replanteo
27 de ceberimid a Día de los Rugidos, Erotmont, año 5779.
Magmel, Oucraella, Bangau.
No.
Sentí que me congelaba de a poco, que el pecho se me cerraba como si estuvieran presionando para que mis costillas se unieran. No me atrevía a desviar la mirada del hombre, nada más eché una mirada de reojo al rostro pálido de Morgaine. La había escuchado sollozar a la mañana, murmurando un nombre que se me escapaba, y, en ese momento, casi podía sentir que estaba siendo mi turno de adentrarme en una pesadilla.
«Darau...» No, no, no, me negaba rotundamente a cualquier cosa que tuviera que ver con esa... «Darau», insistió Cire. Sabía hacia dónde cuernos pensaba ir, y no. «No es momento ahora, por favor, escucha». ¿Escuchar qué? Pensaban hacerme exactamente lo mismo que antes, una y otra vez. «No es lo mismo». Era exactamente lo que me habían hecho en Eedu, lo que me había querido hacer Bláth antes.
-Piense en las posibilidades, Terpilih, en lo que podría conseguir teniendo a su hijo en el trono de Oucraella -insistió el hombre. Me importaba menos que nada, pero no me dejó decirlo, simplemente nos despachó, lanzando una mirada venenosa hacia Morgaine. Ni dudé en agarrarla de la cintura y salir con ella del cuarto. Ella me había dejado ir, pese a todo. Ella era quien ahora se quedaba conmigo. Me había elegido, ¿no?
-¿Qué harás? -Parpadee, volteándome a verla. Sus ojos estaban fijos en algún punto del suelo, tenía ambos brazos cruzados alrededor de su estómago-. ¿Realmente lo abandonarás?
Sí. «Piensa un poco antes de responder». Apreté los dientes y respiré hondo. ¿Qué opciones tenía? No podía llevar al niño a Eedu, no si era el heredero al trono, menos aún a Jagne. Quedarme en Oucraella no era una opción. Jamás. «Es nuestro, Darau, también quedó solo». Me sentí helado desde el interior ante aquello. Apreté los labios, incapaz de ver a Morgaine.
-No quiero a Bláth cerca, Mora -susurré, sintiendo que sus ojos empezaban a escudriñar cada gesto que hacía, por mínimo que fuera-. Y el niño... -¿Qué le decía sobre el niño? Negué con la cabeza, soltando un suspiro y empezando a caminar por el pasillo. Morgaine no me siguió, y suponía que era lo mejor.
Salí de la casa y me fui hacia los muros de la ciudad, esquivando la mayor cantidad de gente posible. Subí a la muralla y casi siento que se me caían las lágrimas al reconocer el árbol donde me había sentado con Ilunei. Apoyé mi espalda contra el inmenso tronco, cerrando los ojos y enfocándome en cualquier ruido de mi entorno, desde el bullicio de la ciudad hasta el canto de las aves y el susurrar de las hojas a mi alrededor. Casi podía jurar que veía su silueta que empezaba a condensarse en los rayos de sol.
Tragué saliva a la vez que me perdía en el horizonte, viendo los destellos bailotear. Respiré hondo, sintiendo un lejano olor a sal. No sabía si por mi tiempo en Dusilica o porque, de alguna forma que se me escapaba, llegaba una brisa con el aroma marino. Casi podía escuchar la voz risueña de Ilunei diciendo que se había marchado de su isla para poder ver el mundo.
-Estás causando líos.
Me volteé, encontrándome con Trifhe parado sobre el muro, vestido con ropas cómodas. Apreté los dientes, regresando mi vista al frente. Y, aunque me sacara de mis casillas admitirlo, casi me sentía aliviado de que me hubiera encontrado. «Dau...» No.
-¿Y a tí qué te importa?
No dijo nada, simplemente se acercó a mí, sentándose a una distancia prudencial, mirando al horizonte. Apreté los dientes intentando respirar hondo.
-Estoy contigo -empezó, y me sentí contener el aliento. Sabía muy bien a qué se refería, y, pese a que estaba considerando seriamente intentar empujarlo por el borde, fue un peso menos-. La ira es con Bláth, Darau, no te confundas.
-Pero el niño...
-¿Nos culpas a nosotros por las acciones de mamá?
Bufé.
-Si no fuera de Bláth...
-Habrías reaccionado igual si fuera el de Morgaine en su momento -me cortó, frío y clavando sus ojos en mí. Las mejillas empezaron a arder y aparté la mirada. Quería decirle que no, que habría reaccionado distinto, pero ¿cómo mentirme? Suponía que el que ella no tuviera a su... nuestro hijo vivo (casi me sentí vomitar), influía en la situación. «¿Habría hecho lo mismo con Mora?»
-Es distinto.
-No, no lo es.
-¿Lo cuidarás? -pregunté por lo bajo, sintiendo que me desgarraba por dentro. Trifhe suspiró, apenas acomodándose mejor en su sitio.
-¿Lo dudas?
Si debía sentirme mejor, teniendo la impresión de que estaba siendo una roñosa rata rastrera, pues estaba haciendo un buen trabajo. Cerré los ojos, él se quedaría en Oucraella, él podía hacerse cargo de la situación. Él se quedaría con Bláth, lidiaría con el niño y todos los líos que venían acarreados con ello. Y yo podría irme con Morgaine. Lo dejaría todo atrás. Podía seguir adelante.
Podría, ¿verdad?
Tomé una bocanada de aire, queriendo expandir mis costillas, tratando de que la presión se fuera. Pero seguía sintiendo que se me cerraba, que el aire tenía que luchar para entrar. Tenía que seguir a Eedu, debíamos seguir con Morgaine, dejarlo allí, como lo habíamos acordado. La garganta se me cerró un poco.
-No, no lo dudo -logré decir con un hilo de voz. No me atrevía a verlo a los ojos, sintiendo que estaba a punto de destruirme por completo el pecho-. Cuídate.
Él asintió, pese a que podía ver las palabras a punto de salir de su boca. Por un momento esperé a que las fuera a decir, casi podía sentir que rogaba que las dijera en voz alta, y por eso me levanté y me marché. Se suponía que habíamos tomado la mejor decisión, que esto era lo que queríamos. No podía dar marcha atrás, no ahora. No.
«No podemos...» Sí, podíamos. Las lágrimas estaban a punto de salir a raudales, listas para dejar surcos en mis mejillas, un grito de millones de cuervos a lo lejos. Me di vuelta, rodeando a Trifhe con toda la fuerza que tenía, incapaz de dejar de llorar. El sollozo seguía, los cuervos se removían como locos por todos lados.
Y luego aparecí frente a mi habitación. El mundo volviéndose tan claro como si lo estuviera viendo por primera vez.
-¿Darau? -me llamó Morgaine. Me volteé, encontrando que estaba ya con su bolso de viaje en el hombro, yo tenía mis pertenencias también-. ¿Estás bien?
¿Lo estaba? Había un silencio absoluto dentro mío. El sol empezaba a caer y todo lo que me venía a la cabeza era que tenía que partir pronto. Asentí, sintiendo que el corazón me trepaba por la garganta al avanzar, tomando la mano de Morgaine con fuerza. Teníamos que partir, ¿verdad? Ya era hora de que siguiera hacia Eedu. Podía hacerlo.
-Estás ido -mencionó Morgaine, haciendo que parpadeara, notando el silencio de los alrededores-. ¿Es por lo de la cena? -¿Qué cena? Un frío helado empezó a crecer en mi estómago y terminé por negar con la cabeza, diciendo que era mejor partir cuanto antes. La escuché soltar un suspiro cansado antes de caminar a mi lado-. Darau, entiendo que estés extraño, lo del niño... -Me sentí tensar cada músculo del cuerpo, esperando cualquier cosa-. ¿Qué te pasa?
Abrí y cerré la boca, sin saber qué se suponía que debía decir.
-No sé -logré articular-. Estoy bien.
Morgaine me miró con una ceja arqueada, pero no dijo nada más. Salimos de Istana Terpestona con el sol empezando a caer por el horizonte. El corazón palpitaba con fuerza en el pecho a medida que avanzábamos, tenía incluso la sensación de que una cuerda estaba tirando desde mis costillas hacia atrás. No quería mirar hacia atrás, no cuando tenía la sensación de que estaba por cometer un grave error.
Centré mi vista en el frente, en las calles que estaban desiertas. El aire se sentía más pesado, denso, como si en cualquier momento fuera a llover. Fruncí el ceño al sentir el familiar olor de las chauchas que se usaban para el lanicta. «¿Ya estamos en Erotmont?» Seguí avanzando, apenas consciente de la mano de Morgaine entrelazada con la mía.
Salimos de la ciudad sin problemas, nada más que una cortés inclinación de cabeza por parte de los guardias. Avanzamos hacia el sur, a Pembakaran. Teníamos poco más de un mes de viaje a pie hasta Eedu, si no nos deteníamos mucho en el camino, claro. Podía hacerlo, debía hacerlo, era lo que había decidido. Lo que habíamos decidido.
Cuando la noche ya se hizo imposible de transitar, nos acomodamos en un puesto de guardia que encontramos. No había nadie, suponía que era esperable para quienes no podían lidiar con los anánimos. «Nosotros no podemos tampoco», murmuró Cire y el estómago se me volvió duro como una roca. Apenas pude pasar un par de bocados. Morgaine se mantenía en silencio, comiendo rápido antes de darse vuelta, dándome la espalda. Abrí la boca por un momento para preguntarle qué le ocurría, pero... Suponía que algo respecto al niño que había tenido con Bláth y el que estuviéramos viajando solos, tenía algo que ver.
Entro en el Salón de Cirensta con el sonido de mis pasos retumbando por todos lados. A mi alrededor hay estatuas de hombres y mujeres con las espaldas rectas, mirándome con ojos duros. Podía sentir su malestar incluso sin que estos realmente existieran. Como era de esperar, la diosa estaba sentada en su trono de huesos y pieles, con sus brazos más pequeños cruzados y los externos tamborileando.
Los braseros arden de forma extraña, soltando un humo que se arrastra por el suelo como serpientes. Intuyo que Cirensta tiene una mueca extraña en su rostro, pero no dice nada hasta que me detengo justo al pie de las escaleras. Me espera, quieta, como un depredador.
-A veces me sorprendes, Enme -dice y un frío mortal me recorre de pies a cabeza ante el tono peligrosamente dulce. No me atrevo ni a mover una ceja-. ¿Quieres explicarme tus decisiones?
Trago saliva y lo considero por un buen tiempo antes de dejar salir un suspiro tembloroso.
-Traía problemas -digo, sintiendo que las mejillas me arden ante las palabras.
-¿Qué clase de problemas? -pregunta, sonriendo con unos colmillos filosos a la vista. Las manos me sudan y me cuesta trabajo mantenerme quieto en el lugar-. Nadie que haya nacido bajo mi dominio no causa problemas, Enme...
-Pero... En Zibra...
-¿Vas a sentirte mal ahora por ello? -me corta, inclinándose hacia el frente, casi levantándose-. Matas a tus hermanos anánimos sin pena, a veces de forma incluso más cruel, ¿dónde ves la diferencia?
Pasé la lengua por mis labios secos.
-No son conscientes.
-¿Seguro? -Los colores se me van de la cara ante aquello. Cirensta me observa por un rato más antes de volver a enderezarse, apoyando la espalda y relajando un poco sus brazos-. Sabes cómo es mi sangre, cómo es mi dominio. Y, más aún, sabes cómo son tus hermanas.
El aire directamente deja de entrar por mi nariz. De fondo escucho unas risas huecas, voces que piden sangre, escucho el chasquido de huesos y siento el olor de la sangre mezclado con sabia. No puedo contener el temblor.
-¿Qué se supone que debo hacer? -susurro, apenas logrando contener las lágrimas.
-Sabes perfectamente qué debes hacer. -Niego con la cabeza-. Bien, demuéstrame por qué tienes razón.
Un chasquido de sus dedos y me veo sostenido por cadenas en medio de una plataforma de madera. Frente a mí hay una mujer vestida de un rojo amarronado, con marcas que se extienden por su piel como si fueran las raíces de la planta que está detrás de mí. Me mira con el mismo asco con el que uno miraría a un insecto. Oigo a Cire gritar a lo lejos, me siento congelado en el lugar, incapaz de romper las cadenas, de llamar a cualquier elemento, los Nombres se me escapan y veo a un ser completamente blanco que camina en mi dirección.
La sombra de la planta se cierne sobre mí y sé que es mi final.
Desperté con un grito atascado en la garganta, mirando en todas direcciones. Toqué mis muñecas, palpé mi cuerpo. «No puedo», jadeé, poniéndome de pie y caminando como si estuviera en una jaula. «Voy a morir», repito en mi cabeza una y otra vez. No había forma de que pudiera regresar a Eedu y no perder la vida en el proceso. Estaba sentenciado a ser convertido en abono de planta religiosa, lo tenía demasiado en claro, por Cirensta y todos sus hijos.
«Tenemos que volver», murmuró Cire.
-¿Darau? -Me frené en seco al escuchar a Morgaine. Me miraba con el ceño fruncido, bizqueando ante la tenue luz del amanecer que empezaba a hacerse visible-. ¿Qué te pasa?
-No podemos -solté en lo que tranquilamente podría haber sido un graznido. Caminaba de un lado a otro, no podía estar quieto por más que un instante en el que giraba sobre mis talones y reanudaba el andar-. No puedo. No.
-¿Qué no puedes? -bufó, sentándose y restregándose los ojos. Abrí y cerré la boca, incapaz de formular una sola palabra. Se sentía como volverlo demasiado real, darle vida a un monstruo que me había empeñado en matar. «No es un monstruo», susurré en mi interior. Pero había decidido no tenerlo, tenía que ser coherente, ¿no? Él estaba en Oucraella, cuidando del niño, haciendo lo que yo no podía.
«Lo que no podemos hacer», insistió Cire y el pecho se me cerró más todavía al recordar el sueño. No iba a sobrevivir a Eedu, no tenía manera de siquiera poner un pie en un barco para poder ir hacia allí. Podía sentir las palabras queriendo escapar de mi garganta, empujando con fuerza. Sacudí la cabeza, caminando más, incapaz de detenerme.
¿No estaba siendo incoherente? Estaba... «¡No podemos, Darau!»
-Tengo que volver.
-Darau, ¿qué hiedras te pasa? -gruñó Morgaine. Sus ojos estaban empezando a lanzar chispas y, en cierto modo, podía comprender un poco por qué, pero en ese momento no tenía tiempo para calmarme.
-Trifhe. Tengo que ir a por él.
-¿Qué?
Negué con la cabeza, mirando en todas las direcciones. Estaba completamente loco. Tenía que estarlo. Aún así... Tomé mis cosas y empecé a emprender el camino de regreso, desoyendo los llamados de Morgaine. Él sabía. Lo sabía demasiado bien. Me encontraba casi corriendo cuando Morgaine me alcanzó, deteniéndome con un tirón en la manga.
-¿Qué te pasa? Por Baqaya bendita, Darau, ¡¿qué hiedras te pasa?!
La miré de hito en hito, apenas logrando procesar lo que había en su expresión.
-Lo siento, Mora...
-¡¿Qué sientes?! -gritó, agarrándome el rostro con ambas manos, obligándome a mirarla-. Me asustas, Darau...
-Yo... No puedo, Mora -insistí, casi sin poder contener el tono lastimero en mi voz-. No puedo ir, no sin Trifhe.
-¿Qué?
-Tengo que ir a por él.
Y me alejé, empezando a trotar, incapaz de esperar un momento más. No debíamos estar muy lejos de la ciudad. Debería llegar antes de que el sol alcanzara su cénit. Estaba cerca. Eso era todo lo que importaba en mi cabeza en ese preciso instante. Cire me apresuraba, pese a que el corazón amenazaba con estallar dentro de mi pecho.
No tengo idea de cuánto tiempo corrí, ni la distancia, nada. Todo lo que registré fue el muro de Bangau y una silueta que se abría paso sin problemas. Las piernas estuvieron a punto de fallarme al verlo. Desde donde estaba podía notar que apretaba el paso para llegar a donde estaba.
Lágrimas caían por mis mejillas cuando estaba a apenas unos tres pasos de distancia de él. Lo abracé ni bien tuve la distancia suficiente, incapaz de soltarlo. Trifhe no dijo nada, simplemente estaba allí, sin soltarme. Tampoco hacía falta que dijera algo.
-No puedo -musité. Una bocanada de aire entró a su cuerpo y el agarre se volvió un poco más fuerte.
-Llorones -murmuró con un ligero rastro de risa en su voz. Dio un paso hacia atrás, mirándome a los ojos, los mismos que yo tenía-. ¿Seguro? No más cambiar de parecer. -Inhalé y asentí-. Hago las cosas a mi manera... -siguió y bufé.
-Eso tendremos que arreglarlo. -Una tenue sonrisa se asomó en su expresión.
-Muestra el papel.
Ni siquiera pregunté cómo lo sabía. Saqué el papel que, por suerte, seguía estando en mi bolsillo. Dentro habían dos espirales que se unían en sentido opuesto, formando una especie de remolinos.
-¿Qué hacen? -preguntó Morgaine, trayéndome de regreso a la realidad y la sensación de ligereza, de que estaba a punto de brillar como nunca, se esfumó de inmediato al verla parada en medio del camino. Sus ojos iban de Trifhe a mí, constantemente, se abrazaba a sí misma y parecía estar a punto de dar un paso atrás. En cuanto quise ir hacia ella, retrocedió, los ojos brillantes y negando sutilmente con la cabeza-. ¿Qué significa todo esto?
¿Cómo se lo podía explicar sin que sonara peor de lo que ya era? Apreté los labios, sintiendo que la vergüenza me consumía por completo.
-Lo lamento -susurré.
-Lo lamentas -repitió, con un tono san áspero que no me habría sorprendido de vr una lengua bífida asomándose entre sus dientes-. Claro que lo lamentas.
Estaba por decir algo más, cuando la mano de Trifhe se cerró sobre mi hombro. Negó suavemente con la cabeza antes de tomar el papel que sostenía entre mis dedos con más fuerza de la que probablemente era necesaria. Suspiré y lo vi caminar hacia Morgaine.
-Te daremos una mejor explicación luego -le dijo, tensando sus brazos, manteniendo la distancia que ella parecía necesitar. No parecía muy convencida, con su expresión fría y cerrada, los ojos calculando, diseccionado-. Lo prometemos.
-Lo que digan -masculló. Una puñalada quizás habría dolido menos. Trifhe se quedó un instante en silencio antes de decir que tenía que ir rápido a avisarle a Bláth el cambio de planes y juntar sus cosas.
-Mientras tanto -añadió-, busquen este símbolo. Seguro que lo encuentras antes -dijo, mirando a Morgaine con una tenue sonrisa que me retorció el estómago. «Luego, Darau, luego».
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