orofino
26 a 27 de ceberimid, año 5779.
Magmel, Oucraella, Bangau.
Darau no me dejaba sola en ningún momento. No que me quejara, la verdad es que prefería el tenerlo junto a mí, que le quedara bien en claro a la pajarraca que con él no podía estar. Y pese a todo, me encontraba con que los ojos de él seguían distantes, viendo en dirección a los pasillos mientras regresábamos de la cena con una añoranza que me partía el corazón.
-¿Quieres un momento a solas? -ofrecí, captando su atención de inmediato. Su expresión cambió radicalmente, sus mejillas se volvieron de un color carmín. No podía evitar fijarme en las ojeras que no lo abandonaban. Y lo de anoche había sido raro, por lo menos.
-No, la verdad que no -dijo, acariciando mi rostro con el dorso de su mano-. Lo último que quiero es soledad, Mora. -Asentí, no muy segura de qué decir o hacer a continuación. Sí, eso podía entenderlo, pero... podía ver, incluso en ese momento, cómo su mirada se perdía en la distancia y la caricia se volvía tan ligera como el roce de una pluma. No estaba conmigo, pese a que lo intentara-. Mañana podemos ir hacia Merak. Me comentaron que el Raja quiere verme.
-¿Tengo que preocuparme?
-No, ahí no estuvi... estuve. -Sacudió ligeramente la cabeza-. Iré a dormir temprano, ¿vienes?
-En un rato, hay unas plantas que quiero ver -dije, dándole un beso en los labios. Enredó sus dedos en mi nuca y bajó una mano hasta mi espalda baja, acercándome. Me aparté, sospechando que no iba a poder ver a las Reinas de la Noche. Acarició mi mejilla con el pulgar antes de darme un beso en la frente e ir a la habitación, diciendo que estaría esperándome. Le sonreí, viéndolo caminar en silencio, dudando de si realmente valía la pena verlo o mejor iba tras él.
Respiré hondo, sacudí la cabeza y me encaminé hacia el jardín. El olor de las plantas, el suave chapotear del agua de las cascadas, las lámparas talladas en motivos de aves... Tenía cierto aire a Eedu, aunque distaba de ser el invernadero o uno de los colegios donde había crecido. «Vaya cambio», pensé mientras me sentaba cerca de los arbustos con los pimpollos.
Cerré los ojos, dejando que el sonido del lugar me envolviera. Los árboles parecían entonar una canción suave, acorde a la falta de viento que había en ese momento, había un ligero tintineo suave, aunque a veces parecía subir y bajar. Exhalé y me encontré viendo aves que se acomodaban a pasar la noche, bestias que se movían entre las raíces semisumergidas como si no hubiera un mañana. Todo parecía un latir de constante de cientos de corazones en lo que se sumaban los pasos de algunas ardillas entre las ramas. Consideré ir a ver más allá de todo aquello, pero me pareció distinguir la silueta amarilla y negra a la distancia.
-¿Qué hace afuera?
Abrí los ojos de golpe, sintiendo que el corazón estaba a punto de salir de mi pecho. Frente a mí había un hombre que por poco no se perdía en la creciente negrura. De alguna manera me resultaba vagamente familiar el azul de los ojos. En sus brazos tenía un niño que rodeaba su cuello con sus brazos regordetes, parecía emitir un brillo espectral. El pecho me tembló ante la imagen, y, por un momento fugaz, me encontré viendo al mío en mis brazos, sin ninguna marca en medio de su pecho, durmiendo pacíficamente. Alcé la mirada de nuevo, arqueando una ceja y observé de reojo a las flores que empezaban a desplegar sus tallos.
-Contemplar las flores.
-No debería estar aquí -gruñó.
-¿Por qué motivo?
El hombre apretó los labios antes de caminar hacia otro lado de donde estaba. Se acomodó con el pequeño y no pude evitar seguir viendo, en notar cómo el cuerpo se acomoda en su brazo y emitía unos balbuceos. Una y otra vez estaba con el niño en brazos que me miraba con ojos verdes, mío. Sacudí la cabeza y me obligué a ver las flores que empezaban a abrirse, de a poco. La luz de las lámparas me dejaban ver ligeramente los pétalos que se iban abriendo, mostrando el interior pálido como la luna. Estaba por rozar con la punta del dedo las flores cuando el llanto del bebé me erizó la piel.
Inmediatamente me giré hacia donde estaba el hombre, quién sostenía al pequeño con un poco de fuerza. Mis dedos se crisparon y, antes de saber qué se supone que estaba haciendo, me paré, deseando tomar al pequeño. Podía calmarlo, ¿no? Quizás... «No es tu hijo, Morgaine», recordé cuando estuve a un par de pasos, encontrándome con un bebé de cabellos castaños, piel pálida y con ropas que definitivamente no habría usado en Eedu. Tardé un instante más en darme cuenta de que el hombre estaba viéndome con ojos peligrosos. Retraje mi mano, sintiendo que mis mejillas ardían.
-Disculpa.
Ya estaba retrocediendo. No, no valía la pena seguir allí, ni por las flores.
-¿Es madre? -La pregunta me dejó con la cabeza completamente en blanco un instante antes de tener la impresión de que unas manos se apoyaban sobre mis hombros y se anclaban allí mismo, empujándome hacia el suelo.
-Por decirlo de alguna forma -respondí. Eso pareció cambiar algo en su expresión, pues sus ojos se volvieron cansados, los llantos del bebé empezaron de nuevo y me encontré conteniendo las ganas de correr a tomarlo en brazos.
-¿Puedes hacer algo?
Asentí sin quererlo, sintiendo que las manos se cerraban con más fuerza y la garganta se me cerraba. Respiré hondo, obligándome a no dar un paso adelante, a cruzar mis brazos alrededor de mi. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Qué se hacía en esos casos? Todo lo que sabía era que escuchaba el llanto y que mi cuerpo entero parecía estar gritando a la vez.
-Yo... yo no... -empecé a formular antes de que mi mandíbula se cerrara de golpe y estirara los brazos. En silencio, el hombre me dio al bebé, quedándose de pie a un paso de distancia, apenas era consciente de ello. Mi garganta se cerró al verlo, con sus mejillas regordetas, los ojos fuertemente cerrados por el llanto y más pesado de lo que recordaba de mi hijo. Inmediatamente lo acerqué más a mi pecho, como si pudiera hacerle escuchar mis latidos y se me empezó a encoger el corazón en un puño, casi podía sentir un ligero perfume a azaleas.
Pasó un instante en el que dejó de llorar, abriendo sus ojos, de un color almendra que terminó de bloquear el aire de mis pulmones. Dorado y verde. «Mío», quería decir. «Debería ser mío», pensé, sintiendo que mis dientes chirriaban.
-¿Qué edad tiene? -pregunté, incapaz de separar mis ojos ni por un instante. Podía ver con claridad el parecido con Darau. Y podía ver parte de la pajarraca odiosa también. Las garras sobre mis hombros se cerraron con fuerza.
-Pronto cumplirá un año.
Casi pude escuchar a mi propio corazón partirse en millones de pedazos. «Cinco meses más chico». ¿Por qué ella sí podía tener el suyo? ¿Por qué el mío no? ¿Podría llevármelo? Podía criarlo como mío, me correspondía, yo era la que lo había tenido primero a Darau, él había sido mío antes.
¿Lo amaría ella por las mismas razones por las que yo había amado al mío?
-Se parecen mucho -dijo el hombre, sacándome de mis pensamientos. Lo miré confundida-. Elang y Darau. -Repetí el nombre en mi cabeza-. En algún momento creí que sería mío... Imposible negar el parecido al verlo. -Asentí por inercia, mirando de reojo al hombre, quien tenía una suave sonrisa en sus labios, ablandando un poco sus rasgos duros-. No soporta verlo, ¿sabes?
-¿La...?
-Bláth, sí -asintió, observando al niño que ya estaba agarrando algunos de mis mechones de pelo y tironeando un poco-. Si no fuera porque es el pewaris takhta, quizás... -apretó los labios y negó con la cabeza, acariciando con el dorso de su mano el rostro del niño. Por instinto, lo abracé con más fuerza.
-¿Qué?
-Es una... supongo que tradición, no tengo idea -empezó, acariciando la espalda de Elang, quien ya estaba acomodando su cabeza en el hueco de mi cuello. Me obligué a no apretar el agarre y apartarme del toque del hombre-. Pero, si las cosas van como conocemos, Elang es el siguiente en la línea de sucesión al trono.
Mis ojos se abrieron de par en par.
-¿No puede ser un eduano?
Él negó con la cabeza, despacio y todavía con sus ojos azules fijos en el niño.
-Ya empezó a mostrar los rasgos de Alo.
Cerré los ojos, sintiendo alivio mezclado con un llanto que amenazaba con destrozarme. No era mi niño, no era el hijo que yo había traído al mundo. El peso sobre mis hombros se volvió ligeramente mayor mientras asentía y el hombre tomaba de regreso a su niño.
-Gracias -musité, obligándome a apartar mis manos del cuerpo. Caminé de regreso a la habitación escuchando un lejano eco de la hojarasca bajo mis pies, sintiendo el pequeño cuerpo aferrado a mi pecho. «Podría haberlo seguido», pensé mientras empujaba la puerta con cuidado, viendo que Darau se encontraba profundamente dormido.
Si lo hubiera seguido entonces, ¿habría tenido a mi hijo vivo? Bláth no lo tenía a él en el momento que nació el suyo. «Y lo abandona», gruñí por dentro, sintiendo que mis dedos se crispaban y los dientes empezaban a rechinar. Yo no hubiera abandonado a mi hijo. No lo hice... «No lo hice», me repetía al sacarme mis ropas y meterme bajo las sábanas. De haber podido, lo habría llevado conmigo a Jagne. «¿Lo habría hecho?» Cerré los ojos, acomodándome contra Darau, concentrándome en el latir de su corazón, su calor, el compás de su respiración, cualquier cosa menos las palabras que daban vuelta por mi cabeza.
Pero las palabras me siguen. Me llevan hacia el árbol donde sé que estaba durmiendo, donde él descansaba, debajo de la tierra y las hojas.
-Mamá...
Miro hacia un costado, donde un niño lleno de tierra y hojas, tan delgado que le puedo ver cada uno de sus huesos, me observa. Caigo de rodillas. El corazón se me parte totalmente en dos, estoy segura de que, si bajo la mirada, me encontraré con una herida sangrando sin parar. Lo llamo.
-Ven, por favor -musito, estirando mis brazos.
-Mamá, no te veo -responde y la voz se me va en lágrimas-. Me has dejado.
«No, no lo hice», intento decir, pero todo lo que puedo hacer es contemplar cómo mi hijo crece, cómo sus ojos se vuelven negros y un punto amarillo se apodera de sus pupilas. Su boca se abre, dejando a la vista un millar de dientes, la piel blanquecina se llena de marcas negras y amarillas. Cadenas empiezan a tintinear a la distancia. El bosque se muere a mi alrededor.
-Me has dejado, me has abandonado. ¿Qué hice mal? -gruñe con una voz hueca, más grave. No me atrevo ni a moverme-. Me has quitado todo, me dejaste morir.
«No lo hice», muero por decir, puedo sentir las palabras apelotonados en mi garganta, luchando por salir. «No te deje morir, no te abandoné», pero se siente como una mentira se se lo digo, y él lo sabe.
-¿Me odias? -pregunta y un sollozo se escapa de mi garganta. Le digo su nombre, un sonido que se me escapa, pero, más que tranquilizarlo, se enfada más. Sus manos se cierran con fuerza alrededor de mi cuello y me levantan del suelo-. Una madre no abandona a sus hijos, carroñera.
Sus garras de la mano libre brillan bajo la luz de la luna, sus dientes, con hilos de saliva uniendo sus puntas, aparecen al mismo tiempo que la presión en mi cuello aumenta. «Perdóname», estoy queriendo decir, aunque el aire no sale.
-¡Mora!
Abrí los ojos, sintiendo que el aire entraba a mis pulmones de golpe. Mis manos fueron inmediatamente hacia mi garganta, esperando sentir dedos o una mano, pero no había nada. Sobre mí estaba el rostro preocupado de Darau sobre mí. El corazón estaba latiendo con fuerza y tomaba grandes bocanadas de aire.
Dolió. El niño que había sostenido en brazos anoche regresó a mi cabeza, volviendo a ahogarme. El llanto llegó casi de inmediato y pronto me encontré con Darau haciendo todo lo posible para acomodarme contra su pecho. Quería gritar, arañarlo, apartarlo con tanta fuerza que se cayera por el borde de la cama, a la vez que lo necesitaba cerca, que me cubriera del mundo. Lo escuchaba diciendo que estaba bien, acariciando mi cabello suavemente, acurrucándome contra su pecho. Me oculté más contra él, como si así pudiera olvidar al niño.
¿Debía decirle? Era suyo. ¿Y si lo terminábamos llevando con nosotros? La idea me dejó helada por dentro. Moría por ir a buscarlo a la vez que quería echarlo lejos, tan lejos que no pudiera verlo nunca jamás en mi vida. ¿Lo sabría él? Y si lo sabía, ¿qué pensaba hacer al respecto? ¿Me dejaría por esa malparida? ¿Se llevaría al niño pese a todo? ¿Se quedaría? ¿Se iría?
-Mora... -me llamó, tomando mi rostro con cuidado, pidiéndome que lo viera. Sus ojos estaban opacos, no sabía si por el cansancio que ya se volvía constante en él, por preocupación o algo más. Se me escapaba-. ¿Qué pasó anoche?
Me pasé la lengua por los labios, desvié la mirada al cabo de un rato y apoyé mi cabeza contra su pecho. El corazón latía fuerte contra las costillas, casi tan fuerte como el mío. Al son. Tomé aire, sintiendo que las lágrimas volvían a crecer, trepando por mi garganta lentamente.
-¿Volverías a estar con Bláth? -El nombre sabía a ácido en mi boca y lo sentí tensarse por un momento antes de soltar una larga exhalación.
-¿Te cruzaste con ella? Mora...
-No, no me crucé con ella. Con un hombre.
-Eko -masculló, afirmando un poco más su agarre contra mí-. ¿Qué te dijo?
Lo miré de reojo, aguantando la respiración en lo que empezaba a armar las palabras en mi cabeza.
-Que Bláth tenía un hijo -empecé, abriendo mi mano de a poco, como si al sentir más de su piel pudiera quitar el frío que crecía lentamente por mi estómago. Él asintió, invitándome a continuar, pasando el dorso de su mano por mi brazo-. Lo tenía con él. Era hermoso -susurré, sintiendo que el corazón se me resquebrajaba y las garras empezaban a hacerse presente sobre mi espalda-. Dijo que era el heredero de Oucraella. Es de cabello castaño y ojos de color almendra.
Pasó un momento hasta que lo sentí tensarse. Oí que soltaba un quejido por lo bajo antes de tomar mi rostro en sus manos y besarme. Dejé que lo hiciera, que ahuyentara cualquier atisbo del mundo que nos rodeaba. Me dejé llevar por el calor, por los susurros en donde me decía que no iba a dejarme.
Lo miré a los ojos, perdiéndome en ellos. Acaricié su rostro, acercando sus labios a los míos, dejándome llevar.
-No es mi hijo, Mora -susurró contra mi boca. Jadeaba, apoyando parte de su peso en un brazo, manteniéndome en mi lugar-. Eko lo cría, yo me fui antes. No voy a cambiar eso.
-Pero...
-Mora -me cortó, poniéndose de costado. Sus párpados parecían pesarle un poco-. No pienso quedarme con ese niño. -«¿No quiere ningún hijo?» Apreté mis labios acomodándome contra él, viendo cómo sus ojos se cerraban y su agarre se volvía más y más flojo. Lo vi caer dormido, soltando suaves ronquidos.
Intenté conciliar un poco de sueño, pero no podía. Cada vez que cerraba los ojos volvía a ver aquella criatura que me había levantado del suelo con facilidad. Me aparté de la cama justo a tiempo para ver a una mujer que entraba con una cara de piedra. Ni llegué a sonrojarme antes de que me dijera que la señora de la casa deseaba vernos, y luego se marchó como vino.
Darau emitió un leve quejido antes de volver a intentar incorporarse. Nos vestimos rápido y salimos, donde la misma mujer de antes nos llevó por los pasillos de la mansión, subiendo escaleras y dando tantas vueltas que ya no sabían bien en dónde estaba, hasta llegar a una puerta donde había una garza tallada con las alas abiertas, lista para despegar. Al otro lado, nos esperaba Bláth con un hombre que se veía entrado en años, con una barba incipiente y los ojos más fríos que había visto en un ser vivo.
Estaba sentado detrás de un escritorio lleno de decoraciones, un estandarte gris y dorado, con el mismo diseño de la puerta, nos contemplaba. La habitación estaba llena de libros, con un ventanal enorme que alumbraba todo. A los pies de dicho ventanal, estaba Bláth con una expresión molesta. No pude evitar enderezar la espalda y entrelazar más mis dedos con los de Darau.
-Siéntense -dijo el hombre, sin mover nada más que su boca, llamando mi atención al frente de nuevo. Seguí a Darau hasta un sillón largo, con uno que otro almohadón que hacía que la madera fuera ligeramente menos incómoda. Un nudo helado empezó a crecer en mi estómago a medida que pasaba el tiempo y el hombre nos observaba como si fuéramos insectos-. Me dijo mi hija que usted es la esposa de mi yerno.
Me tensé junto con Darau, sintiendo que la espalda se me ponía rígida como tronco de roble. No me atrevía a mover siquiera un poco mi visión hacia los costados.
-Sí -solté al cabo de un rato.
-Me temo que debe anular tal cosa.
-¿Disculpe? -graznamos con Darau. El aire se volvió más frío, incluso me pareció sentir una ligera corriente o un temblor a lo lejos. Sin alterarse, el hombre se acomodó mejor en su silla, mirándonos de pies a cabeza.
-Mi hija ha dado a luz a nuestro futuro rey. Y, hasta donde comprendemos, el padre estaba unido a ella al momento de la concepción.
Me puse de pie de golpe. No era su hijo, no.
-¡Él estaba casado conmigo antes!
-Pero usted no tiene hijos -señaló y sentí que me caía un balde de agua helada-. Y, de haberlos tenido, no es lo mismo la prole de una... eduana a la de una oucraella.
El aire se me volvió a atascar en la boca, los ojos amenazaban con aguarse.
-No tiene ni idea de lo que está diciendo -escupí, sintiendo que el suelo empezaba a temblar lentamente. El hombre no se alteraba, parecía incluso aburrido.
-¿No tengo idea? Usted simplemente es ignorante.
Abrí la boca, pero no salió ningún sonido.
-No voy a quedarme con el niño -dijo Darau, llamando la atención del hombre-. Mi lugar no es Oucraella.
-Me temo que no tiene opciones aquí, Terpilih.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top