inmóvil
7 a 30 de tepsemireb , mes tepsemireb (verano), año 5777.
Isla de Eedu, Ciudad de Yaralu, territorio de Morgaine.
Los recuerdos son tan dulces como amargos. Depende cómo los vivamos.
Ilunei era una mente brillante oculta en medio de un cuerpo inocente. No había otra forma de describirlo. Cuando Morgaine fue al invernadero, casi tropezando con sus propios pies, me encontré con el alifien entrando a hurtadillas por la misma puerta trasera. Las lágrimas de alegría que escaparon de mis ojos eran incontrolables cuando corría a abrazarla, sintiendo que volvía a respirar luego de tanto tiempo.
—Por Cirensta y toda la magia bendita, creí que te habían deshecho por completo —me dijo, devolviéndome el gesto. Retrocedí un paso, mirándola entre las lágrimas, riendo por lo bajo y negando con la cabeza—. ¿Qué te hizo? ¿Estás bien? Vamos, tenemos que salir, ¡ya! Antes de que vuelva la loca esa.
—Ilunei, espera. —Ella me miró confundida, y no iba a negar que yo también lo estaba, pero había algo que tenía que comprobar—. Morgaine puso algo en la casa que me impide salir. Salvo cuando estoy con ella.
Sus ojos parecieron destellar con algo irreconocible ante aquello. ¿Furia? Quizás, mas asintió con la cabeza, diciéndome que hiciera la prueba. Me asomé a la puerta, apenas pudiendo contener el martilleo de mi corazón contra las costillas. Estiré la mano, retrocediendo como si me hubieran golpeado contra un rayo. Ilunei tomó mi mano, casi estrujándola, y tuvimos el mismo resultado.
—Bruja maldita... —masculló, mirando hacia el invernadero y por pura suerte logré frenar su avance—. No puede tenerse así, Darau.
—Ya sé que no, pero no puedo repetir lo mismo de la vez anterior —dije, intentando mantener el temor bajo control. Eso pareció calmar su estado de ánimo, asintiendo para mí, mientras dirigía una mirada hacia los arbustos, donde la chica de antes nos miraba con un nerviosismo palpable—. ¿Cómo...?
—Dice que es capaz de mover los hilos de la tierra o plantas, o algo así. Nos sacó de la prisión con un túnel —explicó Ilunei. La miré con los ojos abiertos como platos, preguntándole si podía entenderla—. ¿Tú no? Bah, ustedes son distintos, seguramente no entienden ni una palabra de lo que se dicen. En fin, hay que sacarte de aquí.
—Y ver bien cómo haremos para salir de la isla. Sin que nos atrapen.
Los rasgos de Ilunei estaban tensos y no me costó notar el desacuerdo ante mis palabras. Pero asintió, diciendo que estarían por la zona, viendo qué podían hacer.
—Tú encárgate de aprender todo lo que puedas, nosotras... ya veremos qué hacemos.
Con eso, se marcharon y yo quedé a solas en la cocina. Era algo difícil no sentir que estaba siendo demasiado obvio al mirarla de reojo, cuando comía y tenía cuidado de no ensuciarse, cuando caminaba con cuidado, como si en cualquier momento fuera a despertar a una bestia. La había ayudado a tomar lo que sea que la hubiera aliviado con el dolor que claramente tenía, y me había rendido cuando me insistió que ella misma se encargaría de lavar sus sábanas manchadas de sangre. Desconocía qué era, pero ver sábanas manchadas de rojo no me resultaba una novedad, no cuando tenía al bruto de Elmer como amigo y compañero de entrenamiento.
Intentaba mantener la tranquilidad, pese a que Morgaine empezó a hacerme preguntas sobre mi madre y la raza. Hasta donde sabía, era mitad eduano; mamá me decía que mi padre era un habitante de Tagta, pero la anterior pareja de mi mamá también lo había sido, una lejana cruza de un magmeliano con un tagtiano.
En fin, me dediqué a seguir actuando como si no estuviera pensando cuándo salir, ni cómo era que funcionaba la barrera que me mantenía dentro. Cada tanto Morgaine me sacaba de la casa para llevarme al invernadero, y trataba de aprender a leer los símbolos que me parecían similares a distintas formas de hojas. Si me guiaba por la forma de escribir de ella, se leía de arriba a abajo, en línea, y de derecha a izquierda. Intentaba ser discreto cuando preguntaba por las palabras, cada vez con un eduino más y más fácil de hablar.
Habían pasado seis días desde que me había encontrado con Ilunei. Algunos días eran mejores que otros, y aprendí que si la madre de Morgaine se aparecía por la casa, hablando en un eduino tan cerrado que me era imposible de comprender más allá de una que otra palabra, era sinónimo de mal día. El hombre que la acompañaba solía murmurar que tuviera cuidado, cuando no me estaba amenazando a mí.
—Si me entero que Morgaine está disgustada con tu desempeño, yo mismo te entrego a Baqaya —me susurró un día en el que la chica estaba con un humor de perros. Estuve a punto de decirle que yo no era quién solía buscar peleas de los dos, pero algo en sus ojos me hizo simplemente bajar la cabeza—. Sé un hombre y actúa como tal.
Me faltaban palabras eduinas para decirle que un hombre no era él. Un hombre era alguien que... ¿Que hacía qué? No sabía, pero definitivamente no alguien que estaba como una rata queriendo escapar. Cada día que me acercaba más al cumpleaños de mamá y Nele, graciosamente, era el mismo día, más me costaba no pensar en ellos. Solía mirar por la ventana antes de irme a dormir, preguntándome qué estarían haciendo. Deseaba que no temieran por mí, pero conocía a mis papas, pese a que papá había aparecido en mi vida cuando ya había cumplido los nueve y mi mamá había sido una pared entre sus parejas y yo. No tenía ninguna duda de que ambos eran más que capaces de mover la tierra misma y mandar esta ciudad a escombros si se enteraban de lo que me había pasado.
A veces era un pensamiento consolador, otras me hacía sentir que el aire se me atoraba en la garganta. Esas noches solía soñar con Jagne, con las veces que papá me llevó al bosque y me enseñó a trepar los árboles, a sostener un arma y a ser mejor en el combate cuerpo a cuerpo.
—Hoy es 17 de tepsemireb —murmuré al despertar, mirando hacia la pared del cuarto. El corazón se me encogió al pensar en Nele y mi mamá. Intenté no pensar en lo que solía hacer para lo que sería el día siguiente, en lo mucho que... No.
Me levanté e hice el desayuno, ya sintiendo que los movimientos eran normales, que las comidas se hacían casi sin que yo pensara mucho en lo que estaba haciendo. Lo que implicaba que tenía que pensar en lo que me había dicho Ilunei, en mi parte del plan de escape.
Ese día podría averiguar un poco más de lo que pasaba con los hombres, quienes siempre parecían estar al borde de quedar desnudos, aparte de que llevaban el cabello corto. Lo cual me llevaba a preguntarme si Morgaine se dejaba la cabeza pelada porque así lo quería ella o porque no tenían pelo las mujeres de Eedu. «La de la posada tenía pelo», me encontré recordando mientras terminaba de cortar el pan.
Dejé el plato de Morgaine sobre la mesa justo cuando bajaba, con una prenda que, comparado a lo que venía utilizando, dejaba poco a la imaginación. Llevaba una tela que se ceñía a su busto, dejando su vientre al descubierto y una falda que caía hasta más o menos la mitad de sus pantorrillas. No hacía tanto calor como antes, pero definitivamente me sentí transpirar. Tenía la piel lisa, siendo la única marca de ella la de la frente, esa que parecía una pequeña flor de tres pétalos roja.
No se parecía en nada a las chicas que había visto en mi vida... bueno, me había gustado Lisbeth hasta que la muy payasa me había confesado sus sentimientos por Elmer. Vaya forma de recibir un golpe bajo. No era justo, pero las que veía en las pocas salidas que tenía de la casa, eran... ¿iguales? Siempre vestidas como si en cualquier momento fueran a ocultarse dentro de sus enormes ropas, buscando ser el opuesto absoluto de los hombres.
Murmuré un buen día, casi corriendo de regreso a la cocina, echándome un poco de agua en la cara. Como si así pudiera borrar lo que había visto. Intenté serenarme, de recordar lo que me había enseñado papá cuando tenía doce, pero era como si todas esas palabras se hubieran ido al cuerno.
—¿Darau?
Madre bendita, ¿por qué ahora sonaba tan diferente su voz? Anoche no había tenido ese tinte encantador que me estaba dando en el momento, no sonaba a algo que quería escuchar eternamente. Pese a que mi parte racional decía que algo no estaba del todo bien, volver a verla, con las mejillas coloradas y mordiéndose el labio inferior me hizo arder por dentro. Afirmé mis dedos en la encimera, como si así pudiera tener algún control en todo lo que me estaba pasando.
—¿Estás bien? —preguntó, mirándome de pies a cabeza. «No», pensé a la vez que decía que sí lo estaba. Ella me miró por un momento más antes de tomar aire y empezar a caminar hacia mí. No me atrevía a separar la mirada, a parpadear más que lo mínimo y necesario, atento a cada gesto, cada paso que daba.
Su mano se apoyó en mi frente, apartando algunos mechones que tenía. Tragué saliva, notando la diferencia de altura entre ambos. No era mucha, apenas una cabeza, pero de todos modos hacía que el corazón me diera unos cuantos golpes contra el pecho. Apenas prestaba atención a lo que decía, demasiado perdido en el contacto piel a piel como para poder hacer algo más que observar.
Mis ojos se cerraron de un momento a otro cuando sus manos empezaron a ir hacia mis mejillas. Inhalé, notando casi al instante una fragancia dulce que solo podía ser de ella. La escuché llamarme, con una voz tan suave que me fue imposible no hacerle caso.
Estábamos a una distancia mínima, y me resultaba casi imposible no querer eliminar aquello. Mis manos fueron hasta sus caderas, tentativamente, haciendo que ella se sonrojara y me sentí perder el control ante aquello. Empezaba a ser físicamente doloroso no hacer algo más. No tenía recuerdo de cuando me había besado, directamente no era capaz de traerlo a mi memoria, pero definitivamente no era como el de ese momento.
Todo era distinto. Y quizás eso hacía que al menos fuera algo agradable al momento de recordar. La escuchaba emitir algunos jadeos y suspiros, mi cuerpo actuando por su cuenta, moviéndose bajo un ritmo que desconocía. Separarme para poder mirarla era una tarea que hice a regañadientes, mirándola y sintiendo que estaba perdiendo el tiempo al simplemente contemplarla recuperar el aliento.
Sus ojos estaban dilatados, sabía que una de sus manos estaba en mi nuca, enredada con mi pelo, y la otra estaba en mi hombro, como si así pudiera tener algo de estabilidad. Hubo un gesto sutil de su cabeza que me hizo saber que tenía que subir las escaleras. Gruñí al soltarla por un momento, mientras dejaba que me llevara arriba de la mano. De alguna manera, ese pequeño contacto lograba mantenerme en mis cabales.
De un tirón, me metió en su cuarto, volviendo a besarme y fue como un bálsamo. Era incapaz de no seguir sus comandos, de no retroceder hasta que mi espalda estuvo en la cama, ella recostada encima de mí. era toda una maraña de manos, brazos y besos. Una nube que me bloqueaba cualquier pensamiento que no fuera el tenerla cerca. Casi solté un gruñido bestial en un momento, no recuerdo por qué, pero al poco tiempo me perdí en una nube absoluta de placer. Y me dejé llevar.
Para el momento en el que recobré la conciencia, Morgaine estaba a mi lado, completamente desnuda, si me guiaba por la sensación que tenía por el cuerpo, y como dormida. No me atreví a pensar mucho en lo que acababa de pasar, dejando que mi mente se sumergiera en el sueño que parecía estar reclamándome. La rodeé con un brazo la cintura y otro por debajo de la almohada, acercándola a mí cuanto podía.
Apenas podía entender de dónde venía la sensación de ahogo puro que me apresaba el pecho.
Sinceramente, no tengo idea de qué es peor: tener un recuerdo que te hace sudar frío ante la mención del mismo, o tener una memoria que está recubierta por brillos y corazones. Mi estómago parecía estar a punto de revolverse cuando la nube de confusión se disipó de mi cabeza, aclarando todo lo que había sido una experiencia que... bueno, definitivamente no pensaba pasarla en cualquier sitio menos en el momento.
Morgaine, por alguna razón que se escapaba a mi entendimiento y raciocinio, no estaba del todo contenta. Parecía más alicaída de lo usual y apenas me dirigía la palabra. «Mejor», pensé durante el primer día, en el que realmente estaba al borde de salir corriendo o hacer alguna idiotez mayúscula. El cuerpo me funcionaba, pero sentía que estaba viendo más sombras, que el apetito me eludía y el sueño se volvía algo pesado.
No me atrevía a decir nada de lo que había pasado, sintiendo que era mi culpa el no haber sido más precavido, el no haber tenido algo de control o notar que estaba funcionando de una manera extraña. Menos me atrevía a preguntarle a alguno de los dos hombres que conocía (lo cual era tan incómodo el no tener un nombre por el cual dirigirme a ellos), porque estaba seguro que el de la amiga de Morgaine me miraría espantado, mientras el que parecía ser el padre me empalaba vivo.
Pasé una semana sin saber qué hacer, tratando de mantener la compostura pese a que todo mi interior estaba que gritaba en cualquier momento. Ardía por sacar lo que sea que estuviera creciendo dentro de mí. Cire me miraba con los ojos ligeramente idos cuando la visitaba, y no sabía si era conmigo o Morgaine que tenía el problema, pero no iba a arriesgarme a saber.
Me dejé caer en la cama de mi cuarto, mirando hacia afuera, intentando recordar los paisajes de Jagne, lo que había vivido hasta entonces. Era tan distinto... no tenía que temer por bestias grandes que fueran a despedazarme con un zarpazo, pero estaba que me meaba encima frente a cualquier mujer de Eedu.
«¿Es por esto que te fuiste, madre?», me pregunté mientras contemplaba los árboles y las nubes que pintaban al cielo. Empezaba a sentir algo de frío y Morgaine me había dicho que en un par de días nos iban a asignar ropas para el otoño e invierno. Huelga decir que nuestra máxima comunicación había sido esa; no más que lo mínimo y necesario.
No podía evitar sentir que estaba cayéndome a pedazos. Cada vez que creía que las cosas no podían empeorar, algo más grave aparecía.
«Habla con ella», murmuró Cire. Mi cuerpo entero se tensó ante aquello. ¿Qué iba a solucionar? Morgaine parecía empeñada en ir destrozando poco a poco lo que quedaba de mí. Sin embargo, el pensamiento perduró en mi cabeza, con más fuerza cuando me la cruzaba en las comidas.
Si me preguntan a mí, el que hizo el primer movimiento para hablar, fui yo. Morganine estaba retorciéndose la ropa, de nuevo la que le cubría gran parte del cuerpo, cuando me acerqué y le dije que teníamos que hablar. Mentiría si dijera que estaba seguro, que no me temblaba el pulso ni sentía mariposas en el estómago. Habían pasado dos semanas desde... eso, y estaba volviéndose una misión imposible seguir averiguando todo lo que necesitaba saber sobre lo que me mantenía dentro de la casa si ella no me llevaba al invernadero.
—Es sobre lo del otro día —dije, aclarándome la garganta y haciendo que Morgaine se sonrojara a más no poder. En cualquier otra circunstancia, me habría sonrojado por haber logrado eso, pero definitivamente no iba a hacerlo cuando estaba sintiendo que las paredes se me iban cerrando cada vez más.
—Pensé... yo... —Sacudió la cabeza, dejándose caer en una silla y cubriendo su cabeza con las manos, como si estuviera protegiéndose de algún golpe—. No es lo que pensé.
Tragué saliva, respirando hondo mientras me arrodillaba frente a ella. Sus ojos me encontraron casi de inmediato, con un tono azulado cerca de las pupilas. Estaban brillosos, y podía ver la fuerza con la que estaba luchando las lágrimas. Con cuidado e ignorando todas las señales de alarma, acuné su rostro con una de mis manos.
—¿Por qué lo hiciste entonces?
La vi pasar la lengua por los labios y evadirme por un momento antes de soltar un suspiro.
—Es lo que hacemos para que el dormir con un hombre sea más fácil. —Intenté no sacudirme por el escalofrío que me recorrió la espalda—. Es un tónico que tomamos después del sangrado, no nos afecta a nosotras, pero a los hombres parece que los calma o algo así. —Respiré hondo, sin saber qué decir o hacer. Sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas y ella se echó para atrás, parpadeando a la vez que contenía las lágrimas—. No tengo idea por qué es... No se supone que tenga que hacerme esto.
Apreté los labios, clavándome las uñas en las palmas de las manos para no abrazarla. «Ay, por el amor de Cirensta...», pensé, sintiendo que me bufaba a mí mismo al rodearla con mis brazos y apoyando su cabeza contra mi pecho.
—En mi casa no usamos nada para tener una familia —murmuré, y no tengo idea para qué cuernos me estaba empeñando en decirle cosas que podrían volver más y más complicado salir de allí. Sentía que le estaba dando piezas importantes de mí, muy importantes si me guiaba por la manera en la que solía mirarme en las contadas ocasiones que le hablaba, vagamente, de Jagne.
—¿Cómo son los hombres allá? Son... ¿son como tú?
La miré largo y tendido, sin saber qué responder.
—No puedo hablar por todos, pero... definitivamente no son como los de Eedu —dije al final. Esa respuesta pareció bastarle.
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