ulmaria
8 a de oastog, año 5778.
Marel, Capital Política.
Tienes que saberlo y no olvidarlo nunca: una vez que te ha tocado la muerte, no puedes dejar de verla.
Ciertamente, no esperaba que los bosques del continente fueran tan... Impactantes. Lo sentía en todo mi ser. En Eedu tenía la impresión de que todo era verde, fresco y vital. Supongo que el haber crecido allí, jugar entre los árboles cuando nuestras progenitoras nos dejaban, daba una mejor luz al recuerdo. Solo la memoria de mi hijo parecía darle un tinte mucho más aterrador.
Volviendo al continente; tenía la impresión de que estaba frente a algo mucho más antiguo. Como si caminara sobre alguna criatura más grande que esperaba el momento oportuno para desperezarse. Sinta solía ser la que dirigía el ritmo, Sahisa parecía estar lista para salir corriendo en cualquier momento y, sinceramente, yo estaba igual. Cada vez que veía a un lobo inmenso que caminaba a unos cuantos metros, un gato o incluso una especie de humano con una nariz tan larga que rozaba el suelo, cuyos pasos hacían temblar al suelo, tenía que hacer un esfuerzo inmenso para no trepar al árbol más cercano.
Ya se había vuelto costumbre que cenáramos en el suelo y luego Sinta nos subiera a las ramas más altas. Por las dudas, montábamos guardia. No mentiré, siempre me despertaba con la impresión de que estaba a un movimiento de caerme. O me asaltaban pesadillas donde uno de esos inmensos gatos empezaban a trepar por el tronco y nos convertían en su comida. Según la oucraella, por suerte no teníamos que preocuparnos por las aves, porque estaban más al norte, entre los árboles más grandes y frondosos de Magmel. Una vez le señalé a uno que dormitaba a unos cuantos metros de donde estábamos.
Avanzábamos de a poco, dependiendo de qué tan complicados fueran los seres que se cruzaran en nuestro camino, y de la comida que podíamos conseguir.
En la quinta noche de viaje, después de un día de bastante calor, pese a la densa sombra que nos rodeaba, y con pocas fuentes de agua para tomar, Sinta comentó que quizás deberíamos aprender a usar un cuchillo como arma. No tenía ni idea de cuánta distancia había entre nosotras y el poblado más cercano, considerando que habíamos evitado gran parte de los pueblos al sur de Ventyr, que tampoco eran muchos según Sahisa, bien podría ser más de tres días de viaje.
-Y tú, Sahisa, podrías aprender a usar la bendición -comentó entre mordiscos. La ventina hizo una mueca, contemplando sus ropas ya llenas de barro, sangre de los animales y savia. Tenía el pelo enmarañado y las ropas que utilizaba eran completamente distintas a las que había llevado cuando nos cruzamos. Por insistencia de Sinta, tenía pantalones, botas que le quedaban algo grandes y una camisa. Incluso en ese estado, había notado las miradas de algunos hombres cuando pasábamos cerca.
-Dudo que sea necesario -replicó, ganándose un gruñido frustrado por parte de la oucraella.
-Mira, rastrera...
-No empieces, pajarraca -cortó con un siseo peligroso. Durante un instante, sus rasgos se volvieron más filosos y me pareció ver que los costados de su boca se estiraban. Similar a la mujer de escamas doradas-. No tengo ganas de convertirme en uno de ellos -dijo, haciendo un gesto hacia el bosque.
-Si le tienes miedo a tu propia sombra -masculló Sinta-, vas a terminar bajo tierra antes de tiempo.
Pasé la mirada de una a la otra, terminando de sacar cualquier rastro de carne que hubiera en el hueso. En cuanto consideré que ya era suficiente, lo lancé junto con los otros que había junto al fuego.
-¿Por qué habría de convertirse en una de esas cosas?
-Los anánimos son seres castigados por los dioses -empezó Sahisa, sin apartar la mirada de Sinta, con una voz mucho más firme de lo usual-. Querer ser como los dioses es no saber cuál es tu lugar.
-Ay, por favor -bufó la otra-. Estamos al borde de la muerte solo por estar aquí, con un maldito fuego encendido -señaló. Sus ojos se veían mucho más brillantes en ese momento-. No te estoy diciendo que tomes cenizas...
--Y nadie más que los monjes elegidos debería hacerlo.
-Pero -cortó Sinta con la mandíbula apretada-, lo de la cueva fue el calentamiento, Sahisa. -Se tomó un momento para dejar que la otra replicara-. He viajado por Magmel, al menos parte, créeme: lo vas a necesitar.
Sahisa no dijo nada más por el resto de la noche, limitándose a terminar su comida y luego trepar al árbol sin dificultad. Yo me quedé con Sinta un momento más, apagando los restos del fuego antes de que me ayudara a subir. Normalmente la silenciosa era yo, dejando que ella hiciera toda la charla para llenar el vacío, pero, por algún motivo que se me escapaba, consideré ser yo quién hiciera algo esa noche.
-Si es tan peligroso transformarse -empecé y tuve que frenar la réplica que estaba empezando a salir de la boca de ella-, ¿por qué tú lo haces?
Guardó silencio por un buen rato antes de soltar un suspiro. El bosque estaba más o menos en silencio, con el sonido de los grillos, quizás algún aullido a lo lejos o la impresión de que la tierra se sacudía un poco más. Fuera de eso, no había nada que opacara las palabras de la muchacha.
-Porque es una forma de seguir viva -empezó, acomodando las bolsas de viaje que teníamos que subir-. Desde chica que he disfrutado de transformarme -sus ojos ya no tan brillantes como antes, aunque podía distinguir un leve resplandor de sus pupilas-, y, cuando empecé a viajar, era una forma más segura, además de rápida, de llegar a destino.
No dije nada después de esa declaración porque no había nada que decir y porque ella se transformó, dando por terminada la conversación. Me acomodé a un costado, con los brazos levantados, permitiendo que me alzara, junto con los bolsos. Sahisa ya estaba terminando de acomodarse en una de las ramas cuando bajé, atrapando los bolsos y aferrándome con toda la fuerza que era capaz. Como ya se hacía costumbre, la oucraella se marchó hasta otra rama, acomodándose entre ellas y montando la primera guardia.
Con algo de dificultad, empecé a sacar la improvisada bolsa de dormir de Oucraella, una tela tejida que se aferraba a la rama, dejando un poco de espacio, pero no tanto como para convertirme en un blanco fácil. Pese a que ya estaba volviéndose más fácil saber cómo asegurar mi lecho, todavía tenía la impresión de que estaba a un instante de caer al vacío. Tampoco ayudaba que tuviera que tirarme un poco hacia el costado para poder entrar. Varias veces tenía la impresión de que el estómago quedaba en la rama y mi cuerpo seguía directo hacia el suelo; lo peor era cuando despertaba de costado, encontrándome con el vacío que estaba a un simple movimiento.
Estaba intentando no pensar en eso, sin éxito, cuando noté que Sahisa contemplaba a la nada. Apenas había dicho algo en contra de todo aquel viaje, quizás comentando alguna que otra cosa que no le parecía correcto, quizás un poco de información sobre el lugar que parábamos, aunque nada se había acercado a su conversación con Sinta antes. Consideré el ir a hablarle, pero desconocía si tenía ganas de decir algo al respecto y yo no iba a resolver nada por tocar un tema que definitivamente se escapaba de mi capacidad.
Soñé con un sitio oscuro y helado, recordaba perfectamente el eco de unas gotas de agua que resonaban en cavernas donde no podía ver más allá de mi propia nariz. Tenía la vaga impresión de que algo más se movía a mi alrededor, pero cualquier saber se marchó cuando abrí los ojos, sacudida por Sinta. Agradecida por tener que permanecer despierta, me acomodé contra el tronco del árbol y contemplé los alrededores. Solía cerrar los ojos, dirigiendo mi atención a cada parte de mi ser, buscando de nuevo esa... sed que parecía despertar con la tierra.
Obviamente, terminaba en nada, por mucho que quisiera enfocarme en ello. Temblaba ante la posibilidad de que la próxima vez fuera a tomarme por completo, que no quedara ni siquiera una sombra de mí, algo que me permitiera al menos verlo. «¿Y luego qué?»
No tenía idea si él podría soportar mi presencia cerca, por eso se había marchado, ¿no? Sino, habría estado conmigo hasta... «Pero tampoco le dijiste sobre el embarazo». Y caí en el espiral de siempre.
Desperté a Sahisa cuando estaba por despuntar el alba. Debí haberlo hecho mucho antes, pero el irme a dormir en esas condiciones sonaba a una promesa que no quería cumplir. Cualquier sueño con ellos terminaba en una oscuridad que se metía como agua dentro de mí, quemando todo y dejando solo mis huesos. A veces tenía la impresión de que eran manos, otras patas de araña, pero siempre me arrastraban hacia abajo, bien abajo, donde el sol no apareciera jamás.
Comí el desayuno con lo último que me quedaba de conciencia, sabía que había dormitado un poco en el pequeño vuelo que nos dio Cinta al descender, ya con los primeros rayos atravesando algunos troncos del este. Avanzaba con los ojos a medio cerrar, incapaz de formular un solo pensamiento coherente, ni siquiera dar un paso era posible. Debí de caer en algún momento, porque me pareció notar algo que me daba contra el costado y luego la cabeza.
Estoy en una madriguera, no, una caverna enorme y antigua, con estalactitas y estalagmitas que reflejan una luz verdosa. Avanzo con mis pies descalzos, apenas consciente del frío que me recorre los brazos. Mi cuerpo entero se siente pesado, no por el cansancio, sino por el aire mismo. Es denso, como nunca lo había notado, y tiene un olor a antiguo que me hace abrazarme con más fuerza.
Llego a una apertura que da a un trono colosal, cubierto de pieles y enredaderas, huesos se mezclan con troncos, llamas verdes arden a los costados del camino.
-Parece que es el mejor momento para hablar, ¿no te parece? -dice una voz a mis espaldas. Sobresaltada, giro, encontrándome con una mujer que supera incluso a los seres de nariz larga que había visto, dos de sus cuatro brazos están cruzados, los otros, más parecidos a garras, caen sin preocupación a los costados. Me aparto, dejándola pasar, sin saber qué decir al respecto-. Has estado llamando a gritos, y ahora te mantienes callada, ¿eh?
Mi garganta se siente seca, la mente la tengo en blanco.
La mujer suelta una risa mientras camina hacia el trono, sentándose con la misma tranquilidad con la que habla. Cabello de todos los colores cae en pesadas trenzas sobre sus hombros, la diadema de vides y huesos brilla bajo la luz que ilumina su sitio. No puedo evitar caer de rodillas cuando caigo en la cuenta de quién es.
-Señora de la Naturaleza -murmuro, y es todo lo que puedo decir.
-Uhm, parece que no has perdido del todo los modales -comenta y yo no sé qué responder, tampoco hace falta que lo haga-. Me temo que lo que quieres es algo complicado, pequeña. -No tengo idea de qué se supone que estoy pidiendo, por más de que mi cabeza y pecho saben muy bien de qué habla-. Las cosas están hechas para que funcionen, no puedo darte lo que tiene que renovarse.
--Por favor, ha sido...
--¿Injusto? -pregunta, arqueando una ceja y a su lado surge una fuente de comida que jamás vi-. Eso dicen los que no saben ver más allá de sus narices -comenta y mi cuerpo se congela ante las palabras. Una sonrisa afilada aparece en sus rasgos mientras devora lo que parece una uva-. Lo sabes muy bien, por lo menos tienes algo de conciencia.
--¿Cómo no tenerla, mi Señora? Las marcas las puse y lo que se me prometió no es lo que deseo --digo, haciendo que la mujer se recline hacia el frente, sin dejar de sonreír.
--Lo que te prometí es lo que te prometí, Aaren. Jamás te he faltado, ¿o lo he hecho? -Niego con la cabeza, aunque no sé de qué habla-. Ve al sur, luego veremos si eres capaz de seguir en tu senda.
Y con esas palabras resonando en mi mente, desperté. Mi vista apenas podía enfocarse en el mundo, todo era un borrón, sentía que mi cuerpo estaba quieto, en espera. Intenté moverme, y fue como si todo mi cuerpo entrara en combustión. No pude contener el sollozo, sobrecogida por la impresión de que todo mi cuerpo estaba siendo atravesado por miles de espinas, con brasas que me recorrían desde lo más profundo de mi estómago hasta incluso más allá de mi propio cuerpo.
Escuché una voz suave a lo lejos y fue como si todo mi ser se volviera a calmar. Giré la cabeza, encontrándome con un hombre de mediana edad, ojos dorados y una sonrisa agradable. Me sentí tensa al instante, repentinamente consciente de las ataduras que me impedían salir de la cama.
-Tranquila -susurró, de nuevo con esa voz asquerosamente dulce que me hacía querer vomitar-. Bebe.
Apenas probé un sorbo antes de escupirlo todo. Ni me molesté en no hacerlo sobre sus ropas costosas.
-Si vas a darme una de esas mierdas, hazla bien -gruñí y mi garganta me empezó a doler. Él me miró con las cejas alzadas antes de soltar una carcajada.
-Déjame adivinar: bruja, ¿a que sí?
Estaba por decirle que no era de su puta incumbencia, cuando la puerta del cuarto se abrió, dejando a la vista a Sinta y Sahisa. En cuanto me vieron, ambas parecieron soltar un suspiro de alivio. Como si notara algo en los gestos de ellas, el hombre se marchó de la habitación cerrando la puerta a sus espaldas. No hacía falta que dijera que no me agradaba él, pese a que las dos mujeres parecían tener suficiente confianza en ese sujeto como para haber acudido a su ayuda.
Sinta comentó algo de ser un hombre muy conocido, capaz de cualquier cosa. Sahisa añadió algo sobre que era parte de una raza que había caído en la extinción hacía medio siglo. Me importaba poco, por supuesto, nadie que diera una mezcla de raíces de mandrágora y extracto de cicuta como remedio podría entrar en mi lista de "gente pasable".
Había estado un día y medio inconsciente; tanto Sinta como Sahisa se habían quedado en la casa, ayudando con las tareas más básicas para poder costear parte del alojamiento y mi cuidado. Estuve unas horas algo incapacitada para caminar, pero, en cuanto logré recuperar mis piernas, convencí a ambas para que fuéramos a dar un paseo por la ciudad. Cualquier cosa menos quedarme en el territorio de aquel hombre.
No sé qué esperaba cuando me habían mencionado a la Capital Política, quizás algo como Muqadesón, donde todo era mucho más organizado y elegante. Allí todo era de piedra, con estatuas de hombres que blandían lanzas hacia el cielo, calles adoquinadas y demasiada gente que caminaba de un lado a otro con ropas de todos los tipos. Las más escandalosas iban con vestidos que no cubrían más allá de lo justo y necesario, pero con cada paso que daban, dejaban algo más a la vista. Luego estaban las que caminaban como si quisieran hacer retumbar la tierra, mirando a todos con el mentón elevado y enseñando los dientes. Muy parecidas estaban otras, pero tenían un andar más sofisticado; pero no tanto como las oucraellas (me lo señaló Sinta, sino para mí eran otro grupo del montón), quienes iban con joyas brillantes y vestidos que se veían demasiado delicados como para que fueran cómodos. Esas parecían estar oliendo el aire al caminar.
Todo allí me resultaba rígido, casi asfixiante. Sí, había plantas que crecían a los pies de un poste, o desde alguna ventana, pero no daba vida al lugar. Lo más impactante, y la razón por la que también llamaban a ese lugar la Ciudad del Consejo Nacional, era el edificio del que parecía brotar todo. Por supuesto que era del material grisáceo, con las mismas columnas arqueadas que parecían querer imitar a los árboles (sin éxito), con enormes ventanales de colores que hacían la forma de una mujer con cuatro brazos delicados que parecía estar en medio de una danza. Había unas dieciocho ventanas de colores más, pero no tuve tiempo para poder admirarlas.
-Y allí es donde se deciden las cosas aburridas -comentó Sinta, casi bailando sobre la punta de sus pies.
-Importantes, querrás decir.
-Son la misma cosa -respondió la oucraella, rodando los ojos. Sahisa negó con la cabeza, murmurando algo en su ventino cerrado que me resultó imposible de comprender exactamente, pero me hacía una idea de qué había querido decir-. Podríamos aprovechar para buscar a tu esposo, ¿qué te parece, Morga?
La miré con las cejas alzadas, sintiendo que los nervios me invadían de repente. ¿Cuántas probabilidades había de que me lo cruzara en aquel sitio? Que Darau también estuviera allí. ¿Alguien lo conocería? Me mordí el interior de la mejilla, respirando hondo. Era mejor investigar en ese sitio, donde la gente parecía caminar constantemente, incapaces de sentarse, antes que seguir yendo hacia la nada misma.
Mis compañeras de viaje eran las que hacían todas las preguntas, especialmente después de que hubiera intentado cuatro veces y la única respuesta que había obtenido era una mirada de terror y pasos apresurados, como si tuviera a la peor de las pestes encima. Así que, a la quinta mujer que salió corriendo, me senté en la fuente que había frente al edificio, conteniendo las lágrimas como podía. Tenía la impresión de que el mundo se había vuelto el quíntuple de grande.
-Te digo que era un sueño -oí que decían unas chicas que pasaban cerca-. Dijo mi primo que escuchó que estaba yendo hacia Lerán.
Como una planta sedienta, me quedé en el lugar, escuchando cada palabra como si fueran las primeras gotas de lluvia. Por el rabillo del ojo distinguir a las mujeres que hablaban, de rasgos demasiado finos, sonrisas amplias y cabellos con adornos de oro que hacían casi imposible el ignorarlas.
-Uh, ¿tenía que irse con los sarnosos? -decía la otra, con una mueca de asco-. Quizás tengamos suerte y pase por Beäte. ¿Estará soltero?
-Dicen que se marchó solo de Oucraella, pero que tuvo sus noches con una de las nobles -dijo la primera justo cuando pasaban frente a mí. No levanté la cabeza, tratando de que no se percataran de que las estaba escuchando-. Me imagino que habrá sido tan fea como esa de ahí. Sin pelo, seguro que es de esa isla de mierda.
Ahí ya no pude evitar reaccionar. Me puse de pie, con las manos apretadas a los costados, lista para ir y decirles qué pensaba al respecto, cuando la mano de Sahisa se cerró con fuerza sobre mi hombro. Volteé a verla, encontrándome con una expresión vacía y serena.
-No te conocen, y hablan de lo que saben -murmuró.
-Claro, porque esas infelices pueden opinar de mí gente...
-¿Y qué tanto de los rumores son mentira? -cortó, mirándome a los ojos. Ella me había hecho algunas preguntas durante las noches, cuando ninguna podía dormir, así como me había contado los rumores que circulaban sobre las eduanas. Apreté los labios y me solté de su agarre, incapaz de dar la respuesta que quería.
No regresamos a la casa del hombre después de ese día, en parte porque insistí en que no me quería quedar en aquel sitio, y porque toda entrada estaba cerrada a cal y canto. Así que terminamos vagando un tiempo más por la ciudad. De noche se veía mucho más fría que durante las horas de luz; los edificios proyectaban siluetas que se movían como la niebla, las pocas luces que habían no alumbraban del todo y, si bien estábamos en pleno verano, había un viento frío que venía de las montañas Tao.
Terminamos parando en una casa cerca de las afueras que se veía a punto de caer en pedazos, incluso me pareció escuchar el correteo y chillidos de ratas. Era un sitio que realmente invitaba a dar media vuelta y seguir buscando, pero Sinta insistió que nos quedáramos allí, porque si había un lugar mejor, ya estaba ocupado. Así como cuando estuve recuperándome de la persecución de los Burung Hantu, la oucraella ya se había encargado de conseguirnos comida y, esta vez, parecía que Sahisa la había ayudado.
Cenamos un poco de pan duro con queso seco, quedando en que yo haría la primera guardia. Aproveché para subir al segundo piso, que no estaba mucho mejor que la parte de abajo, y contemplé al exterior. Repetía las palabras de las mujeres del mercado, preguntándome si, de casualidad, sería Darau quien protagonizaba aquellos rumores. Bien podría no serlo, pero la idea me hacía, por lo menos esas primeras noches en la Ciudad del Concilio, a tener un poco más de esperanza.
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