oleander

15 del mes orfebre a 20 de louji, año 5778.

Ciudad de Yaralu.

Me resultaba imposible moverme de mi sitio. Veía las flamas verdes que se habían tragado a Darau con la misma sensación con la que solía quedarme viéndolo. Sentía que las rodillas se me aflojaban y los ojos se me empeñaban. Había intentado detenerlo, frenarlo, pero su cuerpo se había movido antes de que pudiera aferrarme a su brazo.

-¿Ha invocado fuego verde? -preguntó alguien cerca de donde estaba. El mundo estaba retomando de a poco su ritmo, pero yo estaba por fuera de ese ritmo. Lo podía notar, sabía que el pánico estaba apoderándose de las eduanas que me rodeaban, así como el escándalo que se iba alzando a medida que las llamas desaparecían en finas volutas de humo.

-¡Blasfemia! -chilló alguien, haciendo que reaccionara por fin. El enojo me invadió por completo, sintiendo que quería rugir y correr tras Darau como en su intento de escape. ¿Cómo se atrevía a ser tan... Tan...?

Caí de rodillas, incapaz de contener las arcadas que me invadieron de golpe. Alguien a mi lado se acercó, preguntándome si estaba bien. Asentí con la cabeza medio ida, registrando mis alrededores a través de una nebulosa. Las guardias anunciaban una captura y ejecución del hombre que se había atrevido a interferir en la justicia. Debía decir o hacer algo, tenía que ponerme de pie y hacer algo, pero todo lo que podía hacer era recordar la expresión de él. El horror, el dolor en sus ojos antes de que entrara en acción. El viento sopló en su espalda, elevándolo a una altura imposible que lo llevó hasta el escenario, soltando unas llamaradas a su alrededor que echaron a las otras hacia atrás.

«No soy yo, no soy yo», me encontré repitiendo, sintiendo demasiadas cosas como para comprender qué estaba por debajo de esas palabras. Alguien me tomó del brazo, unas manos rollizas y una voz que me sonaba familiar, pero no era la que quería escuchar. Quise hacer algo, apartarme, mas mis pies no me respondían, apenas podían contener mi peso.

Kadensa me llevó hacia mi casa, acompañándome hasta que se hizo tarde y volvió a la suya tras unas cuantas insistencias de mi parte. Sospechaba que Darau habría vuelto, y si ella estaba en casa, no aparecería. Quería gritarle, sacudirlo, abrazarlo, golpearlo... Las lágrimas volvieron a caer por mis mejillas, haciendo que me doblara sobre mí misma mientras hipaba.

En algún momento debí quedarme dormida, porque cuando volví a abrir los ojos, me encontré en mi habitación, la puerta recortada por una silueta que se alejaba en silencio. Lo llamé, apenas en un murmullo, queriendo saber si era él.

-¿Qué quieres? -me preguntó, en una voz tan baja, tan peligrosa, que me encontré apretando las sábanas entre mis dedos.

-Yo... -empecé, y me tuve que aclarar la garganta, espantando lo que quedaba de sueño-. Quédate, por favor.

Lo escuché respirar hondo antes de murmurar las palabras que terminaron por dejarme completamente desarmada.

-No puedo quedarme.

-Darau -lo llamé, y él no se movió, fui yo la que salió de la cama, caminando hacia él-. Darau, por favor -insistí, apoyándome contra su espalda-, quiero...

-Morgaine -me cortó, con una voz tan helada que no lo reconocí-. Eedu no es mi lugar. No es mi tierra. -Sus palabras sonaban heladas, filosas, y su respiración estaba siendo ligeramente errática, si me guiaba por los susurros que soltaban sus ropas. Abrí la boca, pero las palabras no venían a mí, mucho menos cuando él retomó la conversación-. Era un niño, no hizo nada y así lo tratan.

Di un paso hacia atrás ante el veneno que había en sus palabras, ni qué decir cuando me miró con sus ojos brillando como fogatas, alumbrando un rastro de lágrimas que iba por sus mejillas. Se dio vuelta despacio, y yo retrocedí un poco más. Podía sentir la respuesta en la punta de mi lengua, lista para salir, para dar todas las explicaciones que conocía, pero estaba cerrado, nada atravesaría la barrera que se había puesto por delante. Y yo ya no podía seguir pensando solo en él, aunque se me encogía el corazón ante su presencia.

-Algo debió haber hecho -murmuré, más para mí que para él. Hubo un gesto de dolor en sus ojos, desenfocándose un momento y evitando mirarme.

-Me marcho, Morgaine -dijo, deteniendo todo mi ser. El corazón dejó de latir, el aire no entró por mi nariz, el mundo entero se detuvo conmigo-. Hoy fue el niño, mañana puedo ser yo y... no quiero morir en una tierra que me odia.

Las palabras empezaron a trepar desesperadas por mi garganta, agolpándose justo en la lengua. Intenté pronunciar al menos un "no", pedirle que lo pensara mejor, aunque podía ver ese miedo que había visto meses atrás. Podía asegurarle que no le pasaría nada, y sería una mentira que ambos veríamos con facilidad. Yo estaba en la cuerda floja ahora que él se había revelado como... como... Mi poder, mi protección se había mermado hasta ser un chiste.

Sabía que las lágrimas estaban cayendo a raudales. Sabía que estaba siendo patética, pero no podía ofrecerle mentiras, no podía amarrarlo sin que eso implicara que saliera corriendo a la primera oportunidad que mirase hacia otro lado. Era una flor salvaje, una que no paraba de demostrarme que era imposible de domesticar, por mucho que la pusiera en macetas y canteros.

No esperé que sus brazos me rodearan, y menos esperé devolverle el gesto, aferrándome a él, sabiendo que eran los últimos momentos que tendríamos juntos. Mi lugar estaba en Eedu, el suyo en el continente.

Debí saber que esas cosas nunca terminan bien para ambos.

Esa noche me dormí entre lágrimas,con Darau dándome una última caricia antes de despedirse, deseándome suerte. Lo besé, enredé mis dedos en su pelo, inhalé su aroma hasta que estuve segura de que podía recordarlo, que podría recrearlo.

La mañana me recibió silenciosa, sin nada más que la casa como compañía. Fui hacia la habitación de él, en un vano intento de que la noche anterior fuera una pesadilla, pero el cuarto estaba como si jamás hubiera llegado a mi vida. Mis manos acariciaron la tela de mi vientre, sabiendo que esa era, en realidad, la única prueba que tendría para el resto de mi vida.

Kadensa me acompañó en las primeras semanas, furiosa, deseando encontrar a Darau y hacerle regresar por la fuerza. Incluso intentó denunciarlo a las guardias, pero lo impedí, sabiendo que lo último que podía regalarle a él, un último gesto de mi parte, podría ser eso: salir sin mayores problemas. Ya debía de tener un expediente en los cuarteles, y no quería ni pensar en las Khinaton, con sus aprendices revisando furiosas los textos sagrados, todos los documentos que implicaban a Weined de Fel y Cirkena.

No quise tomar a otro hombre, pese a que Kadensa insistía en que debía hacerlo.

-En nada estarás demasiado ocupada con tu propio cuerpo como para poder hacer algo más que respirar y estar sentada -me dijo, sentada muy cómodamente en la mesa mientras su nuevo hombre, un muchacho que tenía la espalda tan doblada que se contaban todas las vértebras. Su piel tenía marcas de látigos viejos, sus ojos siempre fijos en el suelo. Era el hombre perfecto, pero le faltaba esa chispa, esa energía que notaba en las patadas que daba mi hija dentro de mí.

-De momento puedo moverme y puedo estar parada, supongo que no hará falta un hombre -repliqué, esbozando una sonrisa de medio lado. Kadensa no me hizo más comentarios luego de la tercera vez que le di una respuesta similar, demasiado cansada de mi negativa como para seguir empujando. Y lo agradecía.

Me la pasaba en el invernadero, intentando no recordar las tardes con Darau allí. Iba a la laguna cercana a mi casa, sentándome un momento entre las raíces, contemplando el cielo y preguntándome qué cosas estaría haciendo él. Un día me fui hacia su cuarto, acostándome en la cama mientras mis ojos contemplaban con lágrimas los números tachados. No había que ser una genio para saber que esos eran los días en los que pensaba quedarse.

Trazaba con la yema de mis dedos las marcas, como si pudiera notar el calor de su contacto mientras grababa aquello, tachando a medida que se acercaba el día. No podía parar de preguntarme si no tenía algo bueno que recordar, algo a lo que mirar en su estadía en este sitio. Quería creer que no me olvidaría, así como yo no pensaba hacerlo por lo pronto.

Con el paso de las semanas, empecé a notar los efectos del embarazo. Mi progenitora me cedió a su hombre, el cual llegaba más o menos a la misma hora que yo me levantaba y me preparaba el desayuno, limpiaba la casa y acomodaba las cosas que me resultaban trabajosas.

«Ojalá tengas su fuerza», me encontré pensando una noche, mirando hacia mi prominente panza. Podía sentir las patadas, las cuales podían hacerme ver las estrellas o ir casi corriendo al baño. No faltaban los días en los que quería darme vuelta y encontrar a Darau durmiendo pacíficamente a mi lado. Una imposibilidad, si lo tenía en cuenta.

«¿Y si es un niño?», me pregunté un día. Descarté la opción, segura de que lo que llevaba era una mujer. Tenía que ser una mujer. «¿Y si no lo es?», repetía constantemente, cuando me levantaba y comía, cuando contemplaba el paisaje por la ventana. No pensaba tener otro hombre, no quería ni pensar en esa posibilidad. ¿Perder los pocos toques que me quedaban de Darau? ¿Eliminarlo por completo de mi existencia?

Mis manos se cerraban protectoramente alrededor de mi vientre, intentando encontrar la calma antes de que las cosas se salieran de control. Kadensa me traía dulces, aunque prefería salados. El hombre de mi progenitora venía con expresiones más y más preocupadas. Mi progenitora me miraba con cierta desaprobación por tener al "engendro de un prófugo en mis entrañas", como solía decir.

-Será una desgracia para Eedu -me dijo un día en el que estaba particularmente molesta.

-Eso no lo podemos saber -gruñí.

-Antes de este, hubieron cinco hombres más -dijo ella, mirando con sus ojos tan duros que obligaban a apartar la vista. Me mordí el labio, sintiendo que el corazón temblaba y las lágrimas siempre estaban al borde de aparecer, haciendo que respirar se volviera más complicado. Quizás era cosa de estar embarazada, probablemente tenía que ser racional y lógica, aceptar que Darau no sería mi hombre, que jamás iba a serlo. Pero esa idea era como la pócima que le había dado a él: asquerosa, aunque liberadora.

Solo que la idea no me liberaba mucho. O eso era lo que me parecía.

Kadensa casi se muda a mi casa, con su hombre siempre corriendo a hacer las cosas, siempre listo para ir y prepararme un bocadillo. Cada vez me costaba más y más echarla a mi amiga, especialmente cuando quería volver a la habitación de Darau, encerrarme allí y tratar de recrear el aroma que ninguna combinación de hierbas y materiales podía recrear a la perfección.

Las noches se volvían cortas y los días largos. Y mi vientre ya estaba mostrando que en cualquier momento tendría que traer a mi hija al mundo. Así me encontré con las aprendices de sacerdotisa, algunas de las mujeres más respetables y capaces en cuanto a partos, todas rondando por mi casa cual buitres. Más que nunca, deseaba tener el brazo de Darau cerca, tener su presencia que no había gozado desde hacía... cinco meses al menos.

-Parece que será una niña sana -decía una de las más ancianas, mirando mi estómago como si pudiera verla.

-¿Has elegido un nombre? Ya sabes lo importantes que pueden ser -me dijo otra, que siempre estaba tomando té con las combinaciones más excéntricas y repugnantes que había escuchado (y olido) en mi vida. Ya no sabía cómo decirle que sus infusiones hacían que quisiera vomitar y salir corriendo al jardín para sentir algo de aire fresco.

-La verdad que no -comenté por lo bajo, acariciando mi panza distraídamente. Estaba en un constante ir y venir de emociones, siempre esperando poder conocer a la criatura que tenía dentro de mí desde hacía tanto tiempo, saber si habría algo en su forma de ser que me recordara a él. Podía imaginarme contándole a una pequeña sobre Darau, sobre lo especial que había sido para mí mientras preparábamos una pócima.

-Pues deberías pensar uno -soltó mi progenitora, mirándome con sus ojos distantes y la mandíbula apretada. La más anciana le pidió con palabras dulces que me dejara en paz, después de todo, la que estaba por traer a una nueva eduana por lo pronto, era yo.

Consideré algunos, pero ninguno terminaba de convencerme, por lo que decidí que esperaría a que la pequeña estuviera en mis brazos para decidirlo. Esperaba que las cosas empezaran a mejorar, que mis días se volvieran un poco más animados, que el dolor de la soledad no me amenazara con consumirme tanto como estaba pasando en esos momentos.

Abrí la boca para decir algo cuando sentí un ligero dolor que me hizo sisear de dolor.

Eso fue todo lo que necesitaron las tres para empezar a moverse como si fueran un montón de hormigas. Estaba por decirles que no hacía falta hacer tanto escándalo, pero el dolor se hizo tan presente que me dejó sin palabras.

Me acomodaron en el suelo, donde ya habían echado unas mantas, probablemente bordadas con símbolos para asegurar el nacimiento de una niña, el que ambas sobreviviéramos y esas cosas. Todo lo que podía comprender era que me dolía a horrores y mis piernas no podían sostenerme. Me apoyaron contra el respaldo y me tomaron de las manos. Quizás echaron a los gritos a los hombres de la casa después de que dejaran todo listo.

No sé cuánto tiempo estuve retorciéndome, gritando de dolor mientras intentaba echar de mi interior al bebé que parecía simplemente querer molestar. Me dolían las manos de tanto apretarlas, ya sentía un cansancio abrumador en todo mi cuerpo. Sentía que me partían en dos, intentando empujar al bebé de mí. Tenía que salir.

Me pareció escuchar a lo lejos las voces de las otras dos, así como Kadensa que entraba a la casa. Apreté los dientes, intentando ahogar un grito de dolor en lo que seguía empujando a mi hija. En algún momento me pareció escuchar que ya podían verle la cabeza, y fue un último esfuerzo antes de que todo terminara.

Silencio.

El mundo entero contenía la respiración en lo que yo trataba de recordar cuál era el norte. Mis ojos se enfocaron en la anciana que estaba arrodillada frente a mí. En sus brazos sostenía al bebé que había tenido, rojo y chillando con una fuerza que me recordó a Darau. Intenté estirar los brazos, acercar a mi pequeña a mí, pero la anciana se apartó.

-Te dije que era un hombre maldito -escuché que decía mi progenitora.

-Dame... -murmuré, apenas con un hilo de voz. La anciana retrocedió más. Aferrando al bebé como si en cualquier momento fuera a tomarlo, como si...-. Entrégamelo -gruñí, sintiendo que algo empezaba a apoderarse de mí.

-Morgaine, no podemos, no...

-¡Que me lo entreguen! ¡Hiedras! Denme a mi bebé -grité, ignorando por completo a la mujer del té, obviando las manos de mi progenitora que me intentaban retener.

-¡Es un niño! ¡Está maldito!

Fue como si me hubieran tirado un balde de agua helada. Mi cabeza dejó de comprender lo que estaba pasando, simplemente sabía que me quería lanzar sobre esa desgraciada que no me entregaba a mi hijo. Lo único que me quedaba de Darau. La única cosa que podía darme algo a lo que aferrarme.

No pude dar ni un paso más.

Los gritos rasgaron mi garganta. Veía cómo la anciana se acercaba a la cocina. Mi hijo lloraba. Vi con horror a la hoja brillar antes de tornarse roja.

Y todo quedó en el más absoluto de los silencios.

Grité más antes de librarme, de arrancar a mi hijo de los brazos de la anciana que todavía sostenía el arma en su mano.

-Fuera -murmuré, apretando el pequeño cuerpo contra mí-. ¡Largo! -rugí, apartándome de todas y huyendo hacia el jardín, con mi hijo en brazos, ignorando cualquier llamado, cualquier cosa que me hiciera darme vuelta. Corrí hasta la laguna, la bordeé y seguí corriendo hasta llegar a un claro.

Recién entonces bajé la mirada.

Era tan pequeño. Apenas más grande que mi antebrazo. Sus ojitos hinchados estaban quietos y su boca entreabierta. Las manos estaban pegadas a su pecho y no sabía cuánta de la sangre era por la marca que le habían hecho en el pecho y cuánta era por su nacimiento. Tenía una fina capa de pelo pegada a su cabeza, seguramente castaña como la de Darau.

Me acomodé entre las raíces de un árbol, acercándolo a mi pecho como había querido hacerlo antes. Sostenerlo ahí y no dejarlo ir. Sabía que estaba murmurando algo, muy probablemente disculpas por no haberlo protegido, por no reaccionar cuando había tiempo. Por no darle un nombre antes de que fuera demasiado tarde.

No sé cuánto tiempo estuve, más allá de que abrí los ojos cuando el frío empezó a ser notorio, cuando la luz del sol se había desvanecido por completo. Y no podía verlo. Sabía que estaba ahí. Sentía su poco peso en mis brazos, en mi pecho. Notaba el olor metálico y algo más.

-Perdóname -murmuré por última vez, antes de dejar el cuerpo. Contemplaba con las lágrimas ya secas, sintiendo que el pecho se me estaba encogiendo sobre sí mismo. Si me miraba, estaba convencida de que iba a encontrar un agujero negro. Respiré hondo, intentando ver algo más, pero todo lo que veía era un mundo en sombras, un mundo que se arremolinaba contra mí, cual serpiente.

Kadensa me vino a visitar unos días después. Tenía los labios partidos y era un milagro que pudiera comer más que un bocado, más considerando que sentía que mi estómago se retorcía sobre sí mismo. Suponía que en cualquier momento iban a enviarme a un hombre para que hiciera todas las tareas que yo no estaba haciendo, pero la idea me resultaba vomitiva.

Ya no sabía cuántas veces me había bañado, pero podía sentir la sangre contra mi pecho, el peso de mi bebé cuando doblaba el brazo. Y veía el cuchillo que se tornaba escarlata.

-¿Qué piensas hacer? -me preguntó mi amiga un día.

No tenía idea por qué no lo había pensado antes, pero la respuesta llegó casi de inmediato:

-Voy con Darau.



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