terminar aquí, en Ashgrove, muchos años después de haber jugado a la ouija aquella noche, ¿no?

—Sí —convino él­—. O pudo haberte inducido. O quizá tú eres la responsable de atraerla, sin que te des cuenta de ello.

—Ya te lo dije, Tony. Yo no quería hacerle daño a nadie cuando jugué...

Pero él la interrumpió.

—No, no. Eso lo sé. Me refiero a que sea involuntario de tu parte. Hay ciertas personas que ya sea por circunstancias de la vida o por su propia naturaleza, más espiritual digamos, pueden convertirse en algo así como un puente para entidades humanas y no humanas —explicó—. La luz atrayendo a la oscuridad y viceversa, ying y yang, como polillas a la luz. Es posible que cuando jugaste a la ouija en aquella ocasión, no solo abriste una puerta para Julianne, sino que brillaste como un faro en medio de la noche diciéndole que estabas ahí. Te vio, supo que eres la nieta de la mujer que causó su muerte, y una cosa llevó a la otra.

—Como un imán de lo paranormal... —murmuró. Anthony asintió, con expresión seria.

—Exactamente, y dado todo lo que hemos descubierto sobre Julianne Grimshaw, no me sorprendería que ella haya aprovechado esa ocasión para anclarse a ti.

Madison lo miró fijamente por un momento, dejándose llevar por la intensidad de sus palabras. Luego, una pequeña sonrisa comenzó a formarse en sus labios. Le apoyó el índice encima de su boca, obligándolo a guardar silencio.

—Ya, no digas más nada, hoy no.

—Pero tú fuiste la que continuó el tema...

—Bueno, mi error. Olvidémonos aunque sea por unas horas de todo esto, y vivamos como alguien normal.

—Por mí, encantado —convino él.

—¿Sabes? Me encanta cuando explicas cosas, Tony —dijo, en un tono ligeramente juguetón. Sus ojos brillaban con una mezcla de afecto y picardía. Él parpadeó, sorprendido por su repentina ligereza, pero luego se sonrió también, sintiendo que la tensión entre ellos se disipaba un poco.

—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

—Porque me encanta verte en tu papel de experto en lo paranormal... —murmuró, acercándose un poco más a él, y apoyando su cabeza en su brazo mientras lo miraba. Una de sus piernas, sin embargo, se apoyó encima de su pelvis —Es como si estuviera aprendiendo de un profesor muy... atractivo. Con sus anteojos, su corte clásico de cabello...

Anthony sonrió, nervioso ante la expectativa de saber adónde conducían las cosas.

—Es la forma más inesperada en la que alguien me trató de friki alguna vez —admitió, con una leve risilla.

Madison se mordió el labio, sintiendo un calor agradable en ciertos lugares de su cuerpo. Se inclinó hacia él, sus rostros separados apenas por unos centímetros.

—Creo que eres un excelente profesor, Tony —murmuró—. Pero hay algo más que me gustaría aprender esta noche...

Metió la mano vendada bajo la almohada y sacó una tirita de tres condones envueltos en su paquete hermético. Lo sostuvo entre el dedo índice y el medio y se los mostró inclinando un poco la cabeza. Él la miró sorprendido.

—¿Siempre estuvieron ahí? —preguntó.

—De hecho, no. Aproveché que fuiste a buscar tu libro, y los robé de la farmacia del hospital.

Él la miró boquiabierto, simulando excesiva sorpresa, pero antes de que pudiera responder, ella cerró la distancia entre ellos presionando sus labios contra los suyos. Anthony respondió de inmediato, profundizando el beso mientras su mano se deslizaba hacia su cintura, atrayéndola más cerca de él. El contacto fue suave al principio, una simple caricia de labios que hizo que todo lo demás desapareciera. Madison sintió una correntada de emociones que la inundó, como si todo el miedo, la angustia y la incertidumbre se desvanecieran en ese momento. Solo quedaba la calidez de los labios de Anthony contra los suyos, y la sensación de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba exactamente en los brazos de quien debía estar.

El beso se volvió más intenso, más urgente, y Madison sintió como el deseo comenzaba a crecer a pasos agigantados dentro de ella. Las manos de Anthony se deslizaron hacia su espalda, acariciando su piel con una suavidad que la hacía temblar. Cuando finalmente se separaron, ambos estaban respirando con dificultad debido a la enorme excitación que los devoraba, sus frentes apoyadas una contra la otra.

—Maddie, ¿estás segura de esto? —preguntó, en un susurro. Sus ojos buscaban los de Madison en la penumbra de la habitación.

Ella asintió. Su corazón latía desbocado, pero no por miedo. No había duda en su mente, solo una certeza que la llenaba por completo.

—Nunca he estado más segura de nada, Tony —respondió con la voz agitada.

Y con su mano sana, de un práctico movimiento se desabrochó el sujetador, arrojándolo a un lado de la cama, fuera de las mantas. 



*****



No sabía qué hora era, pero entre dormida, sintió ganas de orinar. No quería despertarse para ir al baño, la temperatura de la cama era la ideal, la posición era la correcta, abrazada de Anthony con una comodidad insuperable. Sin embargo y muy a su pesar, tuvo que hacerlo, por lo que aún somnolienta apartó las mantas de su lado y con cuidado de no despertarlo, bajó de la cama para ir al baño. Encendió la luz, se sentó en el inodoro con rapidez y dio un suspiro con los ojos cerrados, como si quisiera conservar parte del sueño para no despertarse del todo.

Luego de ello, se lavó la mano sana bajo el grifo. Se miró al espejo, completamente desnuda y con el cabello revuelto, y entonces esbozó una media sonrisa, recordando lo anterior. Parecía como si todavía pudiese sentir cada beso de Anthony en sus pechos, así como en cada rincón de su cuerpo. Había sido bueno, muy bueno, de hecho. Y mientras aún continuaba viendo su propio reflejo, observó algo más. El cristal comenzó a empañarse poco a poco, aunque en el ambiente no hubiera vapor ninguno, hasta que simplemente dejó de verse a sí misma. Confundida, cerró el grifo y pasó la mano por el espejo, para aclararlo.

Allí vio una mujer que no conocía, de pie detrás de su espalda. No era Julianne, pero de todas formas parecía mirarla fijamente, como si quisiera algo de ella. No tenía sombrero de enfermera, pero era de mediana edad, con la piel tan opaca que parecía casi una fotografía en blanco y negro. Incluso su cabello ni siquiera tenía color. Una parte de sí misma se petrificó ante lo que estaba viendo, y bruscamente se giró para intentar gritar o salir corriendo, pero entonces, aquella visión le apoyó una mano gélida en la frente.

Madison tomó una bocanada de aire poniendo automáticamente los ojos en blanco, levantando el rostro hacia el techo como si aquella mujer hubiera tomado completa posesión de su cuerpo. Entonces vio muchas cosas, que al principio no supo reconocer, a excepción del ala de psiquiatría de Ashgrove. Para su sorpresa, no estaba abandonada, sino que relucía por su pulcritud y las luces encendidas, el olor a fármacos y el personal médico yendo de un lado a otro. Sin embargo, no era su propio cuerpo el que sentía al caminar, y con absoluta certeza supo que estaba viendo un recuerdo de alguien más. El de su propia abuela, directamente desde el interior de sí misma, como si hubiera ocupado su piel.

Madison caminaba —o mejor dicho, Margaret— por un pasillo largo y estrecho, iluminado por lámparas que proyectaban sombras alargadas en las paredes de piedra. Podía sentir la aprensión en el pecho, pero no era solo la suya, era el miedo de su abuela, cuya conciencia la dominaba en ese momento. Se detuvieron frente a una puerta maciza, donde Margaret la empujó y entró en la sala de procedimientos. Dentro había varios médicos, incluyendo Julianne y el propio doctor Heynes, quienes trabajaban en un paciente amarrado a una mesa. La luz de la lámpara colgante revelaba su rostro pálido, ojeras profundas y mirada vacía.

—¿Qué están haciendo con ese pobre hombre? —preguntó. Se escuchó a sí misma al hacerlo, la voz de su abuela era clara y armónica, y una parte de su mente pensó que quizá, si no se hubiera dedicado a la medicina, podría haber sido una buena cantante.

El paciente gimió, pero sus protestas fueron silenciadas rápidamente con una mordaza apretada. Margaret observaba, impotente, como Heynes inyectaba algo en la vena del hombre, mientras Julianne anotaba meticulosamente en un cuaderno. Los instrumentos quirúrgicos, afilados y dispuestos ordenadamente en una bandeja cercana, parecían listos para un uso aún más siniestro.

—No se preocupe, Margaret —dijo Heynes, con una sonrisa breve—. Todo esto es por el bien de la ciencia. Estos pacientes no tienen futuro, pero sus cuerpos pueden ayudar a salvar otras vidas.

Madison podía sentir la repulsión de Margaret, el asco que crecía en su interior mientras veía como aquel hombre en la mesa convulsionaba durante un momento antes de quedar completamente inmóvil. Los otros médicos se movieron con eficiencia luego de hacer las comprobaciones de su deceso, colocando al paciente en una camilla y cubriéndolo con una sábana blanca.

La escena cambió bruscamente de un instante al otro, y como si fuera un parpadeo, ahora Margaret estaba en un pequeño despacho. Revisaba expedientes, intentando recopilar pruebas de los procedimientos ilegales que se llevaban a cabo. De pronto, la puerta se abrió bruscamente, y el doctor Heynes entró con expresión severa.

—¿Qué cree que está haciendo, Margaret? —preguntó, cerrando la puerta tras de sí.

—He visto lo que hacen ahí dentro —su voz temblaba, pero intentaba sonar firme, y Madison pudo sentir el miedo que había invadido antaño a su abuela, como si fuera suyo—. Esto no es medicina, Heynes. Es... tortura.

Heynes soltó una risa seca, cortante.

—Margaret, Margaret... —dijo con suavidad, acercándose a ella hasta invadir su espacio personal, con mirada intimidante. —Estos procedimientos son necesarios para el progreso. Lo que hacemos aquí, aunque usted no lo entienda, salvará vidas algún día. Pero si tiene alguna objeción... —su voz se volvió más baja y peligrosa, casi como si fuera un susurro entre amigos. —Podría poner en peligro su futuro aquí. Y no solo su futuro. La vida en un hospital puede ser peligrosa para aquellos que no saben guardar silencio.

Madison sintió la desesperación de Margaret. Estaba aterrorizada por lo que podría pasarle si se oponía a Heynes, la amenaza era más que clara, y no se refería solo a su empleo. Era una advertencia concisa sobre lo que podría sucederle si hablaba demasiado, y mientras razonaba esto último, la imagen cambió de nuevo con la misma rapidez que la anterior.

Esta vez las visiones se volvieron más fragmentadas, como si fueran recuerdos quebrados y distorsionados por el tiempo. Margaret estaba corriendo por un pasillo oscuro, su corazón palpitando en su pecho. Se detuvo bruscamente al llegar a una pequeña habitación donde se encontraba Julianne Grimshaw, tendida en el suelo, con un charco de sangre alrededor de su cabeza. El cuerpo de la enfermera estaba rígido, y sus ojos vacíos parecían mirarla directamente. Frente a ella y de espaldas, estaba Heynes, llevando en su mano derecha un mazo para moler hueso, que aún tenía hebras de cuero cabelludo pegado en una de sus caras. Al sentir los pasos detrás suyo, él se giró, y sus ojos fríos se encontraron con los de Margaret frente a frente.

Madison sintió el shock de su abuela, la incredulidad y el horror al darse cuenta de lo que había sucedido.

—Siento que haya terminado así, pero usted nos expuso a todos, Margaret. Encontré su diario personal, escribió sobre nosotros, y sobre los procedimientos clínicos. ¿Quién más sabe de esto? ¿A quién más se lo dijo?

—A nadie, lo juro... —balbuceó, casi a punto de llorar.

De pronto, dos enfermeros se acercaron arrastrando una camilla. Tenían la misma expresión desnaturalizada de Heynes, y sintió el miedo de Margaret como si ella misma corriese un peligro mortal, en cuanto la miraron asombrados por su irrupción.

—Dejen la camilla ahí, ocúpense de ella —dijo.

Al instante, los enfermeros se abalanzaron encima de Margaret, reteniéndola por los brazos, mientras ella se sacudía y gritaba.

—¡No, déjenme! —exclamó. —¡Por favor!

—Margaret Lestrange, está detenida bajo observación psiquiátrica —anunció Heynes, con una sonrisa maliciosa—. Es evidente que su salud mental ha sido afectada por el estrés —miró a sus enfermeros—. Llévenla al área de procedimientos, a la sala C. Luego vengan a ocuparse de esto, hay que ocultar el cuerpo en el viejo sótano, bajo la morgue. Allí nadie la encontrará.

Cuando aquella última palabra fue dicha, Madison sintió un tirón de su conciencia, como si algo la arrastrara de nuevo a la realidad. Se sintió alejada bruscamente del cuerpo de Margaret, regresando al baño del hospital, y con un jadeo, se aferró del lavamanos para no caerse. Aún podía sentir el tacto de la mano espectral de Margaret en la piel de su frente, pero las imágenes del pasado se desvanecieron en cuanto soltó su influencia en ella.

Con rapidez, Madison volvió al dormitorio. Sin meterse a la cama vio a Anthony durmiendo plácidamente en la penumbra de la habitación, lo tomó por los hombros y lo sacudió con urgencia.

—¡Tony, despierta! —exclamó, con el temblor pintándole la voz. Él abrió los ojos de golpe, sin comprender que estaba sucediendo, y se medio irguió en la cama.

—¿Eh... Qué? ¿Qué? —balbuceó, sobresaltado.

—Tuve una visión... en el baño. De alguna forma que no entiendo, Margaret me mostró todo. El cuerpo de Julianne está en el sótano de la vieja morgue, en el ala psiquiátrica abandonada. Tenemos que encontrarla, y hacer algo con ella. Quizá así se termine todo esto y...

Él la interrumpió, sujetándose la frente con una mano y dejándose caer de nuevo en la almohada. Entonces le extendió una mano.

—Maddie... ¿Qué hora es? ¿Podemos hablar de esto por la mañana? —murmuró.

—¡No viste lo que yo vi, como Heynes la asesinó a sangre fría! —exclamó, y casi sin poder evitarlo, comenzó a llorar por la angustia, el miedo y los nervios de haber pasado por semejante situación, que en parte, le hizo recordar a cuando la propia Julianne tomó posesión de su cuerpo aquella noche, en la casa de Alex. Sus pechos subían y bajaban con cada espasmo nuevo. —Tenemos que ir ahí...

—Y lo haremos, pero por ahora no podemos hacer nada, debe ser media madrugada o qué sé yo... —Anthony le palmeó las sábanas a su lado. —Ven, acuéstate.

Ella así lo hizo, se metió bajo las mantas y se tapó hasta el cuello, aferrándose a él mientras temblaba de pies a cabeza.

—Ya no quiero vivir así... —sollozó. Él le acarició la espalda, frotándola con suavidad, para que entre en calor.

—Estás helada, quien sabe cuánto tiempo estuviste desnuda en el baño —comentó—. Esto se va a terminar, Maddie, eso te lo prometo.

—¿Cómo puedes saberlo? ¿Cómo estás tan seguro?

—Porque en la vida nada ocurre en vano, y creo que aún te falta mucho camino por recorrer. Si las circunstancias te trajeron hasta aquí, hasta este hospital, tiene que ser por una razón. Lo siento con todo mi corazón —respondió.

Madison no dijo nada, pero como silencioso gesto, cerró los ojos y se abrazó de él con más fuerza. Una parte de sí creía exactamente lo mismo, pero cada día que pasaba era un día más en que sus energías se mermaban constantemente. Y en noches como esa, rendirse le parecía una idea más que tentadora con tal de acabar con todo aquel asunto.

Y como si el hospital entero pudiera captar las emociones de ella, una bombilla ruinosa parpadeó en el pasillo invadido por la oscuridad, justo frente a la puerta de su dormitorio. 

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