8

El Héroe fue elegido por ella para esta labor, porque Diane conocía sus capacidades tan bien como nosotros. Confiaba en que él pudiera adaptarse al vasto poder y al infinito conocimiento sin perder la cordura.

Y aun sabiendo que esto la dejaría expuesta, en un estado de vacío y de perdida, tomó el riesgo para protegernos.

De Sangre y Ceniza: prólogo.


Los Grandes Jardines se revelaron tal como Cather los recordaba: una anomalía en la naturaleza, un vasto espacio para cientos de personas en necesidad. Sospechaba que estos jardines habían sido el escenario de inmensas celebraciones.

La Caballera Dragón avanzaba lenta junto a lord Hacedor de Sangre, marcando su camino junto al lago central. Las flores negras, soberanas del territorio, dominaban el paisaje. Al llegar a la Tierra Corrompida, Cather jamás había imaginado encontrar un enclave así. Le resultaba incomprensible en comparación con Sprigont, un lugar ajeno al mundo circundante. Representaba un intento de preservar la vida en un rincón que ya no debería existir.

Su acompañante vestía un traje azul, adornado con sutiles líneas pálidas y lucía el distintivo glifo de los Hacedores de Sangre en su pecho. Su capa oscura con ribetes dorados ondeaba detrás de él. El contraste entre su elegante vestimenta y su apariencia desaliñada, con el traje arrugado y la camisa fuera del pantalón, resultaba casi cómico.

—Parece que has gastado una fortuna en ropa que no sabes llevar, Walex —comentó Cather con un toque de sarcasmo.

—Oh, mi querida Caballera Dragón, siempre tan atenta a los detalles —respondió Lord Walex con una sonrisa burlona, acercándose a ella con determinación—. Espero que no te hayas olvidado de mis títulos. Soy Lord Walex, el Hacedor de Sangre, el favorito de los dioses, el salvador de Nehit.

—Tus títulos no me impresionan —replicó Cather con frialdad—. ¿Por qué insististe en postergar mi reunión con uno de mis informantes para venir a los jardines contigo? ¿No tenías asuntos urgentes que atender, Walex?

Lord Walex soltó una risa melódica.

—Por supuesto, pero esos asuntos son tan tediosos como tú. Como bien sabes, todos quieren un trozo del Hacedor de Sangre. Es agotador, te lo aseguro. Tengo que lidiar con nobles aduladores, sacerdotes fanáticos y madres desesperadas que me suplican por sus hijos. Es una tarea ingrata, te lo advierto, lady Caballera Dragón.

—No entiendo cómo los dioses te otorgaron el poder de la sangre, Walex.

El hombre se encogió de hombros con una sonrisa juguetona.

—Ni yo mismo lo sé. Tal vez sea mi encanto natural. Pero no te preocupes, no he mentido del todo, ¿sabes? —dijo—. Afirmé que estaría ocupado, pero nunca especifiqué en qué. Así que, aquí estamos.

Cather arqueó una ceja.

—¿Estás insinuando algo indecoroso, Lord Walex?

—¿Funcionó? —replicó él con un guiño coqueto.

—Ni en sueños —dijo Cather con una sonrisa fugaz, que pronto desapareció al ver los arbustos secos y marchitos que rodeaban el lugar—. ¿Qué pretendes, Walex?

—No estoy completamente seguro —admitió el hombre—. Al principio, pensé que podríamos relajarnos con una copa de vino y olvidarnos de los problemas. Pero parece que eso no es de tu agrado. Entonces, consideré que quizás te gustaría ver los jardines, a menos que prefieras ahogarte en la bebida.

—Estos jardines son apropiados —respondió Cather, llevando ambas manos a su espalda.

No debería estar allí entre las flores. Valoraba la belleza, pero tenía asuntos más urgentes que atender.

—Anoche no esperaba verte, ¿lo sabías? —dijo Lord Walex—. La mítica Caballera Dragón asistiendo a un baile, ataviada en un elegante vestido. Eso sería un cuento digno de una canción.

—¿Por un vestido? —inquirió Cather, con cierto desdén.

—No es solo un vestido —corrigió Walex—. ¡Eres tú, vistiendo un vestido! Durante años, pensé que los Caballeros Dragón nunca se despojaban de sus imponentes armaduras. ¿Asistirás a la Octava Ceremonia mañana vestida de esa manera?

—Sería inapropiado —respondió Cather, con determinación—. La Octava Ceremonia tiene gran importancia, es un tributo al octavo día antes de la Devastación. Las distintas religiones rinden homenaje a Diane o al Héroe, según sus creencias. Por lo tanto, debo vestirme acorde a mi deber, lord Walex.

—¿Y usar un vestido resulta inapropiado para la figura más prominente de la nobleza? —preguntó Walex, mostrando una sonrisa socarrona—. Sin embargo, anoche parecías tener una perspectiva diferente.

—Las circunstancias eran completamente distintas, Lord Walex —aclaró Cather—. Las doncellas insistieron de forma obstinada. No dejaron de persuadirme para que llevara un vestido a la velada. Luego, Voluth y Kazey intervinieron, convenciéndome de que luciría aún más ridícula si me presentaba en armadura.

—Habría sido una escena memorable, pero no dudo de que lo habrías hecho, miladi —señaló Walex con un dejo de complicidad—. Agradezcamos a Diane por esas testarudas doncellas.

—¿Y consideras eso lo más relevante de la velada? —preguntó Cather, alzando una ceja con curiosidad.

—Sería deshonesto decir lo contrario —contestó Walex con una sonrisa juguetona—. Tengo la costumbre de prestar atención a lo que considero importante.

—Entonces deberías enfocarte en asuntos más relevantes —aconsejó Cather con tono severo—. Como la habilidad de los agricultores para cultivar las uvas, o la destreza de los ganaderos en la cría de ganado. Incluso podrías interesarte en Lady Xeli y su excepcional dominio del órgano.

Walex emitió un silbido apreciativo.

—La religiosa posee un talento innegable —admitió Lord Hacedor de Sangre.

—¿Por qué la llamas «la religiosa»? —indagó Cather, intrigada.

—Porque eso es lo que es —respondió Walex, restándole importancia—. Lady Xeli ha enfocado su vida en la iglesia, alejándose de la corte. Si no fuera por su habilidad con el órgano, los críticos la habrían devorado anoche.

—Es verdad que todos en la ciudad están estrechamente vinculados con la iglesia, incluso el gran señor de Sprigont —comentó Cather.

—Ay, querida, ¿en qué mundo idealista vives? —murmuró lord Walex con un tono sarcástico.

Cather frunció el ceño, pero decidió escuchar primero lo que Lord Walex tenía que decir antes de replicar.

—Es posible que los aldeanos que visitas mantengan una fe ferviente en la religión —observó Walex, contemplando cómo su sombra se mezclaba con la luz—. Pero eso no refleja la realidad de la nobleza. ¿A quién le importa el Dios Negro o la Deidad Inmortal? Las personas siguen sus propias convicciones y doctrinas. Todo lo que ves no es más que una fachada para complacer al Gran Consejo y a Lord Stawer.

» Las casas nobles tienen preocupaciones más urgentes que consagrar su vida a deidades que no han aparecido en Edjhra en dos mil años.

—Hablas como si fueras un Silenciador de la Memoria —observó Cather.

—Hablo como un realista, cariño. Creo que estás confundida —respondió Walex con una risa burlona—. ¿Quieres saber por qué te traje aquí? Las paredes tienen oídos, y los espías nos rodean. Debes ser cuidadosa con tus palabras, especialmente si tratan sobre la religión. A nadie le importa realmente, pero todos fingen lo contrario.

—¿Cuál es tu propósito al decirme todo esto? —inquirió Cather, con un tono lleno de desconfianza.

Lord Walex estalló en risas.

—Sería descortés de mi parte intentar perturbarte, querida —respondió—. Te ofrezco una advertencia, una forma de protegerte. Tu desconocimiento de la aristocracia me preocupa.

—Entonces, ¿qué consejo adicional tienes para mí? —gruñó Cather—. ¿Intentas desestabilizarme?

Walex rio de nuevo.

—Eso sería poco caballeroso de mi parte, mi estimada —replicó—. Busco cuidarte y evitar que enfrentes problemas. Me preocupas. Por cierto, permíteme ofrecerte otro consejo. Mantén la alerta ante el asesino.

Cather se detuvo bruscamente junto a la Fuente de Diane. La figura de la dama vestida de blanco parecía observarlos. Trazos de oscuridad erosionaban el mármol circundante. Una expresión de molestia deformó el rostro de la caballera, y una chispa de ira comenzó a arder en su interior.

—¿A qué te refieres? —gruñó Cather—. ¿Sabes quién es el asesino?

Lord Walex volvió a reír.

—¿Por qué me preocuparía saber quién es el asesino? —dijo, como si la idea fuera absurda—. Eso no es mi asunto, querida. Pero hay algo que sí sé. Si encuentras al asesino, ten cuidado si no es alguien vinculado al heroísmo. De lo contrario, la nobleza podría sumirse en el caos y desatar un tumulto en las altas esferas.

Cather lanzó un bufido.

—Tus palabras carecen de sentido, lord Walex —inquirió la caballera—. Tú mismo afirmaste que a la aristocracia no le importa la religión. Entonces, ¿por qué importaría si el asesino es dianista o no? Al final, es solo una fachada.

—Eres una ingenua, querida —explicó Walex—. Aunque posees muchos conocimientos, te falta comprender lo esencial. Los nobles somos criaturas de apariencias. Durante décadas, incluso siglos, hemos creado una fachada que se ajusta a las expectativas. Una serie de engaños ocultando más engaños, como un velo de oscuridad bajo el cual se oculta la verdad.

» ¿Qué dios sería más adecuado para representarnos que uno de paz y armonía? No importa nuestra verdadera naturaleza. Si nuestro dios es la paz, nosotros somos la paz. No importa si creemos o no en Diane; lo relevante es que los demás piensen que sí.

» Si ofendes a un dianista, todos defenderán su causa como nevrastares enfurecidos. No solo ofendes a un individuo, sino a todos. Atacas su honor y su orgullo. Por eso se ven obligados a defenderlo.

» Sin embargo, si el asesino perteneciera al Dianismo, eso sugeriría que esa fe no difiere mucho del Dios Negro, al que consideran traidor junto con sus seguidores.

» Imagina lo que sucedería si acusaras de asesino a un seguidor del Dianismo y lo ejecutaras en nombre de la ley. Defensores se alzarían para proteger al acusado. Se extendería otra capa de engaño y autoengaño. Las pruebas y la verdad no importarían. Te culparían, sin importar tu título, querida.

—¿Y qué hay del Héroe? —replicó Cather—. Fue un caballero noble y virtuoso, honrado y justo. Protegió a todos por igual, defendió reinos y trajo esperanza en tiempos desesperados.

» Tu perspectiva es absurda.

—Así es, no puedo negarlo —admitió Walex con una sonrisa—. Aunque, en este caso, también es cierto. No puedo defender tus intereses si algo así sucediera. Por eso, debes ser cautelosa.

De repente, Lord Walex alzó la vista hacia el antiguo castillo en la penumbra.

—¡Oh, por Diane, bendita sea su nombre, olvidé que tengo un asunto urgente que atender! —exclamó—. Mis disculpas, miladi. Nos encontraremos en otra ocasión.

Y con eso, Lord Hacedor de Sangre se alejó rápidamente.

Cather permaneció un rato en el Gran Jardín, observando las flores negras. A pesar de su belleza, resultaban incongruentes, una paradoja visual. Comparadas con las flores fuera de la Tierra Corrompida, evidenciaban su verdadera naturaleza: más apagadas, casi muertas en vida. Su color negro incluso parecía artificial, corrompido por manchas marrones y oscuras que lentamente devoraban la flor.

Cerrando la mandíbula con firmeza, Cather se dirigió decidida hacia la audiencia con el Alto Mariscal. Varios días habían pasado desde su llegada y aún no había tenido la oportunidad de hablar con el hierático Loxus, aunque había enviado a Voluth a entablar conversaciones con él. Necesitaba esa reunión para aclarar ciertos asuntos. Por lo tanto, se dirigía al cuartel general para recibir un informe de la situación de la ciudad y el progreso en la búsqueda del asesino.

Sin embargo, la investigación resultaba infructuosa. Ninguno de los interrogados parecía tener vínculos con el esquivo homicida. Los únicos rastros eran la hoja con el símbolo del Héroe y la capa negra de los heroístas. Cather, utilizando su habilidad de Condensación, había examinado la sangre en el manto. Esta destreza le permitía sentir los flujos sanguíneos y había deducido que su dueño ya no estaba vivo, ya que no podía percibir su vitalidad. Aunque sospechaba que la sangre podría ser de Zelif o de uno de los sacerdotes fallecidos, la incineración de sus restos hacía imposible la verificación.

Por otro lado, Yomu, el astuto líder de los informantes, también se encontraba estancado. A pesar de sus numerosas conexiones en los bajos fondos y su red de espías en varias ciudades, así como sus subordinados infiltrados en la nobleza, no había encontrado pistas sobre el asesino. Al investigar su red, Cather no encontró vínculos con el crimen organizado ni conexiones con las poderosas casas nobles.

Los Silenciadores de la Memoria demostraban ser un enemigo astuto.

Cather avanzó por uno de los pasillos, escuchando el eco de sus pasos resonar en las losas de piedra del intrincado diseño del castillo. A pesar del marcado contraste con la exuberancia de los jardines exteriores, este pasillo emanaba una opresión tangible. La tenue luz de las lámparas de petralux apenas lograba disipar la sombra inquietante que lo envolvía.

La piedra mostraba cicatrices de corrupción. Un oscuro moho se aferraba a ella, como una presencia negra que devoraba la luz a cada instante. Las manchas, similares a tentáculos insidiosos, se expandían lentamente, consumiendo la esencia del granito y dejando un rastro de decadencia a su paso.

En estos pasillos intrincados, perderse resultaba fácil. Los caminos se parecían demasiado entre sí, sumidos en la oscuridad reinante. La ausencia de luz creaba la ilusión de avanzar por un túnel oscuro, especialmente porque no había ventanales que permitieran la entrada de luz natural.

La sensación de desorientación se intensificaba conforme Cather caminaba. Los contornos de las paredes se difuminaban en la penumbra. En ese lugar, la oscuridad era tan densa que casi se podía tocar.

Fue entonces, en medio de ese entorno envuelto en sombras, cuando Cather percibió sorpresivamente unos pasos sigilosos que avanzaban hacia ella. Viró por un par de recodos sin sentido, explorando secciones del castillo que aparentemente no llevaban a ninguna parte importante, en un intento de entender lo que sucedía. En ese momento, se dio cuenta de que alguien la seguía.

Cather dejó que su sangre hirviera por instinto, un proceso tan natural para ella como respirar. Los dos latidos en su pecho, aunque disonantes, creaban una melodía interna en su mente. El poder fluyó por sus venas, un torrente cálido de energía que agudizaba sus sentidos, intensificando su percepción del mundo. Los pasos resonaban mucho más prominentes, y Cather supo que su perseguidor estaba peligrosamente cerca.

A pesar de la urgencia, decidió no sacar a Juicio, su espada de sangre. Era consciente de que el sonido metálico alertaría al hombre que la seguía. Prefirió seguir caminando, con la mirada perdida en la nada, como si estuviera sumida en profundos pensamientos.

Tap, tap, tap.

Cather contuvo el aliento, sintiendo cómo los pasos se acercaban más y más. Las sombras parecían cerrarse a su alrededor. ¿Había estado siempre este lugar tan desprovisto de luz? En ese instante, el sonido de su anunció su proximidad fatal. Cather giró con rapidez, aprovechando la fuerza adicional proporcionada por el hervor de su sangre, y se encontró con un hombre envuelto en un manto negro. Su rostro estaba oculto, y justo en el momento del giro de Cather, el hombre lanzó su cuchillo hacia ella.

La Caballera Dragón se desplazó con una soltura casi coreografiada, retrocediendo con elegancia justo a tiempo para que el filo del cuchillo errara su objetivo. Antes de que su atacante pudiera reaccionar, Cather avanzó con gracia, sujetándolo hábilmente por los brazos y derribándolo al suelo en un movimiento coordinado y preciso.

Sin perder un instante, Cather se sumergió en el sistema circulatorio del asesino, avivando el hervor de su sangre. Utilizando su Habilidad Básica de Condensación, exploró el interior del cuerpo del hombre, interactuando con el flujo de sangre. Luego, desplegó su segunda Habilidad Básica, Retención, para incrementar su control, buscando estabilizar y comprimir la sangre en un patrón más sólido. El hombre no era un Hacedor de Sangre; no era el asesino de Zelif.

—¿Quién eres? ¿Por qué intentaste matarme? —gruñó Cather, aplicando presión mientras mantenía su postura defensiva. No sabía si el hombre ocultaba alguna sorpresa y no estaba dispuesta a descubrirlo de mala manera.

—¡Debo matarte! —rio el hombre histéricamente—. ¡Es la única manera de salvarlos!

«¿Salvarlos?», pensó Cather. Su mirada se dirigió inconscientemente a las vestimentas del hombre. Eran negras, el color sagrado del heroísmo.

No, un hombre así no planificaría por su cuenta matarla. Debía saber tan bien como ella que sería inútil. Entonces, ¿sería una distracción?

—¿Quién te mandó a matarme? —preguntó, escudriñando el entorno en busca de más enemigos.

—¡Él me bendecirá si te mato! —balbuceó el hombre—. Es la única manera de salvarnos... la única manera. ¡Solo tengo que matarte y El Eterno me bendecirá!

«El Eterno», pensó Cather, comprendiendo a quién se refería.

—Eres un devastador Silenciador de la Memoria —declaró con desprecio.

Presionó con fuerza al hombre, sintiendo un instante de rabia crecer en su interior al ver las ropas negras del hombre. No comprendía exactamente a qué se refería con «la única manera», pero estaba claro que ella representaba un punto crucial para evitar que los Silenciadores de la Memoria llevaran la ciudad al caos y desestabilizaran las religiones y la política del mundo, como siempre habían intentado.

Y aquel hombre se estaba haciendo pasar por un heroísta.

Las imágenes en su cabeza pasaron rápidamente: la espada con el glifo del héroe, la capa que Voluth y Kazey encontraron manchada de sangre, y las palabras de Walex.

Los Silenciadores de la Memoria buscaban una oportunidad para exterminar a los heroístas. Tras asesinar a Zelif, habían detenido sus acciones, esperando que los propios dianistas tomaran la decisión de actuar.

—¿Qué sabes del verdadero asesino? —interrogó Cather—. No me hagas perder el tiempo, sé lo que puedo hacer si tomo una gota de tu sangre. Puedo torturarte de formas que ni te imaginas. Habla, sucio Silenciador. ¿Quién mató a Zelif? ¿A quién obedeces?

El hombre solo reía.

—Caerán... ¡caerán y las espadas se alzarán! —gritó—. ¡Y las capas rojas arderán!

—¿Capas... rojas? —murmuró Cather—. ¿Los Dianistas?

El hombre, en lugar de responder, soltó una risa desquiciada que resonaba por el pasillo como un eco siniestro.

Lord Walex tenía razón en muchas cosas que había dicho, aunque a Cather le costaba admitir su propia inexperiencia con la nobleza. El hombre tenía razón en que definir un culpable no se basaría únicamente en su juicio, como en pueblos o granjas de los alrededores, donde la gente se limitaba a atender su decisión. Aquí, la gente identificaría a un culpable como parte de un grupo selecto.

Pero lord Hacedor de Sangre no estaba completamente en lo cierto. Los Silenciadores de la Memoria trabajaban con cuidado, y una decisión equivocada podría significar no solo el exterminio de una de las dos partes, ambas estaban en peligro. Si acusaba a un asesino, podría ser no solo el fin de los heroístas, sino incluso de los Dianistas también.

—Está completamente demente —dijo Cather, sintiendo un escalofrío recorrer su espina dorsal—. Todos los Silenciadores lo están.

En ese momento, pasos firmes y metálicos resonaron. Un grupo de guardias apareció en el pasillo, con las manos en las empuñaduras de sus espadas.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el líder de los guardias con voz autoritaria. Al ver a Cather encima del hombre, guardó silencio de inmediato, reconociendo la autoridad que ella representaba.

Sin embargo, cuando los guardias se acercaron y vieron las ropas negras del asesino, sus miradas se transformaron en ceños fruncidos.

—Oímos un ruido y vinimos a investigar —explicó el líder—. ¿Es esto otro intento de asesinato de los heroístas?

Cather emitió un gruñido que hizo temblar a los guardias, pero no le preocupó. Se levantó del suelo junto al asesino, inmovilizándolo de los brazos para evitar que se moviera. Con la llegada de los guardias, se había asegurado de que el hombre no portara más armas.

—No es un heroísta. No tenemos pruebas de que el asesinato de Zelif fuera obra de los heroístas. Así que no quiero oír a nadie más hablar de eso, ¿me entendéis? —ordenó Cather con una voz que retumbó por todo el pasillo con severidad. Los hombres asintieron—. Este hombre es un Silenciador de la Memoria. Lo detuve antes de que causara más daño.

—¿Un... Silenciador de la Memoria? —cuestionó otro guardia, visiblemente receloso.

Lo que más irritaba a Cather era la incredulidad de los guardias. Ni siquiera observaban al hombre en sí, que seguía riendo como un demente. Solo se fijaban en sus ropas negras. Uno de ellos murmuró algo al respecto.

—Llevadlo a una celda. Iré a interrogarlo enseguida. Es urgente —declaró Cather, consciente de que los rumores se extenderían rápidamente y odiando las complicaciones que esto traería.

Los guardias asintieron y se llevaron al hombre, quien aún reía de manera incomprensible. Cather se quedó sola en el pasillo, observando cómo las sombras se cerraban a su alrededor. Comprendió la intención del Silenciador de la Memoria: propagar el rumor de que los heroístas habían intentado asesinarla.

Maldiciendo entre dientes, se marchó en busca del Alto Mariscal, con la certeza de que la verdad se volvía más escurridiza a cada paso.

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