11

Caminaban muy juntos uno al otro, atravesando los largos y oscuros pasillos polvorientos del hospital en silencio absoluto, solamente interrumpido por el sonido de sus pasos en la penumbra. Anthony alumbraba con la linterna de su teléfono mientras que con su mano libre le rodeaba a Madison los hombros. Ella, por su parte, se aferraba de su cintura, ya que el cojeaba debido a la herida de la pierna. Pero metro a metro, y poco a poco, fueron venciendo la atmosfera opresiva del hospital, recortando la oscuridad hasta llegar a la vieja morgue.

Como si siempre los hubiera estado esperando, ni bien llegar, ambos vieron la compuerta del sótano abierta en el suelo de madera, tal como la habían dejado la última vez. Él se acercó al borde con cautela, y luego se volteó hacia Madison, mirándola con atención.

—¿Estás bien?

—Sí, solo quiero salir de aquí de una maldita vez. Estoy destruida —murmuró.

—Vamos, hagamos esto de una vez.

Poco a poco comenzaron a descender por la vieja escalinata de piedra mohosa, sintiendo como el ambiente se tornaba más frío, más denso. Primero lo hizo Anthony, luego ella, alumbrándole para que pudiera bajar con cuidado, y una vez en el sótano, caminaron encorvados hacia donde estaba el cuerpo. Madison tragó saliva al verlo. No había imaginado que llegaría el día en que se enfrentaría cara a cara con la fuente de sus pesadillas, que por fin podría detener toda aquella locura.

Anthony abrió su mochila, sacó la botella de agua y al instante, Madison sintió que el aliento le caldeaba en la garganta. Se apresuró a tomar la botella en sus manos, pero él la detuvo.

—No, espera —dijo—. Es agua que tengo que santificar.

—Pero tengo mucha sed...

—Lo sé, Maddie, pero primero tenemos que hacer esto. Déjame bendecir el agua, ya luego puedes beberte el resto.

—¿Puedes hacerlo? —preguntó, incrédula. —Creía que eso le correspondía a un sacerdote o algo así...

—Sí, pero no necesariamente. Dame un momento —Anthony hojeó el libro, hasta encontrar la sección que explicaba como bendecir agua. Tomó la botella en sus manos, cerró los ojos y concentrándose, comenzó a murmurar unas palabras breves, hasta que luego de un momento, destapó la botella—. Listo, esto debería bastar.

Se mojó la mano, trazó con el pulgar derecho una cruz en la frente de Madison y luego una cruz en la suya propia, y luego salpicó un poco encima de los hombros de cada uno. Al terminar con esta liturgia, le cedió la botella a Madison, la cual bebió con avidez, cerrando los ojos de gozo.

Luego tomó la sal que había robado de la cocina de la alcaldía, la abrió y vertiéndose un puñado en la mano, espolvoreó tres veces los huesos amarillentos de Julianne. Por último, miró a Madison, mientras dejaba la sal a un lado y volvía a tomar el libro en sus manos, para buscar una página en particular.

—Ahora necesito que te rasgues un trozo de camiseta, necesito algo para atar y que una el cadáver contigo —pidió.

Madison se quitó el suéter, luego la camiseta, quedando solo en sujetador, y rasgó un trozo cerca del borde de la cintura, haciendo un poco de fuerza para reventar las costuras y romper la tela con más facilidad. Le extendió el trozo y luego se puso el suéter de lanilla, sintiendo como el frío le calaba aún más hondo, haciéndola tiritar. Anthony se acercó a la osamenta, hizo un pequeño lazo en el hueso del antebrazo de Julianne, y luego ató el otro extremo a la muñeca derecha de Madison.

—¿Lista? —preguntó.

Como si aquella pregunta hubiera sido la antesala para provocar algo más, un montón de susurros y sonidos graves comenzaron a oírse a lo lejos, como si algo se acercara a ellos a velocidades vertiginosas por la oscuridad del hospital abandonado.

—Sí, hagámoslo —dijo. Anthony rebuscó en el libro hasta encontrar una página cerca de la mitad, indicándole con el índice para señalarle un párrafo. Le dejó el libro frente a ella, en el suelo, mientras le daba el teléfono para que se alumbrara. Luego rebuscó en la mochila hasta encontrar los cerillos.

Madison, con el nudo en la garganta y el corazón latiéndole con fuerza, bajó sus ojos y comenzó a leer. Su voz, al principio baja y temblorosa, empezó a cobrar fuerza poco a poco, aunque la ansiedad la dominaba.

—Del abismo del tormento te libero, espíritu perdido, cortando los lazos que te atan a este plano. Por la voluntad de Dios, del fuego y de la tierra, quebramos el yugo de tu sombra. Regresa al vacío, al destino del cual no debiste escapar. Que este cuerpo vuelva al polvo y el alma al silencio eterno.

Las palabras resonaron en la oscura caverna del sótano, y con cada frase, el ambiente se hacía más pesado. Las sombras en las paredes comenzaron a moverse de forma inquieta, retorciéndose, como si respondieran a las palabras. La temperatura descendió bruscamente, y ambos sintieron como un frío mortal se infiltraba en sus huesos. De repente, las luces de la linterna en el teléfono comenzaron a parpadear de manera violenta, y las paredes del sótano crujieron con un sonido profundo y ensordecedor. Los gritos comenzaron a retumbar en el aire, cientos de personas ancladas bajo el peso de las atrocidades que ocurrieron antaño allí, como si Julianne estuviera resistiéndose y al mismo tiempo, arrastrando con su voluntad a aquellas pobres almas inocentes.

Como si estuvieran presenciando la escena más dantesca, surreal y perturbadora de sus vidas, vieron con horror como de repente, el cráneo de Julianne se volteó hacia ellos, una mirada vacía, petrificada, pero mortal. Ambos sintieron el pánico emanar por sus poros cuando vieron aquello moverse.

—¡No puedes escapar de mí, Madison! —escucharon los dos a la vez. El grito inhumano de Julianne, áspero, ronco, demoniaco, resonó en el sótano, distorsionado y lleno de odio. Era un eco infernal que los envolvía.

Madison titubeó, su pecho se comprimía con el peso del pánico, pero sabía que no podía detenerse ahora. Respiró hondo y continuó con el recitado, luchando por sobreponerse a los gritos que llenaban su mente.

—Que el lazo sea roto, que la oscuridad sea deshecha, por la luz y el fuego, te libero ahora —dijo. El lazo entre ellos empezó a tensarse, como si una fuerza invisible tirara de Madison hacia los huesos de Julianne. Era como si el espíritu maligno se resistiera a ser desterrado, tirando de ella con una fuerza inhumana. Con desespero, volteo hacia Anthony, quien estaba intentando encender de a dos cerillos a la vez, sin éxito—. ¡Tony, rápido! —gritó ella, con impotencia.

Anthony, con el corazón acelerado, tomó cuatro cerillos a la vez y los encendió, por fin. Con un movimiento rápido, ya que las llamas titilaban con apagarse en breve, acercó el fuego al trozo de tela que unía ambos puntos. No esperaba que fuera a arder enseguida, ya que la camiseta de Madison estaba húmeda y sucia, pero contra toda expectativa, el fuego se prendió del lazo de tela con una rapidez increíble, como si este hubiera estado impregnado de algún combustible.

A medida que el fuego crecía, los gritos de Julianne comenzaron a resonar por todos lados, de manera ensordecedora y terrible. Los alaridos eran tan inhumanos que parecía hacer vibrar el suelo bajo sus pies, y con él las paredes, sacudiendo el polvo acumulado durante años. El fuego avanzó por la tela acercándose a los huesos, con un chisporroteo perturbador, y cuando por fin la tela se partió en dos, un tronido repentino los empujó hacia atrás, haciendo que ambos se derrumbaran al suelo. Luego de eso, la llama se consumió, y el silencio cayó sobre el sótano. Un silencio tan profundo que casi resultaba inquietante, al mismo tiempo que las sombras que se retorcían en las paredes desaparecieron por completo.

Madison se levantó con pesadez, al igual que Anthony, quien avanzó hacia ella. La sujetó de las manos, y vio como lo miraba con temor.

—¿Está hecho? ¿Se acabó?

—Sí, lo logramos —susurró él, sin poder evitar sentir una oleada de alivio mezclada con agotamiento—. Ahora vámonos de aquí.

Con lágrimas en los ojos lo abrazó con fuerza, dejando que todo el peso del terror y la tensión que había sentido se desvaneciera lentamente. Estaba libre. Por primera vez en su vida, realmente libre.

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