Capítulo 1: El Caso de Aigasa Kurisu

Nota de la autora: Mi agradecimiento a @LisHolmes1, @EstelaReid, @TabataGarcia444, @DarknessMoon555 y @Mikii17 por haberme dado vuestro apoyo incondicional desde que inició esta saga de fanfiction de Sherlock. Este primer capítulo de esta nueva historia va dedicado a todas vosotras.

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Aquella mañana del 08 de septiembre, el pequeño Hamish, de 11 años de edad comenzó a despertar, sus parpados abriéndose y cerrándose con dificultad, como si el mero hecho de despertarse fuera algo superior a sus fuerzas, aunque admitía que no siempre era el caso. Con un profundo suspiro, el pequeño de cabello castaño y ojos azules-verdosos se levantó de la cama, sintiendo el repentino peso de cierta pelirroja de ojos azules-verdosos sobre él: era su hermana, Shirley.

–¡Despierta, Mish! ¡Papá ha dicho que ha cocinado tortitas porque mañana empezamos las clases! –exclamaba la pequeña con una sonrisa en su rostro, abrazando a su hermano mayor con cariño–. ¡Rápido: tenemos que bajar a desayunar!

Hamish sonrió con suavidad, pues su hermana pequeña era alguien muy importante para él, siendo una de las personas que él más amaba. La pequeña de 9 años de edad era, según muchos, la viva imagen de su madre: dulce, cariñosa, despreocupada en ciertos momentos, pero llena de bondad. Sin embargo, ni Hamish ni su pequeña hermana recordaban nada acerca de su madre. Lo poco que el de ojos azules-verdosos había logrado averiguar sobre su madre, era gracias al blog de su tío, John Watson, hasta que su padre había decidido prohibirle acceder a él. Su padre ni siquiera conservaba ni una sola fotografía de su mujer, una joven de brillante cabello carmesí como el de Shirley, una joven que muchos conocían por haber sido la ayudante del detective asesor más famoso de Inglaterra.

En efecto, el padre de Hamish y Shirley era Sherlock Holmes.

Pero incluso así, incluso siendo su padre quien era, Hamish no había conseguido de él ni una sola respuesta a sus preguntas: ¿quién era su madre? ¿dónde se encontraba? ¿cómo era ella? El blog de John parecía haber sido modificado para ocultar ciertos eventos y características de ella, como si no quisieran que nadie averiguase su identidad, en especial sus hijos. Todo estaba envuelto en una losa de secretismo y según el hijo del detective, todos los de su entorno parecían mantener un voto de silencio en lo que respectaba a su madre. Esa era una de las razones por las que el pequeño Holmes resentía a su padre, por ocultarle la verdad a su hermana y a él.

Tras salir de un leve trance en el que se había visto inmerso, Hamish parpadeó en varias ocasiones, logrando apartar a su hermana de él, para así levantarse de la cama y vestirse. Con un suspiro pesado, se despojó de la camisa del pijama, comenzando a cambiarse.

–Bueno, ahora bajo, Shirl –le dijo a su hermana menor con una sonrisa ladeada–, ve con Papá.

–¡Más te vale no tardar, o me comeré tu ración de tortitas! –exclamó la pequeña saliendo casi escopeteada de la habitación, escaleras abajo, hacia la cocina. Hamish dejó que una leve sonrisa asomase a sus labios antes de suspirar.

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“Como si fueran tan apetitosas”, pensó el hijo del detective, vistiéndose con una camisa blanca y unos pantalones lisos además de unos zapatos de ante. Aunque se empeñase en negarlo, el jovencito debía admitir que su padre realmente se esforzaba por criarlos con lo poco que tenían.

El de cabello castaño estaba aliviado de que al menos el piso estuviera pagado con anterioridad (algo que había escuchado en una de las múltiples discusiones entre su padre y su tío John hacía tiempo), pues si fuera por su padre, vivirían incluso bajo un puente. ¿En qué se basaba para pensar eso? Bueno, Sherlock no parecía hacer otra cosa que no fuera trabajar en sus tediosos y largos casos, y Hamish comenzaba a antagonizar con ello, pues no era una figura demasiado presente en las vidas de su hermana y la suya propia, siendo el trabajo lo que más absorbía su tiempo. Eso, y el hecho de que algunos comenzasen a compararlo a su padre en su capacidad deductiva, algo que no lo halagaba. Para bien o para mal, el mayor de los hermanos Holmes era la viva imagen de su padre en más de un sentido, e incluso había resuelto ya algún caso, aunque como decía Sherlock: «yo a tu edad ya había resuelto casos más notorios que la simple desaparición del dinero del almuerzo». El hijo del detective parecía intentar cumplir con las expectativas que el mundo tenía de él, solo para darse cuenta de que jamás lo verían como Hamish Holmes, sino como al hijo de Sherlock Holmes, y por tanto, no tenía ninguna expectativa que cumplir. Aquello lo desilusionó y aumentó el resentimiento hacia su padre: no soportaba la idea de que lo comparasen constantemente con su progenitor. En cierta forma, esa había sido la razón por la cual el de cabello castaño ya había resuelto más casos que su padre a su misma edad: su afán de superarlo era casi una necesidad obsesiva de liberación, de no seguir a su sombra.

Tras haberse vestido, el joven hijo del detective bajó las escaleras que conducían a la cocina de su hogar, donde encontró a su hermana ya sentada a la mesa, con su padre sentado en la cabecera de ésta misma, en sus manos el periódico matutino.

–Buenos días, Hamish –lo saludó Sherlock con un tono sereno, aún con su vista fija en el periódico.

–Hmm-hmm –fue lo único que dijo el joven de cabello castaño, sentándose a la mesa, sirviéndose un tazón de leche y unas pocas tortitas, de las pocas que no se habían quemado. Con suerte, pensaba Hamish, en todos aquellos años su tío John y la amiga de su padre, Molly, los habían alimentado en algunas ocasiones, pues la comida de su padre era en pocas ocasiones algo que se pudiera ingerir.

–¿Has dormido bien? –le preguntó Holmes a su hijo mayor, extrañado en cierta parte por su poca participación en la conversación, aunque desde hacía varios años había comenzado a convertirse en un hábito–. Esta noche parecía que hablabas en sueños.

–He dormido bien –sentenció Hamish antes de tomar un trago del vaso de leche–: solo he tenido un mal sueño...

¿Una pesadilla? –Sherlock cerró el periódico: de pronto parecía preocupado, según pudo ver Hamish.

–Supongo –Hamish intentó cerrar el hilo de la conversación, pues ese tipo de conversaciones con su padre no eran habituales y no le era fácil dejar ver sus emociones, algo que, según su tío John, era heredado de Sherlock–. En fin, no importa.

–¿Vamos a ir a algún sitio hoy, Papá? –intervino Shirley, introduciendo un gran trozo de tortita en su boca–. Me encantaría visitar a los abuelos –comentó con una sonrisa suave, tras haber engullido el trozo de tortita. Los ojos azules-verdosos de Sherlock (los cuales habían heredado sus retoños) se posaron en su hija, un relámpago de dolor y desasosiego pasando por su rostro, algo que no pasó desapercibido por Hamish, quien arqueó una de sus cejas, curioso.

Aquella escena, aquel gesto de Sherlock, no era algo extraño para Hamish, pues había observado ese mismo relámpago de dolor anteriormente, como si la visión de Shirley le causara dolor y remordimiento a su padre. Lo único que lograba preguntarse el hijo del detective era... ¿Por qué? ¿Por qué le causaba esa reacción? No se lo explicaba: quizás tenía algo que ver con que Shirley fuera tan parecida a su madre...

–Por ahora no tengo planes de ir a ningún sitio, pequeña –le contestó al fin a su hija, tras desviar la mirada–. Pero si realmente quieres ver a los abuelos, no tengo problemas con que nos acerquemos un rato esta tarde –sus ojos se posaron entonces en la alianza de su mano izquierda con cierto pesar. A los pocos segundos carraspeó con cierta incomodidad, volviendo su vista al periódico–. Será mejor que os terminéis pronto el desayuno. Tendremos visita en...

...Un minuto –intercedió Hamish, dispuesto a ganar en aquella ocasión a su padre.

Ese hábito suyo de competir con las deducciones había comenzado desde que tenía recuerdos, algo que Sherlock encontraba ciertamente interesante. El joven Holmes había desarrollado una férrea actitud acerca de perder un reto, algo que no le gustaba nada, y algo en lo que se parecía mucho a su padre. Pensaba que, si no lograba conseguir respuestas sobre su madre, al menos podría tratar de ganar a su padre en las deducciones.

Mi querido muchacho, creo que aún te falta mucho por aprender –apostilló el detective con una sonrisa–: de hecho, nuestra visita llegará en unos cuatro segundos.

Y así, tal y como Sherlock había señalado en su deducción, el timbre de la vivienda sonó tras haber transcurrido esos preciosos cuatro segundos. Con una leve sonrisa de superioridad y ligera confianza, aquella sonrisa que no había exhibido desde hacía años, el detective asesor se levantó de la mesa, dejando el periódico de lado, caminando hasta la puerta principal de la casa, la cual abrió.

–Bienvenido, John –lo saludó el detective, encontrándose a su mejor amigo y padrino de su hijo, al mismo tiempo que a la hija de éste, Rosamund "Rosie" Watson, en la entrada.

–Buenos días, Sherlock –lo saludó el doctor rubio, percatándose al momento de lo demacrado que se encontraba su amigo desde aquella última vez que lo había visto–. ¿Cómo estáis? –preguntó con cierta cautela, pues su mejor amigo había sido categórico en lo tocante al tema de Baker Street, los casos, y por supuesto, la pelirroja de ojos escarlata.

Oh, ya nos conoces –dijo Sherlock–, los Holmes nunca nos aburrimos –sentenció, dejándolos entrar–. ¿Y tú cómo estás, Rosie? –preguntó, posando su mirada en la niña de 12 años de edad, quien le sonrió, pues quería mucho a su tío.

–Estoy perfectamente, tío Sherlock –replicó–. Deseosa de empezar el nuevo curso –apostilló, su mirada desviándose hacia el interior de la cocina, posándose en el joven de cabello castaño y ojos azules-verdosos–. Ho-hola Hamish... –lo saludó con algo de timidez.

Hola, Rosamund –sentenció el hijo del detective en un tono sereno, percatándose al momento de la timidez de su amiga de la infancia, así como del ligero rubor de sus mejillas.

Decir que Hamish era obvio a los sentimientos de Rosie por él, sería una mentira. El joven Holmes era terriblemente sagaz, por lo que era totalmente consciente de lo que la rubia parecía sentir por él. Claro que, al tratarse de un Holmes, se convenció a si mismo de que aquel enamoramiento pasaría pronto, como un destello de luz. Según él, era algo pasajero, algo que no trascendería en absoluto, pero cuan equivocado se encontraba... Rosie llevaba ya tiempo con un ligero enamoramiento hacia él, y ese sentimiento no había disminuido con los años. Si sus padres eran conscientes de ésto o no, era una absoluta incógnita.

–¿Cuántas veces te he dicho que me llames Rosie, Hamish? –preguntó la hija del doctor, caminando hasta la cocina, acercándose a la mesa–. Hola, Shirley –saludó a la pelirroja, quien hizo un ademán de saludo con la mano, mientras daba un trago al vaso de leche que sujetaba en la otra.

Unas 255 veces, si no mal recuerdo –replicó Hamish con cierta desgana, pues detestaba las discusiones u cualquier tipo de conversación tediosa a primera hora de la mañana–. Y con esta ya son 256 –apostilló, sonriendo de forma ladeada, algo que provocó que Rosie volviera a sonrojarse, pues en aquellos momentos realmente lo encontraba atractivo.

¡Eres incorregible, Hamish Holmes! –exclamó con cierto tono molesto, llevándose las manos a la cabeza. El detective asesor y John observaban la escena ciertamente divertidos.

Fue en aquel instante cuando el timbre del piso volvió a sonar, lo que hizo que Sherlock arquease una ceja, pues no se esperaba más intromisiones aquella mañana. Por su parte, Hamish recogió su desayuno y procedió a encaminarse a la puerta con una sonrisa confiada. Tras dirigir una rápida mirada a su padre, el joven Holmes carraspeó.

–De hecho, padre, yo no me refería a la visita del tío John y Rosie –comentó, usando la abreviatura del nombre de su amiga. Era una de las pocas veces en las que solía hacerlo, cuando quería fanfarronear–, sino a la clienta que acaba de tocar el timbre –finalizó, abriendo la puerta de su hogar, encontrándose frente a él una mujer joven, de unos 16 años de edad, de cabello negro, ojos oscuros, vestido rojo con zapatos a juego, y un collar voluminoso colgado del cuello. Parecía ser de ascendencia asiática–. ¿Buscas a Sherlock Holmes? –preguntó a la joven, quien asintió con vehemencia–. Pasa –indicó, haciéndose a un lado tras abrir por completo la puerta, dejando a la muchacha a la vista de su padre, quien frunció el ceño.

No –negó rotundamente, sin siquiera dar a la muchacha la oportunidad de abrir la boca–. No pienso aceptar el caso sin importar lo mucho que quiera pagarme o lo desesperada que esté –sentenció, el rostro de la joven tornándose pálido al momento.

–Pero Sherlock... –intentó interceder John.

No tengo interés en casos mundanos de suicidio, ni en escritores banales que han basado su identidad en una ya existente. Es una ofensa para mi carrera –se explicó con rapidez, provocando que por los ojos de su hijo pasase un destello de competitividad–. Vuelva cuando tenga un caso más interesante.

John apenas podía creer lo que estaba oyendo y viendo: Sherlock había vuelto a su anterior ser. Era aquella misma persona que no parecía sentir remordimiento por el daño que sus palabras y acciones pudieran causar en los demás, incluyendo a la familia biológica de la madre de Hamish y Shirley, a quienes desde hacía años había impedido ver a los niños. El doctor comprendía que no había forma en la que el detective asesor pudiera ahogar, soportar su dolor y su pena por la desaparición de su mujer, pero aquel extremismo no era algo que lo caracterizase. No era propio de él. Había cambiado demasiado, e incluso él debía admitir que estaba irreconocible. Parecía como si la existencia de la pelirroja hubiera sido solo un sueño, como si nunca hubiera sucedido...

La joven clienta agachó entonces el rostro, derrotada y sin ningún tipo de esperanza por convencer al gran detective. Dio unos pasos hacia la entrada del piso con aire apenado. Sin embargo, una voz la hizo detenerse, provocando que tanto John como el sociópata se sorprendiesen.

Entonces, si consideras que es un caso que no merece tu tiempo, yo lo resolveré.

Hamish –John no podía dar crédito a sus ojos, y por un momento, pareció que veía al antiguo detective asesor, a ese hombre que había conocido la más absoluta felicidad y que estaba dispuesto a resolver cualquier caso, siempre que ella lo acompañase.

–Permite que te ofrezca mi ayuda, ya que mi estúpido padre parece no querer entrar en razón –comentó, una sonrisa superior mostrándose en su rostro, al mismo tiempo que un imperceptible tic de molestia se hacía presente en el rostro de su padre–: me llamo Hamish Holmes. Yo resolveré tu caso.

A las pocas horas de aquel encuentro tan apresurado, Hamish se encontraba junto a Rosie y Shirley (la última había expresado su intención de acompañarlos tanto si querían como si no) en el segundo piso de un pequeño café, sentados en una mesa circular. Rosie llevaba en su mano su bloc de notas, dispuesta a detallar en su blog todos los casos a los que asistiera como ayudante del hijo de Sherlock, algo que solía suceder con bastante frecuencia, pues Hamish, al igual que su padre hiciera una vez con John, parecía necesitar cierta compañía que alabase sus deducciones y se prestase a seguirlo a todas partes, aunque claro, el joven Holmes encontraba la compañía de la rubia estimulante a la hora de hacer trabajar su mente, por lo que, que fuera su ayudante era una mera excusa para tenerla cerca en sus casos. Shirley observaba su alrededor con los ojos abiertos por la curiosidad. Según habían averiguado, la clienta que se había presentado en su piso venía en representación de una escritora llamada Aigasa Kurisu, quien era la auténtica clienta. Por lo visto, había organizado una sesión de lectura con el propósito de resolver un intrincado caso. En ese momento, escucharon el inconfundible sonido de pisadas que subían al piso en el que se encontraban: aparecieron entonces cinco personas más en la estancia.

Parece que al fin han llegado los demás –murmuró Hamish, sonriendo con suavidad.

–¿Qué hacen unos chiquillos como vosotros aquí? –preguntó un hombre de cierta edad, de cabellera rubia, bigote de dos días y ojos verdes. Vestía un atuendo formal. Su acento parecía ser una buena imitación del británico, pese a ser nipón–. Es una lectura privada.

–Hemos venido por invitación de la escritora, Aigasa Kurisu –sentenció Rosie en un tono sereno.

–Ya veo, de modo que también vosotros habéis sido invitados... –murmuró el hombre rubio–. Me pregunto en qué estará pensando ella –murmuró, antes de sonreír–. Un placer, me llamo Takeshi Owada, y estoy a cargo de la editorial Dream Japan –se presentó, antes de posar sus ojos en Rosie–. ¿Y dime, jovencita, quién eres tú?

–Me llamo Rosamund Watson. Soy la ayudante de Hamish –sentenció en un tono orgulloso. Pareció que el hombre la observaba minuciosamente sin que ella se percatase de ello, algo que hizo espetar a Hamish con cierto tono helado.

¿Está casado, no es así, Owada-san? –cuestionó, posando sus ojos en la alianza del hombre en su mano izquierda, usando el honorifico japonés para apelar a él–. ¿Ha venido solo?

–Sí –admitió Owada, de pronto nervioso por la mirada de ese muchacho que parecía ver a través de él–. Mi esposa está embarazada.

No parece muy contento, pensó Shirley, quien estaba observando a los recién llegados con curiosidad. “Apuesto a que Papá estaba muy emocionado cuando Mamá le dijo que íbamos a nacer... Solo me gustaría saber dónde está ella”.

–¿Ya estás intentando cortejar a otra jovencita? ¿Y además menor? –espetó una de las mujeres que había llegado a la estancia. Tenía el cabello de un color castaño-cobrizo recogido en una coleta. Sus ojos eran de color chocolate. Vestía un jersey de cuello alto de color azul además de unos pantalones granates y botas negras. Ella también parecía ser nipona debido a sus rasgos orientales.

Eres horrible –sentenció la otra mujer. Ella era de cabello corto, de color castaño claro y ojos verdes pálidos. Llevaba unos anteojos. Al igual que su compañera, vestía un polo de color violeta con pantalones blancos y deportivas–. Pervertido. Pederasta.

–¡Que duras sois, sabéis que estoy de broma! –exclamó Owada-san con una risotada.

–¿Podría presentárnoslas, Owada-san? –preguntó Hamish, sus ojos azules-verdosos posándose ahora sobre las dos mujeres.

Son las amigas de Aigasa desde bachillerato: Suzuka Hashimoto y Kumi Minamoto.

–Yo soy Suzuka –dijo la primera mujer de cabello castaño-cobrizo–. Encantada.

–Es un placer –murmuró Kumi en un tono algo retraído, observando a través de sus gafas a los muchachos que allí estaban.

–Saluda tú también, Hajime –Suzuka entonces tomó del brazo a otro de los hombres, uno en apariencia algo más joven que ella, de cabello negro y ojos azules. Vestía con una camisa blanca y pantalones de traje a juego con los zapatos de ante. Parecía algo nervioso por la reunión.

–Mucho gusto –se presentó el joven–. Me llamo Hajime Takebayashi.

Hajime es el fotógrafo personal de Aigasa Kurisu –sentenció Suzuka con evidente orgullo y cierta superioridad en sus palabras, lo que ya comenzó a molestar a Hamish, quien no soportaba a ese tipo de personas–. Se encarga de las sesiones de fotos y de la página web. Es un hombre estupendo.

–No es para tanto –intentó desviar la atención Hajime, pues tantos ojos sobre él lo ponían nervioso.

De modo que te has vuelto alguien importante, ¿eh? –apostilló el último invitado, un hombre de traje color lavanda, de cabello castaño y ojos verdes.

–Sr. Danniels, no se burle de mi...

–Soy Danniels, fotógrafo –sentenció el hombre con una voz serena, sentándose en una silla cercana con aire de agotamiento. Su acento era claramente americano–. Me encargo de las sesiones de fotos de Aigasa junto a Takebayashi.

–De modo que todos conocen a Aigasa –sentenció Rosie, apuntando todos aquellos nombres y datos en su bloc de notas–, de una forma u otra.

–Rayos... ¿Qué demonios quiere? –se escuchó la voz de un hombre, apareciendo éste a los pocos segundos en la estancia. Vestía con ropa casual: una chaqueta lisa a juego con el pantalón, ambos de color gris, además de una camisa blanca y zapatos de ante. Su cabello era de color castaño al igual que sus ojos, y su piel estaba ligeramente bronceada. Su acento marcado daba a entrever su origen: España.

–Ese hombre, entonces es... –comenzó a decir Shirley.

–No, pequeña. Por mi parte, no lo conozco –sentenció Owada. El recién llegado se sentó entonces en una de las sillas. No parecía querer estar allí.

–Soy Carlos Fernández –se presentó–. Soy detective.

–¿Detective? –cuestionó Danniels–. ¿Qué hace un detective en una sesión de lectura?

–Eso quiero saber yo –sentenció Carlos–. Aigasa Kurisu contrató mis servicios para realizar una investigación, pero no me pagó –comentó–. Me dijo que viniera a ésta lectura.

–¿Se puede saber la razón? –se sorprendió Hajime, pues parecía que todos ellos habían sido invitados a aquella lectura con un propósito desconocido.

En aquel preciso instante se escucharon pasos que provenían del piso inferior, los cuales se dirigían a su posición, subiendo las escaleras.

–Va a empezar –fue lo único que dijo Hamish, su voz envuelta en un halo de misterio.

–Parece que ya están todos aquí –sentenció la mujer vestida de rojo, la misma mujer que se había presentado en el hogar de los Holmes, una vez hubo subido las escaleras.

Una vez re-colocaron las mesas, posicionaron las sillas en un circulo, para así comenzar con la lectura, y por tanto, con el caso que había interesado a Hamish. La mujer vestida de rojo sujetaba en sus manos un pequeño libro, aún colgando de su cuello aquel collar.

–Empecemos entonces la sesión de lectura del alma de Aigasa Kurisu –sentenció la morena–. Leeré yo, Kana Inoue, la hermana menor de Rika Inoue.

¿Rika Inoue? –se extrañó Shirley, pues no recordaba haber escuchado ese nombre con anterioridad. Con los ojos curiosos, observó a su hermano mayor.

–Es el nombre real de Aigasa Kurisu –sentenció Hamish en un tono suave, comenzando a explicárselo a su hermana–. El seudónimo viene de Agatha Christie, de ahí que nuestro padre no quisiera investigar este caso –concluyó, revolviendo el pelo ligeramente a la pelirroja, quien sonrió, satisfecha por la respuesta.

Tras abrir el libro en una página concreta, Kana comenzó a leer.

«Aquel día me asesinasteis» –con esa única y primera frase, los rostros de todos los invitados, a excepción del detective, los Holmes y Rosie, palidecieron de pronto–. «Yo no me suicidé. Alguien me mató» –con cada palabra todo parecía volverse más tétrico. Ya ni siquiera parecía una inocente sesión de lectura–. «Y el culpable... Es uno de los aquí reunidos» –finalizó Kana, cerrando el libro.

La tensión en el ambiente podía cortarse con un cuchillo en aquel instante. Hamish sonrió, pues claramente, su padre había sido un estúpido por dejar escapar un caso tan interesante y prometedor. Además, el joven parecía comenzar a entrever el auténtico propósito de aquella reunión, que no era otro que el castigo.

–Kana, esto es una broma de muy mal gusto –sentenció Owada tras unos segundos de silencio.

–Estoy de acuerdo –concedió Suzuka–. ¿No hemos venido para celebrar que Rika se ha recuperado?

Sr. Holmes, permita que se lo explique –comenzó Kana, el apellido del joven causando un inmediato aunque imperceptible pánico en los rostros de los conocidos de Rika, incluso en Carlos, quien conocía las historias de Sherlock Holmes–. Una noche de luna llena hace un mes, mi hermana intentó suicidarse en el apartamento donde trabaja –comenzó–. Por suerte, o por desgracia, un nudo se deshizo, y sobrevivió gracias a que unos árboles mitigaron al caída –continuó–. Como dejó una nota, pensé que realmente había intentado suicidarse. Pero cuando despertó, mi hermana me dijo lo siguiente: «¡Yo jamás me suicidaría! Alguien ha intentado matarme» –recitó con voz serena, antes de desviar su mirada hacia las dos amigas de Rika, quienes aún continuaban pálidas–. Suzuka y Kumi estaban allí el día que sucedió –las acusó, antes de posar su mirada en los dos fotógrafos–. Danniels y Hajime la llamaron antes de que se suicidara –continuó sin siquiera pestañear–. Y Owada y Carlos tenían problemas personales con ella –sentenció, antes de volver su vista al hijo del detective asesor–. Mi hermana cree que uno de ellos lo hizo.

–Espera un momento –intercedió Carlos–: fue ella quien no me pagó a mí. Yo soy una víctima.

–Kumi y yo fuimos a verla porque estábamos preocupadas –sentenció Suzuka rápidamente.

–Nosotros no teníamos motivo para hacerlo –sentenció Danniels con seriedad, tratando de aparentar que aquel asunto no lo ponía nervioso, y más ahora que todos sabían quién se encontraba entre ellos, listo para resolver el caso.

–Es cierto que discutíamos por el trabajo –comenzó Owada–, pero jamás la mataría.

¿Acaso Rika vio al supuesto culpable? –espetó Kumi de pronto ofendida, algo airada.

–No, pero no hay duda de que alguien la empujó –sentencio Kana con un tono que no admitía réplica. Sin embargo, aquella respuesta no pareció satisfacer a Kumi, quien se apresuró en cuestionarla.

¿Y por eso nos tratas como a asesinos? No puedo creerlo.

–Sí –afirmó Kana–. Y por eso ha hecho venir a Hamish Holmes, quien es bastante conocido por ser un respetado detective, hijo del detective asesor más famoso de Inglaterra, Sherlock Holmes.

Aquellas palabras provocaron de nuevo un gran pánico entre los asistentes.

–Como te he dicho, acepto el caso, Kana –sentenció Hamish, cruzándose de brazos–. Sin embargo, si resuelvo este caso, quiero que difundáis que no soy como mi padre. Yo no trabajo como él ni resuelvo los casos como lo hace él. Yo soy yo. No mi padre... Y soy incluso mejor detective que él.

Mira quién es ahora el señor delirios de grandeza... En cuanto a su ego, está claro que es igualito al tío Holmes”, pensó Rosie, suspirando con pesadez.

Hamish es igual que papá. Tiene esa misma mirada decidida cuando tiene un nuevo caso”, pensó la pequeña de cabello pelirrojo con una sonrisa orgullosa en su rostro. Adoraba presumir de lo listo que era su querido hermano mayor.

–Comencemos, sin más dilación –sentenció Hamish, dando inicio oficialmente al caso de Aigasa Kurisu.

A los pocos minutos de decir aquellas palabras, el joven detective en ciernes estaba junto a Kana, Rosie y Shirley, entrevistando uno por uno a los sospechosos del intento de homicidio. El joven estaba más que decidido a resolver aquel caso para demostrar que era mejor incluso que su padre.

–¿Podría decirme dónde estuvo la noche del incidente, Srta. Suzuka? –preguntó a la mujer.

–Esa noche fui al apartamento de Rika con Kumi –contestó con seriedad–. Estábamos preocupadas porque últimamente había perdido la cabeza.

¿Cómo que había perdido la cabeza?, se preguntó Rosie, dejando de escribir en su bloc de notas por unos segundos, hasta que la voz de Hamish la sacó de sus pensamientos.

–Tenía relación con el Sr. Owada, ¿me equivoco?

–Vaya, ¿lo sabes? –se sorprendió la mujer, pues no era común encontrarse a alguien con una perspicacia tan asombrosa.

–No ha sido difícil –sentenció el joven detective en ciernes, sus ojos azules-verdosos brillando con intensidad por aquella oportunidad para fanfarronear–: tenían problemas personales, ¿y que mayor problema personal que su matrimonio?

–Sí, pero Rika no puede quejarse –dijo Suzuka, con una voz desprovista de empatía–: se enamoró ella sola y enloqueció por ello.

–Ya veo –Hamish entrecerró los ojos por una milésima de segundo: esa mujer no lo agradaba en lo absoluto–. ¿Podría decirme cómo conoció a Rika?

Coincidimos como bibliotecarias en bachillerato –replicó la joven de cabello castaño-cobrizo–. Somos totalmente distintas, pero nos hicimos amigas porque nos gusta la lectura.

¿Siguieron en contacto tras la graduación? –cuestionó Rosie, dejando Hamish que ella tomase parte en la conversación.

Suzuka negó con la cabeza.

–No. Nos separamos –les aseguró–. Nos re-encontramos antes de que Rika ganase el premio novel como escritora.

–¿Por qué?

–Porque iba a publicar una novela antigua y quería que la revisáramos. Desde entonces nos vemos a menudo.

–¿Que fue lo que pensó cuando Rika ganó el premio novel? –preguntó Rosie, provocando que una sonrisa apareciese en el rostro de Hamish: era una buena línea de indagación.

Ante aquella pregunta, Suzuka hizo un leve parón, no hablando por unos segundos, lo que bastó para que las sospechas de Hamish se confirmasen de lleno.

«Felicidades», supongo.

–Entiendo. Eso es todo –la despidió Hamish–. Gracias por su colaboración.

Tras despedir a Suzuka, Hamish indicó que la siguiente debía ser Kumi. Al hacerle la misma pregunta sobre dónde se encontraba la noche del incidente, pareció adoptar una actitud defensiva.

Suzuka ya te habrá dicho que fuimos a ver a Rika a su apartamento.

–¿Cómo se conocieron? –preguntó Rosie, recibiendo una mirada desaprobante por parte de Kumi.

Pensaba que me iba a hacer las preguntas el Sr. Holmes, no su novia –sentenció la mujer con anteojos, negándose a contestar. Aquello hizo ruborizar a la rubia con rapidez, avergonzada.

Fue ese el momento en el que Hamish intervino.

Rosie es mi ayudante, y tiene el perfecto derecho a hacerle las preguntas que considere relevantes para la investigación –sentenció en un tono algo molesto, pues para bien o para mal, era su amiga de la infancia y no toleraba que nadie la tratase con desprecio–. Su criterio es tan bueno como el mio, y ahora, conteste a la pregunta, Sra. Kumi.

–Eramos bibliotecarias –sentenció con reticencia, de nuevo adoptando una actitud defensiva.

–Sí –afirmó Hamish, una sonrisa confiada apareciendo en su rostro al mismo tiempo que sus ojos se entrecerraban–. Eso es lo que hizo que empezasen a escribir, ¿no? –Aquella pregunta pareció tomar por sorpresa tanto a Rosie como a Kumi, quienes lo observaron con asombro. Shirley por su parte parecía también haberlo comprendido.

Pero Suzuka no nos ha dicho nada de eso... Ah, conozco esa sonrisa: es algo que ha deducido. Si surte efecto, nos revelará algún detalle importante para la investigación”, reflexionó Rosie mientras apuntaba en su bloc de notas las preguntas y respuestas.

–¿Suzuka también te ha contado esto? –preguntó Kumi, algo compungida–. Éramos muy jóvenes. Como ya sabrás, lo hacíamos fatal: Suzuka ideaba buenos personajes, pero el argumento era inmaduro; a mi me gustaba pensar en trampas, pero nunca acababa una historia; Rika era la mejor, pero no escribía historias muy interesantes.

Que crítica”, pensó Rosie con cierto sarcasmo.

–Me sorprendí al ver la entrevista al aceptar el premio –admitió.

¿Qué quiere decir? –cuestionó Shirley, intercediendo de pronto en la conversación, pues estaba deseosa por ayudar a su hermano y a la amiga de éste. Kumi la observó con cierta ternura por su inocencia.

–Quiero decir, pequeña, que Rika es muy discreta.

–¿Ah, sí? –se sorprendió la pelirroja.

–Mirad –Kumi entonces les mostró una fotografía de su teléfono móvil: era de una joven de cabello negro largo hasta la cintura, vestida con un traje victoriano de un cierto estilo lolita.

–Parece otra persona... –murmuró Rosie.

–¿En serio? Yo puedo verla a ella perfectamente. Está claro que es ella –sentenció Holmes, provocando que ambas mujeres lo miren, sorprendidas–. ¿Quién planea su vestuario?

–Creo que Hajime, el fotógrafo –supuso la mujer de anteojos.

–Sí. Aigasa y yo diseñamos los trajes para las sesiones de fotos –admitió Hajime una vez lo hubieron hecho pasar a la pequeña habitación. Parecía incluso más nervioso que sus otros compañeros, como si tuviera algo que esconder.

Son muy llamativos –apuntó Rosie–. ¿Por qué se decantaron por ese estilo?

–En una entrevista rompió a llorar porque no quería aparecer así en una revista.

–¿Por qué? –intercedió Hamish.

–Mi hermana sufrió acoso hace tiempo –contestó Kana, su voz llena de dolor y pena–. Creo que no quería que la gente la viera como era antes.

–Por eso elegimos un estilo que combinase con sus obras –afirmó Kana–. Además, esos trajes sirven como disfraz.

–¿También ideó usted el traje del día del incidente?

–Así es, Sr. Holmes. Lo decidí junto a Aigasa.

–Comprendo –Hamish parecía mantener en su mente todas y cada una de las palabras que le habían dirigido los sospechosos–. Hábleme de la noche del incidente.

–Esto... Si no recuerdo mal... –comenzó, nervioso.

¿No lo recuerda bien? –presionó Hamish con un tono irónico, como si se tratase de un león que acababa de arrinconar a su presa.

–No, qui-quiero decir... Ese día íbamos a tomar las fotos para la página web, y fui a apartamento con el Sr. Danniels –contó–. Ahora que lo recuerdo, el Sr. Danniels la llamó dos veces: la primera para confirmar el tema de la sesión de fotos, la segunda para confirmar la hora.

–Así es, la llamé en dos ocasiones –afirmó Danniels, tras entrar a la estancia, siendo cuestionado por Rosie.

Aquello parecía corroborar la versión de Hajime, pero no dejaba sin embargo, de ser demasiado sospechoso. Había demasiadas coincidencias, incuso para la pequeña pelirroja, quien tenía la corazonada de que no todo era tal y como lo estaban contando.

–Oh, ya veo... –murmuró Hamish, como si estuviera pensando en algo que no comprendía.

–¿Qué pasa? ¿Es que Hajime ha dicho algo distinto? –preguntó, de pronto tenso.

–No. Ha dicho exactamente lo mismo –sentenció Hamish.

Que de entrada, considerase la posibilidad de que sus versiones no fueran las mismas, no me deja ninguna duda acerca de la autentica naturaleza de éste caso”, pensó el joven de cabello castaño y ojos azules-verdosos.

–Bien –suspiró aliviado el sospechoso.

–Por cierto, ¿mantenía una relación personal con Aigasa? –cuestionó el hijo de Sherlock de pronto, su voz y su pregunta desprovistos completamente de decoro y tacto.

¡Hamish! –le llamó la atención la rubia.

–Yo no –negó Danniels–. A Aigasa parecía gustarle Hajime, e insistía en que fuéramos a comer todos juntos.

–Yo también creo que Aigasa sentía algo por Hajime –sentenció Owada una vez fue su turno para ser interrogado–. Fue horrible cuando Hajime empezó a salir con Suzuka –les contó–: dijo que no escribiría más. Me costó mucho trabajo consolarla.

Consoló a Rika cuando estaba desesperada, y ella se enamoró de usted –Hamish apenas había necesitado información para atar aquellos cabos. Owada abrió los ojos como platos, pues no se esperaba esa deducción. Palideció al momento–. ¿Se percató de ello? ¿De su enamoramiento?

–Ligeramente –admitió Owada–. Pero no pretendía corresponder su afecto. No, después de lo que pasó.

¿Acaso pretendía corresponderla? ¡Si está casado!, pensó con ira la hija del doctor, apretando la mano en la que sujetaba el bolígrafo con el que apuntaba todo en su bloc de notas. Hamish se percató de ello y posó una mano en su hombro, logrando que ella comenzase a calmarse lentamente.

–¿Qué pasó? –continuó el joven detective en ciernes.

–Vino a la editorial y enloqueció al enterarse del embarazo de mi esposa.

–¿Y esa fue la razón por la cual cambió de apartamento?

–¿Cómo ha...? –se sorprendió Owada.

Elemental –sentenció Hamish–: sus manos tienen ligeros cortes y moratones, claramente de cargar pertenencias pesadas y objetos delicados. Un trabajo para el que no está preparado. De igual manera, parece algo encorvado al estar sentado, lo que me hace pensar que al cargar con un gran peso, su espalda le ha pasado factura, provocándole un gran dolor en la zona lumbar –explicó con rapidez–. ¿Me he equivocado en algo? –preguntó, no dejando siquiera que Owada replicase–. No, ya sé que no, pero me gusta escucharlo.

Discúlpelo, a veces tiene el ego por las nubes –intercedió Rosie.

–Bu-bueno, tiene razón, Sr. Holmes. Esa es la razón por la cual cambié de apartamento –admitió–. Intenté solucionarlo y...

Pidió ayuda a las señoritas Suzuka y Kumi, las amigas de Rika –finalizó por él Shirley, quien, al igual que su hermano, parecía haber visto los entresijos del caso con claridad.

–Sí –afirmó, algo descolocado por el hecho de que una niña de nueve años fuera capaz de comprender aquel caso y de razonar como lo hacía ella–. Desde entonces les pedí consejo varias veces.

–Entiendo. Eso es todo –concluyó Hamish, cruzándose de brazos, observando de reojo cómo Owada se marchaba de la estancia.

¿Qué opinas, Hamish? –le preguntó Rosie, repasando sus apuntes.

–Pues ahora solo falta...

¡Tenemos problemas! –exclamó Kana. Quien había ido a buscar al último sospechoso. Había subido corriendo por las escaleras. Estaba sin aliento.

–¿Qué sucede?

Kana ni siquiera tuvo fuerzas para responder, por lo que únicamente hizo un gesto hacia la ventana. Cuando Hamish y Rosie se asomaron a ella, observaron cómo el detective, Carlos, montaba en su motocicleta, dispuesto a marcharse de allí mientras murmuraba «no aguanto ésta farsa». Hamish logró llegar rápidamente a su lado, evitando que encendiese el motor del vehículo.

–Antes de que se marche, déjeme hacerle una única pregunta.

–No puedo hablar de sus encargos, muchacho, Protejo la confidencialidad de mis clientes.

Aigasa le encargó dos trabajos –sentenció, pues con toda la información que habían reunido, era suficiente para dar carpetazo final a todo. Solo necesitaba unos últimos datos–. Investigar el pasado de los asistentes de hoy: la primera vez, de dos. La segunda, de uno –le indicó, logrando sorprender a Carlos.

–Realmente eres un Holmes... –murmuró el hombre–. Lo siento muchacho, pero incluso siendo quien eres, ni puedo decirte nada.

–No será necesario –negó Hamish–. Con esto es suficiente. Muchas gracias –entonces observó cómo Carlos encendía el motor, desapareciendo por la carretera. En ese instante, Rosie apareció a su espalda junto a Shirley y Kana–. Ya tengo todo lo que necesito.

Entonces... –Rosie sentía de nuevo aquella emoción. Aquella emoción que la embargaba cada vez que Hamish daba a conocer la resolución de un intrincado caso.

Ha llegado la hora de que acabe el juego –sentenció con confianza.

Una vez reunieron a todos los sospechosos menos a Carlos en la misma estancia de su primer encuentro, todos se sentaron alrededor de una mesa circular, frente a ellos encontrándose los Holmes, Rosie y Kana, quienes los contemplaban silenciosos. La primera persona en romper aquel incómodo silencio fue Kumi.

–¿De verdad sabes quién lo hizo?

–Es mi hipótesis sobre lo que ocurrió –la corrigió con calma–. No tengo pruebas.

–No importa. Explíquelo, por favor –rogó Kana.

–De acuerdo –afirmó Hamish–. Antes de desenmarañar este caso, ¿podrías contarnos qué decía la nota de suicidio de Rika, Kana?

–Pero...

La nota era una confesión, ¿cierto? –supuso–. Por eso creíste que tu hermana se había intentado suicidar –sus ojos azules-verdosos se posaron entonces en la hermana menor de la escritora. La joven de cabello moreno pareció quedarse momentáneamente sin habla ante esa penetrante mirada.

«Yo, Aigasa Kurisu, he engañado a mis lectores. Mis historias no las escribía yo».

De modo que habla de un escritor fantasma”, pensó Shirley, quien conocía el término por alguno de los casos de su padre, además de diversas revistas y diccionarios.

–¡No puede ser verdad! –exclamó Kana, levantándose y golpeando la mesa con las palmas de sus manos–. Vi de primera mano lo mucho que se esforzaba mi hermana. Tiene que ser un error.

–Por desgracia, Kana, yo creo que es cierto.

–¡Pe-pero Sr. Holmes...!

–Sin embargo –no la dejó continuar–, no es toda la verdad: probablemente sean solo dos tercios.

–¿Qué quieres decir, Hamish? –preguntó Rosie.

Aigasa Kurisu era un anagrama –comentó Shirley, quien recibió una mirada orgullosa de su hermano mayor– de Rika, Suzuka y Kumi, quienes admiraban a Agatha Christie. Originalmente, era un seudónimo para las tres, ¿me equivoco? –preguntó con inocencia, logrando petrificar a las dos mujeres que habían sido mencionadas.

–Exacto, querida hermanita –afirmó con dulzura–. Añadieron una “i” en Aigasa, porque hay una en sus tres apellidos. Kurisu se formó con la primera sílaba de sus nombres –explicó con serenidad–. Escuchen mi teoría teniendo en cuenta esto –les pidió, antes de comenzar su explicación–: cuando Rika ganó el premio, Suzuka y Kumi debieron alegrarse de corazón. Imagino que aquella época fue la más hermosa y prolífica. Pero Rika empezó a ganar dinero, y la relación empezó a distorsionarse cuando las otras dos dependían de ella. Rika se sentía culpable por usar una idea conjunta para el premio, y se obsesionó on que sería una esclava de las otras dos para siempre –continuó–. Todo fue cuesta abajo cuando Suzuka comenzó a salir con Hajime. Sus emociones explotaron –su voz parecía estar ligeramente teñida de compasión y tristeza–. Rika contrató entonces a un detective, Carlos, para que investigase el pasado de las otras dos. Suzuka y Kumi se enfadaron, lógico, supongo, y la relación empeoró aún más. A cuenta de ésto, Rika dejó de escribir y fue consolada por el Sr. Owada –su mirada se posó en el hombre en cuestión–: para usted era la gallina de los huevos de oro. No podía perderla tan fácilmente, ¿cierto? Lo sedujo con palabras para que se enamorase de usted y se recuperase. Pero la intuición femenina es aterradora... Y lo digo por propia experiencia –comentó, dando una mirada de reojo a su amiga de la infancia, antes de volver a posarla en el hombre de cabello rubio–. Rika sospechó de sus acciones y encargó otra investigación. Así, descubrió que tenía una prometida, que además estaba encinta –su voz continuaba queda, calmada–. No es de extrañar que enloqueciera de ira una vez más. Entonces, el Sr. Owada se acordó de las amigas de Rika, Suzuka y Kumi, y les pidió ayuda. Imagino que fue entonces que le revelaron que Aigasa Krisu era un seudónimo compartido. Fue en ese momento cuando usted tuvo una idea diabólica.

–¿Una idea diabólica, Mish? –cuestionó Shirley.

No querrá decir que..., comenzó a pensar Rosie.

Si Aigasa Kurisu se suicidaba y se revelaba que había un escritor fantasma, sería aún más popular que la propia Rika.

–¡Pero eso significaría que...! –exclamó Rosie, no dando crédito.

–Exacto, Rosamund –afirmó Hamish. Ella fue a replicar, pero al ser tan seria la situación, optó por callar–: el Sr. Owada planeó matar a Rinka y hacer que pareciera un suicidio –comenzó, antes de aventurar–. Imagino que la que se ensució las manos fue Suzuka o Kumi. Hajime fue el que ideó el crimen, claramente influenciado por Suzuka. Danniels presenció el crimen, pero ha testificado lo mismo que Hajime porque no quería verse implicado –sus acusaciones parecieron tocar una fibra sensible en los sospechosos, quienes a cada segundo estaban más pálidas–. En otras palabras... Sr. Hajime, Sr. Danniels, Sr. Owada, Srta. Suzuka y Srta. Kumi. Estos cinco estuvieron involucrados en el incidente directa o indirectamente –concluyó.

–¡No digas tonterías! –exclamó Kumi, su voz de pronto rebosante de desesperación.

–¡Eso! ¡No tienes pruebas! –la secundó Owada.

–¿Es eso lo que quieren? ¿Pruebas? –el tono de voz de Hamish ahora era severo, lleno de desprecio por sus acciones–. Entonces, será mejor hablar con la víctima –una sonrisa casi sádica cruzó su rostro, presenciando la desesperación que inundó las miradas de los acusados en cuanto Rika apareció en la estancia.

Saludos, señoras y señores –saludó Rika, ataviada con su usual atuendo al estilo victoriano.

–¡Rika! –exclamó Kumi.

–¿Qué...? –Suzuka apenas podía creer lo que veían sus ojos.

–Os he estado observando a través de la cámara del collar de Kana –sentenció la escritora–. Hamish Holmes, he de admitir que estoy sorprendida. Veo que tu excelente reputación te precede... Y déjame decirte que no tienes nada que envidiarle a tu padre. Eres prodigioso siendo quien eres –lo alabó, provocando que Hamish haga una leve inclinación.

–Al más puro estilo de las novelas de Agatha Christie, Asesinato en el Orient Express, todos son culpables, pero en ésta ocasión, a diferencia de Hercule Poirot, no puedo ignorar lo que ha sucedido –comentó el detective en ciernes, tecleando con su teléfono móvil a su espalda–. En cuanto a ti, Rika, ¿qué harás ahora que sabes la verdad? –preguntó el detective con un tono serio, tras erguirse, su rostro severo.

–Veamos... –comenzó a decir Rika, antes de sacar un arma de su funda, apuntándola al Sr. Owada.

¡Hermana! –exclamó Kana.

Toda la estancia se tensó, todos entrando en pánico. Todos, excepto Hamish, quien ya había deducido la situación, por lo que se encontraba tranquilo. Shirley, observando la actitud calmada de su hermano mayor, tampoco entró en pánico, pues confiaba en sus instintos. Rosie se percató al momento de la sonrisa misteriosa de Hamish, por lo que se relajó levemente.

Creo que una pistola es la mejor forma de suicidarse. Sangre roja en el arma negra, Es bello –continuó Rika, su voz llena de serenidad, como si lo que estaba a punto de acontecer no fuera una atrocidad–. Pienso teñiros de ese hermoso color. Y entonces moriré yo también.

–¡Espera! ¡Yo solo lo planeé! –exclamó Owada, cayéndose de la silla, aterrorizado–. ¡No hice nada malo!

–¡Yo tampoco me disculparé! –exclamó Kumi–. Contrataste a un detective para que hurgase en mi pasado. ¡No pienso perdonártelo!

–¡Eso! ¡Mátala a ella, que es quien te empujó! –acusó Owada, señalando a Suzuka, en un fútil intento por salvarse.

–¡Eres de lo peor! –se asombró Suzuka–. ¡Dijiste que sería la nueva Aigasa Kurisu si te obedecía! –exclamó, revelando parte de la maraña de mentiras que se había tejido entre aquellas cinco personas–. ¡Por eso lo hice!

–No seas tonta. Era una treta –admitió Owada.

No puede ser... –Suzuka parecía que iba a desmayarse. Todo se estaba revelando poco a poco, todos arremetiendo contra los otros.

–Tú jamás podrás estar al nivel de Rika –negó el jefe de la editorial Dream Japan–. Ya tengo a otra escritora preparada –admitió, dejando claro que en efecto, él había sido el cerebro de la conspiración.

–Eres lo más rastrero del mundo –lo acusó la de cabello castaño-cobrizo–. No debí acostarme contigo solo porque Rika te quería –admitió, sorprendiendo a su pareja–. ¡Tú lo tenías todo! –espetó a Rika–. ¿¡De qué te quejas!?

Suzuka, dime que es mentira –rogó Hajime, quien ahora apenas podía controlar el temblor de su voz debido al shock.

–¡Cállate! ¡Cierra el pico! –le gritó la mujer de cabello castaño-cobrizo.

Esto es un infierno”, pensó Rosie, aislando a Shirley de la discusión, abrazándola contra ella.

–Se acabó. Morid –les exhortó la escritora de novelas de misterio, apuntando su arma a Owada. A los pocos segundos, apretó el gatillo. Rosie se abrazó a Hamish, presa de un ligero temor.

Menos mal que no nos hemos ensuciado –suspiró Hamish, observando que el arma de Rika en realidad se trataba de una réplica de paintball, tal y como había deducido anteriormente.

–Es un arma de juguete, idiota –le indicó Rika a Owada, quien extrañado, se frotaba la frente–. Solo quería saber qué pensáis realmente –confesó–. He grabado todo lo que ha sucedido hoy. Ya pensaré si os denunciaré a la policía o no, aunque al final, quizás opte por que me aconseje el Sr. Holmes –comentó, observando de reojo al detective en ciernes de cabello castaño–. Ahora podéis marcharos.

Tras unas pocas horas, Scotland Yard llegó a la cafetería en la cual se había orquestado aquel caso disfrazado de lectura. Con el material que Rika había recopilado y las declaraciones de Hamish, Shirley y Rosie, el Inspector de Scotland Yard, Greg Lestrade detuvo a esas cinco personas, acusadas de tentativa de homicidio, difamación y tortura psicológica. En cuanto llegaron al piso de los Holmes, Sherlock y John los esperaban allí, expectantes. Aunque era evidente por las sonrisas en sus rostros que Lestrade les había comunicado la resolución del caso. De igual manera, la mirada orgullosa de John enterneció tanto a Hamish como a Rosie, aunque el primero ni siquiera dejó entrever que se sentía halagado por aquel gesto. Mientras los muchachos contaban a sus padres cómo habían resuelto el caso (o mejor dicho, como Hamish había resuelto el caso), Sherlock por un instante pareció perdido en sus pensamientos, los recuerdos de una época feliz regresando a él.

Y pensar que hace unos años Cora, tú y yo estábamos resolviendo crímenes... Se parecen tanto a nosotros que es ciertamente halagador. La Sra. Hudson no deja de llamarme para que vayamos a verla a Baker Street –comentó, captando la atención inmediata de los niños y provocando que el rostro de Sherlock fuese pasto de la ira.

–Niños, subid arriba –sentenció Sherlock, tratando de gobernar su tono de voz, pues no deseaba mantener la que seguramente seria una acalorada discusión, frente a ellos.

–Pero Papá... –comenzó Shirley.

¡ARRIBA! –exclamó, cerrando los puños–. ¡YA!

Los niños salieron casi despavoridos al piso de arriba, pero se detuvieron nada más subir unas pocas escaleras, pues su curiosidad era más grande que su cumplimiento de las normas.

¡Te dije que no debíamos mencionar de nuevo aquel maldito lugar! –exclamó el sociópata, levantándose del sillón en el que se encontraba sentado. Aquel estallido sobresaltó a Shirley, quien comenzó a temblar–. ¡No vuelvas a hablar sobre ella, sobre el piso ni sobre el pasado! –exigió–. ¡El pasado está muerto, John! ¡Muerto! ¡Lo que se ha perdido no se puede recuperar!

¡Y tú no puedes darle la espalda a tu pasado, Sherlock! –exclamó John, levantándose también del sillón, encarando a su amigo–. ¡Baker Street siempre ha sido parte de nuestra vida, y de la vida de nuestros hijos! –le recordó, Rosie sintiendo que sus ojos se llenaban de lágrimas lentamente: no soportaba esa clase de disputas–. ¡No tienes derecho a ocultarles nada sobre el piso, ni sobre quién era su madre! –le espetó–. ¡Tus hijos te necesitan, Sherlock, y lo único que haces es resolver casos para no tener que enfrentar la realidad de que Cora ya no estará ahí! ¡Sé lo mucho que duele, Sherlock, lo sé! ¡Pero tienes que aprender a pasar página de una vez por todas!

En aquel instante, Hamish sujetaba a su hermana contra él, pues temblaba de miedo. Rosie por su parte se mantenía junto a su amigo de la infancia, sujetando una de sus manos con suavidad, como si quisiera darle ánimos. Contadas eran las ocasiones en las que los niños Holmes habían visto a su padre tan airado, discutiendo a voz tal alzada, con el rostro enrojecido. Sin embargo, el mayor de los hermanos no podía decir que no aprobase que su tío John hubiera decidido intervenir, pues consideraba que, como hijos, tenían derecho a saber sobre el pasado y sobre su madre.

–¡No te atrevas a decirme cómo tengo que criar a mis hijos! –exclamó el detective asesor–. ¿¡Qué te hace pensar que sabes lo que siento!? ¿¡Que comprendes mi sufrimiento!?

Sé exactamente lo que se siente al perder a una persona amada, Sherlock... Perder al amor de tu vida –comenzó a decir John, el rostro de Sherlock pasando gradualmente de la más absoluta ira al remordimiento, pues sabía a quién se refería su amigo: a Mary–. Y sé exactamente lo que estás haciendo. Lo que te estás haciendo a ti mismo: ocultarlo no hará que desaparezca el dolor, y negar que alguna vez haya existido, no evitará que Hamish y Shirley quieran saber acerca del pasado, acerca de ella –argumentó con una voz más calmada–. No limites a tus hijos a un fantasma que no pueden ni podrán comprender...

Sherlock se mantuvo en silencio, avergonzado y apenado por sus propias palabras y sus actos. John tenía razón: no podía seguir dándole la espalda al pasado, ya que eso no lo haría desaparecer, pero de la misma forma, él debía encontrar la manera de lidiar con el dolor, de aceptar que ella no iba a volver. Después de tantos años desaparecida, era imposible. Incluso aunque le doliese, sabía que al menos les debía unas cuantas respuestas a sus hijos... Debía hablarles de Cora. De su madre. Tras suspirar de forma pesada, Sherlock fijó su vista en la escalera, antes de hablar, su voz notándose casi quebrada, como si estuviera a punto de llorar por todas aquellas emociones que lo invadían.

Hamish, Rosie, Shirley –los llamó–. Venid aquí –les indicó–. Sé que estáis en las escaleras. Venid. Os aseguro que no estoy enfadado.

Los pequeños se dejaron ver a los pocos segundos, siendo la pelirroja la primera en correr hacia su padre, abrazándolo con lágrimas en los ojos.

Ya pasó, pequeña –intentó calmarla, abrazándola con cariño, acariciando su espalda con suavidad–. Ya pasó...

–No vuelvas a gritar así, Papá –dijo su hija menor entre sollozos–. Me has asustado...

–Te lo prometo –dijo él en una voz suave–. Lo siento mucho, mi niña... –se disculpó, posando su mirada en Rosie y Hamish, quienes continuaban algo nerviosos–. Lo siento mucho, chicos –se sinceró, extendiendo la mano que no tenía sujeta a Shirley hacia su hijo, quien al principio la observó, reticente.

Rosie por su parte, corrió y se abrazó a su padre.

Hamish –lo llamó el sociópata, siendo aquel tono de voz uno que el niño no estaba acostumbrado a escuchar: no era seco, demandante, airado ni indiferente. Era afectuoso.

Por primera vez en años, el pequeño de cabello castaño se abrazó a su padre, dejando de un lado su rencor interno hacia él. Dejando que el afecto que su padre le profesaba lo envolviese como una sábana de protección y calidez, sintiéndose por primera vez desde que tenía memoria, a salvo de todo mal. Sabía que, aunque aún sintiera resentimiento hacia su padre, éste seguía preocupándose por Shirey y por él. El padre que tanto los quería continuaba en su interior, aunque estuviera sepultado por una losa de duelo.

Tras unos minutos de una conmovedora escena familiar, Shirley se atrevió a preguntar:

–Papá, ¿podemos ir allí? –su voz era aún algo temerosa–. Quiero ver a la Sra. Hudson.

–Shirley, yo...

Por favor –rogó ella mientras ponía sus ojos como los de un cachorro abandonado–. Porfi...

Sherlock sonrió con suavidad, y Hamish supo que ni podía negarse. Su padre, para bien o para mal, siempre había tenido cierta debilidad por su hermana pequeña, aunque el joven no hubiera logrado comprender si se trataba del hecho de que fuera su hija, o solo que se pareciese a su madre.

Al menos ahora, el pequeño Holmes tenía alguna respuesta acerca de ella, de su madre. Su nombre era Cora... ¿Pero qué le había pasado? ¿Y por qué todos aún guardaban silencio sobre ella? Parecía que su tío John estaba ahora dispuesto a hablarles sobre su madre, aunque claro, seguía sintiendo que incluso así habría cosas que les serían ocultadas.

A una leve orden de Sherlock, sus hijos se vistieron para salir de su hogar: era hora de volver.

Tras unas horas, al abrir la puerta, el sutil aroma de libros apilados que inundaba la estancia se hizo presente. La luz de una cálida lumbre iluminaba la sala de estar de aquel piso londinense, el teclado en el que una vez se interpretasen bellas melodías continuaba allí, al igual que las butacas, las cuales continuaban en sus respectivos lugares, como el atril donde aún se podían ver las hojas de una partitura inacabada. Parecía como si el lugar hubiera sido petrificado en el tiempo. Ese piso, en el que se habían sucedido las innumerables aventuras de aquellos detectives, aquellos que hubieran residido allí hacía años ya, se hallaba ahora frente a sus ojos. Hamish Holmes observaba el piso de Baker Street con sus ojos azules-verdosos irradiando curiosidad y expectación: estaba en casa.

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