Tulipán
Día 25 de oastog a día 8 de tepsemireb, año 5777.
Isla de Eedu, Ciudad de Yaralu.
La sangre pasa de un padre a un hijo, y se mezcla con la de la madre. Ahora, siempre hay uno que llama más que el otro.
Empecé a llevar a Darau conmigo a casi todos lados los cinco días siguientes. Algo en su manera de verme, como si estuviera a punto de arrancarle la cabeza, hacía que me encogiera. Podía ver que era un hombre capaz de levantar bastante, y casi me molestaba tener que sacarlo con tan poca ropa, haciendo que varias se volvieran hacia nosotros, mirándolo a él.
No hablábamos fuera de la casa, él por temor y yo porque no debía. Se suponía que las cosas que él debía saber era cuándo tenía hambre, cuándo necesitaba que moviera algo pesado, cuándo tenía que ir conmigo al dormitorio y quizás llevar mis compras. Sin embargo, encontraba fascinante la manera en la que parecía estar absorbiendo el eduino, como si fuera agua y él una raíz de una planta. Al salir tenía una mirada que me hacía sentir escalofríos por dentro, siempre viendo incluso a los rincones, atento a cada cambio, por mínimo que fuera, y su espalda parecía enderezarse de inmediato.
Kadensa ya me había dicho que estaba siendo algo suave con él, pero no podía volver a ver aquella expresión de pánico. No en él. No cuando al verme sus ojos se endurecían y empezaban a buscar por todos lados una escapatoria, como si fuera la muerte misma. Parte de mí se preguntaba si no había ido demasiado lejos al poner un conjuro que lo mantuviera dentro de la casa, otra parte, la más lógica, le señalaba todas las veces que él parecía estar a punto de salir corriendo.
Lo quería para mí, nadie más.
—¿Morgaine? —me susurró, casi tan bajo que estuve segura de que había sido imaginación mía. Me volví a mirarlo, y él mantenía la mirada baja, como si fuera un hombre criado aquí, en Eedu. «No es tan...», corté el pensamiento de inmediato. Nada bueno podía salir de allí. Volví la vista al frente, donde la vendedora me miraba con una ceja arqueada, mirando peligrosamente a Darau.
Enderecé la espalda, centrándome en lo que tenía que hacer, sacando el papel que me habían dado para los ingredientes la semana pasada. Le dije lo que necesitaba y ella simplemente asintió, dando una última mirada molesta hacia Darau antes de desaparecer en la trastienda. No hacía falta que dijera nada, él tenía la mandíbula apretada y miraba en cualquier dirección menos arriba. Resultaba disonante verlo así, completamente fuera de lugar.
«Es un hombre», me repitió mi cabeza, con el tono más obvio y escandalizado que podía pensar. Regresé a la vendedora justo a tiempo para tomar los ingredientes y marcharnos.
—Gracias —murmuré. La palabra se escapó de mis labios casi de inmediato, haciendo que mis mejillas se colorearan y, por suerte, podía culpar al calor por ello. Él me miró de reojo, confundido, sin decir nada, pero podía ver la pregunta en sus ojos—. No... Es... Olvídalo.
Algo de todo mi balbuceo sin sentido le hizo gracia, y sus labios, de nuevo con un poco de barba encima, apenas se movieron hacia arriba, en una sonrisa suave que era imposible de ver si no sabías dónde buscarla. Cargaba con un par de cajas, en sus brazos, pero no parecía estar sufriendo de la misma forma en la que otros hombres lo hacían. Miré de reojo a un par, los cuales observaban con ojos abiertos hacia nosotros; en cuanto notaron que estaba prestándoles atención, volvieron a lo que sea que estaban haciendo.
Una vez dentro de la casa, Darau dejó las compras en la mesa, soltando un bufido y un gemido de cansancio. Movió los hombros y el cuello, como si así pudiera liberar algo de tensión, marcando todos y cada uno de los músculos que tenía. Me di una cachetada mental cuando me noté estudiando la peculiar forma en la que todo en él parecía estar... ¿refinado?
Prácticamente corrí al invernadero para poder tener algo de distancia entre él y yo. Estaba segura de que no debía estar haciendo nada de lo que estaba pasando, no tenía que sentir nada al ver a un hombre. Mis manos temblaban mientras machacaba unas hojas de belladona, viendo reojo a la sangre sembeina que hervía con un poco de agua.
—La sangre de los habitantes de Sembei es útil para poder tener más fuerza, sus símbolos son la tierra en un pilar —recordé que decía una profesora en una clase. Mordí mi labio inferior mientras soltaba un suspiro y me dirigía hacia una esquina de mi mesa, tomando el polvo de hierro, y lo empecé a mezclar con un poco de savia de roble, las hojas de belladona que había estado triturando, vertiendo todo en agua.
Revolví un poco y dejé la mezcla reposar, dejándola de nuevo a un costado. Pese a que estaba obligándome a concentrarme en la tarea y en todo lo demás, apagando la piedra que calentaba a la sangre hervida, y dejando el frasco lejos del calor, Darau seguía dando vueltas en mi cabeza. Apoyé ambas manos sobre la mesada, masajeando mis ojos, respirando hondo.
Estaba mal. Demasiado, no podía haber forma de que fuera correcto.
Lo peor era que no podía decírselo a nadie. Kadensa me miraría con horror, mi progenitora haría una mueca de desaprobación y definitivamente no podía hablarlo con él. Si yo no tenía idea de qué era lo que pasaba en mi propio cuerpo, ¿qué iba a saber un hombre?
Tenía que arreglarlo por mi cuenta y rápido. No ayudaba que en un par de meses me harían preguntas si Darau servía como un buen hombre, y si estaba intentando tener una hija. Tragué saliva, respirando hondo. «Todavía no», pensé, sintiendo que el estómago se me retorcía y se me formaba una pelota helada en el pecho. Kadensa me había dado una idea de cómo era, y mi progenitora definitivamente me había dicho lo mínimo y necesario para que supiera que no era algo muy alegre.
Mezclé con más fuerza de la necesaria, como si así pudiera bajar algo del calor de mis mejillas o siquiera dejar de preguntarme si Darau tenía alguna idea de lo que implicaba el proceso. Quizás afuera eran un poco más brutos o tenían otras maneras de relacionarse.
—En el continente los hombres se creen capaces de ir a la par con las mujeres. No saben cuál es su lugar —decía una profesora que contaba un poco de historia universal. Si me guiaba por lo que me habían dicho, el joven que tenía en mi casa era cualquier cosa menos... Sacudí la cabeza, centrándome de nuevo.
Así fue el resto del día. Cada tanto lograba apartar la idea de Darau, concentrándome en las recetas que debía ir cocinando para la siguiente ceremonia en un par de meses. La misma donde debía decidir si Darau valía o no la pena.
El pensamiento me dejó mirando largo y tendido el techo de mi habitación, en medio de la cama donde lo había atado. Mis ojos iban por las vetas de la madera, más imaginarias que visibles a esa hora, pero todo lo que veía eran los ojos de él brillando como luceros bajo la prisión, su sonrisa y la manera en la que solía desenvolverse. Cada vez costaba más verlo sin sentir que mis mejillas ardían.
Y, para peor, por mucho que quisiera disciplinarlo, ser tan firme como Kadensa y mi progenitora me habían enseñado a ser, no podía. Era difícil el imponerme cuando el recuerdo de sus ojos abiertos de par en par y el temblor de su cuerpo, rehuyendo de mí como una rata, como lo harían todos los hombres, resultaba doloroso. Solté un ligero gemido, sujetándome el estómago al reconocer el tirón interno. Con suerte, podría pedirle a Darau que me trajera un tónico para el sangrado y dejaría de dolerme en la mañana. Lo escuché pasar cerca del amanecer, y lo llamé.
—¿Qué nece...? ¡Mounon! ¿Estás bien? —preguntó al entrar, mirándome con los ojos abiertos de par en par. Mis mejillas empezaron a arder al pensar en que probablemente había una mancha roja en las sábanas.
—Hay un tónico en el invernadero. Es de color rojo oscuro —logré decir, encogiéndome un poco más ante el dolor. Darau me miraba atentamente antes de asentir una vez y salió disparado del cuarto. No tenía idea cuánto tiempo tardó, pero regresó con el tónico que le había dicho y parecía estar un poco más tranquilo que antes.
Tomé el contenido del frasco casi de un solo trago, haciendo una mueca ante el gusto. «Podría buscar una hierba saborizante que no altere las propiedades», pensé mientras dejaba el frasco y me hacía una bolita en la cama. Darau me miraba a un costado y parecía estar dudando qué hacer a continuación.
—¿Quieres que...? ¿Hay algo que pueda hacer?
Negué con la cabeza, volviendo a mirar al frente, incapaz de sostener la mirada sin que mis mejillas empezaran a arder y el corazón se me retorciera de maneras extrañas. Él me contempló por un rato más antes de decirme que iría a desayunar y limpiar lo que hiciera falta.
—¿Crees estar mejor para mediodía? —preguntó en eduanio. Asentí con la cabeza, ignorando por completo la sensación que se estaba extendiendo por mi pecho. No esperé a que salga, simplemente me acosté de lado y me dormí, esperando a que el tónico hiciera efecto.
El sol entraba a raudales por la ventana y Darau estaba asomándose por la puerta cuando volví a despertar. Tenía un ligero rubor en las mejillas, su mirada pasaba de mi persona al resto de la habitación. Poco a poco me fui desarmando de la bola en la que me había convertido y él se asomó del todo, aclarándose la garganta y pasando el peso de un pie al otro. Me preguntó si iba a bajar a almorzar. En cuanto le dije que iría ni bien me encargara de limpiar las sábanas, él volvió a asentir, dudando como si quisiera decir algo que nunca dijo y se marchó.
Mientras limpiaba la sangre, teniendo cuidado de que no quedara siquiera una gota allí o en mis ropas, incluso en mi piel. Llevé todo abajo, entregándole las sábanas a Darau en cuanto puse un pie en la planta baja, diciéndole que las colgara cerca del invernadero, luego me encargaría de purificarlas.
—¿De qué? Es sangre —escuché que mascullaba mientras salía. Me mordí el labio inferior, soltando un suspiro a la vez que negaba con la cabeza, incapaz de comprender lo que implicaban sus palabras. «Es un hombre, Morgaine, no entienden de cosas complejas», me repetía una parte de mí, una que sabía que debía de darle un castigo por preguntar, por dirigirme la palabra cuando no debía, por actuar por su cuenta.
Pero me encontraba incapaz de volver a tenerlo corriendo por todos lados, ocultándose en cada rincón y evitándome como si fuera las raíces de Baqaya. Pasé el bocado de comida con un poco de agua, sintiendo que se me había secado la garganta ante la idea de entregarlo, de que estuviera allí y que su sangre marcara a otras eduanas como iniciadas.
Así estuve por unos tres días, hasta que dejé de tener mi sangrado y volví a recuperar la compostura. Para el segundo día, Darau ya se había ofrecido a lavar él las sábanas mientras yo me ocupaba de la ropa y mi propia higiene. Tuve que morderme la lengua para no decirle que no podía permitir tal sacrilegio. Era mí sangre, mi debilidad, la que estaba en juego. Y sospechaba que si abría la boca para explicarle cómo funcionaba la sangre, quizás empezaría a comprender cómo era que funcionaban los conjuros y el hecho de que tanto él como los otros hombres y los prisioneros o condenados tenían su cabello casi intacto.
No era una charla que quisiera tener.
Al cuarto día fui a visitar a Kadensa, quien me miraba con una ceja arqueada cuando no empecé a despotricar contra Darau ni bien ella terminó de quejarse de su hombre. Lo miraba de reojo, probablemente atento a cada palabra que mi amiga decía. ¿Se sentiría al borde de un acantilado al saber que su destino bien podría ser el vientre de Baqaya? ¿Sentiría algo como Darau cuando nos miraba?
Esperé a que se fuera a otra habitación antes de sacar el tema.
—¿Cómo es tu hombre? —pregunté por lo bajo.
—Ya te dije, es torpe y de milagro sabe que tiene que llevar su entrepierna tapada —bufó Kadensa, sus mejillas cada vez más pronunciadas y su cuerpo más y más voluptuoso. Asentí, perdida en mis pensamientos—. El tuyo debe ser un descontrol monumental. ¿No es así? Seguro que no es capaz de hacer bien la actividad del cuarto. ¿Te quiere tocar o hacer algo?
Por suerte no estaba comiendo ni bebiendo nada en ese momento, segura de que lo habría escupido.
—No he hecho nada de eso.
—Eras la que más sabía el tema y la que menos tapujos presentaba ante al asunto —me señaló ella, haciendo que mis mejillas se volvieran más oscuras. ¿Cómo le explicaba que era distinto? Me remojé los labios, tratando de no pensar en Darau debajo mío, preguntándome cómo lo harían en el continente. «¿Lo habrá hecho ya?» Pensar en ello me hizo querer apretar la taza con demasiada fuerza.
—Parece que el tener a un extranjero bajo tu cuidado cambia un poco el panorama —respondí, intentando mantener mi expresión tranquila y la voz firme. Kadensa me miró con una ceja arqueada—. Acabo de terminar mi sangrado, no estoy en el mejor de los humores.
Eso pareció tranquilizarla.
Pero la excusa no sirvió con mi progenitora cuando la fui a visitar al día siguiente.
—No te crié para que estés dudando al momento de tener a un hombre —gruñó, sin importarle que su hombre la miraba disimuladamente, y me dirigía una mirada fugaz antes de seguir con sus tareas.
—Pero...
—Sin peros Morgaine, eres una eduana iniciada, a nada de ser una adulta por completo. O haces lo que te corresponde o vuelves a los estudios básicos —dijo, con la voz tan firme que me sentí retroceder en el tiempo.
Darau, por alguna razón que se escapaba a mi comprensión, parecía saber de antemano cuándo iba a volver alterada y cuándo no, como si poseyera un sexto sentido. No me evitó, pero definitivamente hizo todo lo posible para no estar en donde no debía, me dejó la comida incluso más temprano de lo usual, comiendo él mucho más tarde y limpiando hasta los suelos. Esos dos días seguidos estuvo así, dejándome algunas comidas que él empezaba a dominar cada vez mejor, ni qué decir del eduanio, que parecía un cántico en su manera de hablarlo, por más de que seguía teniendo uno que otro error al pronunciar y conjugar.
Me mordí el labio inferior, sabiendo de que estaba haciéndome la idiota. Seguramente a él le preguntarían si había cumplido con todas sus funciones, a mí me preguntarían por qué no estaba embarazada o algo por el estilo. Y ni qué decir cuando hiciera el rito final, marcándolo como mío.
Ahí directamente no habrían excusas ni manera de evitarlo.
Respiré hondo, intentando pensar en todas las razones por las que podría salir mal, por las que estaba pateando la situación.
«Porque es él».
Cerré los ojos, preguntándome cómo sería. No solo cuando no hiciera, sino la vida de la que él provenía, ¿serían tan brutos como lo describían mis profesoras? ¿O era una excepción a la regla? ¿Tendría a alguien esperándolo? ¿Y si estaba haciendo algo que solo me demostraría que era exactamente lo que era? Por primera vez en todo ese tiempo me encontré deseando que Darau fuera como el hombre de mi madre, o el de Kadensa, que hubiera nacido aquí, bajo nuestras costumbres, con nuestras reglas. Habría sido tan fácil no sentir todo esto, no me habría hecho las preguntas que estaban pasando por mi cabeza en ese momento.
Estaba segura de ello.
Aún así, verlo como cualquier otro... ¿habría sido como era ahora? No habría caminado erguido, no habría tenido los músculos que tenía, y definitivamente no me miraría a los ojos, nunca.
Pero habría sido más fácil. Todo habría sido claro como el agua y seguramente no tendría problemas en hacer la prueba final, comprobar si era o no fértil.
Suspiré, fijando los ojos en el techo, permitiendo que los pensamientos pecaminosos, esos donde la realidad era otra, donde me imaginaba caminando con él de la mano en el continente o él siendo un eduano en lugar de... ¿Qué raza era?
No tenía forma de saber cómo eran los habitantes del continente, ni si había alguna característica que él tuviera en particular de ellos. Hablaba como sembeno, pero seguía teniendo una forma dura de hablar, como si en cualquier momento estuviera por ladrar. Dominaba algo del ventino y el eduino claramente no era su lengua. Solían decir que cada reino del continente tenía los rasgos de su bestia interna a la vista y se comportaban como tales. «Debería preguntarle», me dije, dando vueltas en la cama, incapaz de conciliar el sueño hasta que me obligué a cerrar los ojos, concentrándome en despejar mi mente, pese a que una y otra vez intentaba imaginar a Darau convirtiéndose en un animal.
—¿Qué raza eres? —le pregunté a la mañana siguiente. Él me miró sorprendido por un momento antes de entrecerrar los ojos, como si estuviera calibrando mi persona.
—Eduano, por parte de mi madre —dijo, dejándome helada ante la revelación. Lo miraba de pies a cabeza, intentando comprender... No se parecía en nada a lo que había visto, no había eduano que poseyera aquella definición ni gracia al moverse—. No la conocí, pero mi mamá asegura que tengo todos los rasgos de ella.
Sacudí la cabeza, aclarando mis ideas.
—No hay madres, las madres no existen. Hablas de tu progenitora.
Volvió a mirarme confundido, diciendo que tenía una madre que lo había parido y una mamá que lo había criado. Negué con la cabeza, cada vez más insistentemente. «Es un hombre, ellos tienen que tener a una mujer a la que responder», dijo una parte de mí, haciendo que me pudiera calmar por un momento.
—No, hablo de la que me gestó y la que me encontró casi muerto. Si ellas no son mi madre y mi mamá, no tengo idea qué son —sentenció, volviendo a concentrarse en la comida que terminaba de picar en el plato. Caminé hasta la silla donde solía sentarme, mirándolo con cuidado, ananlizando cada uno de sus movimientos.
—¿Qué quieres decir con eso? Aparte, la progenitora es la que define tu raza.
Darau no contestó en el momento. Nosotras éramos eduanas, porque habíamos sido creadas dentro de una eduana. Simple.
—Tengo una hermana que es mestiza. Mi mamá es sembena y mi papá un tagtiano —fruncí el ceño ante su respuesta, pero él no me miraba. Había un sentimiento que me hacía removerme incómoda en la silla cuando hablaba de esas personas—. No tengo idea qué cosas no puede hacer mi hermana, pero definitivamente no es lo mismo que mi mamá.
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