4
Durante el resto del día, Madison solo quería una cosa: descansar.
Pensaba que no podía postergar por más tiempo los informes preliminares, pero habían sido unas cuarenta y ocho horas de verdadero infierno, y no tenía la mente ocupada en redactar absolutamente nada. En el hospital Ashgrove reinaba un ambiente de preocupación de lo más variado, y también muy denso. Muchas enfermeras y algunos médicos se cuestionaban si no llegaría más gente accidentada con el correr de la tormenta. Otros, sin embargo, se preguntaban cuándo podrían volver a sus casas, que por algún motivo que Madison desconocía, no querían pasar ni un minuto más dentro de aquel sitio.
Ella, por su parte, intentó averiguar cómo iba evolucionando el estado de salud de la chica en cuestión. El doctor Heynes en persona fue quien la operó, en una extensa y agotante labor de cuatro horas, pero que al parecer no había resultado exitosa. La joven no habría resistido el procedimiento, ya que tenía restos de escombros incrustados muy profundo en la corteza cerebral, y al intentar retirarlos, la chica acabó por sufrir un paro cardiorrespiratorio. Fue el mismo doctor Heynes quien le dio la noticia a su padre, con la pesadumbre en el rostro y bajo el silencio de todo el hospital, y fueron todos quienes vieron el derrumbe emocional de aquel pobre hombre, quien tuvo que ser asistido para evitar que se desmayase en medio de la recepción.
Durante la tarde, las pocas personas —incluidas ella y Anthony— que habían ido a la cafetería a tomar la merienda, no hablaban entre sí. El ambiente era de funeral, y por su parte, Madison solo quería que las horas pasaran, tomar la cena, e irse a la cama de una vez por todas, para poder culminar ese día de mierda cuanto antes. Así lo hizo, cerca de las nueve de la noche. Luego de cenar una generosa porción de puré de zanahoria con un jugoso filete de res, dio las buenas noches a los presentes en la cafetería, se dirigió a su habitación, tomó ropa limpia y luego entró a las duchas de damas, para tomar un baño con el agua lo más caliente posible. Sentía el cuerpo exhausto y la mente embotada, y los pasillos del ala antigua de aquel hospital estaban vacíos y silenciosos, salvo por el lejano retumbar de los truenos y el susurro del viento que se filtraba por las ventanas, haciendo que su ánimo decayera aún peor.
Veinte minutos después salió de las duchas solo vestida con su ropa interior y envuelta únicamente en la toalla, caminando con prisa rumbo a la habitación a oscuras. Al llegar, encendió la lámpara de la mesita de noche, haciendo que su luz amarillenta inundara la habitación, se quitó la toalla y se soltó el cabello, anudado en un rodete por encima de la nuca para evitar que se mojara con el baño. Tomando una percha del interior del armario, colgó la toalla contra el picaporte de la ventana, y abriendo las sábanas de la cama, se metió entre ellas dando un suspiro de cansancio. Sacó un brazo por fuera de las mantas, accionó el interruptor de la lámpara, y la apagó, cerrando los ojos para que el sueño la reclamase de inmediato.
Durmió apaciblemente al menos la mitad de la madrugada, solamente siendo iluminada de a ratos por los relámpagos que destellaban en el cielo y que parecían inundar el dormitorio fugazmente, atenuados por la toalla colgada en la ventana que oficiaba casi como una cortina a medias. Sin embargo, en un determinado momento algo la despertó. No supo definir como, pero bajo la pesada losa del sueño profundo, pudo sentir el crujido de las maderas del suelo en la quietud de la noche, rasgándole el descanso, y poniéndola en alerta.
Estaba boca arriba, y la lámpara de la mesilla de noche estaba encendida, podía darse cuenta de ello por el tenue resplandor amarillento y gastado que irradiaba, pero que titilaba de a ratos, como si estuviese luchando por mantenerse encendida. Una sensación de frío intenso recorrió su cuerpo, como si la temperatura en la habitación hubiera descendido varios grados abruptamente, y las mantas de su cama no fueran suficientes para abrigarla. Quiso mover un brazo para apagar la luz, pero sencillamente no pudo hacerlo.
Madison se quedó quieta, intentando comprender lo que estaba sucediendo. No podía moverse, quiso hablar pero tampoco pudo. Sus ojos se movieron por la habitación, que ahora parecía un poco más oscura, y lo único que podía oír era el viento afuera, que golpeaba las ventanas con más fuerza haciendo que el sonido de la tormenta casi se colara a través de las paredes, envolviéndola en una sensación de aislamiento. Quiso moverse de nuevo, pero no pudo hacerlo, como si algo hiciera una presión sutil encima de todo su cuerpo, o como si las sábanas tuvieran alguna especie de pegamento mágico. Entonces razonó lo obvio: estaba teniendo una parálisis de sueño. Había leído muchos artículos de neurociencia sobre eso, y no había nada por lo que alarmarse. Su cerebro todavía no había despertado del todo, por decirlo de alguna manera más mundana, y no estaba haciendo las conexiones correctas con sus articulaciones, nada más.
"Nada más, ¿cierto?" Se preguntó.
Cerró los ojos otra vez, intentando respirar profundamente para regular sus emociones y despertarse del todo, o en caso contrario, volver a dormirse. Pero para su desgracia, el aire parecía estancado, denso, como si le costara llenarse los pulmones. Había un olor extraño en el ambiente, a fármacos rancios y a podredumbre, a tierra mojada, humedad y alcohol clínico. Era extraño, como si fuera una combinación de muchas cosas a la vez generando algo que no podía definir.
De pronto la escuchó. Un sonido suave, apenas un susurro, se logró oír desde la esquina más oscura de la habitación, donde la luz de la pobre lámpara titilante no alcanzaba a llegar. Era un roce, un movimiento sutil, como si algo o alguien estuviera allí, observándola sin moverse. Los cabellos de la nuca se le erizaron, y un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Pero aunque su alocada mente corría desbocada por los senderos del pánico, intentó ser racional y abozalarla a tiempo. "Está bien, debes calmarte. Es normal que, en una parálisis del sueño, la gente sufra alucinaciones. Aún estás dormida, solo que no lo sabes" se dijo, para su fuero interno.
Volvió a cerrar los ojos, casi forzándose a sí misma. Sin embargo, tuvo que abrirlos de nuevo, porque de forma casi inmediata pudo escuchar otra vez el crujir de las maderas contra el suelo, como si algo estuviera caminando por la habitación. Y esta vez parecía estar acercándose. Se cuestionó si abrirlos o no, se obligó a repetirse a sí misma que solo era su percepción y nada más, pero al final, la curiosidad la venció, y entonces al abrir los ojos por segunda vez, la vio.
La débil luz de la lámpara de noche mostraba parte del armario, y tras él, estaba de pie una mujer. Madison podía verle solo una porción del cuerpo, como si estuviera jugando a las escondidas y solo mostrara un brazo, una pierna y medio torso, pero supo reconocerla al instante. Ese uniforme azul desgastado, antiguo, de época. Sus ojos brillantes como los de un gato en la oscuridad, la sonrisa excesivamente larga, casi inhumana, y su sombrerito con la cruz blanca coronando su muerta cabeza. Era ella, la mujer que la había estado atormentando desde que había jugado a la ouija aquella noche, en el cumpleaños de Alex. Era ella, esa maldita vestida de enfermera. Y ahí estaba, otra vez, observándola para su deleite.
Quiso gritar, pero no pudo. Quería moverse, pero le era imposible. Solamente podía respirar de forma agitada, sudando y con las lágrimas a punto de resbalarse por sus ojos, sin poder apartarlos de aquella horrenda imagen. Hasta que en un determinado momento y tras lo que pareció una eternidad, la luz se apagó por completo, sumiendo a Madison en la oscuridad total. No veía más allá de su nariz, y continuaba sin poder moverse. El silencio que siguió fue aún más aterrador que el ruido de la tormenta, mientras que el aroma a muerte mezclado con medicamentos rancios que desprendía aquella cosa se hacía cada vez más y más fuerte. Se estaba acercando, lo sabía, podía notarlo no solo por el crujir de las tablas del suelo, sino por el hedor. Y entonces, el sopor comenzó a invadirla, haciéndola volver a dormir. Los párpados le pesaron, los sonidos a su alrededor se hicieron confusos, y sin que pudiera evitarlo, volvió a dormirse tan profundamente como lo había estado minutos atrás.
Volvió a tener entonces los mismos sueños de siempre, se volvió a ver a sí misma jugando a la ouija, poniendo sus dedos encima del planchette al igual que el resto. Sin embargo, esta vez el sueño era diferente. Su versión adolescente no saltaba desde la pared hacia la mesa para mirarla, sino que aparecía aquella mujer en persona, de pie en un rincón y sonriendo de forma desquiciada antes de abalanzarse encima de su rostro, como si quisiera arrancarle los ojos con las uñas.
Dio un alarido y despertó como tantas veces durante años, con los brazos extendidos hacia arriba como si quisiera cubrirse el rostro de algo invisible, solo que esta vez, la claridad de la mañana iluminaba toda la habitación. Cerró los ojos al mismo tiempo que daba un suspiro hondo, dejando caer los brazos encima de las mantas, con un ligero dolor sordo de cabeza debido a la mala noche de sueño. Debía hacer algo, se dijo. Debía hacer algo con todo aquel lio porque si no perdería la razón. Psicoterapia, sesiones de psicóloga, lo que fuera necesario, pero ya no podía permitirse tener una pesadilla como esa. Aun así, Madison miró a su alrededor esperando ver algo fuera de lugar, cualquier cosa que pudiera explicar lo que había pasado, pero no había nada. Nada, a excepción de una sola cosa: la puerta del armario estaba ligeramente entornada.
Arrancó las mantas de encima suyo y de un movimiento ágil salió de la cama, rodeándola, hasta pararse delante del armario. Apoyó la mano izquierda en el pomo labrado de la puerta y tiró hacia atrás con violencia, lista para encontrarse con algún horror indescriptible, pero en su lugar solo había perchas vacías que reposaban colgando de una barra de hierro. Dio una honda exhalación a medida que se cubría los ojos con las manos, intentando serenarse, y entonces volvió a la cama con pesadez, sentándose en el borde de la misma para vestirse. Aunque la mañana ya había despuntado y la tormenta continuaba con su curso, no podía dejar de pensar que algo en el cuarto había cambiado. El aire se sentía diferente, como si una presencia se hubiera retirado hacia lugares insondables, dejando tras de sí solo un rastro de inquietud.
Se vistió con premura, intentando salir de allí cuanto antes, y sintiendo que sus piernas temblaban levemente, caminó hasta el baño para lavarse la cara, esperando que el agua fría la despejara. La imagen que le devolvió el espejo empotrado en la pared junto al lavamanos mostraba un rostro pálido, con ojos cansados y un leve asomo de ojeras que comenzaban a formarse bajo ellos. Mientras se enjuagaba, notó algo extraño en su muñeca derecha. Allí, justo alrededor de ella, estaba la marca de cinco dedos a su alrededor, como si alguien la hubiera sujetado con fuerza. Era tan sutil que parecía casi insignificante, pero el contexto de la noche anterior hacía que cualquier cosa, por pequeña que fuera, tomara un significado más siniestro.
Madison pasó el dedo sobre la marca, notando que le dolía levemente al tacto. Trató de racionalizarlo, pensando que tal vez se había sujetado a sí misma durante la pesadilla en la noche, pero la duda persistía. Aquel pulgar que se dibujaba tenuemente en la cara interior de la muñeca no coincidía con una mano izquierda, y eso socavaba su lógica. Se dijo que solo era el estrés, la falta de sueño, todo lo que había sucedido desde que llego a Ashgrove, y que solo estaba dejando que su mente le jugara malas pasadas, pero sabía lo que había visto. Esa mujer, ese uniforme tremendamente antiguo que parecía usar... No había duda. Esa cosa era la misma que había estado acechándola durante toda su vida, la responsable de sus desgracias, y la de cuatro muertes cercanas a ella. Y pensar en eso la hizo sentir vulnerable, expuesta.
Debía comenzar a buscar respuestas, y debía comenzar cuanto antes, pensó.
*****
Aquel día, Madison desayunó con rapidez y distraída por completo, sumida en sus más profundos pensamientos. Anthony había intentado sacarle charla, sentándose con ella en la misma mesa, pero al ver que respondía con monosílabos y que además, su mente estaba perdida en la ventana que lindaba con el patio interior del hospital, dejó de insistir y solamente se limitó a tomar su café en silencio. No sabía si estaba enojada con él por algún motivo, pero tampoco iba a darle muchas vueltas al asunto. Era normal que las personas a veces tuvieran algunos malos días, y los ánimos no fueran los más óptimos, por lo que la dejó hacer.
Luego de salir de la cafetería, se dirigió directamente al baño para cepillarse los dientes y también para observar la marca en su muñeca derecha, que no dejaba de arderle por momentos. Sin embargo, ya tendría tiempo de ir a la enfermería y pedir ungüento para ponerse en la zona, si hacía falta. Ahora tenía otras prioridades que resolver, como por ejemplo, intentar charlar un poco con el padre de la chica fallecida. Con paso decidido, se dirigió directamente a la sala de pacientes en observación y al empujar la puerta con suavidad, para ingresar, vio que la única persona que estaba recostada en una camilla era él, con la mirada perdida en el techo, sus ojos enrojecidos y llenos de un dolor insondable para cualquier ser humano. Al verla entrar, volteó un instante sus ojos hacia ella y luego volvió a mirar hacia el techo, respirando con calma. Madison, por su parte, se acercó lentamente y tomó asiento en la silla junto a su cama. Respiró hondo antes de hablar, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—Hola, soy Madison Lestrange. ¿Hay algo que pueda hacer por usted? —preguntó. El hombre la miró con pena.
—¿Puede traerme a Emma de nuevo?
—No, me temo que no, señor...
—Caldwell. Richard Caldwell —respondió.
—Señor Caldwell... —comenzó Madison en voz baja, con su tono cargado de empatía. —Siento mucho lo que ha sucedido con su hija. No hay palabras que puedan aliviar el dolor que está sintiendo ahora, pero quiero que sepa que comprendo lo que siente. Yo también he perdido gente que me importaba —su mente viajó hasta el rostro sonriente de Alex, a sus eternos ojos azules—. Gente que quería mucho.
Richard volteó la cabeza de nuevo hasta ponerse boca arriba, mirando el techo con sus ojos llenos de lágrimas, que caían silenciosamente hacia sus oídos. Apretó los labios, como si intentara contener el dolor que lo consumía desde adentro.
—Ella... —su voz era apenas un susurro. —Era todo lo que tenía. No sé cómo seguir adelante.
Madison sintió una punzada de tristeza en el corazón, a la par que melancolía. Sabía como era, se había sentido así durante mucho tiempo, perdida dentro de su propia mente viviendo entre recuerdos y culpabilidad, preguntándose muchas veces si todo hubiera sido distinto, en caso de nunca haberse involucrado en aquella noche. No se lo deseaba ni a su peor enemigo. Con decisión, tomó la mano del hombre que reposaba encima del colchón, apretándola suavemente y ofreciéndole un consuelo silencioso.
—Señor Caldwell, entiendo que esto es insoportable, pero quiero que sepa que no está solo— Richard asintió lentamente, aunque su mirada seguía perdida. Madison se quedó en silencio, permitiéndole procesar sus emociones. Entonces, después de un momento de vacilación, decidió abordar la pregunta que la había estado inquietando desde aquella mañana—. Si no es demasiada molestia, ¿podría decirme que hacía Emma en la alcaldía esa mañana? ¿Cómo fue que la encontró?
Lo vio cerrar los ojos con fuerza, como si recordar esos momentos fuera un esfuerzo titánico. Su respiración se volvió irregular, y por un momento, Madison temió que pudiera entrar en pánico nuevamente. Pero al fin, Richard habló. Su voz quebrada por la angustia.
—Cuando empezó la tormenta, se puso bastante rara —comenzó a explicar, con lentitud—. Ella había estado trabajando en un proyecto para la alcaldía, era su primer trabajo importante después de graduarse y estaba emocionada por ello. Conocía bien la sección de historia local y los documentos que se preservaban como patrimonio de Ravenwood, y en cuanto la tormenta nos golpeó de lleno, comenzó a tener sueños horribles. Se despertaba a mitad de la noche y hablaba incoherencias.
—¿Incoherencias? ¿Cómo qué clase de incoherencias?
—Empezó a hablar acerca de que ya estaba en Ashgrove, hacía alusión a que alguien había llegado, y que debía advertirle. Que la única manera de poder entender lo que siempre había pasado, era revisando los archivos antiguos, y debía ir a la alcaldía para comprobar los viejos registros. Yo estaba preocupado, una mañana se levantó con la idea puesta en ello y no había Cristo que la convenciera de lo contrario. Le pedí que no lo hiciera, pero... —su voz decayó. —Fui al baño y cuando salí, ya no estaba, solo estaba el plato de su desayuno, sin tocar. ¡Era tan testaruda!
Madison sintió como un leve escalofrío le recorrió la espalda. Hasta donde sabía, nadie más que ella había llegado a Ashgrove en los últimos días. Aquello comenzaba a tornarse cada vez más turbio, pensó. Sin embargo, aún podía sacar un poco más de información, tenía muchas cosas que necesitaba entender.
—¿Y qué más pasó? —preguntó.
—Intenté llamarla, pero no respondió, había dejado su teléfono en su dormitorio. Sabía que algo andaba mal, así que me puse la chaqueta, me calcé y fui directamente a la alcaldía, era el único sitio donde podría estar —Richard tragó saliva, sus ojos volvieron a derramar algunas lágrimas—. La encontré atrapada entre los escombros, supongo que se habrá caído intentando trepar por algún lado. No pude hacer nada más que cargarla en brazos y correr hacia aquí.
Un silencio cargado de dolor lleno la habitación. Madison solo pudo apretar levemente un poco más la mano de aquel hombre, sin tener nada más para decir en ese momento, solo estar presente, mientras su cerebro no dejaba de intentar razonar las conexiones correctas. ¿Qué tenía que ver esa chica, con ella? Se preguntó.
Le volvió a dar las condolencias necesarias, salió de la sala de observación y durante todo el resto del día, Madison se sintió abrumada por una pesada mezcla de tristeza e inquietud. A duras penas almorzó un poquito, ya que no tenía apetito. A media tarde, en cambio, merendó un par de donuts con una taza sopera de café, y por la noche apenas cenó una pieza pequeña de carne de pollo con ensalada de brócoli, y luego se quedó allí, sentada en la misma mesa de siempre contra la ventana, viendo la lluvia caer. La marca en su brazo derecho seguía ardiendo un poco, como un recordatorio constante de la noche anterior, al igual que las palabras de aquel hombre, revoloteando por su cabeza. Había algo profundamente perturbador en lo que había experimentado, y aunque quería ignorarlo, su naturaleza inquisitiva no se lo permitía. Necesitaba respuestas, y las necesitaba cuanto antes.
El hospital estaba en silencio a esa hora de la noche, con solo el sonido lejano del viento que se colaba por las paredes, y decidió que no podía esperar más. Recordaba la conversación con Anthony en la cafetería, había mencionado su interés por los misterios, y quizá podría tener algo en su habitación que le ayudara a entender lo que estaba sucediendo. Nadie más idóneo que él para obtener alguna información, por mínima que sea, se dijo. Por lo tanto, se levantó de la mesa y dándole las gracias a Sandy, se dirigió directamente hacia el pasillo que conducía a las habitaciones individuales.
No estaba segura de cuál era la habitación de Anthony, pero la encontraría fuese como fuese, por propia determinación, pensó. La parte vieja del hospital tenía un aire opresivo, como si las paredes cargaran con el peso de muchos años y demasiadas historias no contadas, y el suelo de madera emitía crujidos inquietantes con cada paso. Sin embargo, no iba a dejarse intimidar por ello. Recordaba las palabras del doctor Heynes, la primer noche que había cenado allí: "No permita que este hospital la sugestione" le había dicho, y vaya si tenía razón. Mientras avanzaba por el pasillo mal iluminado, dobló a la derecha directamente al sector masculino, al mismo tiempo que miraba en todas direcciones, buscando cualquier detalle que le indicara cual podría ser la habitación de Anthony. Fue entonces cuando notó una puerta entreabierta, desde la cual se escapaba una tenue luz.
Se acercó con cautela y empujó la puerta mientras entraba, haciéndola chirriar en sus goznes. Dentro, la habitación estaba modestamente amueblada, con una pequeña estantería que captó su atención de inmediato. Estaba llena de libros de todos los tamaños y colores, y rápidamente, Madison comenzó a revisar los títulos, buscando algo que pudiera arrojar luz sobre sus inquietudes. Uno de ellos llamo su atención: "El misterio del más allá: fenómenos y sugerencias". Sin dudarlo, lo sacó de la estantería y comenzó a hojearlo, intentando buscar en el índice si había algún tema relacionado a lo que a ella le estaba sucediendo en particular. Repentinamente, el sonido de pasos tras su espalda la hicieron girarse con un sobresalto. Anthony estaba allí, en el umbral, mirándola con una mezcla de sorpresa y desconcierto, mientras que en su mano izquierda sostenía un tubo de pasta dental, junto con un cepillo verde claro.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó, en un tono más sorprendido que molesto.
Madison sintió que el calor subía a sus mejillas, incendiándola. No había forma de justificar lo que estaba haciendo sin parecer entrometida. Consideró por un segundo contarle la verdad, pero algo en ella le dijo que aún no era el momento, por lo que respiró hondo y comenzó a improvisar.
—Lo siento, Tony —comenzó a decir, cerrando el libro de golpe y tratando de mantener la calma—. No quería invadir tu espacio, es solo que... No podía dormir, y pensé que tal vez tenías algún libro que pudiera ayudarme a distraerme un poco.
La miró, claramente sorprendido por su respuesta, pero sin mostrar enojo. De hecho, parecía más curioso que otra cosa.
—¿Y pensaste en mis libros de misterio? —repitió, con un tono que sugería que no se lo esperaba de ningún modo. —Bueno, no puedo culparte por ello. A veces, un buen misterio es justamente lo que necesitas para desconectar los pensamientos por un rato.
Intentó sonreír, a su vez, para simular que estaba de acuerdo con el chiste, aunque la tensión en la habitación era palpable. No sabía lo que Anthony pensaba acerca de su verdadero motivo para estar allí, hurgando en sus cosas, pero por ahora, parecía estar dispuesto a dejarlo pasar.
—Sí, exactamente —dijo ella, intentando parecer casual—. No quería molestar, en serio, solo necesitaba algo para despejar la mente, como bien dices.
Anthony dio un paso hacia adelante, tomando suavemente el libro en sus manos. Lo miró por un momento antes de devolverlo a la estantería.
—Este es uno de mis favoritos —comentó, con una sonrisa ligera—. Aunque no sé si es lo mejor para ayudarte a dormir. De hecho, puede que te deje con más preguntas que respuestas. Si quieres mi recomendación, podrías empezar con este.
Le ofreció un libro bastante grueso, donde en su portada podía verse un Moai de la isla de Pascua. Madison leyó el título: "El mensaje de los dioses", de Erich Von Däniken. Por una parte, se sentía aliviada de que Anthony no pareciera querer profundizar en sus motivos, pero un libro como ese no era lo que estaba buscando, justamente. Si tan solo no la hubiera pillado, pensó...
—¿Extraterrestres? —preguntó, levantando una ceja hacia él, con una sonrisa ladeada.
—Te puedo asegurar que es muy bueno.
—Quizá en otra ocasión lo lea —respondió, volviendo a dejarlo en su lugar entre los demás libros. Una parte de sí misma no podía sacudirse la sensación de que Anthony había percibido algo más en su intrusión, pero no estaba dispuesta a ahondar en ese tema ahora. Lo mejor era salir de allí antes de que la situación se volviera más incomoda. Él, por su parte, la observó por un momento más, con mirada analítica, antes de asentir lentamente.
—No te preocupes, Madison —respondió finalmente, con el mismo tono amistoso de siempre, aunque con un deje de curiosidad persistente—. Entiendo que a veces necesitamos algo que nos saque un poco de nuestra cabeza. Si alguna vez necesitas algo de mi biblioteca, solo pregunta. No es necesario que entres en modo espía —dijo esta última palabra haciendo comillas con los dedos— para encontrarlo.
Madison rio suavemente, agradecida de que Anthony no se lo tomara a mal, aunque aún se sentía tensa por la situación. Presentía que su excusa era débil, de hecho lo era, pero parecía que, al menos por ahora, él estaba dispuesto a dejarlo pasar.
—Gracias, lo recordaré —contestó, mientras se dirigía hacia la puerta, deseando poder escapar de la habitación cuanto antes—. De todos modos, creo que es mejor que intente descansar. Ha sido una jornada un poco larga.
—Que descanses, mañana será otro día.
Madison asintió, sonriendo débilmente en respuesta, saliendo de la habitación. Mientras caminaba por el oscuro pasillo, sintió una mezcla de alivio y frustración. Había sido imprudente al entrar en su habitación, y lo sabía. La marca en su brazo seguía ardiendo, y aquello le ponía los pelos de punta, a tal punto de tener que frotársela con disimulo por encima de la ropa. Avanzaba por el pasillo rumbo al sector femenino a paso rápido, y en cuanto llegó a su dormitorio, cerró la puerta con firmeza. Se dirigió entonces al pequeño baño adjunto a su habitación y encendió la luz, mirándose en el espejo, al mismo tiempo que se remangaba la camiseta. La marca en su brazo derecho seguía allí, una línea fina y enrojecida que ahora parecía más oscura, más pronunciada. Alzó la mano izquierda para tocarla suavemente, sintiendo un dolor sordo que no había notado antes.
¿Qué demonios era esto? ¿Cómo había aparecido? Y lo más importante: ¿Por qué razón?
Sin embargo, ahora ya no podía hacer nada. Anthony la había descubierto hurgando en sus libros, no tenía nadie más con quien hablar sobre aquel asunto, y ya era tarde por la noche. No ganaría nada con desvelarse, se dijo. Podría configurar su teléfono como un punto de acceso wifi, sacar la computadora portátil de su equipaje y buscar en internet algo que diera un poco de luz a todo aquel asunto, si es que cabía la posibilidad. Pero un trueno afuera la hizo cambiar de opinión, como si fuera una advertencia de la propia naturaleza a su alrededor. Ya podría hacer eso mañana, a plena luz del día, luego de haber tomado su café diario y con la cabeza más despejada, se dijo.
Se cepilló los dientes con rapidez, orinó, se lavó las manos y apagando la luz del baño volvió de nuevo al dormitorio, para quitarse la ropa y meterse a la cama con premura. Aquella noche no dormiría con la luz apagada, se dijo. Por simple precaución, nada más. Tiró de las mantas, se cubrió hasta la nariz y cerró los ojos, buscando relajarse tanto como le fuese posible. El sonido de la tormenta continuaba afuera, con la lluvia golpeteando la ventana en un ritmo constante y monótono que, irónicamente, la ayudó a empezar a quedarse dormida.
Durmió de forma agradable durante las primeras dos horas, quizá un poco más, de la noche. Hasta que de repente despertó, justo en el momento en que la marca en su brazo pareció punzarle, como si fuera una suerte de llamado. Confundida, miró a su alrededor, sin comprender qué estaba pasando. Afuera la tormenta había cesado, pero aun así, no sentía como si hubiera despertado del todo. De hecho, se podía decir que estaba soñando, porque su cama estaba ubicada en el medio del pasillo.
Se puso de pie con la lentitud propia de todo mal sueño, en donde los movimientos están ralentizados y todo se siente demasiado tosco. Estaba descalza, por supuesto, pero había algo más extraño en todo aquello: estaba vestida. Y no solo que estaba vestida, sino que llevaba un antiguo uniforme de enfermera, de color azul desvalido, con puños blancos que ahora estaban grises y mohosos, debido al paso del tiempo.
Miró hacia adelante y hacia atrás. El olor a humedad, a podredumbre y óxido de viejas cañerías impregnaba sus fosas nasales, como si el tiempo mismo se hubiera marchitado en una época ya olvidada por todos. Sabía que aún estaba en el hospital, de eso no había duda, pero era un área distinta a todas las que ella conocía hasta el momento, por lo que caminó hacia adelante sin saber muy bien que hacer. A la distancia, el chillido característico de algunas ratas podía escucharse tras las paredes, y también otros sonidos. Gritos, conversaciones, murmullos de personas, no lo sabía.
Al llegar al final del pasillo vio una chica, de pie bajo el umbral derruido de una puerta, con un rótulo encima, cubierto de telarañas. Madison levantó la vista con rapidez y leyó el cartel: "Sector de psiquiatría – Pacientes severos". Volvió a mirar hacia la joven, y entonces la reconoció al instante, quien ahora la veía desde la otra punta del hall principal. Era Emma Caldwell, la joven que había muerto el día anterior, no había duda. El cabello apelmazado en un costado de la cabeza, allí donde estaba la herida que le había dado muerte, aun parecía gotear sangre fresca. Estaba vestida con ropa de hospital, y no hacía nada más que mirarla desde su lugar, sin moverse, sin hablar.
—¿Emma? —preguntó, acercándose con lentitud hacia ella. Su voz sonaba distorsionada, distinta, alterada por el manto oscuro de la pesadilla que estaba viviendo. Casi hasta parecía que no fuese su propia voz. Cuando estuvo frente a frente con la chica, levantó la cabeza y la miró. Tenía la mirada desencajada, una palidez mortal, y entonces dijo solo una frase:
—Acaba con ella.
Acto seguido, de sus lagrimales comenzó a manar sangre, y entonces gritó, dando alaridos horribles. Madison también gritó, y esta vez despertó en su cama, en su habitación, con los brazos extendidos hacia adelante como ya era costumbre, buscando protegerse de algo. Respiraba agitada, y de un movimiento brusco se levantó de la cama, quedando sentada con las piernas cubiertas por las mantas. No, no estaba vestida con el uniforme de aquella mujer horrible, tan solo había sido un mal sueño, y nada más, se repitió una y otra vez.
Se recostó finalmente de nuevo, intentando encontrar algo de paz en medio del caos que significaba su cabeza ahora mismo. Aun así, sabía que el sueño no llegaría fácilmente, no con las preguntas y el miedo pulsando su mente de forma constante. Y mientras se acurrucaba bajo las mantas, Madison sintió que el misterio que parecía envolver Ashgrove en su totalidad apenas estaba comenzando a desentrañarse. El hospital había reclamado su atención, y no la dejaría ir hasta que descubriera la verdad oculta en sus oscuros pasillos.
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