Quietud
Del 27 de louji al 9 de oastog, año 5777.
Ciudad de Yaralu, terreno asignado a Morgaine.
La magia es compleja y nosotros solo somos capaces de comprender una facción. Los dioses se rigen por reglas que no son nuestras, y a veces, las nuestras interfieren con estas. Quiero creer que somos capaces de salir adelante por nuestra cuenta, pero un perro viejo no deja sus costumbres tan fácilmente. Ni siquiera cuando su nuevo dueño es amoroso.
Empezaba a comprender a qué se referían todos con que era mejor no ir a Eedu. Morgaine era, por lejos, la que mejor me había tratado. Sí, la misma que me había llamado peligroso, cosa que podría discutir seriamente por horas, y la que me tenía atado con cadenas como si fuera un perro.
Respiré hondo, cerrando los ojos para ver si podía controlar un poco el enfado que amenazaba con trepar por mi garganta. ¿Qué cuernos tenía yo de peligroso? Estaba desarmado, maniatado, prácticamente desnudo e incapaz de comunicarme con cualquiera. Ilunei había dicho algo de ver de sacarme de la prisión, pero las carceleras me habían sacado antes de que eso fuera posible.
Parte de mí intentaba pensar qué haría alguien como Elmer, quien seguro estaría o con demasiada emoción encima al ser subyugado por una chica hermosa como Morgaine, o estaría siendo un descontrol total. Yo no era un masoquista, así que lo primero estaba descartado, y sobre lo segundo... A ver, estaba convencido de que si me servían una zapatilla como alimento, la comía y todo, solo porque estaba apenas controlando los gruñidos y retortijones de mi estómago.
—¿Quieres comer? —me preguntó al final, mirándome con sus ojos almendrados empañados de miedo. Respiré hondo, obligándome a volver a mantener mi serenidad antes de decir algo que muy seguramente me arrepentiría. Si quería salir, iba a tener que actuar como un perro dócil, al parecer. Nada quedaba de la chica que me había ido a visitar a la celda, que me había mirado a los ojos con la seguridad de una reina y hablando como tal; frente a mí había un gato asustadizo que sacaba las garras por las dudas. Terminé asintiendo y yendo con ella hacia la cocina, donde me miró expectante.
«Jodeme que tengo que cocinar», pensé, pero ese parecía ser el caso. Solté un suspiro resignado, extendiendo los grilletes para que, por lo menos, me liberara las manos. Cuando no hizo ni un amague para soltar las cadenas, tuve que respirar hondo para decirle que necesitaba usar las manos.
Eso pareció aclarar todo, pues de inmediato se acercó hasta donde estaba y empezó a aflojar la cadena que me impedía separar los brazos del todo. Todavía tenía la cadena colgando del cuello, pero podía convivir con ello. Miré a los alrededores, pero no tenía ingredientes que yo conociera. Apreté los labios y me concentré en ella, preguntándole si no podía ayudarme a cocinar, lo cual hizo que me mirara como si me hubieran salido más cabezas y brazos. O había pronunciado mal alguna palabra, las dos cosas eran posibles a estas alturas.
—Los hombres son quienes cocinan —me dijo simplemente, a lo que quedé más confundido que nunca. A ver, podía hacer una decente carne asada, una sopa espectacular o una ensalada aceptable, ¡pero ni siquiera contaba con vegetales como para empezar a hacer algo! Aparte, ¿no pensaba cocinarse ella en algún momento? Mi mamá cada tanto tenía sus ataques de no querer comer comida de Tagta y empezaba a recrear algo de los estofados que hacía en el Monasterio donde había pasado gran parte de su infancia. «Quizás viene de una familia donde cocinaban solo los hombres», terminé pensando con un suspiro.
Me moví por la cocina, probando un poco de cada ingrediente, como si así pudiera pensar en una receta que a ella le encantara. Definitivamente imposible. Mientras hacía eso, sus ojos no dejaban de seguir cada cosa que hacía, vigilándome como un halcón.
He de admitir que la primera comida no fue nada más que una sopa que quedó algo rara para mi paladar. Todos los sabores me resultaban ajenos, más marcados que los de la posada, los cuales habían tenido algunos ingredientes que resultaban más o menos familiares para mí. Morgaine no me dijo nada mientras comía en completo silencio. Tampoco era como si pudiera comentar algo y que yo supiera qué hacer con ello. En todo lo que pensaba era en que ella me había ido a visitar y luego me traían a su casa como si fuera un caballo. Intentaba no dejar que el malestar me consumiera, pero era querer apagar fuego con aceite.
Cenamos en silencio, lavé los platos cuando ella no hizo ni siquiera un amague para levantar los mismos, y luego me llevó arriba. No mentiré, sentía que estaba a punto de ahogarme en mi propia saliva, temblando de nervios hasta que me dijo que mi habitación era la que estaba en la otra punta del pasillo. Eso me hizo soltar todo el aire, aliviado, y me despedí, deseándole buenas noches, sin esperar a que entrara en su cuarto para dirigirme al mío.
—¿Qué clase de celda es esta? —pregunté al aire al encontrarme con un dormitorio, si es que podía decirse que era tal cosa, en el que apenas podía haber lugar para una persona. Había un catre, con un par de sábanas y una almohada que se veía más dura que una piedra, y un pequeño baño adosado. Me mordí el labio inferior antes de soltar un suspiro resignado.
El sonido de la cadena al moverme ya me estaba volviendo loco y, no por primera vez en estos días, empezaba a sentir ganas de ir corriendo a mi mamá y pedirle que me ayudara. No lo había hecho con diez años, menos cuando empecé a entrenar con papá y él me enseñó a usar las armas.
Mis ojos se quedaron fijos en el techo, mirando las vetas que habían allí, dibujando el rostro de mi hermana, de mamá, papá y mis amigos. Cuernos y pezuñas, ¿por qué no había corrido más rápido? ¿Por qué no había estado más alejado de toda aquella locura? Miré por la ventana, sorbiendo la nariz y tratando de pensar en una solución. No llegó ninguna que me resultara del todo confiable.
Podría intentar escaparme, pero no tenía idea de cómo había llegado aquí, menos qué tan distante estaba de un puerto. Podía sentir el olor a sal, aunque no iba a confiar en mis sentidos para guiarme, seguro que terminaba cayendo por un acantilado o en medio de un problema más grande. «Mañana, por la mañana las cosas pueden verse mejor», intenté decirme mientras me acomodaba en el catre.
Esa fue una de las pocas veces que me dormí en medio de un llanto.
Morgaine no me terminaba de resultar del todo comprensible. Cada mañana yo me levantaba antes que ella, preparaba mi desayuno y ella me miraba con los ojos a punto de salirse de las cuencas. Intentaba preguntarle en dónde estábamos, señalando un mapa, y si podía sacarme los grilletes, pero todo lo que me respondía era que tenía que tenerme bajo control y que no hacía falta que supiera tanto.
La respuesta no me cayó en gracia. Y ese fue el preámbulo de todo lo que empezó a decaer después.
Cire dejó de hablarme, tanto durante el día como en sueños. Ilunei probablemente estaba por ahí, o buscándome o paseando por Eedu, no tenía forma de saberlo. Quizás todo habría sido más tolerable si al menos hubiera podido hablar con Morgaine y ver si había alguna forma ¡de quitarme las malditas cadenas! ¿Qué iba a causar? No tenía un arma, no conocía el terreno, ni qué decir del idioma. Si creían que era capaz de hacer la explosión que había hecho Ilunei, estaba más que dispuesto a demostrarle lo contrario.
Solía ir tras ella, tratando por todos los medios de poder comunicarme, dar algún intento de explicación, así fuera a lo bruto, pero Morganine parecía huir como un ratón cada vez que abría la boca. Para la quinta noche, en la que contemplé mi reflejo en el espejo, creí comprender por qué: estaba con el ceño fruncido, mis ojos parecían estar ardiendo desde adentro y la barba que empezaba a crecer me daba un aire peligroso. Con eso en mente, empecé a relajar mis hombros, intenté pensar en aquellos días en los que recién llegábamos a Jagne. Mamá se había mantenido firme, tratando de ser dura, mas no imponente; cosa difícil, considerando que ella no tenía ningún problema en romper piedras con las manos peladas. «Enfócate.»
—Morgaine, ¿podemos hablar? —le pregunté a la séptima mañana. Ella me miró, frenando la taza a mitad de camino, ojos abiertos de par en par. Podía incluso escuchar los latidos desenfrenados de su corazón, o al menos estaba seguro de que estaría al borde de salir corriendo como siempre. Me obligué a mantener una postura tranquila, temeroso de perder otra oportunidad—. Solo... ¿qué está pasando?
Sus ojos no me abandonaban, y sentí que mis mejillas empezaban a arder. La ví tensar la mandíbula y apretar ligeramente los labios. Respiré hondo, caminando con cuidado, atento a cómo sus hombros se iban tensando y bajaba la taza, probablemente ocultando el temblor de sus manos. Moví la silla frente a ella, sentándome lo más lento posible, haciendo que todo movimiento fuera visible y deliberado. Cuando no salió corriendo como las otras veces, lo consideré un logro.
—Me vendría bien que me explicaras, Morgaine —añadí, en la voz más suave que pude. Ella me miró largo y tendido. Sus ojos pasaban de mi rostro a las cadenas, las cuales seguían expuestas. Parte de mí sospechaba que verme atado le daba algo de tranquilidad, pero claramente no terminaba de comprender por qué tenía que estar así.
Ella tomó aire, mirando en todas las direcciones, como si buscara una salida, antes de volver a enfocarse en mí.
—Porque eres un hombre. —Puse mi mejor cara de "obviamente", a lo que ella empezó a juguetear con su desayuno—. ¿Te comportarás?
Fue mi turno de tomar aire antes de hablar.
—Te puedo asegurar que no te voy a hacer nada si me sueltas —dije, aunque debí ser algo malo con las palabras, porque Morgaine me miró con el ceño fruncido durante un rato. Tuve que repetirme y aclarar todo lo que quería decir, hasta que ella pareció estar convencida.
Solté un suspiro de alivio cuando los grilletes dejaron de rodear mi piel. Me masajeé las zonas afectadas, murmurando un gracias mientras ella dejaba a un lado un frasco con un líquido verde peligroso que había derretido el metal. No sé qué de todo la tomó por sorpresa, pero cumplí con mi palabra y traté de ser lo más respetuoso posible.
Pasé una semana simplemente estando por ahí, haciendo las tareas que ella me pedía, usualmente cocinar y limpiar, y a la tarde, cuando ella se encerraba en la casa que había al fondo, aprovechaba para pasear un poco por el jardín. Así fue cómo terminé descubriendo un camino que llevaba a una laguna, tan lejos de todo que me recordaba un poco al arroyo que corría cerca de Jagne. Estaba rodeada de árboles mucho más verdes y robustos, y definitivamente no habían anánimos que fueran a arrancarme la cabeza en cualquier momento. Eso era un lujo que me permitía echarme en la tierra y contemplar el cielo hasta que empezaba a escuchar a Morgaine llamarme.
Estaba en ese sitio, contemplando las nubes pasar, cuando mi piel se erizó y todos mi sentidos parecieron saturarse. Había un olor frío, sé que no tiene sentido, pero nada en mi existencia lo tiene por lo general, y casi podía notar algo que se parecía remotamente a Cirensta.
Hubo un grito antes de que alguien cayera en la laguna frente a mí.
Me puse de pie de inmediato, listo para saltar hacia el agua y ayudar a quien sea que hubiera caído de la nada misma. Una chica sacó la cabeza a la superficie, boqueando y pataleando sin lograr mantenerse a flote.
Nadé hacia ella, pidiéndole que se calmara. Cuando me miró, sus ojos se abrieron de par en par. Diría que no me sorprendí, pero la verdad es que sí. No tenía idea cómo no había hecho un escándalo, ni cómo no la dejé caer como si se tratara de una braza ardiente. La llevé hasta la orilla, donde se pasó un rato escupiendo agua y yo recobrando el aliento.
—Asias —me dijo, marcando demasiado las eses, como ventino, pero no entendía ni siquiera lo que quería decirme, simplemente la miré, curioso por los ojos que brillaban como si fueran brasas ardiendo. Estaba por decirle algo, preguntarle si estaba bien, cuando escuché que Morgaine me llamaba. Le hice señas para que se quedara allí y no hiciera ruido. Suponía que lo habría hecho de todas formas, considerando que estaba mirando en todas las direcciones y claramente perdida.
Regresé a la casa, cociné la cena para tres mientras Morgaine leía algo en un sillón que le habían traído durante la semana. Cenamos en silencio y, en cuanto ella subió las escaleras, dispuesta a dormir, yo fui hacia la olla, serví un cuenco del intento de estofado para la chica antes de volver, caminando con cuidado. Respiraba hondo, mirando sobre mi hombro hacia la ventana del cuarto de Morgaine. No creía que fuera a pasarme algo malo, pero de todas formas...
Cuando volví a la laguna, la chica estaba abrazándose las rodillas y con restos de lágrimas a lo largo de sus mejillas. En cuanto me vio, sus ojos parecieron dejar de emitir ese brillo dorado, el mismo que había a lo largo de su mano y brazo. Era una marca que me recordaba vagamente a los motivos que solían haber en Ventyr, esas serpientes que recorrían las vigas hasta llegar al final.
—Te traje comida —le dije en ventino. Cuando me miró confundida, lo intenté en sembeñés, obteniendo el mismo resultado; finalmente traté en tagtiano, sin éxito. Al final, me limité a hacer una mímica de que tenía que inclinar el tazón después de entregárselo. Lo miró un momento antes de darle una probada tentativa.
No se devoró el tazón después de eso por puro milagro. Solté una risa ante aquello, haciendo que ella se sonrojara y me echara una mirada muy parecida a la que me daba Lisbeth cuando la molestaba. Intenté ignorar la puntada de dolor mientras me sentaba a su lado, sin saber qué más hacer. Quería ayudarla, pero parecía que ni siquiera éramos capaces de tener una comunicación tan precaria como con Morgaine.
Aún así, era tranquilizador tener a alguien que estuviera igual de perdido que yo. Eché mi cabeza hacia atrás, mirando al cielo y dibujando constelaciones diferentes a las que solía hacer en casa. Dibujé una mariposa, un ave y una flor que había visto de refilón cuando pasaba por las montañas Tao.
Cierro los ojos y trato de dormir.
Es la primera vez que aparezco en el Salón de Cirensta. Soy capaz de recordar el miedo y la paz que me invadieron en ese entonces. No me es difícil ver mi cuerpo infantil, poco antes de que nos vayamos de Natham con mamá. Mi mente puede ver los recuerdos de Chiena, la mujer con la que viví durante un tiempo, además de mamá. Su rostro está desfigurado, el dolor de mi cuerpo es como una vieja cicatriz que molesta con el cambio de clima.
Veo al pasillo extenderse frente a mí, con braseros donde arde un fuego verde espeluznante, el mismo que brilla en mis ojos.
—Un niño eduano... —dice la voz que conozco tan bien como si fuera la mía—. Eras tan pequeño y asustadizo —dijo Cirensta a mis espaldas. Su aliento acaricia mi nuca, haciendo que todos los pelos se me pongan de punta y los músculos quieran ceder ante la presión que ella ejerce sin tocarme—. No está en mis planes dejarte solo, Darau, pero no siempre vas a sentirme.
Las lágrimas empiezan a caer por mis mejillas y se me empieza a cerrar la garganta.
—¿Por qué no? —logro preguntar.
Cirensta se queda un momento considerando qué decirme antes de mirarme con sus ojos del verde más puro.
—Porque yo puedo darte toda la fuerza y habilidad que quiera, pero depende de tí el cómo la uses.
Aprieto los labios, pero suelto un sollozo que me sacude entero. Siento a Cirensta acercarse a mí y una de sus enormes manos con garras. Sus ojos no muestran piedad, no muestran pena, es algo más que no sé qué es.
Estaba a punto de poner un nombre a esa expresión, estaba incluso listo para preguntarle sobre la extraña que tenía aquel brillo en otros ojos, pero todo desapareció al tiempo que escuchaba que me llamaban. Quise quedarme, quise aferrarme a Cirensta, pero todo lo que agarré fue aire y me encontré con la laguna donde había estado anoche. Miré en todas las direcciones en cuanto recordé a la chica, pero solamente estaba el cuenco con el que le había traído comida.
Apenas me había puesto de pie cuando Morgaine apareció en la parte alta del sendero que llevaba a la costa. Estaba con las ropas usuales, pero sus ojos estaban aterrados hasta que se enfocaron en mí. Sentí que el corazón se me retorcía al ver que ella bajaba tan rápido como podía con su atuendo y se frenaba a pocos pasos de donde estaba.
—¿Qué pasó? ¿Qué haces afuera? ¿Qué...? —Dejé de comprender las preguntas cuando definitivamente estaba hablando en su idioma y no me daba la cabeza para comprender.
—Estoy bien —dije, sintiendo que todo mi cuerpo se quejaba por haber dormido en lo que parecía ser el hueco entre unas raíces. Ella me miró largo y tendido antes de morderse el labio inferior, tomando una de mis manos entre las suyas y llevándome de regreso a la casa.
Empecé a moverme hacia la cocina, arrastrando los pies, considerando seriamente si podía o no cocinar. Estaba por tomar el cuchillo para cortar unas verduras que había sobre la mesada, cuando Morgaine me dijo que ella se encargaría. La miré, murmurando un gracias antes de dejarme caer en una silla cercana.
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