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Luego de acomodar la ropa de su equipaje en el enorme ropero de la habitación, dejar la computadora portátil encima de la mesita que oficiaba de escritorio, y ponerse un poco de ropa más cómoda, dio un suspiro mientras miraba a su alrededor. No sabía definir cuál era la razón de ese sentimiento, pero Madison notaba que percibía una extraña mezcla de familiaridad con aquel sitio al mismo tiempo que inquietud. Las tablas de madera del suelo crujían bajo sus pies en cada paso que daba, y apoyando una mano en el colchón, hizo presión hacia abajo. Parecía mullido, por lo que se sentó en el borde del camastro y luego se recostó. Algunos hierros se quejaron bajo su peso, pero no le importó en lo más mínimo, porque cuando apoyó la espalda en las mantas y luego su antebrazo encima de los ojos, dio un nuevo suspiro, esta vez de cansancio.

Nunca supo en qué momento cayó rendida, pero cuando despertó, le pareció escuchar que alguien le golpeaba la puerta levemente. Abrió los ojos con pesadez y se quitó el antebrazo de la cara, mirando a su alrededor. El sonido a las gotas de lluvia contra la ventana le provocaba cierta tranquilidad, y volteó con rapidez hacia su reloj de pulsera. Nueve y cuarto de la noche.

—Voy —dijo, mientras se desperezaba. Al hacerlo, miró sus pies aun envueltos en las medias de lycra. ¿En qué momento se había quitado los borcegos? Se preguntó. Sin embargo, no había tiempo para eso. Se calzó rápidamente, se ajustó el suéter alisándolo contra el cuerpo, y entonces caminó hacia la puerta, para abrir. Frente a ella se encontraba la doctora Sanders —¿Sí?

—La cena está servida, me imaginé que querría comer algo, y ya de paso conocer la cafetería.

—Sí, gracias.

Madison salió del dormitorio, cerrando la puerta tras de sí. Mientras caminaba con la doctora Sanders por los pasillos del hospital, no pudo evitar mirar a su alrededor. Las piedras grises del suelo, húmedas y desgastadas, la pintura descascarada de las paredes, las precarias bombillas de techo que parpadeaban a veces, todo parecía abandonado a su suerte.

—¿Tenebroso? —preguntó la doctora, al notar como ella miraba a su entorno.

—No, me da cierto aire melancólico, nada más.

—Uno acaba por acostumbrarse, al final.

—¿Cuánto hace que trabaja aquí? —inquirió Madison, mirándola de reojo a medida que se peinaba el cabello negro azulado con los dedos.

—Casi veinticinco años. Antes trabajaba en el hospital Weimont. ¿Lo conoce?

—No tengo el placer.

—Es el hospital oncológico para niños más grande de California. Estuve seis años allí, y créame que luego de eso, este viejo esqueleto no puede asombrarme.

—No imagino la de cosas que debió haber visto...

—No, no se lo imagina —aseguró la doctora Sanders.

Caminaron en el más completo silencio atravesando pasillos desolados, al mismo tiempo que Madison intentaba prestar atención a cada detalle. No solo para conocer más el ambiente del hospital, sino también para memorizar el camino de regreso. Finalmente, llegaron a la cafetería momentos después, y al abrir la pesada puerta de madera, fue recibida por un ambiente cálido y ligeramente iluminado. Los techos altos, con vigas de madera expuestas y las paredes revestidas de paneles oscuros, le daban al lugar una sensación de acogedora antigüedad, pero con un toque de melancolía que impregnaba el aire, como todo allí.

Había pocas personas en el lugar, la mayoría de ellas, enfermeras y médicos que terminaban sus turnos. Madison notó algunas miradas fugaces, seguidas de asentimientos corteses. La mayoría parecían estar inmersos en sus propios pensamientos, compartiendo silencios cómodos entre ellos. La doctora Sanders la guio hacia el mostrador donde una amable señora regordeta, que parecía ser una empleada de confianza, miró a ambas mujeres.

—¿Tenemos visitas, Emily? —preguntó. La doctora Sanders asintió con la cabeza, mientras señalaba con un gesto de la mano a Madison.

—Ella es la consultora nacional que va a estar a cargo de las reformas, la señorita Lestrange. Va a quedarse con nosotros un buen rato, al parecer, así que vas a tener que esconder la carne de perro y servirnos comida decente, por lo menos una vez —bromeó.

—Si conoces al menos una persona en todo el condado que prepare el estofado de pollo mejor que yo, entonces con gusto cederé mi delantal —respondió. Luego miró a Madison —. No le haga caso a esta vieja bruja, señorita Lestrange. Soy Sandy, un placer.

—El gusto es mío —sonrió ella, captando la broma.

Sandy le ofreció el menú de la noche, y Madison notó que la elección era simple pero reconfortante: sopas caseras, el mítico estofado, ensaladas y una selección de postres que incluía pastel de manzana y flan con chocolate. Optó por probar un plato del estofado, más que nada como una cortesía hacia la cocinera, y un trozo de pastel de manzana para el postre. Después de servirle, la mujer tras el mostrador se acomodó un mechón de cabello rubio tras la oreja, al mismo tiempo que le sonreía amigablemente.

—Espero que aproveche. Es la comida favorita de todos, en especial en noches como esta —dijo.

Luego de agradecer, Madison se dirigió con su bandeja en mano hacia una mesa cerca de una ventana que daba al jardín interior del hospital. La lluvia golpeaba suavemente contra los cristales, creando una especie de cortina que difuminaba el paisaje exterior. Las pocas luces del jardín apenas se distinguían entre la neblina que se formaba en el aire frío de la noche, y los gruesos troncos de los árboles, desperdigados por doquier. Se sentó en la silla de madera, algo gastada por los años, y en silencio, empezó a comer.

El estofado estaba sorprendentemente bueno, con un sabor fresco y confortante que contrastaba con la atmosfera melancólica del lugar. Mientras comía, no pudo evitar observar a las pocas personas que compartían la cafetería con ella. Algunos conversaban en voz baja, otros leían o simplemente miraban por la ventana, inmersos en sus pensamientos. Había algo en ellos que aunque normal, no dejaba de parecerle extraño, como si el entorno mismo se filtrase a través de las paredes y las personas. La cafetería, a pesar de estar en la parte antigua del hospital, estaba bien cuidada, pero no podía ignorar la sensación de que el tiempo se había detenido en ese lugar. Los relojes en las paredes eran de un estilo antiguo, con manecillas que se movían lentamente, casi como si resistieran el paso de las horas. Las lámparas, colgadas en cadenas de hierro forjado que pendían del techo, emitían una luz cálida pero tenue, apenas suficiente para iluminar las mesas, dejando las esquinas del lugar en sombras.

Un hombre de mediana edad llegó por último a la cafetería, con la bata blanca desprendida, y se dirigió directamente al mostrador. Saludó con un gesto de la cabeza a la doctora Sanders, luego charló un momento con la mujer tras el mostrador, mientras le servía un tazón de sopa y otro de ensalada, y al pasar la vista por los comensales, miró a Madison. Con la bandeja en la mano, se dirigió a su mesa y arrastró la silla opuesta, para sentarse.

—¿Puedo? —preguntó, en cuanto ella levantó la mirada hacia él.

—Claro, adelante.

—¿Usted es la doctora Lestrange?

—Sí, ¿y usted es...? —preguntó. El hombre entonces estiró una mano hacia ella, en cuanto acomodó su bandeja frente a él.

—Doctor Robert Heynes. Soy el jefe de cirugías, y cuando me enteré que ya había llegado al hospital, quise presentarme. Vamos a trabajar juntos en el proyecto de reforma —dijo.

—Sí, al menos eso me dijo mi jefe directo. Es un placer —respondió, estrechando la mano que le ofrecía el hombre. Tenía una mano grande y tibia, pensó, mientras lo miraba a los ojos. Casi tenía el mismo color que Alex, pensó, con cierta congoja. Con la única diferencia de que el doctor Heynes parecía tener quizá unos cuantos años más.

—El placer es mío. He oído que tiene una trayectoria impresionante como consultora médica. Su experiencia será invaluable para la reforma que estamos haciendo.

—Gracias, doctor Heynes. Este hospital es el más pintoresco al que he asistido, debe ser un lugar fascinante para trabajar —comentó, antes de beber un sorbo de estofado.

Heynes inclinó la cabeza, considerando sus palabras.

—Es un hospital con mucha historia, eso seguro. Ha pasado por muchas transformaciones a lo largo de los años, desde su fundación. Cada rincón de este lugar tiene una historia para contar, siempre y cuando uno esté dispuesto a escuchar.

Madison captó un tono casi nostálgico en su voz, pero también de cautela.

—Debe ser interesante ser parte de esa historia —comentó ella, buscando un poco más de información—. Imagino que ha habido muchos desafíos a lo largo de los años.

—Sin duda. Los hospitales son lugares donde se acumulan muchas energías, muchas emociones, principalmente en un lugar como este, que ha servido a tantas generaciones. Este sitio fue construido en una época en que la medicina aún estaba en pañales, por decirlo de alguna manera. La gente de la época se enfrentó a enfermedades que hoy apenas recordamos, y muchas personas perecieron aquí. No solo pacientes, sino médicos y enfermeras. Eso deja una huella en las personas, creo, y también en el edificio mismo.

Madison lo miró con extrañeza. No podía comprender como un médico, alguien cualificado y profesional, le estaba hablando de esas cosas en la primer noche de su llegada. Era no solo de mal gusto, sino también poco ético.

—Me parece curioso que alguien de ciencia me esté hablando de energías —dijo esta última palabra haciendo comillas con los dedos. Aunque no quería sonar hostil, lo cierto es que tampoco quería dejar de parecer profesional. Aunque por dentro, la intriga era mordaz. Heynes la miró entonces directo a los ojos, y entrelazó los dedos por debajo de la barbilla.

—¿Cree usted en fantasmas, señorita Lestrange? —preguntó. Madison recordó aquella noche de su adolescencia. Recordó a Tom, y también trató de imaginar la muerte horrible que había tenido Alex, solo y abandonado en el fondo del océano.

—Quizás.

—Interesante, hemos llegado a un punto en común, entonces —dijo él, asintiendo con la cabeza.

—¿Y usted? —inquirió ella. Heynes, quien había tomado los cubiertos por segunda vez, volvió a dejarlos en la mesa con expresión neutral.

—Soy un hombre de ciencia, señorita Lestrange, usted lo ha dicho. No puedo decir que crea en fantasmas, pero he aprendido a no descartar lo que no puedo explicar. Hay cosas en este hospital que desafían cierta lógica, pero al final del día, mi trabajo es salvar vidas, no especular sobre lo que pueda estar o no escondido tras los rincones oscuros de Ashgrove.

—Eso tiene sentido. Y supongo que, como jefe de cirugías, ha visto más que la mayoría de este lugar.

—He visto lo suficiente como para saber que Ashgrove es un lugar peculiar —dijo Heynes. Sus palabras cargaban un subtexto que Madison no supo definir, al menos de momento. No sabía si la estaba advirtiendo de algo, o si solo quería intimidarla como parte de una broma interna—. Pero es esa peculiaridad lo que lo convierte en un lugar único. Las reformas que usted supervisará podrán cambiar algunas cosas, modernizarlo, es cierto. Pero hay aspectos de este hospital que no se pueden modificar, no importa cuantas capas de pintura use o cuantos nuevos sectores se construyan.

Madison sintió que la conversación estaba bordeando un terreno más profundo, algo que aún no lograba comprender del todo.

—¿Hay algo en particular de lo que deba estar al tanto antes que comience el proyecto? —preguntó, directamente.

Heynes la miró con fijeza durante unos instantes, como si estuviera decidiendo cuanto decirle.

—Solo esto, señorita Lestrange: no deje que el hospital la sugestione.



*****



Luego de la cena, el regreso a su habitación fue rápido, acompañada por la doctora Sanders. Sin embargo, el pasillo en penumbras y el constante crujir de las viejas tablas bajo sus pies la hicieron apresurarse un poco más de lo normal. Una vez dentro, cerró la puerta tras de sí y apoyando la espalda para recostarse en ella un momento, tomo una bocanada de aire, intentando calmarse. Las palabras de Heynes habían taladrado en su lado susceptible, removiéndole recuerdos ingratos de tragedia, y lo odió por ello.

Se quitó la ropa, permaneciendo solo en paños menores, y se preparó para dormir, limpiándose el rostro con las toallitas desmaquillantes. En cuanto apagó la luz, se metió a la cama y se arropó hasta el cuello, sintió el cansancio del pesado día sobre sus hombros y casi sin quererlo, el confort inmediato de la comodidad del colchón y las sábanas limpias, comenzaron a adormilarla de inmediato. Aún podía oír la lluvia golpeando contra la ventana, pero dentro de la habitación, todo estaba en perfecta calma.

A pesar del cansancio y del estado de profunda relajación que tenía, el sueño profundo tardó en llegar, haciéndola flotar en una especie de limbo entre el sueño y la vigilia. En la oscuridad de la habitación, los sonidos parecían amplificarse: el murmullo distante de conversaciones apagadas, el crujido del edificio al asentarse, y de vez en cuando, lo que parecía ser un susurro a lo lejos, recorriendo las paredes.

Cuando finalmente pudo cruzar el umbral del sueño profundo, su mente comenzó a llenarse de imágenes vagas, oníricas. Soñó con corredores oscuros que se extendían sin fin, puertas que se abrían lentamente hacia habitaciones vacías y sombras que se movían al borde de su visión. En su sueño, podía sentir que no estaba sola, que había algo allí, observándola en los reflejos de los cristales.

Se despertó varias veces durante la noche con una sensación de inquietud que no lograba definir. Cada vez que lo hacía, la habitación estaba en silencio, la tormenta seguía afuera, y todo parecía normal. Pero cuando volvía a dormirse, aún bajo el sopor del sueño no podía deshacerse de la sensación de que algo en el hospital Ashgrove la estaba vigilando, algo que siempre la había estado esperando, oculto en las sombras. 

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