36

No obstante, aquella voz supo, de alguna manera que no logro comprender, que yo ya no estaba en su dominio. Que había logrado liberarme. Y sentí su odio, un odio tan puro como encarnado. Era el caos hecho carne, la destrucción encarnada, el deterioro personificado.

De las notas de Zelif.



Hacía una semana que Cather había desafiado a los Hacedores de Sangre.

Desde entonces, se ocupó de múltiples tareas: tejió informes minuciosos, dirigió patrullas y conversó con sus informantes. Todo lo hizo para alejar de su mente el caos que sumió a la ciudad en una inquietante vorágine. Para ella, todo era como el estruendo funesto que precede a la fractura inevitable de un cristal.

La verdad, sin embargo, no admitía velos. Cather no podía acallar el eco atronador del asesino que moraba en su mente, un matiz tenebroso que se clavaba como una astilla de hielo.

«Ella no es la asesina. Yo lo maté. ¡Yo maté a Zelif y por mi culpa perecieron los sacerdotes! Pero Xeli es inocente. ¡Yo lo maté

La imagen de la muchacha, empapada y llorosa bajo la lluvia, se le antojaba en cada guiño. Un nudo de pena y culpa le estrujaba el pecho. Cerró los párpados con fuerza, sus manos trataban de sosegar la borrasca en su mente. Pero sus esfuerzos solo avivaban el rugido sordo del asesino interiorizado, como un fuego que se propaga sin freno.

El segundo latido, un crepitar cálido en su sangre, le susurraba la histeria de aquel momento: los ojos del asesino agonizantes, una tormenta insoportable. En un arrebato, Cather abandonó su escritorio, como si el propio mueble fuera un cepo insoportable.

El balcón la atrajo con un magnetismo irracional. Las puertas se erguían como centinelas de la noche inmaculada que aguardaba allende. El firmamento se enroscaba como una serpiente compuesta de incontables espinas de oscuridad, entretejiendo cuchicheos de sombra. Cather conocía el precio de adentrarse en la negrura; sabía que las Lascas, atalayas de la noche, serían desencadenados contra ella, una maraña voraz que devoraría su mente. Pero la atracción hacia la noche era irresistible, una llamada ancestral que reclamaba su complicidad.

No buscaba el dolor, sino la pertenencia a la oscuridad, el nidal de los Hacedores de Sangre. Debía afrontarla, no esquivarla. A pesar de ello, se replegó, dando traspiés en su santuario, desconcertada por la confusión que la embargaba. ¿Había tomado la elección correcta?

La sentencia de Xeli la apresaba como un yugo de dudas. Incluso ahora, la certeza se resquebrajaba. ¿Había maldecido a una inocente, a una niña? Pero ¿por qué entonces había ocultado su potencial durante tantos años? ¿Por qué había ido a la catedral de Diane la noche en que murieron los sacerdotes?

Un interrogatorio a una amiga cercana de la joven señora, Favel, descubrió las fibras ocultas de la obsesión de Xeli por los Hacedores de Sangre. Un fervor que rivalizaba con los solemnes devotos de antaño. El registro en la habitación de Xeli reveló un diario meticulosamente escrito: un volumen que albergaba las íntimas sospechas de la joven acerca de los Hacedores de Sangre.

Era asombroso cuánto había logrado destilar de fuentes diversas: cuentos, sagas ancestrales, crónicas históricas y textos sagrados. En sus páginas se trazaba una narrativa peligrosa: un tejido de verdades y medias verdades que arañaban los cimientos del secreto de los Hacedores de Sangre. Lady Xeli, en otro contexto, podría haber sido una erudita consumada.

«¿Buscaba comprender sus poderes o solo era una fanática más de los Hacedores?»

Cather negó con la cabeza, su mente flotaba en las aguas tumultuosas del dilema. La angustia se arremolinaba en su pecho mientras se esforzaba por forjar una senda a través del caos que había engullido la ciudad. Desde que la verdad se había esparcido, cada pilar de estabilidad se desmoronaba. Incluso el refugio norteño, protegido por la anciana Kuxa, ahora se encontraba bajo escrutinio constante, marcado por haber brindado cobijo al asesino durante semanas.

«Halex», el nombre reverberó en la mente de Cather. Los rostros desconcertados que había interrogado parecían grabados en su memoria, un mosaico de confusiones que ella misma no lograba descifrar.

—No puede ser un asesino —proclamó un hombre con barba desaliñada, cuyos hilos plateados se enredaban como enredaderas rebeldes—. Me salvó y resguardó a mi hijo cuando necesitábamos ayuda.

—No es un asesino —aseveró un anciano de mirada penetrante—. Es un cirujano. Halex salvó mi vida, Caballera Dragón. Los asesinos no tienen manos que salvan vidas.

Efectivamente, esa era la paradoja en torno al presunto Halex, si tal era su nombre. Había tejido hilos de vida en su camino. Le llamaban «el cirujano sorprendente». ¿Sería auténtico o era un poseedor de la Transfusión? De cualquier modo, había sido un faro de cuidado y compasión. Kuxa relataba lo que había hecho Halex tras el primer asalto, en el despertar tras las muertes de Malex y Felix.

Las crónicas de aquel evento la habían dejado perpleja. Halex había tendido manos de auxilio a los sacerdotes heridos, sus dedos hábiles cosiendo no solo carne y hueso, sino también esperanza. Las voces de aquellos que habían sido tocados por su habilidad relataban la misma historia: el asesino había arrancado docenas de vidas de las fauces de la muerte.

«¿Eso haría un Silenciador de la Memoria?»

Un eco distante en su memoria le devolvió el recuerdo de algo que debió mirar hace mucho tiempo.

Rápida como un rayo, Cather se precipitó hacia su escritorio, deslizando un cajón y recuperando un libro. El mismo libro que le había arrojado el asesino. La portada carecía de ornamentos, sin rastro de índices sobre su contenido, y las inclemencias del tiempo habían desgastado su piel y rizado sus hojas.

El temor a destruir el libro le había impedido leerlo.

«¿Qué hacía con esto?», se preguntó mientras abría las primeras páginas, manejándolas con delicadeza. El contenido se desveló ante ella como las hojas de un diario personal.

«Oía su voz y veía su figura», relataba el contenido.


Me hablaba como también sé que aún sigue hablando a otros. Sentía el fuego de su amor en mi corazón al escuchar su voz, una llama que me llenaba y fortalecía. Y, sin embargo, fue una bendición cuando dejé de oírla. Ese fue el día en el que firmé el tratado de paz.

No estoy seguro de cómo explicar la sensación

Es como si toda mi vida hubiera tenido una extraña inquietud que me movía a actuar, un impulso a expresar, a comunicar mis ideas e incluso mi ira con pasión. Y cuando esa voz se silenció, dejé de sentir todo eso y experimenté una paz como ninguna otra. No diré que ese día por fin pude llorar. Me sentía liberado.

El libro se escapó de las manos de Cather y cayó al suelo con un golpe sordo. Su rostro reflejaba desconcierto y angustia. Las palabras, actuando como un hechizo revelador, habían tejido una red de reconocimiento. No se trataba del diario del asesino, como había creído. Reconoció la letra, que era inconfundible incluso después de años de separación. Se trataba del diario de Zelif. ¿Qué implicaciones tenía aquello?


Un nudo se formó en su garganta. Continuó leyendo otra entrada, con los ojos fijos en el papel, aunque sin lograr comprender realmente su contenido.


Y, sin embargo, esa voz, de algún modo incomprensible, percibió mi liberación de su dominio. Sintió que ya no podía controlarme. Y noté su odio, un odio tan intenso como palpable. Era el peso que sofocaba el aire, la oscuridad que ocultaba la luz, el poder que aprisionaba las emociones. Era un caos absoluto, una fuerza de destrucción y decadencia.

La advertencia era clara: si me atrevía a oponerme, sufriría mi exterminio.

Sé que escribir estas palabras es un riesgo, una sentencia que asumo plenamente. Sus ojos me vigilan, sé que observa también a los demás, pasando inadvertido para todos. No obstante, debo hacerlo, porque ahora entiendo su propósito. Y debo hallar una manera de intervenir, aunque ello selle mi fatídico destino.

O su llegada será más pronto de lo que esperamos.

¡Oh, Antiguos Creadores!, imploro su protección contra el inminente advenimiento del Destructor, cuya llegada se cierne como una tormenta voraz en el horizonte expectante.


Un golpe repentino en la puerta interrumpió el ensimismamiento de Cather. Cerró el libro de un manotazo y lo ocultó en el cajón. Erguida, se encontró con lord Walex en el umbral, una sonrisa irónica bailando en sus labios mientras sostenía una botella de vino.

—Oh, mi señora —la saludó, inclinando su figura en un gesto que mezclaba humor y teatralidad—. Sabía que te encontraría aquí. Los guardianes del castillo te buscaban desesperados por doquier. Algunos decían que te habían visto en el campo de entrenamiento, como en otras noches, y otros murmuraban que seguías pistas sobre los asesinos.

Cather llevó las manos a su sien, abrumada. ¿Qué había leído?

—Quién lo diría, ¿verdad? —susurró Walex, deslizándose con agilidad sutil por la habitación. Una copa apareció en la mesilla, esperando recibir la cascada del líquido carmesí—. La querida Xeli resultó ser una de las asesinas, y ciertamente una de las más astutas.

—¿Algún rastro de lady Stawer? —preguntó Cather.

Walex esbozó una sonrisa en su rostro curtido por la vida.

—Vapor carmesí danzando a su alrededor —respondió, moviendo la copa antes de llevarla a sus labios, saboreando el vino—. Un vapor que la envolvía como la niebla abraza al río. Algunos rumorean haberla visto y, tras un instante, haberla perdido de vista completamente.

—Estoy harta de los rumores.

—¿Sientes simpatía por la chica? —preguntó Walex de pronto, su sorbo convirtiéndose en silencio.

Cather tomó un momento para reflexionar.

—¿Creíste que era culpable, Walex? —suspiró—. No viste lo que yo vi. La acorralé en un callejón, dispuesta a matarla, y ella... ¿sabes qué hacía? Lloraba. Sus lágrimas eran ríos, Walex. Una fragilidad inédita, una vulnerabilidad desgarradora.

Walex se quedó pensativo.

—Nunca imaginé ver a lord Stawer así —dijo cambiando de tema—. ¿Cuánto tiempo lleva encerrado? Una semana, ¿no es así? Lady Jhunna no deja de gritar a los criados y el heredero ha asumido las responsabilidades de ambos.

Cather guardó silencio.

—Lord Stawer te espera, querida —anunció Walex.

—¿Ahora? He intentado hablar con él sobre Xeli y siempre me ha evadido. ¿Por qué ahora?

—Solo la Campeona lo sabe, querida —replicó Walex, sonriendo—. Quizá quería evadir tus preguntas. Puedes ser muy... agobiante, a veces. Yo iría rápido. Parece que el tema es su hija.

Cather se levantó, mostrando su molestia hacia Walex. Se preguntó si él estaba al tanto de la situación y había decidido mantenerla distraída. Salió de la habitación y cerró la puerta con fuerza. Subió por las escaleras, pasando de largo a criados y nobles en su camino. Algunos de ellos se apartaban, mostrando preocupación, mientras que otros la observaban con curiosidad, fijándose en su comportamiento errático.

Sin embargo, Cather no les prestó atención. Continuó su ascenso hasta llegar a una torre, donde encontró a dos guardias custodiando una puerta labrada. Estos soldados, subordinados de Walex, la saludaron y permitieron su paso. Una vez que Cather entró, la puerta se cerró detrás de ella, revelando una escena desoladora.

El lugar transmitía una sensación de abandono y repulsión. Había botellas de vino dispersas por el suelo, algunas vertiendo su contenido carmesí sobre los tapices. Cada paso de Cather hacía crujir los cristales bajo sus botas, y las copas acompañaban a las botellas en el desorden. Miró en busca del Gran Señor, pero la habitación estaba vacía. Solo había una cama deshecha, con sábanas amontonadas y marcas que evidenciaban una lucha interna. Pero Haex no estaba allí.

De repente, una ráfaga fría rozó el rostro de Cather. Un aire helado penetró su uniforme, congelando sus extremidades. Se giró hacia un lado y vio que las puertas del balcón estaban abiertas, chocando con la pared como desafiando a la noche. Las cortinas se alzaban y ondeaban como si fueran espíritus inquietos.

Cather contuvo la respiración y llevó su mano hacia Juicio. El balcón se abría a la noche y la oscuridad invadía la estancia. La sombra de Cather, densa como la niebla, se extendía a veces fluida, a veces etérea, pero siempre negra.

La oscuridad era total, devorando todo a su paso. Cather estaba familiarizada con ella, pues había nacido en medio de la noche, las Lascas y la Devastación.

—Por la Deidad Inmortal...—tiritó.

En el balcón, la figura de Lord Stawer se recortaba contra el vacío nocturno. Su ropa estaba rota y manchada de sangre y polvo. Bebía vino mientras contemplaba las ruinas de la ciudad. Cather se acercó con cautela, sintiendo un latido extraño en su corazón, un presagio de peligro.

«Las Lascas no pueden dañarme», se repitió.

Se asomó al balcón.

Y la noche la asaltó.

Un latido ajeno pero familiar resonó en su pecho. El poder de la noche se fundía y nutría con ella, como un reencuentro entre amantes anhelados en la oscuridad.

«Los Hacedores de Sangre tienen afinidad con la noche por el Héroe», recordó.

Y tembló, perturbada.

Las Lascas emergieron de las sombras, trayendo consigo recuerdos dolorosos de Nehit y los horrores del caos. Vio su propia figura asesinando a una niña parecida a lady Xeli, niños llorando y cadáveres dispersos.

«Destruirás la ciudad», susurraron.

—Lord Stawer—saludó Cather, ocultando sus manos tras la espalda mientras hervía sangre en un intento de controlar sus emociones.

—Oh... la Caballera Dragón—masculló Haex con desprecio, bebiendo del vino.

—¿Dónde está Lady Jhunna?

Stawer encogió los hombros, indiferente, riendo amargo.

—Por allá, regañando a quien sabe quién —contestó.

Cather sacudió la cabeza, aturdida. La noche parecía dominar sus pensamientos. Cada palabra era un golpe. Las sombras enredaban su mente, difuminaban sus ideas. Algo similar le pasó con Halex, cuando la lucha fue una tormenta caótica. La claridad mental era un tesoro inalcanzable, una sensación de ser atrapada por el poder, como una telaraña que asfixia.

—Sé que no debería salir por las noches —murmuró Lord Haex, sus palabras resonando como ecos desde la oscuridad—. Pero a ella le atraía la noche.

Cather procesó lo que escuchó.

—¿Lady Xeli salía por las noches desde cuándo? —preguntó Cather con urgencia.

—Cada vez que podía —respondió Haex. Su mirada se perdía en la negrura—. Mucho antes de ser una Hacedora de Sangre, la niña escapaba bajo el manto nocturno. Colocamos guardias en su cuarto para impedirlo.

» «La noche es nuestra aliada», proclamaba. No entiendo a qué se refería. ¿Esto nos pertenece? —bufó señalando la oscuridad—. Ni siquiera los animales buscan la noche. ¿Por qué nos pertenecería algo tan... blasfemo como esto?

—Es una cita —aclaró Cather, recordando—: «Negro como su armadura, que lo protegía de todo mal. Negro como su espada, que le daba el poder de vencer. Negro como sus ojos, que desafiaban al destino. Negro como la noche, que lo envolvía en su misterio. No hay nada que temer. La noche es nuestra aliada».

El Gran Señor bufó.

—¿Me estás diciendo que antes de su conflicto con la fe, creía en el Héroe? Ridículo, miladi. Ridículo —tomó un sorbo de vino—. Nunca le hablamos del Héroe.

—¿Sabía que era una Hacedora de Sangre? —Cather interrumpió con una pregunta.

El hombre rio con eco.

—Si lo hubiera sabido, habría despojado a Walex de su rango —su risa se quebró—. Mi hija es soberbia, indómita, terca y grosera. Aunque posee una mente lúcida que toca esa armonía endiablada, siempre ha sido una astilla en mi pie. Pero no es una homicida, Cather.

—Estuvo en el lugar donde mataron a dos sacerdotes —dijo Cather, despacio—. Seguramente ella es cómplice del asesinato. ¡Es una Silenciadora de la Memoria!

—No fue ella —afirmó Lord Haex, ahogado por el vino—. Ella no los mató.

—Nos engañó a todos —Cather apretó la balaustrada—. ¿Por qué sigue creyendo en ella? ¿Por qué está afuera en la noche, lord Haex? ¡Usted también vio las pruebas!

El hombre se tambaleó y cayó. Cather intentó sujetarlo, pero el hombre cayó a propósito. La jarra rodó lejos, y su contenido escarlata empapó el suelo.

—No pierdo la esperanza de que mi niña regrese —dijo Lord Haex con voz quebrada—. No creo que sea una asesina. Solo quiero que vuelva a mi lado. Solo quiero que me perdone.

Cather calló, observando la escena que creaban las Lascas. La imagen de la niña, llorando a lo lejos, era vívida. Su figura matando a una niña como Lady Xeli.

Sintió el dolor, las lágrimas, los gritos, el pavor. Todo la golpeó a la vez, sembrando una duda inquietante. La confusión. Miró al hombre caído, ebrio y desaliñado, sus ojos vidriosos. El más poderoso de Sprigont.

Y ese hombre suplicaba por su hija.

La imagen de aquel día tomando una taza de té con Xeli se impuso en su mente, como un aliento frío que rozaba su piel. Se vio a sí misma desconfiada, analizando cada gesto y palabra de la muchacha, buscando razones para desconfiar, para rebatir sus argumentos sin encontrar ninguna. Y, aunque sabía que Xeli podría estar manipulándola con su encanto y elocuencia, las palabras de ella resonaron en su cabeza, transformadas por sus propios pensamientos: «¿Dónde estaría mejor situado un Silenciador de la Memoria? ¿Entre los heroístas, donde su presencia sería una anomalía descubierta tarde o temprano, o entre los dianistas, donde pocos sospecharían de su verdadera naturaleza?».

—No debemos tomar la justicia a la ligera —dijo Cather al viento nocturno.

La noche la envolvió y las Lascas susurraron. Cather retrocedió, hiperventilando. Dejó el balcón y al Gran Señor en el suelo. Empujó las puertas hacia sus aposentos, sin despedirse de los guardias.

Al girar una esquina, se encontró con Ziloh, quien se dirigía hacia los aposentos del Gran Señor. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

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