umbilicus rupestris
Día 9, mes oastog (verano), año 5777.
Ciudad de Yaralu.
Las peores bestias no son los que han perdido el raciocinio. Son las que lo mantienen.
No tenía que preocuparme por él, no era mi lugar. Si se moría no iba a ser mi problema, me darían otro en cuanto hiciera la denuncia. «Aún así, te levantaste», me recordó mi cabeza mientras picaba las hojas que Darau había dejado sobre la mesada. Mi pecho se había cerrado ante la idea de tener que ir a buscar pruebas de que se había escapado, que podría hacer un daño que no logró hacer durante la celebración de Baqaya.
Sí, era eso.
Tenía que ser eso. Cualquier otra cosa eran inventos míos y palabras de los monstruos que seguían a los hombres.
Lo vi de reojo, con las ojeras cada vez más pronunciadas, su cabeza apoyada entre sus brazos, no tan marcados como antes, y recordé dónde lo había encontrado. Quería saber qué hiedras estaba haciendo en la laguna, solo, con un cuenco de comida y durmiendo en medio de las raíces. ¿Acaso la cama que tenía no era suficiente? ¿Estaba con tanta hambre que se escapaba con un cuenco de comida para poder satisfacer aquella necesidad?
Miré el plato que había preparado, tanto o más desastroso que los de Darau, y le llevé uno. Él me regaló una sonrisa de medio lado, murmurando un "gracias" que aceleró mi corazón. Me senté frente a él, contemplando cómo comía con la mirada ida, sus ojos tan opacos que no parecía haber ni siquiera rastro de aquel brillo que había notado en la prisión. Comía en silencio, sin apartar la vista de él, tratando de... «¿De qué?» La respuesta a la pregunta no era una que terminara de hacerme gracia, por lo que hice lo propio y me concentré en terminar mi desayuno. «Tendré que llevarlo al laboratorio, para mantenerlo ocupado», consideré en mi cabeza mientras pasaba rápido unas cuantas hojas. Una voz lejana me decía que era mala idea llevarlo conmigo a aquel sitio que era casi tan sagrado como los Templos, pero quería tenerlo cerca, bajo control.
Y sospechaba que las excursiones a la laguna eran una salida fácil hacia una fuga.
—Ven —le dije cuando terminó de limpiar los platos. Sus ojos se abrieron de par en par, la confusión más que clara en ellos. Mi estómago se retorció ante la facilidad con la que dejaba ver sus emociones, así como parecía saber controlarlas con una mano de hierro. Había notado sus hombros tensos durante los primeros días, tensión que se había ido de un día para otro, al mismo tiempo que me hablaba con cuidado. Caminamos por el sendero que llevaba al laboratorio, donde algunas plantas empezaban a crecer con más y más fuerza.
Dejé que pasara primero, admirando cómo recorría todo con cierta maravilla. Lo vi pasar cerca de las macetas, frenando sus dedos antes de tocar cualquier planta. Sus ojos recorrían los estantes, la mesada y, por último, el libro que tenía abierto en un atril. Dudaba que supiera qué decía allí, pero no pude evitar ponerme nerviosa ante su escrutinio.
—¿Qué decir? —me preguntó, señalando la hoja con un dedo.
—Es una receta —respondí, separándome del marco de la puerta, caminando hacia él—. Solo las mujeres podemos leerla y hacerla.
Me miró con el ceño fruncido antes de volver la vista a la página frente a él. Ahogué la idea de que estuviera queriendo comprender aquello para hacer algo bueno, o quizás para aprender ediano. Mordí mi labio inferior antes de señalar todo el libro y decir la palabra en mi idioma, haciendo que él volviera a regalarme una mirada sorprendida, repitiendo el sonido. Asentí cuando dejó de decir cualquier cosa menos "libro", conteniendo una carcajada.
No tengo idea qué fue lo que me hizo ir enseñándole más y más palabras. Y no fue solo ese día; Darau me continuó señalando distintas cosas, pidiendo que le dijera el nombre y repitiéndolo por lo bajo. Sospechaba que era bueno que apenas saliera de casa, y mejor todavía que no viniera nadie a visitarnos. Sabía que sería un escándalo si alguien se enterara de las idioteces monumentales que estaba haciendo, pero me resultaba difícil decir que no a él. Sus ojos parecían brillar cuando aprendía una palabra, cuando le decía que me gustaba la comida. Era un brillo diferente al que había visto, mucho más tranquilo, no tan imponente.
El siguiente desafío fue verlo sin la barba. Un día simplemente apareció con un cuchillo entre sus dedos y la cara libre de cualquier rastro de vello facial, haciendo que pareciera mucho más joven que hasta entonces. No le dije nada, pero Darau parecía estar aprendiendo a leer no solo ediano –lo cual era más que peligroso– sino que incluso los movimientos más imperceptibles que hacía. Dudaba que mi progenitora fuera capaz de adelantarse a mis estados de ánimo como Darau parecía hacerlo con la misma facilidad con la que hablaba nuestro idioma. A veces erraba por completo, pero rápidamente parecía detectar el error y lo remendaba. En fin, él supo que no me había terminado de convencer el hecho de que se cortara la barba, y no supe qué hacer con eso.
Visité a Kadensa, quien vivía a una buena distancia de mi casa, casi en el centro de la ciudad, donde las casas eran pequeñas y las posibilidades de hacer crecer las plantas eran escasas. Vivía en un modesto departamento con un hombre que debía ser la mitad de su tamaño. No podía evitar comparar mentalmente a todos los hombres con Darau, cómo ellos parecían estar al borde de quebrarse, siempre con los ojos caídos y las manos colgando inertes a los costados de su cuerpo.
—Algún día tengo que ir a tu casa —dijo, sentándose con pesadez en la silla, arrancando un chillido a la madera. El hombre inmediatamente fue a la cocina y le preparó unos bocadillos que Kadensa empezó a devorar de inmediato. A mí me dio un té que estaba mucho más amargo de lo esperado. Hice una mueca, pensando en Darau y su manera de ser, cómo se movía e incluso el que mirara directamente a los ojos cuando quería decir algo.
Si a mí me costaba vivir con él, no quería ni pensar en lo que sería para las otras si alguna vez lo veían. Por eso esbocé una sonrisa y me limité a beber.
—Todavía estoy acomodando algunas cosas, no creo que sea prudente que vengas.
Kadensa hizo un gesto con la mano mientras se llevaba tres bocadillos a la boca. Cada uno debía ser suficiente como para dejarme más que satisfecha, pero mi amiga parecía necesitar varios para poder funcionar. Tomó un sorbo y empezó a contarme sobre el hombre, el cual se encontraba fregando, yendo y viniendo de un lado a otro sin parar. De haber sido mío, quizás le habría dicho que se estase quieto y dejara de hacer ruido.
—Asumo que estás agotada con el amaestramiento del delincuente —dijo Kadensa de repente. Tardé un instante en entender a qué se refería y me sentí incapaz de decirle que, en realidad, Darau estaba siendo... ¿Qué? Siempre parecía estar a punto de escaparse, pero no lo hacía. No entendía nada, pero parecía tener interés en lo que hacía y en hablar nuestro idioma.
«Nada que ver con el hombre tuyo», moría por decir, pero me limité a encogerme de hombros y decir que lo tenía todo bajo control. Kadensa empezó a hablar sobre lo que hacía el hombre bajo su cargo, cómo parecía incapaz de limpiar bien los platos, cocinaba sin saber salar o condimentar correctamente, barría y fregaba a medias, ni qué decir de cuando llegaba la noche.
—Es imposible. No nos perdemos de nada, Morgaine —me dijo, haciendo que mis mejillas se volvieran rojas. Mi pecho se retorcía ante el recuerdo de la cocina de Darau, su falta de modales, la manera en la que no seguía ninguna de las cosas más básicas. Pero jamás había hecho siquiera el intento de ir conmigo al cuarto y dormir.
—¿El dormir?
Kadensa asintió con la cabeza. Por el rabillo del ojo noté que el hombre se ponía a fregar con más fuerza, casi segura de que sus dedos estaban blancos de la fuerza que hacía. Como si mi silencio dijera todo, mi amiga me miró con las cejas alzadas.
—Pensé que, de las dos, serías la más desesperada por deshacerte de ese problema —dijo y casi estaba de acuerdo con ello. Quería terminar con esa parte, pero a la vez...
—De momento estoy ocupada con amansar al forastero —dije en cambio, cuya única reacción de Kadensa fue un asentimiento despacio, sus ojos fijos en la nada, completamente ajena a lo que pasaba por mi cabeza.
Con eso, simplemente me marché de regreso a mi casa, sintiendo que el pecho se me anudaba y una pelota helada iba creciendo en mi interior. Sabía que encontraría a Darau afuera, quizás haciendo uno que otro paseo o viendo a las plantas, o quizás limpiando un poco. Miré la casa, sintiendo que ese nudo iba creciendo con cada momento que pasaba.
Debía ser fácil, nada que no pudiera hacer. Algo recordaba que me había dicho mi progenitora sobre lo que implicaba dormir con un hombre, y cómo hacerlo. Suponía que realmente no era nada complicado, y si Kadensa decía que no había nada de interesante, quizás hasta fuera rápido. Cerré los ojos, respirando hondo, obligándome a mantener la calma mientras salía al jardín, donde no había ni rastro de Darau.
El nudo que sentí antes volvió con todas sus fuerzas.
«Quizás esté en la laguna», me dije, intentando no correr como lo había hecho hoy a la mañana. Era inútil no pensar en el peor de los casos. ¿Y si se hubiera escapado? ¿Y si alguna otra lo hubiera encontrado y ahora estaba bajo su dominio? ¿Y si...?
No estaba en la laguna.
Movía la cabeza en todas las direcciones. Nada.
Corrí hacia mi invernadero, casi rezando para que estuviera allí, que simplemente hubiera decidido pasar tiempo en un sitio apartado. Abrí la puerta de golpe, sintiendo que el miedo se aferraba a mi cuello. Nadie estaba allí.
—Ay, no... No, no, no, no, no... —repetía mientras mis manos empezaban a juntar los ingredientes. Hojas de menta, pelos de lerano, sangre de ventino y unas raíces de ajo. Estaba hecho a medias y definitivamente no iba a ser tan efectiva como una pócima de rastreo propiamente hecha. Mezclé todo en un frasco y tragué el contenido, intentando mantener mi expresión tranquila mientras el sabor pasaba por mi lengua.
Mi cuerpo entero se retorció ante los cambios y el mundo empezó a cambiar. Podía notar el olor de cada cosa a mi alrededor, no veía los colores sino el calor y frío de cada cosa. Dejé el frasco y salí por la puerta, concentrándome en el olor de Darau.
Seguí el rastro, intentando no dejarme llevar por la sensación de pánico cuando el rastro se internó en el bosque, mezclado con otros dos que no reconocía. No tenía idea de cuánto tiempo tenía, sospechaba que iba a ser el suficiente hasta que lo hallara, pero no tenía forma de saberlo. Salté troncos, evité ramas por poco. Siempre hacia adelante.
Estaban yendo hacia el puerto. Mis pies tocaron el camino que conocía bastante bien. Parpadeé, notando que mi vista volvió a ser la de antes y los olores se mezclaban, dándome un ligero dolor de cabeza. Lo ignoré, corriendo hacia la cabellera enrulada que iba hacia el puerto.
Algo se despertó dentro mío. No tengo idea de dónde salió, pero veía todo como si el mundo se moviera a la velocidad de un caracol y yo estaba atrapada. Lo veía corriendo con dos mujeres, una de cabello rubio corto y la otra con una larga cabellera negra. Iban hacia el muelle. La rubia lo sostenía de la mano. No fui yo la que hizo sonar la alarma, sino unos cuantos habitantes que estaban allí y empezaron a llover pociones, creando una inmensa cortina de humo.
Corrí hacia el frente. Temía lo que fueran a hacerle. Sabía lo que iban a hacer si lo reconocían. Apresuré el paso, sintiendo que ardía por dentro, a punto de ir y arrancarle la cabeza a las dos que estaban con él. Vi cómo él trastabillaba cuando un frasco impactó contra su cráneo. «Más rápido», me dije.
Grité que se detuvieran en cuanto mis dedos se cerraron sobre el brazo de Darau. Había sido blanda. Estúpida por no mostrarle cuál era su lugar. Él tenía que saber qué se esperaba de un hombre, tenía que actuar como tal. Bloqueé un frasco que se lanzó y sentí un ligero ardor en los ojos. Grité para que detuvieran el ataque, aunque probablemente ya lo habían hecho. Quité mi brazo del frente, mirando a las guardias que miraban con furia a mi hombre y las otras dos mujeres.
—¿Este hombre está bajo tu cuidado? —preguntó una.
—Me encargaré de que sepa las consecuencias de sus actos —dije, asintiendo con la cabeza. Cirkena bendita, nunca había sentido tanta vergüenza. Intentaba no dejarme acobardar, pero ¿con qué cara podía ver a mis pares y no sentir que había fallado en la parte más simple de todas las tareas? ¿Qué clase de ediana era yo si no podía mantener al hombre que se me había asignado bajo control?
—Entrégalo —negó con la cabeza otra—. Lo prepararemos para el siguiente festival de Baqaya. —Estaba segura de que mi sangre se había congelado momentáneamente ante aquello. Sacudí la cabeza con firmeza.
—Me aseguraré de que no lo vuelva a hacer. —Sabía que estaba rogando, que estaba actuando como una idiota por no entregarlo, pero quería al menos llegar a la ceremonia para que fuera mi abadatun-shensji con toda la regla. Idiota e irracional. Era un hombre, un ser que era incapaz de comprender las cosas más complejas de la existencia. Entendían solamente el dolor y la violencia, nada más.
Al final accedieron y se retiraron. Recién entonces noté que él estaba tironeando de mi mano. Afirmé mi agarre, girando para enfrentarlo. Enterré la sensación de que algo se partía dentro de mí al ver sus ojos abiertos de par en par, la palidez de sus ojos y la forma en que parecía estar mirando en todas las direcciones. Tenía que aprender, y yo había sido blanda, demasiado permisiva.
—Nos vamos a casa —dije entre dientes apretados. ¿Cómo se había atrevido a hacer la estupidez de escaparse?
—No.
—Vamos a casa. —Mis dedos se clavaron en su brazo y lo vi hacer una mueca.
La chica rubia dijo algo a su lado, ganándose mi mirada más venenosa. La otra simplemente miraba, con la indecisión claramente pintada en sus rasgos redondeados. ¿Qué veía él en ellas? Vestían ropas que mostraban cada parte de su cuerpo, seguramente no se tenían respeto a sí mismas y llevaban el cabello suelto, donde cualquiera podría cortarlo y usarlo en su contra.
—Morgaine... quiero irme —gimoteó, dando un tirón a su brazo, pero me negué a soltarlo y volví mi atención a él.
—Vamos a casa —y fue mi sentencia final. Tiré de él, arrastrándolo con toda mi fuerza, sintiendo que estaba bullendo por dentro. Las guardias fueron hacia las otras dos mujeres quienes se quejaban y retorcían. Una sensación de triunfo se apoderó de mí al verlas atrapadas dentro de un carro. La rubia gritaba como si no hubiera un mañana, la otra simplemente se aferraba a los barrotes y parecía estar queriendo salir.
Todo el camino de regreso a casa fue silencioso, pese a que Darau cada tanto intentaba dar tirones, lo cual me hacía enfurecer más y más. Era culpa de él, y solo él.
Entré y le obligué a hacer lo mismo. No dejé que se terminara de acomodar tras un ligero tropiezo y le di una bofetada que le hizo girar la cabeza. Lágrimas caían por mis mejillas, pero no me importaba. Casi lo había perdido porque no le había enseñado nada útil, porque no le había mostrado cuál era su lugar.
—¿Tienes idea de la estupidez que estabas por hacer?
Él me miraba con sus ojos verdes brillando, rojos. Di un paso hacia él, y él retrocedió. «Así debe ser», pensé, ignorando a la vocecita que chillaba de dolor. Estaba por darle una segunda bofetada, pero la bloqueó con su brazo.
—Imbécil, idiota, ¿acaso quieres que te maten? —pregunté, sintiendo que mi garganta se cerraba. Habría sido la prueba definitiva de mi fracaso, la prueba de que no era una ediana como correspondía.
—Morgaine... por favor —murmuró, pero lo silencié con un empujón que lo hizo retroceder otro paso—. Mor...
—No quiero escucharte. ¡Maldita sea, Darau! ¡Compórtate como un hombre y limítate a hacer las cosas que te ordeno! —grité, haciendo que más lágrimas cayeran por mis mejillas. ¿Cómo se lo hacía entender? ¿Tenía que hacer lo que me habían dicho todas mis tutoras? Abrí y cerré mis puños, notando que él miraba con cuidado, retrocediendo cada vez más. Una marca roja se había apoderado de su mejilla—. Compórtate.
Él me miraba con las manos en alto, palmas descubiertas, retrocediendo hasta que su espalda chocó contra la pared. Seguí caminando hasta que mi rostro estuvo a una distancia ínfima de él.
—Morgaine —susurró, su voz amenazando con romperse. Gruñí y lo obligué a bajar su cabeza hasta que mis labios estuvieron sobre los suyos. Eran suaves, pero sabía que no podía distraerme. Sentí que sus manos me apartaban, sus ojos miraban a todos lados menos a mí—. No, por favor.
Tomé su mandíbula entre mis dedos, forzándolo a que me viera a los ojos. Era mío, y solo mío.
—Te dije que te comportaras —gruñí—. He sido permisiva, te dejé actuar a tus anchas, pero hoy te has pasado de la línea.
Dudaba que entendiera algo de lo que estaba diciendo, pero ¿qué importaba? Era un hombre. Ellos no eran quienes pensaban, no eran quienes debían hacer las cosas importantes. No eran más que criaturas a las que debíamos cuidar, velar por su integridad. Volví a unir mis labios con los suyos, ignorando la tensión de su cuerpo, clavando mis uñas sobre su piel.
Esa noche lo llevé a mi habitación, con las cadenas puestas de nuevo. Él seguía forcejeando y yo había dejado en claro lo que iba a pasar si no hacía lo que le decía. Lo vi caminar hacia la cama, obligándolo a recostarse y alzar los brazos sobre su cabeza.
«¿No será mucho?» La pregunta surgió cuando lo vi cerrar los ojos con fuerza, las lágrimas cayendo por su rostro sin parar. Mordí el interior de mi mejilla, atándolo a los postes de la cama. Tenía que hacerlo, era parte de las obligaciones de ambos.
Pero...
Lo dejé ahí, con las cadenas sueltas, y me marché, incapaz de seguir viéndolo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top