5


Pasarían décadas, incluso siglos, antes de que pudiera recobrar de nuevo la conciencia y con ello restaurar su poder.

Demasiado tarde si quería prevenir la destrucción de Edjhra.

De Sangre y Ceniza: prólogo.



El cielo era un velo de lágrimas sobre el mundo. Cather sabía que no llovería, era la naturaleza del cielo; neblina gris y opaca se enmarañaba, escondiendo un sol débil y casi extinto. Hacía dos mil años que su luz apenas se veía. Las nubes, que surcaban el aire rumbo a la Devastación, se torcían y deformaban bruscamente como masa retorcida.

En los aposentos de la Caballera Dragón, las sombras se extendían. Eran manos que reptaban lentamente por los muros, ahogando cualquier chispa de luz. Cather se había acostumbrado a que las Lascas de la Devastación actuaran así y optaba por ignorarlas, al igual que todos en Sprigont.

Sentada en un sillón frente al fuego de la chimenea, Cather observaba las ascuas aún brillantes, saltando y volando como centellas, mientras las cenizas danzaban en el aire y golpeaban el grueso marco de piedra. Al levantar la vista, notaba cómo las sombras de la oscuridad se deslizaban por los muros de piedra, creando figuras amorfas.

«¿Es un efecto de las Lascas o es que no he dormido suficiente?, pensó?

Ella sabía que no debía encender las llamas en la chimenea, pues esta era meramente simbólica. Pero estaba harta del petralux y extrañaba el fuego verdadero, su calor y tranquilidad. Recordaba las noches alrededor de la hoguera con su pelotón fuera de la Tierra Corrompida. Sin embargo, el fuego en la chimenea era diferente; las llamas estaban enloquecidas, casi incontrolables, y su luz parecía muerta, como si alguien hubiera encendido un par de velas bajo un marco de piedra. Quizás por eso llamaban a Sprigont la Tierra sin luz.

Cather sostenía entre sus manos una espada luminosa que desafiaba las sombras. Se preguntaba por qué alguien abandonaría una espada así y deseaba saber quién había grabado el símbolo en la guarda. Había buscado en los registros de los Hacedores de Sangre, pero no había encontrado ninguna coincidencia. Sin embargo, no se rendía. Sabía que los Hacedores no registrados eran Silenciadores de la Memoria, seguidores del Portador del Olvido. La única razón para ocultarse era tener un propósito oscuro y nefasto.

Por eso el Gran Consejo tenía la misión sagrada de documentar hasta el último aliento de cada Hacedor de Sangre. Si alguno se desviaba hacia las sombras y el mal, el gran consejo debía estar listo para capturarlo sin demora.

El asesino seguía siendo un misterio. Cather sabía que, si el Silenciador de la Memoria hubiera muerto, la legendaria arma habría desaparecido.

Cather sostenía la espada, observándola, intentando hallar otra pista en la genialidad de sus grabados, en lo perfecta y pura que parecía. Lo irreal, incluso. Cather había intentado blandir la espada empleando su propia sangre, pero había resultado un proceso inútil. La espada se negaba completamente a relacionarse con ella. No se trataba únicamente de que ella fuera incompatible con el arma, sino que esta era fiel a su portador.

Cather se levantó al percibir la claridad del alba, las sombras cedían paso al sol naciente. Era un día crucial y frenético, lleno de menesteres por atender. Envolvió de nuevo la espada en un lienzo, la ocultó en su arcón y aseguró la cerradura con llave. Al soltar la espada, notó que su respiración se normalizaba. Buscando confianza, se aferró al pomo de la espada, que le respondió con un atisbo de poder.

La caballera inspiró hondo y abandonó sus aposentos con el porte erguido y la mirada altiva tras extinguir el fuego del hogar. No quería que una oleada de la Devastación hiciera arder las llamas hasta el punto de incinerar el castillo.

Los que se cruzaban con ella le abrían paso con murmullos de admiración. A pesar de los días transcurridos, seguían sin habituarse a su presencia. Y, aunque llevaba años en esa situación, Cather no se sentía cómoda con tanta admiración.

Esa noche, Lord Haex Stawer había organizado un baile en su honor. Cather había intentado rehusar, pero sin éxito. Los nobles no renunciarían a su celebración, aunque el mundo se desmoronara. Iba a ser una noche larga, así que debía apresurarse en sus quehaceres.

La caballera se llevó ambas manos a la espalda mientras recorría los corredores del castillo. Su armadura resonaba con cada uno de sus pasos, firmes como si tuviera el control absoluto de la situación. El sonido de sus pasos resonaba en las paredes de piedra, como un tambor de guerra. El aire estaba cargado de la fragancia de humo y polvo, y el olor a deterioro flotaba en el aire como una nube.

«¿Cuánto tiempo más tardarás en encontrar la pista de un simple asesino sin ofender a ninguna de las religiones?», se recriminó.

Cather se esforzó por despejar su mente lo antes posible. Tenía que acudir al Alto Mariscal Hexil para hablar sobre el avance de la investigación. No podía permitirse una conducta impropia, así que se dirigió al patio de armas, un lugar que siempre le infundía cierta calma. Le recordaba los días de antaño, cuando aún era una niña despreocupada que merodeaba entre los soldados del Gran Consejo formando filas majestuosas

Desde una de las altas ventanas que rodeaban el patio, oteó el lugar antes de llegar. En un punto específico, divisó al Alto Mariscal, un hombre alto y delgado, de porte imponente, junto al capitán de la guarnición, Yulax. Este último, un individuo fornido y de mirada afilada, impartía instrucciones a las tropas que se desplegaban frente a él. Ambos pertenecían a la respetada Casa de los Lignum, y además compartían el raro grupo sanguíneo A positivo, un vínculo que los unía en una extraña simbiosis. Cather, por un breve instante, se preguntó si algún O, aquellos cuyo grupo sanguíneo era distinto, habría ostentado alguna vez un cargo semejante en el pasado.

Sin embargo, no se permitió divagar más en ese pensamiento. Observó cómo las tropas acataban las órdenes de Yulax con disciplina impecable, soldados fieles bajo el mando de Cather para la investigación.

Eran buenos hombres.

Cather se quedó a observar a la distancia cómo se organizaban y se comportaban, consciente de que su presencia podía alterar su conducta, haciéndolos nerviosos o, tal vez, más disciplinados. Ella quería ver su comportamiento natural. Cada soldado cumplía las órdenes del capitán y guardaba silencio cuando era oportuno. La caballera observó cómo se desplegaban en parejas para el entrenamiento con la lanza. Hombres y mujeres se movían con soltura, mostrando experiencia con las armas, como si fueran extensiones de sus propios cuerpos.

Cather recordó sus días de escudera, cuando era una joven sin preocupaciones que aspiraba a convertirse en una leyenda como en las canciones de los bardos. Al ver a los soldados entrenar, se imaginaba entre ellos. Recordaba con nostalgia los tiempos con su propio pelotón. Una sonrisa instintiva se dibujó en su rostro antes de tomar una profunda respiración. A Caballera Dragón adoptó una expresión firme, bajó las escaleras y giró en el último recodo hacia el patio de armas. Aunque intentó pasar inadvertida, su presencia captó la atención de todos. El patio, antes lleno de actividad, se sumió en un silencio respetuoso ante su llegada.

«Permanece así. Puedes hacerlo», se recordó.

El viento, gélido y feroz, jugueteaba con su largo cabello castaño mientras Cather avanzaba con paso resuelto hacia el Alto Mariscal y el capitán Yulax. El patio de armas, que antes se llenaba con el eco metálico de armaduras y el taconeo rítmico de botas desgastadas, se había paralizado y todos los soldados volvieron a formación para después un saludo militar. Cather notó cómo todos inflaban el pecho, cómo sus posturas se habían puesto más rígidas. Incluso notó el sudor que les recorría la frente.

El Alto Mariscal y el capitán de la guarnición no fueron la excepción, mucho menos Voluth y Kazey que se paseaban por ahí.

Todos parecían, en cierta manera, querer ganarse su aprobación.

Cather apretó la mandíbula.

—Descansen —dijo la caballera. Entonces hizo un gesto al Alto Mariscal para que la siguiera. El hombre, de porte alto y sereno, ostentaba una calva que brillaba a la tenue luz. Vestido con un uniforme a la moda, impecable y de seda importados, una prenda confeccionada que resplandecía en la unión armoniosa de azules y blancos que simbolizaba la nobleza de los Lignum—. Tiene muy bien adiestrados a sus hombres, Alto Mariscal.

—No solo se debe a mí —concedió el hombre con un gesto orgulloso—. El capitán Yulax se ha encargado de adiestrarlos a cada uno de ellos. Yo solo me he encargado de ayudarlos a perfeccionar lo que ya sabían. Son lo mejor de Sprigont, los más cercanos a Diane que hallamos.

Cather comprendió la doble implicación de sus palabras: aquellos hombres poseían los grupos sanguíneos A, B o O negativo, sin ningún O positivo. Aunque insatisfecha, no reprendió al Alto Mariscal.

—¿Han hallado algo nuevo tus hombres? —indagó Cather, echando un vistazo a las tropas organizadas.

—Los organizamos en escuadrones, para que cubrieran todo el perímetro desde el sector norte al sector sur, custodiando una vía directa a las Calles Negras —expuso el Alto Mariscal—. Nos estamos encargando de restringir el paso al callejón en donde asesinaron al Hierático Zelif, por si aún podemos encontrar algunas pistas sobre el asesino.

—¿Qué tal va la protección? —inquirió Cather.

—Estamos protegiendo a los heroístas... como lo pidió —respondió el Alto Mariscal con voz tensa.

—¿No estás de acuerdo con esto, acaso? —preguntó Cather.

—Disculpa mi atrevimiento, miladi, pero la mayoría de nosotros no nos sentimos cómodos cerca de los heroístas, menos aún luego de la muerte del Hierático Zelif. ¿Por qué deberíamos malgastar esfuerzos y hombres en proteger a los presuntos asesinos en lugar de sonsacarles información? No solo sería más práctico, sino posiblemente aceleraría las cosas.

—No estamos completamente seguros de que el asesino pertenezca a los heroístas, ¿no es así, alto mariscal? Además, al hacerlo, se rompería el tratado. ¿Quieres ser tú y tus hombres los que ocasionen el último detonante en la ciudad?

El hombre no la contradijo.

—Entonces no podemos tomar medidas que perjudiquen la integridad de una persona. Eso no nos haría mejores que el asesino. Entiendo lo que sucede, alto mariscal. Pero tu trabajo consiste en proteger a los ciudadanos de la ciudad por encima de todo lo demás, sin importar su etnia o religión, ¿no es así?

El hombre no contestó de nuevo. Tampoco se retractó de sus palabras.

—Tus hombres hacen un buen trabajo. No queremos más muertes —continuó Cather—. ¿Cómo está la situación en la ciudad?

—Los disturbios ya comenzaron —dijo el alto mariscal—. El dolor causado por el hierático Zelif parece estar terminando. Las Calles Negras son el lugar más afectado por el momento, los dianistas ya no se están limitando simplemente a insultar a los heroístas, sino están comenzando a manifestar su odio... de otras maneras.

» Hace un par de días, uno de mis hombres tuvo que detener una riña. Un hombre perteneciente al heroísmo casi cayó inconsciente tras una paliza por parte de los dianistas. Y uno de los mercados de los heroístas sufrió algunos daños.

Cather apretó la mandíbula.

Estaba comenzando.

—¿Sucede con frecuencia? —preguntó la Caballera Dragón.

El veterano negó con la cabeza.

—No, fue la primera vez —confesó—. La mayoría de nosotros los dianistas aún tenemos respeto al tratado de paz planteado por Zelif. Sin embargo, no sé cuánto más vaya a durar.

La caballera gruñó.

—Ni por cuánto tiempo más aguante la paciencia de los heroístas —añadió—. Asegúrate de mantener la protección.

—Enviaré a unos O para ello.

Lady Cather lo fulminó con la mirada, pero el hombre se limitó a encogerse de hombros. La Caballera gruñó, para después buscar entre los pliegues de su capa y tomó una carta envuelta y sellada con el glifo de los Caballeros Dragón.

—Necesito enviar esta carta al Gran Consejo, alto mariscal—dijo Cather, intentando ignorar las palabras del hombre—. Es crucial que se enteren de lo sucedido. Si algo similar ocurrió aquí, el Gran Consejo debe actuar para evitar que se repita en otras partes de Edjhra.

El hombre la miró desconcertado.

—Eso parece casi imposible, miladi —replicó—. Usted lo sabe. La Devastación afecta tanto por mar como por aire. Los cuervos morirán antes de cruzar el Mar Negro hasta Hettadyn.

—Conozco la Devastación mejor que muchos aquí—afirmó Cather—. Yo misma navegué desde Hettadyn hasta Sprigont.

—Pero usted eres una Caballera Dragón —insistió el hombre.

Cather alzó una ceja. Ser una Caballera Dragón no la eximía de los peligros de la Devastación. No la protegía de las olas gigantes, los torbellinos, los maesltroms, ni las ráfagas de viento destructivas. Ser una Caballera Dragón no la hacía inmune a la muerte.

—Lamentablemente, muchos cuervos morirán, pero confío en que al menos uno sobrevivirá —aseguró Cather—. Podemos no recibir respuesta debido al peligro, pero el Gran Consejo hará su parte.

El Alto Mariscal asintió, y Cather lo despidió.

Poco después, llegaron sus escuderos, quienes habían estado esperando cerca. Al ver a Voluth nervioso, Cather sintió inquietud, rara vez lo veía así. Había encomendado a sus escuderos ayudar con la investigación mientras ella se encargaba de la logística desde el castillo.

—Voluth —preguntó Cather—. ¿por qué estás tan nervioso? ¿Hay algo que te preocupa?

—¿Preocupado? —respondió el joven.

—Tus hombros están tensos —observó Cather—. Caminas con incertidumbre y estás más callado de lo normal. ¿Han encontrado algo, quizás?

Voluth tardó en responder.

—Sí, encontramos algo —admitió finalmente—. Kazey y yo investigamos por nuestra cuenta y descubrimos algo en un callejón cerca de las Calles Negras. Decidimos presentártelo primero, dada su posible repercusión.

Kazey desvió la mirada y Voluth rebuscó en una bolsa que traía consigo. Cather sintió una pequeña punzada de temor y, concordando con aquella conjetura, el joven sacó un abrigo negro manchado de sangre.

Negro, el color sagrado del heroísmo.

—¡Oculta eso ahora! —ordenó entre dientes con urgencia.

Voluth se apresuró a guardar el abrigo, luciendo abatido. Cather se sintió culpable por haber alzado la voz

—Hicieron bien en mostrármelo solo a mí —dijo—. No queremos provocar hostilidad ni caos. Aunque esto podría pertenecer al asesino, aún no implica que sea un heroísta.

Cather dudaba de sus propias palabras.

—Desde que llegué a la ciudad, me han despreciado y juzgado —confesó Voluth, sin mirarla—. Pensé que el tratado mejoraría las cosas, pero tras la muerte del Hierático, nos culpan a nosotros, los heroístas. Con esta prueba, no sé qué nos espera.

Cather recordó la espada. Ella todavía no les había dicho nada. Confiaba hasta su vida en ellos. Pero no quería confundirlos más. Había guardado esa información para sí misma.

—¿Y es verdad? —preguntó en cambio—. ¿Lo asesinaron?

—No —respondió Voluth.

—Entonces no tienes por qué preocuparte—afirmó Cather, tratando de infundirle confianza—. Representas la imparcialidad y el honor de un escudero. Debes caminar con firmeza.

Al tocarle el hombro, Voluth pareció cobrar ánimos.

—Encontraremos al verdadero culpable—le aseguró.

Voluth sonrió, recuperando algo de su ánimo habitual.

—Soy afortunado—dijo.

Kazey soltó una risa, y Voluth le lanzó una mirada de reprobación. Cather sonrió ante la interacción.

—Ahora debo ir a la catedral de Diane —indicó—. Kazey, ven conmigo. Voluth, habla con el hierático Loxus y averigua cómo están los heroístas. ¿Entendido?

Voluth asintió y se marchó con determinación.

—Vamos —dijo Cather a Kazey, preparándose para la siguiente tarea.



Lady Cather avanzó por la ciudad con Kazey siguiéndola de cerca. La joven se mantuvo detrás de ella, vigilante y evitando que la gente se acercara demasiado.

Las calles del sector sur eran amplias y concurridas, algo que Cather agradecía por su aversión a las aglomeraciones. Las construcciones, impresionantes bajo el dominio de un gran señor, mostraban un aspecto sombrío, pero con destellos de color que resaltaban su belleza. Cada edificio llevaba un toque especial en su decoración.

A lo lejos, Cather divisó a un grupo de purificadores, hombres y mujeres dedicados a restaurar la ciudad tras los estragos de la Devastación. Con cada Onda de la Devastación, Nehit se veía envuelta en negrura y podredumbre, extendiéndose como tentáculos que infectaban suelos y edificios. Los purificadores trabajaban arduamente para devolver el brillo a la ciudad, intentando recuperar la chispa de color perdida, en una labor exhaustiva pero esencial.

En el sector sur, los purificadores eran escasos debido a la ausencia reciente de una Onda de la Devastación. Además, la mayoría profesaba la fe del Dios Negro. Durante su caminata, Cather observó algunas plantas y, ocasionalmente, jardines. Aunque los colores eran tenues y las plantas parecían agónicas, aún emanaban cierta vitalidad. Flores negras sobresalían, desafiando a la desaparición.

—¿No te parece esto extraño? —preguntó Cather, examinando las plantas—. La vida en Sprigont es difícil. Conseguir carne es casi imposible fuera de la nobleza, los animales viven menos que en otros continentes de Edjhra. Las plantas parecen morir, pero resisten. Estas flores negras... no deberían existir, pero ahí están.

Kazey, pensativa, tomó su tiempo antes de hablar.

—La Devastación corrompió el continente y casi lo aniquila —respondió finalmente, con su habitual reserva—. Pero Sprigont logró sobrevivir.

—¿Por qué? —inquirió Cather, caminando con las manos en la espalda—. ¿Cómo sobrevivió el continente más cercano y afectado por la Devastación, mientras que otros perecieron?

—«Sprigont se alimentó de la Devastación de algún modo», —citó Kazey.

—¿Todo Sprigont?

Kazey negó con la cabeza.

—No, gran parte de Sprigont está muerta. La Devastación destruyó la mayor parte del continente. Pero, por alguna razón, la región oeste, más cercana a la Devastación, sobrevivió alimentándose de ella. Esto incluye a Nehit y muchas otras ciudades y pueblos pequeños.

—Ahora vemos la influencia de la Devastación en todo —continuó Cather, satisfecha con la respuesta—. Las plantas sobreviven gracias a su poder, como si fuera el agua que beben o la luz del sol que necesitan. Las flores negras y algunos vegetales que sustituyen la carne surgieron con la Devastación.

Kazey asintió, mostrando cierta indiferencia, pero Cather percibió un destello en sus ojos. Ambas disfrutaban hablar de estos temas, reflexionando sobre la vastedad de Edjhra y la singularidad de Sprigont.

—Muchos atribuyen esto a un milagro del Héroe durante su ascenso —continuó Cather—. Dicen que su esencia en la Devastación evitó la total aniquilación de Sprigont. Mientras otros continentes sufrieron, el más próximo, que debió perecer, sobrevivió adoptando el peculiar color negro del Héroe.

—¿Un milagro o una condena? —interrogó Kazey.

Cather guardó silencio, consciente de que no valía la pena discutir esto con su escudera, firmemente arraigada en sus creencias dianistas, que veían esto de manera diferente.

Finalmente, Cather encontró el tiempo para dirigirse a la catedral de Diane. Había planeado hablar con los sacerdotes para resolver dudas y zanjar ciertos temas, pero su salida del castillo se había pospuesto hasta ahora.

—Voluth insiste en que debieron esperarte para el entierro del hierático Zelif —comentó Kazey—. Ha estado atormentándome con eso estos días. A veces se vuelve demasiado intenso.

—¿Qué opinas tú? —preguntó Cather.

—La tradición exige un Caballero Dragón en el entierro de un Hierático. En esta ocasión, no te incluyeron. Pero fue inesperado. No creo que se pueda culpar a nadie.

—Así es —asintió Cather—. No puedo reprocharles, todo sucedió de repente. No hubo tiempo ni para elegir al sucesor de Zelif, y la iglesia ahora carece de un Hierático. Además, nadie sabía de mi llegada. Estaba cerca cuando ocurrió porque Lord Haex envió cuervos a cada rincón de Sprigont.

Kazey probablemente había expresado lo mismo a Voluth en cada conversación. Tal vez eso lo convencería de dejar de insistir.

—Los Dianistas están convencidos de que los Heroístas asesinaron al Hierático —dijo Cather—. ¿Por qué? Surgieron sospechas sin pruebas. Dime, Kazey, ¿crees que Voluth, un heroísta, pudo haber asesinado al Hierático Zelif?

Kazey, imperturbable, sostuvo la mirada de Cather.

—No, Voluth no mataría al Hierático. Lo conozco bien, crecimos y entrenamos juntos. Él no lo haría.

—¿Entonces los Heroístas son inocentes? —insistió Cather.

Kazey apretó la mandíbula.

—No dije eso.

—¿Qué quisiste decir?

—Que la bondad de uno no garantiza la inocencia de todos, especialmente en una secta de traidores y asesinos.

Cather no respondió, notando el enojo en los ojos de Kazey.

Traidores.

Dos mil años con la misma acusación. Los heroístas negaban cualquier traición, los dianistas insistían en ella. ¿Quién tenía la verdad?

«Si hay gente noble como Voluth en el heroísmo, ¿no podría haber más como él?», reflexionó la caballera.

Lady Cather supo que habían llegado al ver a la multitud vestida con ropajes escarlata. No eran solo unos pocos, sino docenas, quizá cientos. Resultaba extraño encontrar a alguien sin un toque rojo en su atuendo. La catedral se desplegó ante sus ojos, su arquitectura siempre la maravillaba. Aunque oscura, con orificios entre rocas resquebrajadas que emitían una luminiscencia espectral, el techo abovedado y el dragón enroscado ofrecían una vista espléndida, incluso desconcertante.

Los creyentes se congregaban en el área mientras un sacerdote, de pie frente al púlpito, hablaba con fervor. Cather lo reconoció de inmediato. Sus palabras fluían sin pausa, como si no necesitara respirar. La misa tocaba a su fin, pero, aun así, más personas entraban y escuchaban con atención, reteniendo la respiración en momentos clave.

Una intensa pasión se apoderó de Cather, despertando un deseo profundo de escuchar más al sacerdote y ser parte de su mensaje. Perdida en su voz, no notó el paso del tiempo hasta que la ceremonia concluyó, dejándola con una sensación de vacío y deseo.

A medida que la gente comenzaba a dispersarse, Cather aprovechó para acercarse a Ziloh. Su armadura blanquecina resonaba en los escalones y los reflejos de los vitrales chocaban contra su armadura, creando un brillo deslumbrante. Su presencia no pasó desapercibida, y todos quedaron paralizados al ver a un Caballero Dragón, una visión rara en la catedral.

—Es un placer verte de nuevo, Ziloh —saludó Cather.

El hombre, al igual que los demás, se mostró sorprendido.

—El placer es todo mío, lady Cather —respondió.

—¿Podemos hablar en privado? —preguntó Cather, notando las miradas de quienes se habían detenido en la entrada.

—Por supuesto, lady Cather —accedió Ziloh.

Juntos se dirigieron a un pasillo que Cather conocía bien, gracias a Zelif, quien le había mostrado el lugar años atrás. Los pasillos eran enormes, adornados con pilares, vitrales que ilustraban la Cantata del Fuego, y lienzos que plasmaban la magnificencia de la Diosa. Sin embargo, Cather siempre sintió que a algunos lienzos les faltaba algo, como si hubieran borrado partes de ellos.

La catedral, inmensa como un palacio, albergaba sacerdotes que la saludaban con fervor y niños que, asombrados, observaban su armadura y espada. Ziloh abrió una habitación custodiada por dos guardias sacerdotes, antes perteneciente a Zelif. Era amplia, con un escritorio de madera donde el hierático solía sentarse. El sacerdote tomó asiento tras Cather. Kazey, mientras tanto, esperaba fuera, custodiando la entrada.

—¿Qué te trae por aquí, miladi? —inquirió Ziloh.

—La muerte de Zelif —respondió Cather directamente.

—Oh... claro, su muerte —el sacerdote habló con voz suave y quebrada, un contraste con su pasión anterior.

—Zelif murió en las Calles Negras —continuó Cather—. ¿Qué hacía allí, cerca del territorio de los heroístas?

Ziloh meditó antes de responder.

—En los últimos meses, Zelif iba al sector norte uno o dos días a la semana. Su comportamiento cambió... salía de noche, a pesar de nuestras súplicas.

—¿En plena noche y enmascarado? —cuestionó Cather, incrédula. Zelif era alguien muy supersticioso como para salir en plena noche y de una manera tan extraña.

—Sí, estos últimos meses se comportó... diferente —confesó Ziloh—. Salía de noche, aunque todos le rogábamos que no lo hiciera.

—¿Para qué lo hacía? —preguntó Cather, con frialdad—. ¿Y por qué necesitaba llevar una máscara?

—Era obvio —respondió Ziloh—. Iba a salvar las almas de los Heroístas. Predicaba en secreto, temiendo represalias. Temía que esos... salvajes lo vieran e intentaran hacerle daño.

—¿Pero predicar a aquellos que no querían escucharlo? —cuestionó Cather.

—Incluso a ellos —sentenció el sacerdote—. Son quienes más lo necesitan. Dígame, miladi, ¿acaso un hombre que ha caído bajo el peso aciago de lo impuro y falso no tiene derecho a ser salvado? ¿Acaso un hombre que ha sufrido bajo las garras del mal no debería ser salvado?

En ese momento, Cather agradeció que Voluth no estuviera presente.

—Mal, impuro, falso —repitió Cather, y esperó un momento—. Son palabras demasiado directas, acusadoras y fuertes. ¿Está usted seguro de esto? Zelif siempre trató estos temas con cuidado. Hablaba de la veracidad de Diane, pero sin desestimar al Héroe.

» Zelif creía firmemente en Diane y, sin embargo, no juzgaba a los heroístas. Ha habido conflictos desde siempre, pero Zelif siempre tuvo cuidado. Por eso estuvo de acuerdo con la firma del tratado en primer lugar, porque priorizaba el bienestar de los devotos.

» Él sabía que el mal no viene únicamente de la religión, sino de las personas. No todo lo bueno es completamente bueno, ni todo lo malo es completamente malo. ¿Cómo puede estar usted seguro de que fueron los heroístas quienes asesinaron a Zelif? De hecho, fue Zelif quien pidió a los heroístas que volvieran a ocupar un lugar dentro de la ciudad hace veinte años.

—Lo sé, como todos lo saben —respondió con sequedad. Cather notó un destello de lucidez en sus ojos, como una repentina claridad—. Siempre le dije a Zelif que firmar ese tratado era una mala idea, que no era bueno depositar su confianza en los Heroístas. Ya sabe lo que le sucedió a Diane por eso. ¿Y adivine qué sucedió, miladi? Lo mataron. Fueron ellos.

» Es el primer Hierático en la historia que ha sido asesinado... Los tratados nunca han servido más que para traernos dolor.

—El tratado ha servido para mantener la paz durante veinte años y lo seguirá haciendo —dijo Cather con firmeza, su voz resonando en el santuario con autoridad—. ¿Es que no lo ve, Ziloh? Los Heroístas no son los culpables, ambos sabemos que esto solo podría perjudicarlos. ¿Qué ganarían matando a Zelif? La mayor parte de la población de Nehit pertenece al dianismo, si el tratado se rompiera, los Heroístas volverían a verse obligados a vivir al este de Sprigont, donde la vida perece aún más de lo que ya lo hace, y volverían a verse obligados a ocultarse.

El silencio que siguió se apoderó de la catedral, y cada palabra parecía resonar en este rincón de Sprigont, donde la corrupción constante del lugar amenazaba con envolverlos.

—Solo un grupo siempre se ha beneficiado de este conflicto: los Silenciadores de la Memoria—dijo Cather.

—¿Cree que un Silenciador de la Memoria podría infiltrarse en el dianismo? —gruñó Ziloh, con ojos intensos y repulsión evidente—. Usted misma vio a los fieles en la misa. Todos adoran a Diane, todos son devotos. ¿Piensa que alguno de ellos seguiría a ese horrendo ser? El sector norte ha crecido, al principio era insignificante y ahora ocupa una cuarta parte de Nehit. Los controles en las entradas del sector norte son laxos desde que se les concedió acceso total. Si un Silenciador de la Memoria se infiltrara, sería por allí. ¿No lo ve? Los Heroístas siempre han sido marionetas del Portador del Olvido.

—Ziloh, comprendo sus preocupaciones, pero no debemos precipitarnos en nuestras conclusiones —respondió Cather con firmeza—. Los heroístas han residido en el sector norte por dos décadas, respetando el tratado de no agresión. Además, los Silenciadores de la Memoria son expertos en infiltrarse en lugares inesperados. No podemos juzgar a todo un grupo por las sospechas hacia unos pocos.

El ambiente se tensó aún más, como una tormenta eléctrica a punto de estallar.

—Pero admite que los Heroístas facilitaron su acceso —insistió Ziloh.

Cather reflexionó antes de responder.

—Es verdad que el acceso al sector norte es más fácil ahora, pero no olvidemos que Zelif promovió la reconciliación entre las facciones. No existen pruebas concretas que vinculen a los heroístas con la muerte de Zelif. Acusarlos sin evidencia sería injusto.

—Entonces, supongo que nuestra conversación ha concluido —dijo Ziloh con amargura—. Que tenga un buen día, miladi.

Cather salió de la iglesia con paso decidido, la tensión flotando en el aire tras ella, como un nudo sin resolver en el paisaje desolado de Sprigont. Kazey la siguió, su rostro reflejando preocupación.

—¿Cather? —la llamó la joven—. ¿Qué pasa? Tu expresión...

—No regresaremos al castillo de inmediato. Ve a buscar a Voluth.

Ziloh siempre lograba alterar a Cather, aunque no sabía si era su falta de cortesía o su forma de hablar en enigmas lo que más la irritaba. No lo tenía claro, pero ese hombre, a pesar de su devoción, incluso mayor que la de Lord Haex, representaba un peligro.

Cather sabía que debía tener cuidado con él.

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