individuo
20 de noere a 26 de louji, año 5780.
Isla de Eedu, Yaralu - Muqadeson
La soledad es hermosa como una mujer de Oucraella: bella de contemplar, pero peligrosa al voltear. Así como creces, también puedes ser acabado por tu silencio.
El sonido del goteo y de las cadenas murmurando por cada movimiento que hacía, era amplificado por las frías paredes de piedras. Mi cabeza daba vueltas, ya no sabía si por el golpe, por los gritos incesantes de Trifhe, pidiéndome que me liberara. A la vez escuchaba a Cire, pero ya no tenía ni fuerzas para ponerme a interpretar qué me decía en medio de los rugidos del otro.
Abrí y cerré las manos, sintiendo los brazos ya cansados de tenerlos tanto tiempo extendidos. Estaba solo, y cada vez que cerraba los ojos podía ver con más claridad las siluetas de un dorado oscuro, así como criaturas de diversos tamaños que caminaban de un lado a otro, llorando sin parar. Cada tanto, si me concentraba en el silencio, oía los lamentos y los sollozos. Muchos arrastraban sus pies, los hombres que tenía en la celda al otro lado del pasillo, estaban en los huesos, todos con la mirada perdida en el suelo.
Respiré hondo, aturdido por los constantes parloteos de Trifhe y Cire. Apreté los dientes, maldiciendo por lo bajo. No tenía idea cómo había acabado allí, más allá de lo obvio, y me cerraba el estómago el preguntarme qué habría sido de Morgaine. Estaba seguro de que seguía viva, que no la matarían ni la abandonarían a su suerte como a mí.
«Sal de una maldita vez», gruñía Trifhe. Y ya empezaba a hartarme de escucharlo todo el tiempo. ¿Para qué mentir? Temía que en cualquier momento fueran a aparecer alguna de las encargadas de traer el pan mohoso y la bandeja de agua que podíamos fingir en que saciaba la sed. Pero Trifhe no era capaz de sacarnos de aquí, Cire era la que nos había metido en este lío en primer lugar, y no saber cómo diantres había pasado de estar volviendo a Eedu a estar encerrado en una celda... Como si de por sí el sitio no fuera una tortura para empezar.
Escuché los pasos de la encargada de traerme la comida mucho antes de que me los diera con la brusquedad que venía siendo la costumbre. Inmediatamente me dejó solas y el silencio se quebró cuando los lamentos empezaron de nuevo. Suspiré, sintiendo que los párpados me pesaban cada vez más.
Y luego me encuentro con Cirensta sentada frente a mí, con su sonrisa peligrosa y las piernas cruzadas.
—¿Qué?
—Es curioso cómo te has separado, has mantenido el miedo —comentó y no pude evitar bufar.
—Yo no mantengo ningún miedo.
—¿Lo dice Enmebaragesi o lo dice Trifhe? —Abro la boca para responder, pero se me hace difícil de responder. Cirensta se pone de pie y empieza a caminar a mi alrededor—. Cada parte en la que has fragmentado tu mente, sabe algo que las otras ignoran. No tienes más que un solo Nombre.
—¿Hay quienes tienen más?
—Hicimos almas singulares, no plurales —replica ella, mirándome con la frialdad de una roca. Alzó la vista, viendo hacia su derecha, frunciendo ligeramente el ceño—. Tienes tiempo para pensar cómo salir de esta, ya sabes todo lo que tienes que saber.
Sin darme más tiempo para considerar sus palabras, desperté de golpe, justo cuando la guardia estaba por llegar a la celda. Me miró de reojo antes de seguir adelante. Tras ella, siete criaturas de aspecto esquelético la seguían, arrastrando los pies y gimoteando.
—¿En eso nos convertiremos? —lloró una voz a un lado mío. Giré la cabeza, sintiendo que el corazón me latía desbocado en el pecho. Dos criaturas como las anteriores, de cuerpos pequeños y con una cola que se enroscaba láguidamente sobre sus pies, contemplaban la procesión.
—Ya somos eso. Lamentos ignorados —respondió el que no había hablado. Tenían voces similares a la de Ilunei, pero mucho más rasposas—. Eternamente atados a la soledad de estas paredes.
Aparté la mirada, sintiendo un dedo helado recorriéndome la espalda. No me atreví a mirar sobre mi espalda, aunque dudaba que hubiera alguien más detrás de mí. La sensación de que una lengua me acariciaba la oreja me resultó familiar y espeluznante a la vez.
—No vas a sobrevivir a Eedu —susurra una voz hueca, antes de que una cola, más larga que cualquiera que hubiera visto antes, unas manos claramente masculinas —con garras casi tan filosas como las de Cirensta— aparecieron en mi campo de visión—. No hay hombre que pueda sobrevivir a estas tierras.
El corazón me latía con fuerza, Trifhe y Cire gritaban en mi cabeza.
—Yo sobreviví... —susurré.
—Suerte que no volverás a tener.
Bufé, pese a que sentía frío por dentro. Tenía razón, pero... podía escuchar, muy a lo lejos, que le había dicho a Morgaine que volvería a Jagne. Y volvería con ella, si era posible tal cosa.
—¿Según quién? —solté, mirando hacia un costado, donde un rostro desfigurado por una mueca de enojo me observaba. ¿Cómo no solté un grito? Estaba fuera de mi saber—. La única que sabe qué pasa en el tiempo, es Cirensta.
La risa que soltó el ser me erizó el vello de los brazos.
—¿Crees en una diosa que abandona a inocentes en un sitio como este?
Miré de reojo a los dos que habían estado en la pared. Estaban encogidos sobre sí mismos, mirando con pavor en mi dirección. Intenté no moverme, de no dejar que el frío mortal que sentía en el estómago siguiera creciendo. Quería obligar a mi corazón a permanecer tranquilo, que siguiera latiendo al ritmo que debería. Aún así, lo sentía en la garganta, a punto de asfixiarme.
—No pasa por ahí mi creencia o no —logré decir. Hubo un siseo y una especie de risa baja que me erizó todo el cuerpo.
—Eso lo veremos...
Y desapareció sin decir nada más. No me atreví a moverme durante un buen tiempo, hasta que llegó la encargada de darme la hogaza de pan y el agua del día. Diría que perdí la noción del tiempo, que mi único modo de saber que había pasado cierto tiempo era con la comida, pero era consciente de las sombras por fuera de la celda, no porque lo viera, dado que la única luz que había eran las antorchas que se cambiaban en momentos donde me encontraba dormido.
Y cuando duermo, me encuentro con una habitación enorme donde hay una mesa con tres sillas. En una estoy con el rostro duro, firme como la roca de la que fue tallado el mueble donde apoyamos los codos; la otra tiene una expresión más suave y pasando la mirada de un lado a otro, removiéndose en el lugar.
—Seguir como vamos ahora, no es buena idea —comento, cruzado de brazos y observando a ambos.
—O sí lo es —replica Trifhe.
—Depende... —murmura Cire. Cierro los ojos, sabiendo que estoy quizás pidiendo mucho, pero...—. Hemos sobrevivido por ser así.
—No salí de Eedu porque los tuviera a ustedes —replico—. No de esta manera. —Los ojos de Trifhe relampaguean antes de que suelte un bufido. Es imposible negar que tiene el aire que me gustaría tener, con la espalda recta y una expresión que impide verlo a los ojos sin sentir que tiemblan las patas. Cire aparta la mirada, con las mejillas sonrosadas. Sé que ella estuvo desde antes, pero todo lo que pudo hacer por mí fue estar en silencio—. Y no creo que estando así salgamos tampoco.
No cuando uno tiene miedo, el otro desea quemar absolutamente todo hasta dejar cenizas por doquier y la tercera está buscando la manera de mantener cierto nivel de diálogo.
—Hay que sacar a More de aquí y marcharnos —sentencia Trifhe. Cire lo mira sin decir nada.
—Dudo que podamos hacerlo por las buenas o las malas. Ya nos capturaron una vez.
—¿Nos?
—Sí, nos capturaron —remarco, mirándolo fijamente—. Cuando llegamos hace un año y medio... más o menos —añado luego de un momento—, nos encerraron para luego hacernos... —La palabra sabe horrible en mi boca, pero me obligo a soltarla—. Hacernos esclavos de Mora. Esta vez, no habrá esa posibilidad.
El silencio que nos envuelve es pesado, helado incluso. Trifhe me mira a los ojos, aunque me da la impresión de que no tiene algo para decir al respecto; Cire es incapaz de verme, manda miradas de reojo.
Hay un estruendo y todo es consumido por un fuego verde. Entre las llamas, vuelvo a ver el departamento cubierto por botellas vacías, con Chiena tambaleándose de un lado a otro, levantando su mano y escupiendo en mi cara mientras llora porque mi mamá no le da la atención que desea. Veo mis años en Jagne, cuando corría a esconderme tras Cole cuando me perseguían mis compañeros de entrenamiento.
Y me veo jugando a ser Trifhe contra el dragón dorado. Veo a Morgaine atrapándome cuando quise huir por primera vez de Eedu, con sus ojos peligrosamente brillantes y el rostro levemente desfigurado. Lo siento en mi carne, en mi corazón que late con fuerza contra mi pecho, me oigo gritar que pare, al son de las lágrimas que caen por mis mejillas.
El niño con el que había jugado en secreto por un corto período de tiempo aparece frente a mis ojos. Llorando, sobre un escenario, a punto de ser asesinado, y mis pies se mueven con una gracia que no hubiera creído posible. Grito una palabra, haciendo que un fuego verde me envuelva al mismo tiempo que atrapo al niño.
Intento apartar la mirada, pero siempre está al frente mío. No importa a dónde mueva la cabeza, los recuerdos aparecen en el fuego. Quiero rogarle a Cirensta que se detenga, pero cuando las palabras están por salir de mi boca, todo se ilumina por el sol más brillante que haya visto jamás. Sé que en el fondo hay siluetas de yukuterianos, incluso me parece escuchar una voz melodiosa en medio del estallido y aullar del viento.
Doy un paso al frente, queriendo tocar aquella imagen, murmurando el nombre de Ilunei. Pero la escena cambia a una noche donde estoy sentado en una silla en medio de una habitación espaciosa, con una cama enorme cubierta por doseles. La blanca cabellera que cae como cascada, los ojos de un amarillo peligroso, el ceño fruncido que me hace apretar los puños.
—La has elegido a ella —masculla Bláth. Bufo y tengo que respirar hondo para no ponerme de pie y gritarle—. No has tenido en cuenta cómo eso me afectaría a mí. A nosotros.
Y antes de que le diga que puede volverse una condenada sombra, me parece ver un brillo por el rabillo del ojo. El recuerdo sigue, pero ya no escucho las voces. Bajo la mirada, a mis brazos, donde me parece distinguir un flujo que va hacia mis puños, similar a la sangre, pero sé que no es lo mismo.
Hay un grito y al levantar la mirada estoy en medio de un bosque que conozco bien, aunque la escena la siento más cercana de lo que recuerdo. Veo los árboles moverse al son de mis palabras, veo a Lekten pálido, y me escucho decir "nunca más".
—¿Ahora lo ves?
Cirensta está a mi lado, con el rostro serio, con un par de brazos sobre su cadera y otro cruzado. Tiene el cabello suelto cayendo hasta el suelo. No me dirige la mirada.
—Aparte de que son malos recuerdos, no veo qué debería notar.
Un bufido se escapa de sus labios antes de que suelte una carcajada estruendosa.
—Ah, Darau... —suspira, sonriendo con la fiereza de un lobo—. Sigue dividiendo tu energía en distintos rostros y no podrás salvar a nadie, ni siquiera a tí mismo —dice, y un frío mortal me recorre los huesos. No puedo evitar regresar a la vez que murió Ilunei, cuando casi murió mi mamá, y todas las veces que Morgaine debió de ponerse en peligro. Por un instante la veo perdiéndose en su poder, donde hojas empezaron a crecer por su cuerpo—. Ya intentaste separar del todo tu alma, ¿recuerdas?
—Demasiado bien —mascullo.
—Bien, ahora intenta aplicar lo aprendido —me dice y, con un golpe de su dedo en la frente, me caigo de espaldas.
Abrí los ojos, encontrándome con una guardia que caminaba hacia mí con el rostro vacío, aunque me parece detectar cierta sonrisa que lucha por salir. Detrás de ella, unas siete mujeres más avanzaron. Estaba por preguntar qué pasaba, pero me dieron un golpe en el estómago antes de que pudiera decir nada y me ataron las esposas enfrente. Tosiendo e intentando no vomitar, me puse de pie cuando me empezaron a arrastrar y empujar. Me dolían las rodillas, apenas sentía los pies a medida que los arrastraba por los pasillos de piedra.
Había silencio en mi cabeza, aunque podía sentir las ganas de ordenarle al viento y a todo lo que estaba a mi alrededor que simplemente me sacara de allí.
«Aguarda, Darau, espera el momento oportuno», susurró la voz de Cirensta en mi cabeza y fue como si me hubiera apoyado las zarpas sobre los hombros. «No gruñas, no enseñes los dientes, necesitas llegar al corazón. Concéntrate.»
Resoplando por última vez, me obligué a no pensar en el dolor de mis pies, en cómo me molestaban los ojos bajo el sol. Hice caso omiso a los sonidos que me rodeaban, viendo de reojo a las criaturas encadenadas que lloraban, algunas estiraban sus manos filosas hacia mí, otras me seguían de cerca, pero ninguna se atrevía a tocarme.
«Tú...», siseó una voz cavernosa, haciendo que levante la cabeza de golpe. Baqaya. Veía sus fauces que se abrían y cerraban con fuerza, haciendo que chasquear. «Sangre fresca.» Alguien hablaba, y por un momento me pareció escuchar la voz de Morgaine de fondo. «Comida...»
—Un anguila... —susurré, sintiendo que me dolía la cabeza. Las criaturas encadenadas parecieron contener un jadeo. Me pareció escuchar graznidos y, por un instante, tuve la impresión de que unos ojos se clavaban en mí.
Seguían hablando, diciendo algo en eduano que ni siquiera me molesté en escuchar. Toda mi atención estaba en los dientes filosos, en la sangre que ya había teñido el suelo donde me obligaban a esperar. Tenía la impresión de que el mundo iba lento, que los dientes de Baqaya se acercaban despacio. Había tiempo.
Volví a ver al niño con el fuego verde que nos envolvió sin problema. Vi a Bláth retrocediendo en su habitación ante mis palabras. A los anánimos siendo engullidos por el bosque de Jagne. Morgaine que estaba convirtiéndose en una planta frente a mis ojos. Oí las palabras de Niobe...
Y el sueño que tuve al llegar a Edu.
—U nam-ti-la. —Baqaya se quedó quieta y una sonrisa estuvo peleando para llegar a mis labios, pero no salía. El viento empezó a rugir en mis oídos, los vellos de mis brazos se erizaron y todo a mi alrededor pareció volverse mucho más nítido. Respiré hondo, y las palabras empezaron a fluir con la misma naturalidad con la que hablaba tagtiano. Hubo un ligero chasquido en mis esposas antes de que caigan en el suelo, frente a mis pies.
—¡Atrápenlo! —gritó alguien y, con un chasquido de mi lengua, sentí que el fuego verde, ese que había visto tantas veces junto a Cirensta, me envolvió. Caí sobre Baqaya, quien soltó un gruñido.
—No puedes atraparme —dije, apenas más fuerte que un susurro y un rugido se escapó de las fauces de la inmensa planta. Ahí sí sonreí y me puse de pie lentamente luego de ordenarle que se quedara quieta. Caminé hasta que pude ver la plaza, donde las eduanas se movían frenéticas de un lado a otro. Alcé una mano, llamando al viento y a las otras que aguardaban a lo largo y ancho de Eedu. Las oí rugir, incluso me pareció sentir un temblor en el suelo. Una corriente helada empezó a rodear la plaza donde estábamos, obligando a todas las presentes a regresar—. Eduanas, hijas de Cirkena —empecé—. La promesa se ha cumplido.
—¡Blasfemia! —chilló alguien a mi derecha. Sentada sobre un trono ricamente adornado, estaba la que suponía que era la reina. El rostro estaba ceñudo. La miré con una tranquilidad que desafíaba el latir desbocado de mi corazón—. La promesa de Weined de Fel se cumplirá a través de una de las nuestras.
Incliné la cabeza hacia un costado.
—Soy hijo de una eduana que huyó de estas tierras. Aila.
—¿Aila qué? —bufó.
—De Fel —dije sin darme cuenta. Una risa carente de gracia se hizo presente, e inmediatamente quedó con una expresión que eliminaba cualquier rasgo agradable que hubiera tenido la reina de Eedu.
—Mentiroso, impostor, serás despedazado y utilizado como recordatorio para todos los de tu calaña —vociferó, y, antes de que pudiera echar mano a un vial que le estaban acercando, una flecha pasó silbando cerca de su cabeza. Recién entonces me di cuenta del caos que había debajo mío.
Me asomé por el borde de Baqaya, viendo cómo habían estallidos, criaturas sacadas de una pesadilla misma incluso, iban de un lado a otro. Gritos, gruñidos y el crepitar de llamas era todo lo que había a mi alrededor. «Morgaine», pensé e inmediatamente empecé a buscarla. El corazón se me encogió en un puño cuando no la encontré de inmediato. «Debe estar viva, debe estar viva», me repetía mientras le ordenaba a Baqaya que me bajara al suelo.
Apenas había recorrido la mitad de todo el cuerpo de la inmensa planta, cuando me pareció distinguir su cabello, pero antes de que pudiera hacer algo, un proyectil fue hacia mí. Hice que el viento lo desviara, y el fuego me consumió en cuanto lo llamé, dejándome sobre uno de los tejados más cercanos. Por un momento me sentí mareado, incapaz de saber dónde estaban mis pies, cuando volví a apartarme, pero esta vez de una explosión. Salté y el aire me alzó, chisporroteando sobre mi piel a la vez que sentí que varias voces me respondían molestas desde el bosque.
Criaturas de dientes filosos, con cadenas tan gruesas que era sorprendente el que pudieran moverse, avanzaban junto a plantas que tenían ciertos rasgos humanos, la mayoría eran femeninos, aunque me pareció ver uno que otro masculino. No llegué a mirar mucho más, porque una nueva explosión me hizo volver la atención a donde las explosiones, gritos y sonidos más bestiales eran más frecuentes.
En cuanto logré ponerme en un techo más o menos cerca, me detuve a recobrar el aliento, siento que estaba viendo todo demasiado lejos. Escuchaba a las criaturas del bosque pidiéndome órdenes, a Baqaya rogando que le diera sangre. El viento rugía en mis oídos. Y Morgaine no aparecía. «Deténgalo», pensé, notando un pitar en mis oídos cada vez mayor.
—¡Atrápenla! —gritó alguien y una explosión me hizo perder noción de dónde estaba.
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