49
Sobre el ara desolada, desprovista de toda gala y colorido, yacía el cuerpo sin vida de la mentora de Voluth. Cather descansaba inmóvil, cubierta por su propio rocío carmesí, tal como la encontraron. Su armadura, una obra maestra de gran magnitud, exhibía cicatrices, hendiduras y marcas de desgaste que reflejaban la brutalidad de su último combate.
Voluth, sumergido en la profundidad de la desolación, lloraba en silencio. Los hombres a su lado susurraban con voces cargadas de burla y furia. La ausencia del Lord Hacedor de Sangre resultaba evidente, como una sombra amenazante sobre ellos. Kazey temblaba a su lado, sus ojos rojizos parecían a punto de estallar de ira. Agarraba la empuñadura de su espada con firmeza, al igual que Voluth sostenía su resolución.
—Lo mataré —declaró Kazey, con palabras temblorosas como un viento helado—. Acabaré con ese vil asesino.
Pero la culpa no recaía en Azel.
Voluth, esforzándose por recobrar el aliento, alzó la mirada hacia el responsable del homicidio. El sacerdote, ahora el nuevo Hierático, estaba junto al antiguo ara, mostrando una total falta de respeto hacia la Caballera Dragón inerte a sus pies. Ziloh la exhibía como un trofeo ante la multitud, con una sonrisa burlona jugueteando en sus labios.
Ziloh se había ausentado brevemente durante la ceremonia, dejando a Jukal a cargo. Supuestamente habían encontrado el cuerpo de Cather en una sala solitaria de la catedral, un lugar sin testigos ni nadie que pudiera desmentir al nuevo Hierático.
—¿Hasta qué punto hemos llegado? —inquirió Ziloh con amargura y desprecio en su voz—. ¿Cuántos más de nosotros pretenden asesinar para alimentar su arrogancia?
Voluth apretó los dientes y no soltó la empuñadura de su espada. Sus ojos ardían por las lágrimas contenidas. Arrogancia. Los Heroístas no eran arrogantes, ni siquiera el Dios Negro lo había sido. Ziloh, en cambio, personificaba aquello en su máxima expresión.
Estaba cerca... quizás Voluth podría matarlo. Solo tenía que sortear a un par de guardias y a Jukal, quien lo observaba con malicia.
Era posible.
—Se suponía que hoy era un día sagrado, glorioso y trascendental. Incluso hoy, Diane está entre nosotros y rinde homenaje a la sagrada consagración. Hoy no debería ser un día de luto —Ziloh se movió con gracia y observó detenidamente a la caballera—. Pero hoy, Diane está triste. Está cansada de pérdidas y dolor. Hoy no es un día de alegría. Soy un Hierático, ¿pero a qué costo? Zelif, Malex, Felix... y ahora lady Cather
» Fuimos demasiado indulgentes con los heroístas —siseó—. No aprendimos de los errores del pasado, cuando les brindamos nuestra confianza y fe. ¿Y cómo nos lo agradecieron? Asesinando a Diane. Y ella está triste, hermanos. Porque decidimos volver a confiar en ellos, incluso después de ver lo que son capaces de hacer. Díganme, ¿a dónde nos ha llevado volver a confiar en ellos?
—A la muerte —respondió el sacerdote Jukal.
—¡A la muerte! —rugieron los devotos.
—A la muerte —siseó Kazey a su lado.
Voluth se alzó lentamente y aferró con fuerza la empuñadura de su espada. Tan solo necesitaba ser rápido y podría acabar con Ziloh. Entonces quedó paralizado y, por un breve instante, sintió que todas las miradas se clavaban en él. Su armadura negra resplandecía y atraía el odio de todos los presentes. Los ojos y murmullos eran como una lluvia de flechas que lo atravesaban una y otra vez.
«No puedo hacerlo», se dio cuenta.
No podría acercarse siquiera a Ziloh. Si daba un paso, Kazey lo detendría sin contemplaciones. Y si ella no lo lograba, los demás lo harían. Jukal observaba sus movimientos con ansias de que intentara algo.
—Muerte... —Ziloh repitió con satisfacción y asintió con la cabeza—. Muerte vil y despiadada. Advertí a Zelif sobre sus acciones, yo era su consejero, como todos saben. Pero él me ignoró. ¿Y qué cosechó con su arrogancia? La muerte.
» Hablé con Lord Stawer e intenté prevenirlo acerca de su hija, lady Xeli, quien había optado por socavar nuestra fe. Nuestro gran señor fue demasiado indulgente y ¿qué cosechamos por eso?
Las voces respondieron al unísono.
—¡La muerte!
—Y ahora, lady Cather... También intenté aconsejarla como mejor pude, tal vez fue mi error no persuadirla lo suficiente. Quizás no fui lo bastante convincente con ella ni con nadie más. Pero la confianza la llevó a la muerte. Tres pilares del poder sufrieron el mismo destino debido a esa insensata esperanza.
» Ya no es tiempo para la indulgencia, ni para la confianza, ni para la fe. Hemos aprendido de los errores del pasado, hermanos y hermanas. No deseamos más muerte, solo anhelamos una paz genuina. ¿No es así?
La multitud rugió en aprobación.
Voluth barrió la vista en busca de una vía de escape. Debía alertar a los heroístas lo antes posible. La catedral estaba en peligro. Este no era un ataque común, como los que habían enfrentado en el pasado. Era algo más siniestro, mucho más peligroso. Kazey también parecía inquietante, con sus ojos encendidos de furia.
Su plan principal, el que habían concebido con Loxus y Rilox, no funcionaría aquí. Esta gente no reconocía la autoridad del Gran Señor ni del Gran Consejo, solo la del hierático que se alzaba ante ellos.
Esperaba que Azel hubiera ido en busca de ayuda.
—La Devastación arrasó nuestros campos, bosques y ciudades, y se cobró vidas. Diane murió, ¿y qué hicimos nosotros para evitarlo? ¡Nada! Pero eso cambiará hoy. ¡Ella me habla en este mismo instante! ¿Saben lo que quiere? Que hagamos lo mismo que nos han hecho durante tanto tiempo. Los heroístas intentaron aniquilarnos y fallaron. Diane teme que vuelvan a herirnos. ¡Así que golpearemos primero!
Ziloh alzó un cetro en una mano y un documento en la otra.
—Lord Stawer ha aprobado esto, harto de la devastación en su ciudad. ¿Pero saben quién más está de acuerdo? Lady Cather escribió con sus propias manos su última voluntad. El Gran Consejo y lady Cather han comprendido que los heroístas no deben existir más. ¡Nuestro miedo ha llegado a su fin! Si ellos desean la muerte, la muerte es lo que obtendrán.
Voluth retrocedió, aturdido. No podía creer que Cather hubiera tomado una decisión semejante. Incluso en su muerte, Ziloh seguía manipulándola.
«Maldito», pensó Voluth.
Contempló a Kazey y una parte de él temió que su amiga lo atacara en ese mismo instante. ¿Sería capaz? Luego vio las lágrimas que ella derramaba. A diferencia de los demás, Kazey no veía a Ziloh, seguía viendo a Cather. Voluth aflojó los hombros y tomó un momento para observar a la multitud, cuyos ojos reflejaban ansias de sangre. Aquella luz apagada en ellos seguía presente, pero había un matiz distinto, como llamas en los ojos, aunque huecas. Todos reaccionaban al unísono, rugiendo de ira.
Kazey llevaba consigo una tristeza que eclipsaba incluso la ira en sus ojos. No deseaba más muerte, pero odiaba lo que le habían hecho a Cather. Era igual que Voluth. La diferencia era que ella aún no había descubierto la verdadera verdad, solo conocía lo que Ziloh proclamaba y los destellos de lo que Cather había dejado entrever.
En ese momento, una de las primeras antorchas se encendió y, con ella, el fuego. Una fuerza incontrolable y volátil se apoderó de la Tierra Corrompida.
—No... —susurró entre la multitud.
Los hombres aullaban, sus voces llenas de terror y maldiciones. El alto mariscal dio órdenes urgentes a sus soldados y los instó a dividir a la multitud en grupos dispersos. Estos grupos comenzaron a desplazarse calle abajo hacia diversos puestos de mando y hacia la muralla de la ciudad, en busca de armas.
Los nobles, presurosos, abandonaron sus palcos y llamaron a sus carruajes para regresar al castillo. Voluth entendió sus murmullos: estaban convocando a sus guardias personales y a sus propios soldados para que se alzaran en nombre de Diane. Por otro lado, ellos permanecerían seguros dentro de los muros del castillo mientras la ciudad ardía.
En un abrir y cerrar de ojos, la plaza y la catedral se vaciaron por completo. Las pocas personas que quedaban o llegaban se retiraban cuando los soldados les daban instrucciones para alejarse hacia los puestos de armamento.
Rilox descendió apresuradamente y llevó de la mano a la pequeña Kisol, mientras una docena de hombres lo seguían. Era la guardia personal del heredero, quizás los mejores hombres entrenados. Eran los Guardias Plateados, con sus brillantes armaduras verdes y pálidas. Voluth frunció el ceño al ver al capitán de la guardia. Era...
—El capitán Kalex —susurró, reconociéndolo.
Un heroísta. El capitán de la guardia personal de la joven Xeli. Y los demás hombres también pertenecían a esa guardia. Eran leales a Xeli y devotos al Héroe. Un destello de esperanza brilló en los ojos de Voluth. La Gran Casa de los Stawer, la más poderosa en Sprigont, parecía estar fuera de la influencia de Ziloh.
Rilox miró de reojo a Voluth y murmuró algo al capitán Kalex. Este se apresuró a llevar a la pequeña Kisol hacia el carruaje. El heredero se ajustó los guantes, se acercó a Voluth bajo la lluvia y los truenos. El viento soplaba con ferocidad.
—Lamento profundamente la pérdida de lady Cather —dijo el heredero—. No esperaba verte aquí.
Kazey se tensó, observando a los dos con incredulidad. Intuía algo, aunque no sabía qué. Voluth, en cambio, comprendió las implicaciones de las palabras de Rilox: «Pensé que estarías con mi hermana».
—Rilox... —susurró Voluth.
El heredero negó con la cabeza.
—Es peligroso hablar aquí, incluso con la tormenta. Las paredes tienen oídos. Debemos regresar al castillo de inmediato. Tenemos que prepararnos para cuando la ciudad caiga en el caos. Nuestros amigos esperan nuevas órdenes.
Voluth asintió en silencio.
De súbito, una voz estridente se hizo oír.
—¡Rilox!
Vexil, la tercera hija de lord Stawer, bajaba las escaleras refunfuñando mientras sostenía un pesado libro sin cuidado. Finalmente, optó por lanzarlo lejos, donde nadie pudiera verlo mientras lanzaba una palabrota al aire.
—No te atrevas a dejarme aquí con esta... gentuza —dijo la hermana de Rilox—. No me interesan sus juegos religiosos. ¿Quieren matarse entre ellos? ¡Perfecto! Pero déjenme fuera de esto.
Kazey frunció el ceño.
—Entonces, ¿estamos esperando algo o podemos marcharnos de una vez? Este lugar me perturba, Rilox —dijo Vexil abrazándose a sí misma—. Y Ziloh ha perdido la cabeza, como todos estos fanáticos religiosos.
Rilox asintió, miró a ambos escuderos y les hizo una señal para que lo siguieran. Voluth avanzó detrás de él, pero Kazey lo agarró del brazo.
—¿Qué está pasando, Voluth? —gruñó.
—No puedo explicártelo aquí... Acompáñanos —pidió Voluth.
—No, no me iré a ningún lado —protestó Kazey, apretándolo con fuerza—. ¿No ves lo que ha sucedido? ¡Cather está muerta! Ellos la mataron. ¿Y me estás diciendo que planeas irte con el hermano de su asesina?
—Ellos no mataron a Cather... —susurró Voluth.
Una antorcha se encendió en la distancia.
—¿No? ¡¿Entonces quién la mató?!
La gente se volvió hacia ellos, observando la escena frente al cadáver de la Caballera Dragón. Los dos escuderos, con sus armaduras rojas y negras brillando, se enfrentaban en una intensa discusión.
—No fueron los heroístas —susurró Voluth, esperando que nadie más lo hubiera escuchado.
Rilox, a punto de subir al carruaje, se detuvo para mirar a Voluth. Su expresión parecía decir: «No causes problemas». Los ojos de Kazey se llenaron de lágrimas.
—Deja de ser un necio —dijo su amiga—. ¿Cuántas veces más tienes que verlo, Voluth? Tú y yo encontramos esa capa negra, vimos a lady Xeli mintiendo sobre sus poderes. ¡Nos enfrentamos al asesino! Cather buscaba la paz, pero no puede haber paz con personas que no la desean...
Kazey titubeó.
—Es su voluntad. ¿No escuchaste lo que dijo Ziloh? Quédate conmigo, te protegeré. Ellos quieren hacerte daño. Puedo cuidarte.
—¿Realmente crees que lo que dice Ziloh es cierto? —respondió Voluth, zafándose de su agarre—. Eso significa que nunca conociste a Cather de verdad. Ella luchaba para evitar más muertes en este mundo; era su misión y su deseo. ¿Puedes realmente creer que quisiera la muerte de toda una población? ¿Causar un genocidio? ¿No has aprendido nada de lo que ella quería enseñarnos?
—¿Y a dónde la llevó eso? —argumentó Kazey—. La mataron.
—¿Y qué importa? —replicó Voluth—. ¿Importa si ella murió? ¿Significa que todo lo que hizo en vida no tuvo sentido? Sus elecciones, sus acciones, sus pensamientos... Su legado está en nosotros. ¿De verdad estás diciendo que no importa? ¡Mira lo que está sucediendo, Kazey! Quieren matar a personas inocentes, a ancianos y niños. ¿Cómo no puedes entenderlo?
Kazey no respondió.
—Esa no es la voluntad de Cather... Lo sabes tan bien como yo. Solo quieres creer que tu fe no ha sido traicionada —Voluth se alejó de ella, con desprecio en la mirada—. Haré lo que Cather esperaría que hiciera. Me iré ahora mismo y lucharé al lado de los heroístas si es necesario. No puedes detenerme. Si lo intentas, tendrás que matarme en este mismo instante. Defenderé lo que es correcto, y si sigues pensando de esta manera, nos enfrentaremos como enemigos en el futuro.
Kazey tembló, apretando la mandíbula.
Voluth subió al carruaje de los Stawer sin mirar atrás.
Azel avanzaba por las calles del sector norte de la ciudad. La tormenta desataba su furia, los truenos bramaban con ira y el cielo se retorcía salvajemente. Lanzaba alaridos como si se revelara contra el destino inminente. El asesino se detuvo de golpe. Sus ropas chorreaban y su rostro estaba tiznado. Percibió el inconfundible hedor a fuego.
Unas calles más arriba, en el sector sur, múltiples lumbres se alzaban como ascuas rojizas en la negrura de la noche. La visión de las llamas consumiendo la ciudad le oprimió el pecho con desesperación. Ni la lluvia podía frenar el avance del fuego. Si las llamas se propagaban, nada podría detenerlas. El sector norte sería reducido a cenizas, borrado por completo de la historia.
«Muerte», murmuró Daxshi con un susurro sombrío.
Xeli había escapado con la espada de sangre. Azel sabía hacia dónde se dirigía y cuál era su intención. El tercer latido en su mente era claro. Los motivos de la joven eran evidentes. Lady Xeli estaba dispuesta a luchar para proteger a los suyos. Consciente o inconscientemente, se convertiría en una leyenda, un símbolo para los heroístas.
«Necesito llegar a la maldita catedral», pensó Azel. Pero ¿podría realmente hacer algo si se dirigía allí?
Oyó pasos. La gente comenzaba a congregarse, centenares de ellos. Formaban un ejército de creyentes. A lo lejos, Azel vio las antorchas acercándose. En la Tierra Corrompida, esas lumbres deberían haber sido tenues, languideciendo constantemente. Ahora brillaban con una intensidad inusitada. Por un momento, Azel sintió cómo era la luz fuera de Sprigont.
En poco tiempo, las calles estarían abarrotadas, llenas de odio y caos. Azel se sintió impotente.
—He fallado... —murmuró en voz baja.
Xeli se le había escapado. Ahora no había forma de persuadirla para que huyera de la ciudad, como alguna vez había prometido a Favel. Tampoco había forma de salvar a todos los heroístas. Era solo un hombre, el asesino de Zelif.
«No has fallado», dijo Daxshi, mirándolo con determinación.
Azel no apartó la vista de las antorchas que se acercaban.
—Morirán, Daxshi... Todos ellos morirán —afirmó con desesperación.
«Aún puedes protegerlos. Aún no han muerto», insistió Daxshi.
—¡No puedo, joder! Cada vez que lo intenté, me salió mal. Creía que estaba protegiendo el dianismo, pero en realidad estaba haciendo el juego a Ziloh. Todas esas muertes no valían pa ná. Traté de buscar una forma de parar la guerra, pero no funcionó. No pude cumplir mi palabra. Ni siquiera pude salvar a una sola persona.
«Salvaste a Gezir», recordó Daxshi.
La imagen de Gezir herido y agonizante regresó a la mente de Azel. Pensó en el hijo del hombre, Glovur, el niño con los dientes torcidos que le sonreía agradecido. Glovur había empezado a admirarlo. Azel sintió un nudo en el estómago. El niño moriría, preguntándose por qué el mundo era tan cruel.
«Aún no es tarde. Puedes protegerlos», susurró Daxshi.
Luego, la imagen de la cabeza rodando volvió a su mente. El corte que había roto cualquier posibilidad de paz. El Hierático, amado por el pueblo, quizás la figura más importante de todo el continente, asesinado por su propia mano. Después vino el caos que esa acción había desatado. Si Zelif no hubiera muerto, Malex y Felix seguirían vivos.
«Les enseñaste a luchar. Todavía pueden sobrevivir», afirmó Daxshi.
Recordó su tiempo en el refugio, con la gente sonriendo a pesar del caos que los rodeaba. Recordó el entusiasmo con el que habían decidido seguirlo, la determinación con la que practicaban. Sabía que intentarían luchar. Sin embargo, sabía que tenían miedo. No eran valientes, estaban aterrados.
La imagen de todos ellos lo asaltó. Temblaban de miedo, se apiñaban en un rincón, buscaban una excusa para huir. No, no lucharían. Solo llorarían. Xeli y Favel morirían. Gezir y Glovur morirían. Bultar, Tilor, Regil y Kuxa... todos morirían.
Un asesino no podía proteger.
Había empezado demasiado tarde a intentarlo. Si tan solo en el pasado hubiera tomado decisiones distintas, tal vez algo hubiera cambiado. Quizás si hubiera sido el sucesor de lord Walex, habría sido un caballero noble. Un héroe entre héroes, un verdadero protector y escudo del reino.
—Pero solo soy un asesino —se dijo Azel.
Daxshi se acercó a él. Le picoteó la mejilla en un gesto compasivo.
—No puedo, coño... No puedo proteger a nadie —soltó Azel.
Azel sintió una mirada sobre él y alzó la vista. Daxshi lo observaba con una intensidad que le heló la sangre. Sus ojos parecían contener un secreto milenario. Una sabiduría que trascendía lo humano, como si hubiera vislumbrado el origen de todas las cosas.
—Puedes hacerlo...—dijo Daxshi con una voz que sonaba clara y pura. Una voz que, por primera vez, no era un eco en su cabeza—. Soy su creación, su enviado. Ellos confiaron en ti, en tu fuerza, en tu deseo de proteger. Me pusieron a tu lado como una guía, aunque yo no recordara nada. Para que no olvidaras tu misión, para impedir que cayeras en su tentación. Puedes hacerlo, Azel.
El asesino se quedó inmóvil. Las manos temblorosas. Quiso decir algo, lo que fuera. Pero las palabras se le escaparon.
Entonces, escuchó un sollozo. Un grito desgarrador que llegó a sus oídos. Se volvió instintivamente hacia el sonido. Corrió entre las calles bajo la lluvia. Hasta que vio en la distancia, a una mujer atrapada por las manos de un hombre. El hombre le apretaba el cuello con fuerza, como tenazas.
Se trataba de era un Guardia Rojo.
En el suelo, asustados, yacían un par de niños.
—¿A dónde creías que ibas, zorra? —se burló el hombre—. ¡Eh, muchachos, adivinen a quién me encontré intentando huir!
Un grupo de al menos seis hombres se acercó rápidamente. Riendo y profiriendo insultos. Sus ojos brillaban con malicia.
—Oh, entonces el otro tipo estaba tratando de ganar tiempo para que ella escapara —dijo el segundo hombre. Rio mientras jugaba con un pequeño cuchillo—. Buen trabajo, Sumal, la atrapaste justo a tiempo. Antes de que los demás se unieran a la fiesta. Por suerte, llegamos antes. Miren el botín que tenemos aquí —añadió, riendo con crueldad—. Pero, Sumal, no seas tan malo con la zorra. Podemos quedarnos con ella un rato y divertirnos.
Los demás hombres rieron en aprobación.
—¿Y qué hacemos con los niños? —gruñó el tercero, un hombre de más edad—. ¿Deberíamos matarlos?
—Oh, no seamos aburridos —respondió el segundo hombre—. También podemos disfrutar un poco con ellos. ¿Qué tal un juego de escondidas? ¿Les parece? Les daremos diez segundos para correr. Pero si los encontramos, los traeremos de vuelta... en pedazos.
Los hombres asintieron en aprobación. Los niños, de tan solo cinco años, se quedaron paralizados por el terror. Su madre sollozaba suplicante.
—Por favor, déjenlos ir... —murmuró.
La sangre de Azel comenzó a hervir mientras apretaba la mandíbula.
—¡Oh, la zorra puede hablar! —burló el segundo hombre—. Esto será una experiencia emocionante, muchachos. ¿Por dónde empezamos? ¡Oye tú! ¿Quién eres?
Azel avanzó lentamente hacia ellos. Sus ojos oscuros perforaban la oscuridad de la noche como dagas afiladas. Apretaba los puños con fuerza.
—¿Otro heroísta? ¡Esto será divertido! —dijo el segundo hombre—. Sumal deja a esa zorra y ocúpate de él. Parece que está desarmado.
Los niños miraron a Azel con terror y súplica. La rabia estremeció al asesino y avanzó con un paso que habría resonado como un trueno en otra circunstancia, pero el sonido se desvaneció y el mundo quedó en silencio. Sumal mostró una expresión de horror al ver el humo que se desprendía de Azel en pequeñas espirales. El Hacedor extendió el brazo y le arrebató la espada al hombre, que cayó a sus pies sin que hiciera falta un movimiento especial.
La sangre empezó a fluir calle abajo.
El capitán de los guardias soltó una maldición y quiso moverse, pero sus piernas no le respondieron. Azel avanzó hacia ellos como un suspiro, como una brisa fugaz. En segundos, se vio rodeado de cadáveres con los cuellos cortados.
No merecían vivir.
Azel dejó de Evaporar y la pequeña familia lo miró con horror. La madre sollozaba e intentaba proteger a sus hijos. Los niños, sin embargo, no mostraban miedo; había admiración en sus ojos.
—No les hagas daño a mis hijos... —suplicó la mujer.
Azel vio lo que aquella mujer veía: un hombre que había aparecido de la nada, empapado de sangre y rodeado de cadáveres. Un asesino, lo que siempre había sido. Apretó la mandíbula y la espada tembló en sus manos.
La mujer notó su temor.
—Gracias...
—¿Hay más personas? —preguntó Azel—. ¿Personas que no fueron a la catedral?
La mujer asintió con rapidez.
—Creíamos que estaríamos más seguros en nuestras casas. Pero abrieron las puertas. Mi esposo...
—¿Dónde está él? —inquirió Azel.
Ella señaló una dirección distante, quizás una de las casas al final del callejón. Una luz brilló en ese lugar. Fuego. Azel miró a la familia.
—Vayan a la catedral. ¡Ahora!
Azel corrió hacia donde se originaban las llamas sin esperar a ver una confirmación por parte de ella.
—¡Devastador Azel! —maldijo Xeli con voz quebrada, entre el anhelo y el reproche—. Si tan solo estuvieras aquí, podrías ayudarme. Pero huiste.
Aunque una punzada de resentimiento hacia el esquivo asesino le mordía el corazón, Xeli comprendía que no podía enojarse con Azel. El asesino había soportado un sufrimiento profundo. Nunca se lo había confesado a Xeli, pero ella lo había percibido en la mirada de sus ojos, en la forma en que manejaba su espada contra Cather. Parecía que siempre llevaba sobre sus hombros el peso de la batalla.
A pesar de todo, Xeli deseaba que Azel estuviera a su lado en ese preciso momento, brindándole su ayuda. Su presencia le habría infundido una confianza renovada. Los breves momentos de enojo que sentía hacia él eran solo una estratagema para distraerse del hecho de que, si ella no actuaba, toda esa gente moriría. Y funcionaba.
Pero la realidad era cruel. Xeli tenía una ciudad en llamas que salvar, y no había lugar para la nostalgia. Su plan inicial, evacuar al pueblo por las cavernas y los pasadizos subterráneos, se desmoronó cuando descubrió que el rubí, su única esperanza, había sido hurtado. Con el tiempo apremiando, no podía distraerse en buscar al asesino.
Así que se vio obligada a improvisar una nueva estrategia. La primera fase, infundir ánimo en los corazones de la gente, funcionó. Los ciudadanos se irguieron de su desolación, como si el espectro de la muerte se hubiera alejado por un momento. Ahora, afrontaba la parte más crítica, para la cual carecía de pericia.
Xeli se desplazaba con firmeza por la catedral, captando las emociones de las personas a su alrededor. El temor al fuego y a la muerte se esfumaba al rozarla, y un halo de confianza y resolución se adueñaba de su ser mientras avanzaba entre la muchedumbre. Mandó a un grupo de sacerdotes que repartieran a la gente en pequeños grupos, para facilitar su control y motivación. Envió al capitán Taler y a los Guardias Negros a puntos clave como la armería y los almacenes cercanos.
También despachó mensajeros hacia el castillo de los Stawer en busca del auxilio desesperadamente necesario. También ordenó a los obreros que intentaran abrir la salida del norte de Nehit. Era consciente de que esta tarea era casi imposible, pero no tenía más opción que intentarlo. La catedral, sin lugar a duda, no aguantaría el implacable fuego que la consumía.
En resumen, Xeli se hallaba inmersa en una lucha desesperada por encontrar un camino hacia la supervivencia.
Lo asombroso era que nadie protestaba ni cuestionaba sus órdenes. Todos obedecían sin vacilar, una muestra impresionante de autoridad que Xeli jamás había experimentado.
De pronto, un alboroto en la estancia principal llamó su atención, y alzó la vista para ver a Favel irrumpir en la sala, acompañada por un Guardia Negro llamado Jekil. Ambos la localizaron de inmediato entre la multitud de sacerdotes.
—¿Qué está ocurriendo? —inquirió Xeli mientras se acercaba a ellos.
Favel, jadeante y con su vestido empapado, sacudió la cabeza. Había estado afuera y su aspecto reflejaba una lucha desesperada. —Hay fuego... alguien mencionó el hedor a cenizas —balbuceó Favel—. Lo siento, Xeli. Las calles cercanas al sur están ardiendo.
—¡Devastación! —exclamó Xeli, preocupada por los habitantes que podrían haber quedado atrás—. ¿Saben si algunos lograron sobrevivir?
Favel palideció y Jekil evitó su mirada. Parecía que ninguno de los dos había considerado a aquellos que no habían buscado refugio en la catedral. Xeli no podía culparlos, pues habían estado ocupados en otras tareas.
—¿Podemos buscar a los supervivientes? —preguntó con urgencia—. ¿Hay alguna manera de ayudar a evacuar a los demás?
Ninguno de los dos respondió de inmediato, y un silencio sombrío se apoderó de la estancia. Finalmente, Jekil habló con voz grave.
—No podemos buscarlos... hemos recibido informes de mis compañeros: los dianistas avanzan a toda prisa. No tardarán en llegar aquí. Y no contamos con suficientes hombres avezados para explorar la zona. Los pocos que tenemos se enfrentarían a una muerte cierta si se acercaran al peligro.
«Por la espada del Héroe, ¿qué se espera de mí en este instante? —pensó con desesperación e impotencia—. Si tan solo pudiera dominar mis poderes, quizá podría salvarlos...»
En ese momento, un eco de su propia voz resonó en la catedral, reclamando un informe.
—Azel... ¿Alguna señal de él? ¿O de Voluth? ¿Algo?
La respuesta que recibió acrecentó su inquietud.
—Nadie los ha visto todavía —respondió la voz quebrada del soldado.
Xeli maldijo en silencio y luchó por mantener la calma. Hirvió sangre por instinto y Campanilla resonó en conjunto con el tercer latido. El asesino seguía demasiado lejos, ¿Qué estaba tramando?
—¿Cómo van los Guardias Negros con la distribución de armas? —preguntó, frotándose los ojos cansados—. Necesitamos armar a todos los que puedan empuñar una espada. Puede que no sepan luchar, pero al menos sentirán cierta seguridad, y el enemigo vacilará. Nos dará una oportunidad.
—El capitán Taler ya ha equipado a dos docenas de pelotones, lady Hacedora de Sangre—afirmó el Guardia Negro—. También han bloqueado las calles, tal como usted ordenó. En poco tiempo todos contarán con alguna arma para defenderse.
El título la hizo parpadear y sus pensamientos se desviaron brevemente.
«¿Lady Hacedora de Sangre?» se preguntó, desconcertada por el nuevo nombre con el que la llamaban.
Sacudiendo la cabeza para centrarse en el problema inmediato, preguntó con urgencia:
—Necesitamos contactar a Rilox...
Con un gesto de despedida, Xeli se dirigió hacia la salida de la catedral, pero algo la retuvo. Había una pieza faltante en el informe de Jekil que no podía ignorar.
La ausencia de información sobre los mensajeros enviados al castillo la llenó de inquietud. Era probable que ya estuvieran muertos. La mano de Favel en su brazo la hizo girar hacia ella.
—¿Qué estás planeando? —preguntó Favel con preocupación en sus ojos.
Xeli suspiró, su voz cargada de fatiga.
—No sé cuánto tiempo podremos resistir, Favel —susurró—. La mayoría de las personas aquí no saben pelear. Pueden aguantar un poco, sí, pero serán arrolladas. Necesitamos hablar con mi hermano. Necesitamos refuerzos.
«Y algo más» pensó.
Le costaba admitirlo, pero también necesitaban a Azel, un Hacedor de Sangre experimentado que las leyendas describían como un ejército en sí mismo. Además, había un desafío aún mayor: ¿cómo convencer a todos de que dejaran en paz a los heroístas?
Una idea comenzó a tomar forma en su mente.
—¿Piensas ir al castillo? —Favel preguntó con horror.
—Es la única manera. Creo que todavía hay al menos un caballo en los establos. Tal vez pueda llegar a tiempo para pedir ayuda...—Xeli respondió con una determinación que no dejaba espacio para la duda.
Pero Favel no estaba dispuesta a quedarse en silencio, su rostro reflejaba una súplica muda.
—Tú eres nuestro líder ahora. ¿Qué será de todos nosotros si algo te sucede? Te has convertido en nuestro estandarte. ¿Y si te ocurre algo? Escuchaste a Jekil, los dianistas están avanzando. ¡Mira el fuego! Rilox ya debe estar al tanto.
Xeli apretó la mandíbula, debatiéndose entre el deber y la seguridad. Era obvio que Rilox ya debía estar informado de la situación en la ciudad. Pero ¿qué se esperaba de ella? ¿Permanecer inmóvil mientras veía a todos morir? Ella no era guerrera, Azel apenas le habían enseñado a blandir la espada.
—Necesitamos ayuda... tiene que haber una forma de detener a los dianistas, de hacerles entender que la ciudad entera se consumirá en llamas si continúan. Pero Ziloh no tiene intención de detenerse, no le importa la ciudad ni su gente. Solo ansía nuestra destrucción.
Favel intentó consolarla con palabras de esperanza.
—No pueden comprenderlo. Lo hemos intentado durante dos mil años, Xeli. Tu plan avanza bien, podemos resistir.
Pero la cifra de dos mil años resonó en los oídos de Xeli como una carga.
—Dos mil años...—repitió en voz baja—. «Alguien sembró esta idea en sus corazones» —citó a un antiguo relato, y Favel calló, sin saber a dónde llevaba la conversación.
» ¿Has estado en el sector sur? ¿En la catedral de Diane?
La respuesta vacilante de Favel reveló una incomodidad palpable.
—No me gusta ir a esos lugares. Me siento... incómoda.
—¿Como si experimentaras un miedo constante? ¿Desánimo? ¿Melancolía? ¿Repugnancia?
Favel asintió, pensativa.
—Supongo que sí, me siento inquieta al estar allí.
—No creo que sea solo eso, ¿sabes? —dijo, acariciándose el mentón—. Sangre y Ceniza menciona estas sensaciones, ¿lo sabías? El rechazo hacia las palabras de los sacerdotes de Diane, la incomodidad. Recientemente leí pasajes del diario de Zelif... «Era incapaz de escucharlos, de estar entre ellos. Algo dentro de mí me instaba a huir, como si me repugnara su sola presencia.»
Luego, Xeli hizo una pausa significativa.
—Al comienzo, pensé que estaba loco. Tal vez era un efecto de las Lascas. Pero ¿con qué frecuencia ocurre esto? Lo he sentido yo, lo sientes tú... todos lo sentimos. Pregúntale a quien quieras, incluso a Loxus, y obtendrás respuestas similares. Pero no es lo único. Zelif menciona algo importante: «Sentía el calor arder en mi pecho al oír su voz, una calidez que me embriagaba y me daba vigor». ¿No te resulta familiar? Todos los Dianistas que hemos visto actúan de la misma manera. Y lo mismo ocurre con los Héroes. Esto no es una reacción natural, es demasiado extraño para serlo.
La incredulidad se reflejó en el rostro de Favel.
—¿Qué estás insinuando?
Xeli negó con la cabeza.
—Ni siquiera estoy segura de lo que digo, pero siento que hay una fuerza más grande detrás de todo esto. Zelif temía la llegada del Portador del Olvido, tal vez había percibido algunas de sus señales que nosotros ignorábamos.
Favel emitió un chillido horrorizado.
—No sé qué es, pero debe guardar alguna relación con el Portador del Olvido, estoy segura de ello, a pesar de que Cather sostiene que los sellos no han sido quebrantados. Si no, no tendría ninguna explicación—prosiguió Xeli, apretando la mandíbula para ocultar su propio miedo—. Lo que sí es evidente, hasta ahora, es que los dianistas están atacando porque sienten que su odio está justificado de alguna manera. Ziloh les está proporcionando esa justificación, y ahora lo ven como su líder. Creen que no están haciendo nada malo, que Ziloh los ha guiado por el camino correcto durante mucho tiempo. Pero las personas pueden cambiar.
» Zelif aceptó el tratado de paz y comprendió el sufrimiento que había causado— Su voz se intensificó—. Mis padres cambiaron, aunque al principio eran indiferentes. Cather se unió a nosotros, pero luego intentó matarme y vio la verdad. Azel también cambió al enfrentarse a Zelif y quitarle la vida.
» La gente puede cambiar, pero necesita un símbolo. Xeli suspiró y siguió. Hay una forma de escapar de la influencia... de lo que fuera que atormentara a Zelif tanto tiempo. Le funcionó al hierático, a mis padres, a Azel y hasta a Cather. Ahora queremos que funcione para todos. Y necesito sacar a Ziloh del medio. Si sigue vivo...
Favel la miró frunciendo el ceño, sin entender las ideas de Xeli. La joven iba a responder cuando Jekil volvió, agitado y sudoroso.
—¿Qué pasa, soldado? —preguntó Xeli, cruzada de brazos.
El mensaje que Jekil traía le dio a Xeli un escalofrío que le congeló la sangre.
—El Hierático Loxus... ha ido al castillo.
Voluth y los Stawer cabalgaron a galope tendido y, al avistar el castillo, sintieron un escalofrío al contemplar su soledad envolvente. Los senderos hacia el alcázar carecían de guardias, los vergeles yacían yermos y las puertas, desprovistas de centinelas, parecían augurar un abandono misterioso. Era como si una fuerza desconocida hubiera devorado a todos.
—¿Qué diablos ha ocurrido aquí? —inquirió Vexil, asomando la cabeza por la ventanilla del coche.
Una llamarada de fuego surgió en la ciudad, iluminando sus rostros con un fulgor infernal. La ceniza caía del cielo y el hedor a chamusquina invadía el aire, provocando náuseas en la joven Kisol.
—Quizá se hayan reunido con el resto de la guarnición —sugirió Voluth, sintiendo un latido angustioso en su pecho.
Voluth se abrumó ante la desesperanza. No había venido al castillo de los Stawer por refugio, sino en busca de un ejército para proteger a los heroístas. Conocía la vulnerabilidad de los Guardias Negros, advertida repetidamente por Cather, y había evitado el conflicto a toda costa.
Rilox golpeó el techo del coche, indicando su llegada a la entrada. El lacayo, visiblemente nervioso, bajó para asistir a Vexil, quien aceptó con un bufido. Pronto, el heredero bajó llevando a Kisol y el otro coche con la guardia personal del heredero apareció en escena.
—Debería haber soldados aquí, listos para proteger a la nobleza —comentó Rilox, su rostro reflejando más inquietud que certeza.
Al abrir las imponentes puertas del castillo, encontraron criados corriendo, con sus rostros marcados por el pavor. Voluth frunció el ceño y alzó la vista, notando algo inusual.
—¿Música? —preguntó.
Vexil soltó una carcajada y se secó las lágrimas.
—Típico de la nobleza: una fiesta mientras la ciudad arde. ¿Nos unimos, Ril?
Lord Rilox gruñó, ignorando la pregunta mientras convocaba al capitán Kalex para una conversación privada. Voluth, sin poder escuchar, se concentraba en contener su creciente ira.
«Cather murió y parece no importarles. Siempre luchó por el bienestar de todos, y ellos solo piensan en sí mismos», pensó con amargura.
Los dianistas y la guarnición devastaban la ciudad, indiferentes al sufrimiento de los habitantes. Los heroístas habían enfrentado miseria y opresión, siempre buscando soluciones pacíficas. Pero los dianistas, ciegos por un pasado absurdo y un líder codicioso, ignoraban cualquier intento de paz.
—Esto es lo que Cather quería evitar —reflexionó Voluth.
Tras un saludo militar, el capitán Kalex se retiró y lord Rilox se dirigió a ellos.
—Vamos —ordenó.
—¿A dónde? —preguntó Voluth.
—A buscar a mi padre. Necesitamos su apoyo. Algunos miembros de la guarnición siguen leales a los Stawer y no comparten la devoción religiosa de los dianistas. La orden de lord Stawer podría proteger a los heroístas.
—¿Y cómo sabemos que nos ayudarán? —cuestionó Voluth tras una pausa—. El problema es mucho mayor, Rilox.
El heredero asintió gravemente.
—Necesitaremos más que la orden de lord Stawer. Debemos convencerlos de que Ziloh está demente y planea destruir la ciudad —replicó Rilox—. Ahí es donde entran nuestros aliados.
—¿Qué tipo de aliados? —preguntó Vexil, desconfiada.
—No todos los sacerdotes de Diane apoyan a Ziloh —explicó Rilox—. Un grupo ha sobrevivido y ahora difunden la noticia de su usurpación. Serán nuestro estandarte.
—¿Crees que será suficiente? —inquirió Vexil—. ¿Cuántos soldados hay?
—Al menos mil —respondió Rilox.
—Insuficientes frente a miles —señaló Vexil.
—¿Y Lord Hacedor de Sangre? —intervino Voluth—. Él tiene soldados.
—¿Ese borracho? —murmuró Vexil.
—No todos se unieron a Ziloh —aclaró Voluth con convicción—. Un grupo leal a Cather lo protegía.
—¿Crees poder convencerlo? —preguntó Rilox, dudoso.
Voluth reflexionó un momento.
—No estoy seguro, pero debemos intentarlo. Cather confiaba en él. Su apoyo sería simbólico.
—Bien, ¿sabes dónde está?
Voluth negó con la cabeza.
—Probablemente bebiendo —sugirió Vexil, señalando los pisos superiores—. Iré a buscar a mi padre. Tú ve con lord Walex.
Lord Rilox partió en dirección contraria con Kisol, mientras Voluth y lady Vexil se dirigieron al gran salón.
—Si fueras solo, te detendrían al instante —comentó Vexil—. Tu atuendo es demasiado llamativo.
Sin responder, Voluth ajustó su armadura mientras subían. La música se intensificaba a medida que ascendían, opacando los sonidos del caos exterior. En el salón, la nobleza reía, cantaba y bebía, ignorando las llamas que consumían la ciudad.
Era una danza macabra.
Vexil avanzó con deleite y tomó una copa de un criado tembloroso.
—Sigue mis indicaciones —ordenó—. Busca a lord Walex y mantén un perfil bajo.
Voluth asintió y se dirigió hacia un rincón del salón, donde una carcajada resonaba por encima de las demás.
—¡Que el Héroe los proteja! —exclamó lady Janne Malwer, elevando su copa entre risas.
—Ignórala —aconsejó Vexil.
—¡Vaya, vaya! Si es uno de los mozos de lady Cather —exclamó Lady Malwer, alzándose de la mesa con su cortejo—. ¿Qué menester te trae por estos lares? ¡Ah, cielos! No te había visto, lady Stawer. ¿Acaso él es tu nuevo danzante?
Las miradas se posaron sobre ellos. Voluth sonrió con torpeza y buscó una escapatoria. Se sentía atrapado en medio de una sierpe, mientras la gente sufría allende.
Lady Vexil ensanchó su sonrisa y meció su copa.
—¡Lady Malwer! —exclamó—. Hace tanto desde nuestro último encuentro. Han organizado un gran sarao esta noche.
—Claro que sí, estamos de júbilo —ronroneó lady Malwer—. Hoy nos desharemos de una lacra.
Voluth se crispó, claramente airado.
—Ay, querido, no te sulfures —dijo lady Malwer—. Todos sabíamos que esto sucedería. Aunque es una lástima, ¿no les parece? Pobre hermanita tuya, lady Vexil, tan desamparada e impotente. Oh, casi se me olvida. Ahora también es una Hacedora de Sangre. Pero ¿qué más da? Es culpa suya que tú tuvieras que servir a la religión.
—No está desamparada —gruñó Voluth.
—Tienes razón, me equivoqué, todavía no lo está —corrigió Lady Malwer con una sonrisa pérfida—. Pero pronto lo estará. Los traidores y homicidas desaparecerán, al igual que ella.
—No somos homicidas —siseó Voluth.
—Ay, eres un tedio —comentó lady Malwer con desdén—. Siempre ha habido muertes, ¿y qué importa? Los religiosos se degollarán entre ellos y luego nosotros reconstruiremos todo. Además, se lo merecen por no conocer su lugar. Los heroístas debieron callarse, como la pequeña de Xeli.
Voluth estuvo a punto de soltar una blasfemia cuando Vexil rio.
—Ya sé por qué mi hermano te quiere terminar—dijo Vexil.
—¿Qué insinúas? —gruñó lady Malwer.
—Ay, ¿dije algo indebido? —Vexil se tapó la boca con donaire—. Creí que ya te lo había mencionado antes, mis disculpas, lady Malwer. Como son tan íntimos... pensé que ya lo habrían tratado, ¿sabes?
—Mientes —respondió Lady Malwer con frialdad.
—Oh, no. Podéis llamarme de cualquier manera menos mentirosa —Vexil rio con malicia—. Pero Voluth está harto de tus injurias a nuestra hermana. Si yo contara a Rilox o a nuestro padre, tan afectado por Xeli, lo que acabas de decir, no se lo tomarían bien con tu casa. Imagina si yo hiciera eso... Sería una verdadera desdicha, ¿no creéis, Voluth?
Lady Janne apretó los labios con ira.
—Rilox no puede prescindir de mí; mi casa controla el comercio fuera de Sprigont —siseó—. Si me abandonara, detendríamos el abasto de recursos a la capital.
Vexil soltó una risa burlona.
—Oh, ¿cuánto tiempo has estado acicalándote para no darte cuenta de lo que ha ocurrido? Mi hermana logró sembrar trigo. Ahora todas las plantaciones en Sprigont están haciendo lo mismo. Los eruditos están investigando cómo replicar lo que hizo mi hermana con animales y otras cosechas. En otras palabras, ya no eres útil, Lady Janne.
Vexil se volvió hacia Voluth, sonriendo.
—¿Nos vamos? —le instó.
Lady Malwer permaneció en su lugar, lanzó una maldición por lo bajo y arrojó su copa al suelo, donde se hizo añicos.
—¿Y Lord Hacedor de Sangre? —preguntó Voluth—. Todavía no lo he visto.
—Tienes razón, ese viejo zángano debería estar danzando con una botella de vino —recriminó Vexil—. ¿Dónde está ese desdichado?
Caminaron con paso inseguro y rápido. Sus pasos resonaban en el corredor de piedra, marcando un contraste con la suntuosidad del castillo. A pesar de sus años de servicio a lady Cather, Voluth batallaba por dominar los nervios que se agitaban en su interior. Su nuca ardía, y sus dedos buscaban instintivamente alivio en un masaje, pero solo agravaban la sensación incómoda.
Pronto llegaron a los aposentos de lord Walex, en lo alto del castillo. Las torres testimoniaban siglos de intrigas y ambiciones. Una vista espantosa detuvo su avance.
Las puertas, flanqueadas por docenas de soldados con la armadura azul de Lord Hacedor de Sangre, imponían respeto. Pero lo que los paralizó fue el cambio en sus expresiones. La perplejidad y el pavor habían sustituido a la soberbia. El miedo había barrido la confianza de esos guerreros endurecidos.
—¿Qué está sucediendo aquí? —exigió Vexil, cuya voz resonó en el ambiente tenso—. ¿Dónde está Lord Walex?
Entonces surgió la voz estridente de Walex desde las habitaciones.
—¡No me tendrás a mí también, no me tendrás a mí también!
Voluth sintió un nudo en la garganta. Corrió, abriéndose paso entre los guardias y dejando a Vexil sola. Abrió las pesadas puertas de un portazo y lo que vio le heló el corazón.
Lord Walex, el lord Hacedor de Sangre, yacía en el suelo, con cortes profundos en ambos brazos, que atravesaban sus venas. La sangre se derramaba sin parar. Su semblante demacrado testimoniaba el horror.
—¡Largo, largo, criatura inmunda! ¿Quieres a los heroístas? ¡Quédatelos a todos, pero déjame en paz! —bramó Walex con una voz desgarradora, ignorando que la puerta se abrió—. Hice lo que me pediste, mandé a ese Silenciador de la Memoria a asesinar a Cather. ¡Mentí sobre la chiquilla para que creyeran que era la asesina! ¡Ayudé a Ziloh a matar a Zelif! ¡Ahora déjame en paz! ¡No me tendrás a mí también!
Walex calló por completo. Voluth se quedó aturdido, invadido por la desesperación, la ira y la desolación. El castillo guardaba el eco de la tragedia. No podía apartar la vista de la escena macabra.
—Walex...
El hombre se giró hacia él, con una mirada extinta y unos ojos huecos. Las sombras y la penumbra se enroscaban a su alrededor como un nevrastar frenético.
—Todos enloquecen... todos enloquecen menos yo—dijo Walex tomando su hoja de sangre con debilidad. El arma apuntaba a su corazón—. No me tendrás... no me arrastrarás a la noche como hiciste con Ziloh.
Con un golpe certero, el arma legendaria perforó el corazón de Walex. Las sombras se disiparon al instante. Su cuerpo inerte se desplomó junto a la espada de sangre, que se deshizo en un charco carmesí.
—Definitivamente estaba loco —susurró Vexil, intentando aparentar confianza mientras lanzaba una risa nerviosa.
El silencio se cernió sobre los semblantes exhaustos de los soldados que habían servido a lord Hacedor de Sangre. Una sombra de culpa y desesperanza los envolvía.
—Lord Walex era... un Silenciador de la Memoria—dijo el capitán de los soldados de armadura azul.
Nadie dijo lo contrario.
—¿Qué hacemos, milord? —preguntó el hombre mirando a Voluth, conteniendo las náuseas—. La ciudad...
El joven apretó los puños. No podía permitirse estar nervioso. Estos hombres lo necesitaban, la ciudad lo necesitaba.
—Ziloh es un Silenciador de la Memoria, ya escucharon a Walex—declaró Voluth con firmeza, su voz llenando la sala con autoridad—. Cather intentaba detenerlo, pero algo la acabó. Debemos frenar a Ziloh, la ciudad está en peligro. Planea incendiar el sector norte. El fuego allí es incontrolable. La ciudad se convertirá en cenizas si no actuamos. Necesitamos detener a Ziloh.
Voluth hizo una pausa, dejando que la gravedad de la situación calara en sus oyentes. La tensión y la incertidumbre eran palpables.
—¿Están dispuestos a ayudarme?
Bajo un cielo plomizo que presagiaba tormenta, Xeli lanzaba maldiciones al viento. Maldijo no solo a Loxus sino también su propia ceguera. El Hierático, un necio, peor incluso que ella. ¿Cómo había podido ignorar que sus planes eran una quimera en el contexto actual? Había enviado emisarios para comunicarse con su hermano, emisarios que nunca volvieron...
Ahora todo cobraba sentido en su mente. Loxus se había infiltrado entre esos mensajeros y había partido hacia el castillo. Su demencia no tenía límites, pero eso no era lo más grave. Xeli sintió un escalofrío en su alma. Loxus tramaba una locura, un acto que incluso ella, con su arrojo, había descartado como utopía.
«Debo intentarlo y, si caigo en el empeño, al menos mi muerte tendrá sentido, como la de Zelif», exclamó el Hierático.
Aquellas palabras avivaron una pequeña llama de esperanza en el pecho de Xeli. Mientras tanto, Loxus ansiaba convertirse en el fuego de la eternidad para su pueblo. La joven señora sería el motivo para que los heroístas blandieran sus espadas, y el hierático sería la luz que los mantendría luchando.
Xeli sabía que Loxus no pretendía llegar al castillo. El anciano tenía una cita crucial con Ziloh. Inhaló hondo y se ciñó la capa negra alrededor de los hombros. Azel le había enseñado un poco de esgrima, pero había sido por poco tiempo. ¿Sería suficiente?
—No lo hagas —rogó Favel, tratando de detenerla.
Pero Xeli era inquebrantable. Miró a su amiga con resolución y afirmó:
—Debo ir tras Loxus. ¡Tengo que salvarlo!
Favel guardó silencio por un instante, reflexionando sobre las palabras de su amiga.
—Te necesitamos aquí. Si te marchas...
Las imprecaciones de Xeli brotaron de nuevo. Era evidente: estos hombres dependían de ella. Si se iba, ¿qué sería de ellos? Estuvo a punto de convencerse de quedarse, pero entonces recordó la razón principal por la que Favel la había buscado.
—¿Lograron abrir la salida norte? —preguntó Xeli con urgencia.
Favel palideció y negó con la cabeza, mostrando pesar.
El corazón de Xeli se oprimió con angustia. Ahora, su única opción era resistir. Apresó la empuñadura de su espada en el cinto, respirando hondo para recobrar la calma. Confiaba en su habilidad. Sus dedos se deslizaron hacia la daga que llevaba consigo, una hoja negra con el grabado del Dios Negro.
De pronto, gritos llenaron el aire. Xeli se puso en alerta ante el alboroto en las afueras de la catedral y salió corriendo con decisión. Blandía su espada con firmeza, y el ardor del conflicto la invadía. Sus piernas, impulsadas por un poder desconocido, la llevaron rápidamente hacia la escena. El humo de las llamas se elevaba en el horizonte bajo la lluvia. En medio de la calle, encontró a una familia: una mujer sostenía a un hombre lacerado junto a un par de niños.
Eran supervivientes.
Rilox sudaba debido a los nervios. Estaba familiarizado con esta reacción física ante la tensión, que solía empezar en sus manos y luego se extendía a su semblante. Aunque sabía disimular su nerviosismo en la mayoría de las situaciones, esta era diferente, una cuestión de vida o muerte. Su hermana Xeli estaba en algún lugar del mundo exterior, enfrentándose a un ejército y al fuego que lo consumía todo. Ella necesitaba su ayuda, y él no podía quedarse inactivo.
Las puertas que daban acceso a los aposentos del gran señor estaban cerradas y vigiladas por dos hombres armados con lanzas. Sus rostros reflejaban la angustia reinante, no por Rilox, sino por el caos del exterior.
Rilox había aprendido algo sobre lo que ocurría, aunque no lo comprendía del todo. Ziloh ejercía un poder inmenso sobre las personas, un poder que despertaba un odio irracional. Muchos le seguían, cegados por ese poder. Pero aún había otros, como los guardianes de la puerta, que no compartían la locura de los dianistas y rechazaban participar en un acto de exterminio. Esta era la esperanza de Rilox.
Finalmente, los guardianes accedieron y permitieron el paso a Rilox. Avanzó y vio a su padre, lord Haex, de pie en el balcón, rodeado de botellas de licor, pero sin beber ni una gota. Su madre, lady Jhunna, estaba a su lado, sus ojos fijos en las llamas lejanas.
—Ziloh me engañó... Me hizo firmar algo cuando no era consciente —susurró lord Haex con voz quebrada—. Quiere acabar con todo. Quiere acabar con ella...
Rilox, ocultó sus manos sudorosas tras la espalda.
—Podemos detenerlo—dijo con determinación.
Un silencio pesado cayó en la estancia.
—Tengo hombres escondidos en el castillo —continuó lord Haex—. Hombres fieles a mí, no a él. Hombres que apoyaban a ella...
Lord Haex fijó su mirada en su hijo.
—Ahora son tus hombres, Rilox. Solo tú puedes detenerlo.
Lady Jhunna se giró hacia él, con lágrimas rodando por sus mejillas.
—Por favor, salva a Xeli. Por favor.
El fuego rodeaba a Azel como un torbellino voraz, un remolino de llamas implacables que lo envolvía en un abrazo mortal.
El asesino se deslizaba con maestría por la chabola, esquivando los escombros candentes que caían del techo agrietado. Grandes ascuas caían como meteoros ardientes, rozando su piel con calor abrasador. El aire, una mezcla sofocante de humo y ceniza, presagiaba una muerte segura donde el contacto con el fuego era una tortura insoportable. Azel sabía que tenía que escapar de aquel infierno lo antes posible.
Un llanto débil de un niño interrumpió la sinfonía del incendio.
—Proteger—rogó Daxshi.
Azel había estado cumpliendo ese mandato desde que llegó a tiempo para salvar al marido de la primera mujer. Aunque todavía no asimilaba que Daxshi había hablado, continuó avanzando, alertando a todos en su camino y arriesgándose entre las chabolas consumidas por el fuego. Su voluntad era inquebrantable, no estaba dispuesto a malgastar ni un solo instante.
Se abrió paso entre nubes de humo y lenguas de fuego, luchando por mantener su lucidez mientras exploraba el lugar. La noche caía rápidamente, haciendo que el fuego se intensificara y distorsionando su visión, complicando la situación.
Finalmente, lo encontró: un hombre yacía en el suelo con el tobillo derecho torcido en una postura grotesca, imposibilitado para andar. Las llamas lamían su cuerpo, a punto de consumirlo. En su pecho, un orificio sangriento atravesaba su torso, con sangre goteando sobre un charco carmesí. A su lado, un niño sollozaba, rodeado por las llamas y asfixiado por el humo.
Un hombre con una gran lanza apuntaba al pequeño.
Azel apretó la mandíbula y se lanzó hacia el dianista. Su movimiento fue rápido y certero, cercenó el brazo que sostenía el arma. El hombre cayó, chillando de dolor y rodando por el suelo hasta quedar atrapado por las llamas. Estas estallaron en respuesta, en una cascada de chispas. La madera crujió y las paredes se resquebrajaron, la estructura envuelta en fuego sepultó al dianista.
Azel huyó del caos, aferrándose al niño inconsciente rogando que no hubiera inhalado más humo del recomendado. Había caído en un profundo sopor, y quien sabe cuándo despertaría. La salida al exterior debería haber sido un alivio, pero las llamas habían tomado la calle. Todos los edificios y chabolas alrededor se habían convertido en murallas ardientes que devoraban todo a su paso. Las llamas crecían con cada segundo, su incandescencia era algo inimaginable en la Tierra Corrompida. Eran pilares de luz que rugían en el crepúsculo.
Ceniza caía del cielo como una lúgubre lluvia de desolación.
Los hombres del primer contingente del ejército enemigo se acercaban peligrosamente, su presencia avasalladora. Los que habían incendiado las calles eran simples exploradores, guardias sacerdotes iniciadores de la masacre. El verdadero ejército se aproximaba, y Azel los distinguía con claridad.
En el centro del ejército, en una caravana, iban Ziloh y Jukal. Entonces, llegó. Una oleada de nervios recorrió a Azel, y el poder en su interior fluctuó. El miedo lo envolvió como una oscura sombra, mientras el pánico se apoderaba de su pecho, mezclándose con asco y repudio. El mundo a su alrededor se oscurecía, como si la peor de las bestias acabara de emerger frente a él.
Sus manos y piernas temblaban. Al mirar a los ojos de Ziloh, sintió que había perdido. La esencia que había discutido con Cather y Xeli había llegado al sector norte: muerte, ruina y destrucción. Los hombres del ejército enemigo estallaron en un frenesí de ira, con ojos llameantes y voces gruñonas descontroladas.
—Huye, huye, huye —sollozó Daxshi—. Sin verdad se acerca.
Azel gritó y se enfrentó al nuevo Hierático. Necesitaba tiempo. Había salvado solo a unas docenas de personas, a quienes había alertado y liberado de hogares en llamas o con puertas bloqueadas. No era suficiente. Muchos habían perecido y otros seguían atrapados en el fuego. Otros recién comenzaban a huir. Necesitaba tiempo desesperadamente, pero este no estaba de su lado.
Ziloh sonrió, jugueteando con un frasco entre los dedos. Las alarmas de Azel se encendieron. El niño en sus brazos tosió y despertó. Azel no podía arriesgar la vida del niño, pero si no actuaba de inmediato, los enemigos llegarían a la catedral y arrasarían a todos.
De repente, un hombre emergió de entre las llamas. Azel lo identificó de inmediato.
—Vete —dijo el hierático Loxus con voz firme—. Salva a ese niño.
Azel negó con la cabeza, luchando por mantener la cordura. No podía permitir que otro hierático muriera.
—¿Qué coño haces aquí? —gruñó Azel.
—Necesitamos algo más —respondió Loxus—. La entrada a las cuevas está sellada, no podemos escapar por allí. Xeli está haciendo un buen trabajo, pero necesitamos un símbolo, algo que motive en los días venideros. Además, necesitamos tiempo, ¿verdad? Ziloh no me matará de inmediato. Me odia tanto como a Xeli. Querrá burlarse de mí. Puedo ganarles tiempo. Vete y ayuda a los demás a escapar. Protégelos.
—Loxus...—sollozó Daxshi.
Azel tembló una vez más, pero obedeció al Hierático del Héroe. La decisión lo corroía por dentro. Loxus le daba la oportunidad de salvar al niño y una nueva esperanza para rescatar a los heroístas. Maldijo en silencio, sintiendo una creciente debilidad en su interior mientras corría hacia la catedral del Héroe, rogando a Diane que ayudara a Loxus a ganar todo el tiempo que necesitaban.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top