10

Anthony estaba agotado, física y emocionalmente. Tras la violenta pelea en la alcaldía, su cuerpo dolía en lugares que no sabía que podían doler. Sentía cada corte y cada golpe como si su piel estuviera ardiendo bajo la lluvia. Las heridas abiertas de la pelea con el enfermero aún sangraban un poco, y su cabeza palpitaba en un dolor sordo pero constante. El peso del pico y la maza que había conseguido lo desequilibraba un poco, llevando una cosa en cada mano, mientras en la espalda cargaba la mochila impermeable, en la que llevaba los pocos suministros que había reunido. Sabía que tenía poco tiempo para actuar, Madison dependía de él.

El viento ululaba como una bestia salvaje, azotando las ramas de los árboles caídos y sacudiendo todo a su alrededor. La tormenta, que llevaba días sobre la localidad de Ravenwood, había empeorado aún más, como si quisiera impedirles el progreso a toda costa. El cielo era un caos de nubes oscuras que relampagueaban con violencia, mezclándose con el azote incesante de la lluvia. A pesar de ser mediodía, la oscuridad envolvía el paisaje como si fuera casi anochecer, y cada paso que daba lo llevaba un poco más cerca del límite de sus fuerzas.

Intentó avanzar lo más rápido posible en la intemperie, pero el terreno estaba completamente destrozado. Árboles caídos bloqueaban el camino, sus raíces alzadas hacia el cielo como manos desesperadas. A lo lejos, el sonido de truenos se mezclaba con el silbido del viento, y cada relámpago iluminaba brevemente el entorno, mostrando las huellas de la destrucción: ramas rotas, charcos profundos de agua lodosa, y piedras arrancadas del suelo que hacían aún más traicionero el terreno.

El frío le mordía los huesos, y sus ropas estaban completamente empapadas. Su chaqueta gruesa, la que había traído consigo para protegerse, era poco más que un trapo mojado sobre su cuerpo. Apenas sentía los dedos de las manos, entumecidos, mientras sujetaba las herramientas con fuerza, como si de algún modo aferrarse a ellas lo mantuviera firme ante el caos que lo rodeaba. Pero a medida que avanzaba, la realidad de su situación lo golpeaba con cada ráfaga de viento: estaba solo. Todo dependía de él, y si no conseguía llegar a tiempo, Madison estaría perdida para siempre en ese maldito hospital.

Al cruzar un tramo especialmente difícil, Anthony resbaló sobre una piedra cubierta de barro. Su pie se torció a un lado y cayó pesadamente sobre el suelo, soltando una exclamación de dolor que se ahogó con el viento huracanado. Intentó levantarse de inmediato, pero una punzada aguda en el tobillo lo hizo tambalearse.

—Puta madre... —murmuró, entre dientes. El dolor era penetrante, y sabía que cada paso ahora sería una tortura. Ese retraso podía costarle caro, pero no podía detenerse. No cuando Madison estaba atrapada en un lugar mucho peor.

Apoyándose en el pico como si fuera un bastón, se puso de pie y continuó su marcha, cojeando pero determinado. Las ráfagas de viento eran tan fuertes que en algunos momentos lo hacían tambalearse, y la lluvia lo golpeaba con una furia despiadada. Cada paso le costaba más energía de la que podía permitirse perder, su cuerpo estaba casi al límite, y el agotamiento mental comenzaba a tomar el control.

Las horas pasaban lentas. El reloj en su muñeca apenas era visible bajo la oscuridad y la lluvia. Ya debía ser más allá del mediodía, pero el tiempo parecía haberse detenido en ese entorno hostil. Con su ojo sano entrecerrado, intentó visualizar el hospital en la distancia, pero no veía nada. Había tenido que rodear unas cuantas calles, desviándose varias veces para evitar los árboles caídos que cortaban el paso, y cuando llegó a la esquina de la inmobiliaria de Richmond Hill, supo con desazón que se había desviado mucho más de la cuenta. Sin embargo, podía aprovechar esto a favor, se dijo. Sabía que el viejo Bernard Hill era un gran radioaficionado, al igual que su padre, quien además de fundar la inmobiliaria también le había dejado de herencia todos sus radiotransmisores. Si le pedía ayuda, podría contactar a las autoridades directamente por onda corta de radio, y así enviar asistencia.

Tan rápido como podía, cruzó la calle, entró al patio de la inmobiliaria, rodeó el local comercial y se dirigió directamente a la casa de Bernard, tocando el timbre con insistencia. Pudo escuchar un "¡Ya voy, maldición!" y luego vio la regordeta cara del hombre, tras el mirador rectangular, que lo observó asombrado. Lo que menos se esperaba, sin duda, era ver a alguien llamando a su puerta con semejante tormenta azotándolo todo.

—¿Sí? —preguntó, extrañado.

—¡Señor Hill! ¡Soy Anthony Walker, trabajo en el hospital Ashgrove! ¡Necesito de su ayuda! —exclamó, desesperado. Al escuchar ese nombre, abrió la puerta quitando las trancas, y Anthony pudo sentir el olor a comida recién servida, tibia y apetitosa, que provenía desde el interior de la casa.

—¡Ah, el chico de mantenimiento! Sí, creo que te vi la última vez que mi esposa fue a hacerse unos exámenes de sangre —comentó. Lo miro de arriba abajo, con preocupación—. Cielo santo, ¿Qué pasó? Estás destrozado, hijo.

—Escuche, no tengo tiempo de explicarle. ¿Sus radios aún funcionan a pesar de la tormenta?

­—No lo sé, pero diría que sí. Deberían funcionar, no dependen de comunicación satelital. ¿Por qué?

—Necesito que contacte a las autoridades más cercanas, interpol, FBI, autoridades médicas, quien sea, pero hágalo ya. Hay una situación de emergencia en el hospital.

Bernard lo miró con cara de miedo. Por encima de su hombro, Anthony vio cómo su esposa se asomaba desde el comedor, quien seguramente había escuchado la loca conversación.

—Dios mío... ¿Y qué les digo? —preguntó.

—Dígales que Madison Lestrange, una autoridad medica nacional, está secuestrada y corre peligro. Dígales que vengan al hospital, cuanto antes. Y que también encontramos pruebas de fraude médico, por lo que nuestras vidas corren peligro. ¿Lo recordará?

El pobre hombre lo miraba consternado, sin saber tan siquiera que decir.

—No puede ser... es increíble... —­murmuró. Anthony comenzó a desesperarse, no tenía tiempo para lamentaciones.

—¡Señor Hill, por favor, lo necesito centrado! ¿Puede hacer eso? ¿Va a recordar todo lo que le dije? —insistió.

—Sí, claro —se giró sobre sus pies y miró a su esposa—. ¡Christine, ve al ático y enciende los radios, esto es urgente! —pidió.

—Gracias, señor Hill. Muchas gracias. Espero que aún no sea muy tarde —dijo Anthony, y sin darle tiempo a que se despidiera de él, se giró sobre sus pies y salió de la propiedad, caminando tan rápido como podía, mientras rengueaba.

Salió de nuevo a la calle, y a medida que avanzaba, el viento comenzó a golpearlo con más fuerza, mientras que cada paso se volvía más tortuoso. Había momentos en que pensaba que no llegaría, que simplemente colapsaría en medio de ese apocalipsis natural. Pero el rostro de Madison aparecía en medio de su mente como una brújula, el timbre de su voz, el recuerdo de sus besos y su mirada chispeante, lo mantenían en pie. No podía permitirse fallar, no ahora.

Tomó de nuevo el sendero que conducía a la calle principal, volviendo a retomar el camino de nuevo a Ashgrove, cruzando una sección del camino donde trozos de árboles caídos poblaban las aceras. En un determinado momento, escuchó un crujido fuerte, algo que se quebraba encima de su cabeza, seguido de un sonido desgarrador. Miró hacia arriba justo a tiempo de ver una enorme rama de árbol desmoronarse y caer directamente hacia él. Instintivamente dio un salto hacia un lado, arrojándose de bruces al pavimento, pero el borde de la rama lo alcanzó en la pierna izquierda, clavándole una astilla quebrada en la parte trasera de la pantorrilla. El dolor fue inmediato, agudo, y sentía la sangre caliente corriendo por debajo de su pantalón.

Dio un grito de dolor, respirando agitado de manera entrecortada, mientras el barro cubría su rostro y sus manos. Se giró y vio el trozo de rama insertado tras su pierna. No la había atravesado, pero si había entrado de forma diagonal por lo que perfectamente podía sacarla, pensó. Hizo un esfuerzo monumental en sujetarla con ambas manos, y de un tirón jaló hacia arriba, apretando los dientes para no gritar. Se tocó la pierna donde el árbol lo había golpeado y notó que la herida no era mortal, pero si dolorosa. La sangre mezclada con la lluvia formaba un rastro que goteaba hacia el barro, pero aun así, se sujetó del mazo y del pico usándolos como punto de apoyo para ponerse de pie y seguir caminando. No podía detenerse, no podía... se repitió una y otra vez.

Varios minutos después, las luces del hospital Ashgrove por fin aparecieron entre la tormenta, parpadeando a lo lejos. Le faltaba poco, y se forzó a sí mismo a dar cada paso, con el dolor y el cansancio mordiendo sus músculos. Finalmente cruzó el último tramo del camino antes de llegar a la portería de hierro que oficiaba como entrada al hospital. Lo había logrado, pero el precio había sido demasiado alto, y Anthony sabía que el peligro acechaba en cada esquina. Atravesó el patio bajo la tormenta, bordeó el edificio con sigilo, manteniendo su cuerpo pegado a las paredes y escondiéndose en las sombras. No podía permitirse ser visto por ningún médico, enfermero y mucho menos por la doctora Sanders, esa mujer fría y calculadora que había hecho tantas atrocidades. Ya no confiaba en nadie, había visto demasiadas cosas, y sabía que cualquier persona en ese hospital podía estar del lado equivocado.

La tormenta seguía rugiendo con fuerza, sus vientos arremolinaban hojas y ramitas por los patios laterales mientras Anthony avanzaba. Cada vez que algún sonido del interior del hospital se filtraba al exterior, su corazón latía con fuerza, temeroso de que alguien lo hubiese visto. Las paredes del hospital, antiguas y desgastadas por el tiempo, lo hacían sentirse aún más pequeño, más vulnerable. Mientras rodeaba el edificio, iba agachándose de a ratos, esquivando las ventanas y los puntos luminosos, con el corazón latiéndole a mil revoluciones, debido a la tensión.

El camino hacia el patio trasero era oscuro y poco transitado, una zona que pocos conocían o se atrevían a visitar, como si su existencia hubiera sido olvidada o deliberadamente ignorada por el personal del hospital. El aura de abandono y decadencia impregnaba este rincón, donde el tiempo había dejado su marca en cada grieta y cada viga corroída, lleno de maleza crecida, plantas invasoras que parecían trepar las paredes como si quisieran devorar lo que quedaba del hospital. Las ventanas rotas del edificio eran ojos vacíos que miraban a la nada.

Anthony avanzaba lentamente, hasta llegar por fin a la parte más recóndita del patio trasero, justo detrás de la vieja morgue. Usando el pico que había traído, comenzó a golpear el suelo cada pocos metros, en busca de alguna señal del acceso subterráneo que había visto en los viejos planos. Tras varios minutos de buscar y golpear, escuchó por fin un sonido metálico amortiguado. Su corazón saltó en su pecho con una energía renovada, y entonces comenzó a golpear con más fuerza en la misma zona. El sonido a metal bajo la tierra era claro: había algo enterrado allí. Se arrodilló, y con manos temblorosas, comenzó a remover la tierra mojada, usando sus manos y el pico para apartar lo que podía. La lluvia había suavizado el suelo, lo que facilitaba el trabajo, pero el cansancio y el dolor de sus heridas lo ralentizaban. A medida que removía la tierra, apareció finalmente lo que tanto buscaba: una vieja puerta de metal oxidado, casi oculta por completo por décadas de abandono.

Anthony respiró hondo, con una mezcla de alivio y miedo. No podía detenerse ahora, ya estaba demasiado cerca. Se levantó, tomó el mazo, y con toda la fuerza que su cuerpo herido pudo reunir, lo levantó sobre su cabeza y golpeó la puerta con un mazazo brutal. El sonido retumbó en el patio vacío, golpeó otra vez, y luego otra, y tras cinco intentos finalmente la compuerta debilitada por el paso del tiempo cedió, liberando una nube de polvo y un chirrido metálico que resonó en el aire. La puerta cayó hacia abajo, revelando el inicio de una escalera de piedra bastante mohosa, que descendía hacia las entrañas del hospital.

Se inclinó hacia el borde del oscuro pasaje, sintiendo una ráfaga de aire frío que emanaba desde las profundidades. El olor era asqueroso, una mezcla de humedad, tierra podrida y algo más... algo que no podía identificar. Se acercó con cautela, y lo que vio no le resultó nada alentador. La escalera era angosta, apenas lo suficientemente ancha para que una persona bajara, y estaba cubierta de cucarachas y otros bichos que huían despavoridos al sentir la luz y la lluvia.

El pasadizo se perdía en una oscuridad insondable, como si fuese una boca abierta que aguardaba engullirlo. Anthony tragó saliva, consciente de que estaba entrando en un lugar del que tal vez no hubiera retorno, pero también sabía que Madison estaba en algún sitio más allá de esa oscuridad, esperándolo, necesitando que la encontrara. Sentía el peso de la responsabilidad y el afecto hacia ella como una carga insuperable, pero no tenía opción, debía seguir adelante. Por lo que sin pensarlo un momento más, se arrodilló de espaldas hacia el agujero, y retrocediendo poco a poco, comenzó a bajar, peldaño a peldaño.



*****



Madison llevaba ya varias horas atrapada en el ala abandonada del sector psiquiátrico de Ashgrove, un lugar oscuro y opresivo que parecía devorar cualquier esperanza de escape. Había intentado mantenerse activa, mantenerse cuerda, pero el frío mordía cada vez más profundo en su piel, el hambre la debilitaba, y no había dejado de presenciar fenómenos paranormales allá donde quiera que fuese. Desde objetos que se movían sin que nadie los tocara, ruidos de pasos, voces, conversaciones, gritos lejanos, aquel sitio era un aquelarre de locura. Cada rincón del lugar la asfixiaba, y sentía que el aire mismo era denso, pesado, como si el lugar tuviera vida propia, una vida corrupta y llena de sufrimiento. El eco de sus pasos resonaba en los pasillos vacíos, haciéndola sentir como si estuviera rodeada, observada, incluso cuando estaba sola. Pero... ¿Realmente estaba sola?

El edificio crujía y se movía, como si el tiempo estuviera castigándolo. Las paredes agrietadas y sucias parecían murmurar, como si susurraran secretos olvidados. La luz del día apenas llegaba a filtrarse a través de las pequeñas ventanas rotas, dejando que las sombras dominaran la escena. A medida que la tarde avanzaba, esas sombras parecían crecer, volverse más densas, casi como si estuvieran vivas.

Madison se abrazaba a sí misma para intentar combatir el frío que la calaba hasta los huesos, y había tenido que acuclillarse dos veces en uno de los rincones del enorme hall derruido, para poder orinar. El hambre ya no era solo una molestia, se había convertido en un dolor agudo que retumbaba en su estómago vacío. La desesperación empezaba a asentarse en su mente, erosionando lentamente su cordura. Aún recordaba su teléfono celular en uno de los bolsillos internos de su chaqueta, pero no había señal y la batería estaba agotada. Se había resignado a eso hacía horas, ninguna herramienta moderna podría salvarla en este lugar de pesadilla.

Comenzó a caminar otra vez sin rumbo fijo, tambaleándose, sintiendo el mareo del hambre y el golpe en su cabeza. Cada paso parecía más pesado que el anterior, pero sabía que si se quedaba quieta, el miedo acabaría por consumirla por completo. Su respiración era errática, y su corazón palpitaba fuerte en su pecho, cada latido retumbante en sus oídos. El silencio en el ala psiquiátrica era sofocante, roto solamente por el crujido ocasional del edificio envejecido.

De repente, algo cambió. El aire a su alrededor, ya frío, se volvió gélido, cortante como una navaja. Madison se detuvo en seco, con la piel erizada y un nudo formándose en su estómago. Sabía lo que significaba ese frío, lo había sentido antes. Algo venía.

—No... no otra vez... —susurró, con la voz quebrada por el pánico. Sabía que no estaba sola, Julianne debía estar cerca.

Los ojos de Madison recorrieron frenéticamente el pasillo a su alrededor, buscando algún indicio de la presencia que tanto temía. Pero el lugar estaba oscuro, cada rincón sumido en una penumbra amenazante. Intentó respirar con calma, controlar el miedo que empezaba a devorarla, pero era imposible. El aire a su alrededor era sofocante, como si estuviera atrapada en un túnel sin salida. Y entonces lo sintió, una presencia oscura y maliciosa, que avanzaba hacia ella. Madison se dio la vuelta, pero lo que vio la dejo helada.

Julianne Grimshaw, la figura espectral que la había perseguido durante toda su vida, estaba de pie al final del pasillo, mirándola con su rostro pálido, observándola con una expresión de odio eterno. Sus ojos vacíos, oscuros como la muerte misma, no dejaban lugar para la esperanza. Madison retrocedió, temblando, incapaz de apartar la mirada de aquella figura espeluznante. Cada metro que Julianne avanzaba hacia que el frío aumentara, que las sombras parecieran más espesas, más amenazantes. Estaba atrapada. No había forma de salir de aquel sitio.

—Déjame en paz... —imploró Madison, con la voz rota por el miedo. El espectro de Julianne sonrió, una mueca torcida y perturbadora.

—Siempre has sido mía, Madison. Y siempre lo serás —murmuró, con una voz antinatural.

Madison tropezó hacia atrás, cayendo de espaldas en el suelo sucio y frío. Su respiración se volvió rápida y entrecortada, y las lágrimas comenzaron a correr por su rostro. Sentía que la opresión en su pecho crecía, y cada vez le costaba más respirar. Julianne avanzó, lenta pero implacable, su figura flotando por el pasillo como una sombra devorando todo a su paso. Madison intentó moverse, pero sus piernas no respondían, el terror había paralizado cada fibra de su ser. Sentía que iba a morir, que ese sería su final. El aire frío quemaba sus pulmones, y el rostro de Julianne se acercaba más y más con aquella expresión muerta, hasta que el aliento gélido de la enfermera maldita acaricio su piel.

—Tú no escaparás —murmuró el espectro, con sus ojos oscuros brillando, mostrando una maldad insondable—. Te quedarás aquí, como todos los demás.

Madison sentía como la oscuridad la envolvía. Sus pensamientos se volvían borrosos, su mente tambaleándose entre la realidad y el delirio. Estaba perdiendo la lucha contra el miedo, contra la presencia maldita que la acechaba. Hasta que de repente, una luz suave comenzó a brillar a lo lejos. Madison apenas pudo percibirla al principio, aprisionada bajo la influencia de aquel espectro, pero rápidamente creció en intensidad, llenando el pasillo con un resplandor cálido y protector.

Julianne se detuvo en seco, su cuerpo espectral retrocediendo al instante, como si la luz la quemase. Madison, jadeante, todavía postrada en el suelo, sintió un pequeño alivio cuando el frío que la rodeaba comenzó a disiparse, reemplazado por un calor acogedor que parecía envolverla como un manto. La luz se volvió más intensa, cegadora, y en medio de ese resplandor, una figura se hizo visible. Una figura que Madison reconoció de inmediato, aunque el desconcierto y la confusión casi la hicieron dudar de su propia cordura.

Frente a ella, de pie en medio de aquella luz cálida, estaba Margaret Lestrange, su abuela. A pesar de la situación, su rostro irradiaba una suerte de calma y protección. Sus ojos, tan parecidos a los de Madison, la miraban con una ternura infinita, como si hubieran esperado ese momento durante toda la eternidad.

—Estoy aquí, querida —dijo Margaret, sin mover los labios. Su voz parecía sonar directamente dentro de la cabeza de Madison, suave y tranquilizadora, pero llena de una autoridad que nunca antes había mostrado.

El cuerpo de Madison seguía temblando, su mente luchando por entender lo que estaba ocurriendo. Julianne, mientras tanto, se agitaba furiosa. Su rostro pálido y retorcido por la rabia mostraba el odio puro que sentía por aquella nueva presencia.

—¡No tienes derecho a estar aquí, Margaret! —rugió, con la voz transformada en un eco demoniaco que resonó en las paredes. —¡Ella es mía!

Margaret, sin inmutarse, dio un paso adelante. La luz a su alrededor creció aún más, y la oscuridad que rodeaba a Julianne comenzó a desmoronarse bajo su intensidad.

—Nunca lo fue, Julianne. Nunca fue tuya —replicó, con voz firme—. Ya no puedes hacerle daño. No mientras yo esté aquí.

Madison, aunque débil, comenzó a sentir como el pánico y la desesperación se retiraban lentamente, reemplazados por una sensación de seguridad que no había experimentado desde que entró a ese lugar maldito. La presencia de su abuela la envolvía, infundiéndole un repentino bienestar imposible de definir con palabras. Julianne, sin embargo, no estaba dispuesta a ceder. Con un chillido de furia, su espectral figura se lanzó hacia Margaret, una sombra deformada y retorcida por el odio y la maldad de la que había hecho gala en vida. Pero antes de que pudiera llegar a ella, la luz de Margaret estalló en un resplandor cegador, deteniendo a Julianne en seco. La oscuridad que la envolvía comenzó a disiparse, como si fuera absorbida por la luz.

—¡No! —gritó Julianne, su voz antinatural y oscura, desgarrada por la ira y la desesperación. —¡No puedes quitármela, ella es mía!

—Ya no tienes poder aquí, Julianne. El sufrimiento que causaste termina ahora.

Margaret extendió una mano hacia adelante, con expresión implacable. La luz que emanaba de su cuerpo se intensificó aún más, y Julianne comenzó a retroceder, su figura desvaneciéndose lentamente, deformándose con un grito de furia. Hasta que por fin, se esfumó. El silencio que siguió fue abrumador. El aire denso y frío que había dominado el pasillo se había ido casi por completo, reemplazado por una calma casi extraña, casi surreal. Madison, aún en el suelo, sentía las lágrimas correr por su rostro, pero ya no eran de miedo, sino de alivio. Margaret se giró hacia ella y se acercó a su lado, ofreciéndole una mano cálida y reconfortante. Sin saber que hacer, Madison la tomó, sintiendo como la energía de su abuela fluía a través de ella, levantándola en pie.

—Todo estará bien —dijo Margaret con suavidad, pudo escucharla con claridad perfecta dentro de su mente, al mismo tiempo que le sonreía con cierta ternura—. Anthony está cerca, él te encontrará. Tienes que ser fuerte un poco más.

Madison, aunque agotada, sintió un pequeño destello de esperanza en el corazón. Si su abuela había venido en su ayuda, si Anthony estaba cerca, entonces tal vez no todo estuviera perdido.

—No sé... —susurró. —No sé cuánto más pueda aguantar. Este lugar me está destrozando.

Margaret entonces la miró de forma compasiva.

—Lo sé, mi niña. Pero tienes la fuerza necesaria para hacerlo, siempre la has tenido. Ahora es cuando debes usarla.

La figura de Margaret comenzó a desvanecerse poco a poco, su luz disminuyendo. Madison intentó aferrarse a ella, pero sus manos pasaron a través de la forma espectral de su abuela.

—¡No te vayas, por favor! —imploró, con la voz quebrada por la angustia.

—Siempre estaré cerca —la escuchó decir—. Nunca estarás sola.

Y con esas palabras, Margaret desapareció por completo, dejando a Madison sola en el oscuro pasillo. Pero algo había cambiado. Aunque la desesperación seguía ahí, la presencia de Julianne había sido derrotada, al menos por el momento. Madison comenzó a caminar por el pasillo oscuro, decidida a no rendirse, sin saber muy bien que hacer o adónde ir. La pesadilla no había terminado, pero ahora sabía que no estaba completamente sola. Y eso, en un momento como aquel, era suficiente para seguir adelante.



***** 



Anthony avanzaba con dificultad por los pasillos desmoronados del sector abandonado de Ashgrove, su cuerpo agotado por el esfuerzo de llegar hasta allí y por las heridas que aún le dolían después de su enfrentamiento con el enfermero y la larga caminata a la intemperie. Las sombras danzaban en las esquinas del pasillo, y el eco de su respiración pesada y los crujidos de los escombros bajo sus botas le hacían sentirse observado. El silencio era opresivo, casi como si el hospital estuviera vivo, conteniendo su respiración mientras esperaba que algo terrible ocurriera.

Sus pasos resonaban en el vacío. La linterna de su teléfono, que sostenía en una mano, proyectaba un haz de luz tembloroso sobre las paredes desconchadas y los techos derrumbados. Todo a su alrededor estaba derruido, carcomido por el tiempo y el abandono, era casi como caminar por la boca de un monstruo moribundo. Sabía que Madison debía estar en algún lugar, atrapada, sola, vulnerable. No podía dejar de llamarla cada pocos metros, poniéndose una mano al costado de la boca.

—¡Madison! —gritó, su voz reverberando en los largos pasillos. —¡Madison, soy yo, Anthony! ¡Háblame!

Pero no había respuesta, solo el eco de su voz, que parecía perderse entre las sombras. Las tripas se le retorcían de la angustia, ¿Y si había llegado demasiado tarde? ¿Y si algo le había pasado ya? La imagen de Julianne, ese espectro aterrador que sabía que la había perseguido toda su vida, volvía una y otra vez a su mente. El mero pensamiento de que aquella entidad hubiera podido hacerle algún daño lo llenaba de rabia, pero también de impotencia.

La desesperación lo asfixiaba mientras recorría el laberinto de pasillos, escaleras colapsadas y habitaciones destartaladas. El hospital entero parecía extenderse interminablemente, como si quisiera esconder a Madison para siempre. La linterna temblaba en su mano, el sudor frío le recorría la espalda, pero no podía detenerse. La buscaba frenéticamente, iluminando cada rincón, llamando una y otra vez su nombre.

—¡Madison, por favor! ¡Dime algo! —su voz quebrada reflejaba el terror de perderla para siempre.

De repente, algo escuchó a lo lejos, un ruido débil. Se detuvo en seco, sus sentidos alerta. El silencio parecía aplastarlo de nuevo, pero ahí estaba... un sonido, leve, casi imperceptible, que se desvanecía como un susurro en el viento. Lo reconoció al instante: era la voz de ella, débil, ahogada por la distancia y la angustia.

—¡Madison, ya voy! —gritó, corriendo tan rápido como podía, mientras cojeaba hacia donde creía que provenía la voz.

A medida que avanzaba, el aire a su alrededor se sentía más frío, casi insoportable. El ambiente en el ala psiquiátrica parecía cargado con una energía oscura, como si el pasado trágico y violento del lugar se impregnara en cada rincón de las paredes. Podía sentirlo en la piel, en los huesos. Cada paso le costaba más que el anterior, y el miedo de que algo pudiera estar acechando en las sombras no lo dejaba en paz.

Por fin llegó al final del pasillo, una vieja puerta de metal oxidado que apenas se mantenía en pie. La linterna temblequeaba en su mano, y su respiración se aceleró. Se armó de valor y empujó la puerta con todas sus fuerzas, que chirrió en sus bisagras, y al abrirse, una ráfaga de aire aún más gélido lo envolvió.

Allí estaba ella.

Madison estaba acurrucada en un rincón de la enorme sala, su rostro pálido, los ojos abiertos de par en par, completamente dominada por el pánico. Su cabello estaba despeinado, y sus manos temblaban. Parecía tan pequeña, tan frágil, completamente diferente de la mujer fuerte que él conocía. Lo miró con los ojos llenos de terror, su respiración era errática, y al verlo, su cuerpo tembló aún más. No parecía reconocerlo de inmediato, de hecho una mirada de desconfianza y confusión se apoderó de su rostro. Sus labios temblaban ligeramente, y se aferró al suelo como si él fuera una amenaza, como si estuviera viendo algo imposible.

—Es otra alucinación... —murmuró, sacudiendo la cabeza. —¡Otra trampa de ella!

Anthony sintió un nudo en el estómago. Sabía lo que estaba pasando, sabía que ella dudaba de todo lo que veía. Julianne la había atormentado durante años, y ahora, en ese lugar maldito, Madison estaba sometida a su influencia, perdiendo la capacidad de distinguir entre la realidad y la ilusión. Pero tenía que hacerle ver que él era real, que estaba allí para ayudarla.

—Maddie, escúchame —dijo, acercándose poco a poco, manteniendo una distancia prudente para no asustarla aún más—. Soy yo, Anthony. Estoy aquí de verdad.

—Demuéstralo... —murmuró. —Necesito saber que no eres otro de sus espectros.

Anthony sintió la impotencia crecer dentro de él. No podía dejar que ella se hundiera más en esa oscuridad. Tenía que encontrar una forma de hacerla confiar en él, y recordó algo, de vital importancia. Un detalle que solo ellos dos habían compartido, tiempo atrás.

—Madison... —empezó, con voz calmada, intentando atravesar el velo del miedo que la envolvía. —¿Te acuerdas del libro de los enigmas egipcios que estaba leyendo cuando nos conocimos en la cafetería? Ese día, te conté algo... Sobre las bombillas del templo de Hathor. ¿Recuerdas lo que te dije?

Ella lo miró, sus ojos llenos de lágrimas al recordar, pero con una sonrisa en sus facciones, como si las palabras de Anthony hubieran roto una pequeña parte del muro que la separaba de la realidad. Parpadeó, con la respiración aún errática, pero al menos sus manos dejaron de temblar tanto.

—Me dijiste que los antiguos egipcios tal vez... conocían la electricidad. Que las bombillas de Venvera eran una prueba de ello... —murmuró. Anthony sonrió, el alivio y la emoción llenando su pecho.

—En realidad es Dendera, pero sí, exacto. Eso no es algo que Julianne sabría, eso es algo solo nuestro.

Madison lo miró por unos segundos más, procesando la situación. Entonces, como si una compuerta se abriera en su corazón, soltó un sollozo desgarrador y se levantó del suelo, lanzándose hacia él para abrazarlo con fuerza. Sus brazos rodearon su cuello, y su cuerpo temblaba contra el suyo mientras las lágrimas le caían por las mejillas.

—¡Eres tú! —lloró ella, aferrándose a él con desesperación. —¡Eres realmente tú, mi abuela tenía razón! Pensé que nunca volvería a verte, pensé que... pensé que me estaba volviendo loca...

Anthony la sostuvo con fuerza, sintiendo el alivio y la angustia mezclarse en su pecho. La sentía tan vulnerable que no podía evitar apenarse por todo lo que ella había pasado, y la besó en la frente, tratando de calmarla, pero las lágrimas de Madison no cesaban.

—Shhh... —murmuró, acariciándole el cabello. —Estoy aquí, no voy a dejar que nada te pase. No más.

Ella levantó la vista hacia él, todavía con los ojos inundados, y lo miró de cerca por primera vez. Su rostro se llenó de preocupación al verlo sin anteojos, con un ojo hinchadísimo, la sangre en sus manos, los moretones en el rostro y su evidente agotamiento.

—Cielo santo... ¿Qué te pasó? —preguntó, mientras acariciaba con cuidado una de las heridas en su mejilla. —Estás destrozado.

—No es nada comparado con lo que has pasado tú —dijo, con una sonrisa cansada—. Me las arreglé para llegar hasta aquí. Eso es todo lo que importa.

Madison lo abrazó de nuevo, aferrándose a él como si temiera que fuera a desaparecer, al mismo tiempo que lo llenaba a besos. Anthony sintió que el peso de su cuerpo contra el suyo lo anclaba a la realidad, que mientras estuvieran juntos, podrían superar lo que fuera que ese lugar les arrojara encima. Después de unos minutos, cuando la respiración de ella comenzó a calmarse, se apartó con suavidad y lo miró.

—Gracias por no dejarme aquí...

—Sería incapaz de hacerlo —le aseguró—. Tengo un plan. Encontré una salida, pero antes de irnos, hay algo que tenemos que hacer. Debemos ir al viejo sótano, al lugar donde encontramos el cuerpo de Julianne. Si no cortamos ese vínculo ahora, nunca te librarás de ella. No tendremos una mejor oportunidad que ahora, Maddie.

Madison lo miró con incredulidad y horror.

—¿Volver allí...? Tony, no puedo... No puedo verla de nuevo. No después de todo esto. No tienes ni idea de lo que ha hecho conmigo en unas cuantas horas, este sitio es una demencia, solo sácame y punto.

—Tienes que hacerlo, Maddie, es la única forma de liberarte. ¿Quieres vivir en paz y remediar lo que empezaste hace años? No hay otro camino.

La tensión era palpable. Las paredes parecían cerrarse alrededor de ellos, y el peso de las palabras de Anthony colgaba en el aire como una sentencia, pero sabía que tenía razón. Julianne había controlado su vida durante demasiado tiempo, había asesinado a demasiadas personas en su camino. Si no cortaban ese vínculo, seguiría atormentándola, atrapándola en un ciclo interminable de sufrimiento.

Madison respiró hondo, reuniendo todo el coraje que le quedaba. Las sombras aún danzaban a su alrededor, y el hospital parecía estar observándolos, esperando el próximo movimiento. Con la mano de Anthony firme en la suya, asintió, aunque el terror aún se reflejaba en sus ojos.

—Está bien —susurró—. Vamos. 

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