3


No negaré que, sin Diane, no hubiéramos vencido. Pero ¿eso les da derecho a desmeritar el trabajo del Héroe? Diane hubiera muerto mucho antes sin su ayuda y fue él quien tomó el liderazgo de los ejércitos, comandando y luchando en el frente en contra del Portador del Olvido.

De Sangre y Ceniza: prólogo.



Azel se ocultaba en un cubil al norte de la urbe. La estancia apenas podía albergar a un grupo reducido de personas y se encontraba envuelta en una penumbra lúgubre. Del techo rezumaba un líquido ignoto que acrecentaba la atmósfera inquietante.

El hallazgo había sido una casualidad, una fuga tras lo que había hecho. Ahora, no albergaba el anhelo del olvido.

Los sollozos del hombre que dejó con vida desgarraban sus oídos. Había asesinado a su ídolo, a quien había jurado proteger. ¿Significaba esto que toda su vida no había tenido sentido?

Temblaba, incapaz de evitarlo. No era por el frío; ojalá fuera solo eso. Sus manos temblaban, le costaba asir y mantenerse en pie. Sentía que el mundo giraba.

Su estómago rugía, pero apenas lo escuchaba. Comía por inercia, sin prestar atención. Las consecuencias de sus actos lo abrumaban. Había ido al velorio, no podía huir de esa realidad. Quería asegurarse de que no hubiera asesinado al Hierático. Al ver el cuerpo tendido sobre el altar, su esperanza se desmoronó.

La culpa lo aplastó. Tuvo que huir de la catedral, arriesgándose a ser reconocido. Sentía que se ahogaba mientras su mundo se derrumbaba. Agradecía no haberse topado con Ziloh; no sabría cómo encarar la situación.

Aquel día había cambiado sus ropajes negros en algún callejón sin pensar en las consecuencias, pues sentía que esa vestimenta lo abrasaba y lo acusaba. Ahora vestía ropas andrajosas que tomó de un basurero. Eran viejas y desgastadas, con demasiados rasguños y cortes. Azel fácilmente podría ser confundido con un mendigo. Lo último que deseaba era ser reconocido por alguien.

«¿Por qué lo hice? No tuve tiempo para averiguarlo. Solo seguí órdenes», se lamentó.

Desde un boquete en la pared, oculto en el cubil, observaba el exterior sin interés. Ansiaba un poco de luz, pero eso le resultaba complicado. Su mente estaba abrumada por pensamientos atormentadores.

Los susurros resonaban en su cabeza, las voces de la catedral lo acusaban y los gritos de quienes lamentaban la pérdida lo carcomían. El dolor y el odio crecían en él, alimentados por la culpa. Los Dianistas culparían a los Heroístas, y Azel comprendía por qué. Pero no podía aceptar que su odio condenara a inocentes.

El terror lo invadió, un pánico que lo aprisionaba desde dentro. No tenía derecho a hacer preguntas, a cuestionar a Ziloh. Pero también anhelaba respuestas. Entonces, imágenes de dolor y oscuridad inundaron su mente. Su cuerpo reaccionó bloqueando aquellos pensamientos.

Un grito fuera del cubil lo sacudió. Una mujer lloraba y lamentaba la muerte del Hierático. La culpa lo embargó.

«Lo mataste»

Las palabras resonaron y la desesperación lo impulsó a huir. La luz del exterior se le antojó deslumbrante. El sol pareció explotar y Azel se cubrió los ojos, con un ardor punzante en la espalda y un dolor de cabeza insoportable.

Sus pensamientos lo aplastaban mientras el mundo seguía girando.

Pero eso no significaba nada frente a las voces que bramaban cerca. El asesino se encaminó al lado opuesto de la muchedumbre, cubriéndose los oídos y apretando la quijada. Andaba tambaleándose, gélido y débil.

«Métete en algún agujero, te van a pillar», se dijo.

Su adiestramiento le indicaba que debía marcharse, sus instintos que debía esconderse. Pero cuanto más pensaba, más le costaba hacerlo. No sabía a dónde iba. ¿Importaba?

Azel observó el sol directamente, aunque le ardieran los ojos. El dolor lo ayudaba a sentirse... ¿vivo? Pronto anochecería. No quería volver a enfrentarse a la noche.

Giró por unos recodos y se topó con más Dianistas. Azel huyó de ellos, tropezando y cayendo al suelo. No se levantó. Permaneció ahí, paralizado. Le sangraba la quijada, se había roto el labio y mordido la lengua. Solo quería cerrar los ojos y olvidar. Quería que todo terminase.

—Eh, tú. ¿Nos estás evitando? —profirió un hombre a sus espaldas. Azel inspiró una vez más, forzándose a dar media vuelta. Se apoyó contra el muro a sus espaldas y con la vista borrosa lo vio. Eran tres tipos, ambos con un pañuelo envuelto en el brazo de color rojo. Eran dianistas, siempre que visitaban el sector norte de Nehit portaban uno de esos pañuelos para que nadie se atreviera a confundirlos con los heroístas. Azel había hecho lo mismo largo tiempo atrás.

—¿Qué? ¿No tienes palabras? —dijo el segundo, un tipo alto y delgado.

El asesino no contestó. La cabeza le daba vueltas debido al sol cegador, aunque sabía que debía de ser tan opaco como las mismas nubes, y sentía unas profundas ganas de vomitar debido a la hambruna. Incluso, comenzó a notar los efectos de la deshidratación.

—Huyes de nosotros porque temes la verdad, ¿cierto? —dijo el primer hombre, irritado—. Que los tuyos asesinaron a Zelif y corres porque sabes que tenemos razón. Solo los cobardes como ustedes usan asesinos. Por eso nos engañaron a todos con su supuesto tratado de paz. Para aprovechar la distracción y traicionarnos.

El segundo hombre escupió a Azel.

—Traidor una vez, siempre traidor—sentenció el tercero, asqueado.

—¡Habla! ¡Di algo! —vociferó el primero empujando al asesino con el pie. Azel no se resistió—. ¡Discúlpate, basura!

«No te rayes con eso. Cálmate, joder. Solo... solo fue un muerto más. Solo tienes que ir con Ziloh, hablar con él y seguir con tu trabajo. ¡Devastación!»

El asesino mantuvo el silencio, las palabras le sonaban distantes. Sabía que se dirigían a él, pero por algún motivo, era incapaz de entender su significado pese a escucharlas. Como si nada de lo que dijeran tuviera sentido o como si no le importase en lo más mínimo. Estaba tan cansado... Así que Azel se limitó a acurrucarse, sujetándose las piernas, hecho un ovillo en el suelo. Y eso, por algún motivo, enfureció a los hombres.

—Bah —bufó el tercero de los hombres, asiendo a Azel por la camisa y alzándolo con brusquedad—. Así son los tuyos. No les importa nada. ¡Nunca les ha importado nada! El tratado terminará, ¿me entiendes? Vengaremos a Zelif y de paso, vengaremos a Diane de una vez por todas.

Azel perdió el sentido al chocar contra la pared. Una luz borrosa lo cegó cuando cayó al suelo, quedando inerte. Vio a tres hombres eufóricos que se burlaban de su silencio. Lo patearon sin piedad, provocando destellos en su visión y sangre en su boca.

Azel no se defendió; se encontraba débil y aturdido. Se castigaba a sí mismo, convencido de que lo merecía. Soportó en silencio, pensando que tal vez moriría.

Un grito lejano detuvo la violencia. Azel no identificó la fuente, como si estuviera sordo. Tosió cuando los golpes cesaron. Se percató de que un guardia se acercaba. Los dianistas huyeron sin vergüenza, maldiciendo al guardia por interrumpirlos. Uno incluso se jactó de sus acciones. Nadie intentó ocultarlo.

El guardia se aproximó a Azel, mirándolo con desprecio, pero manteniendo cierta distancia. Azel lo observó con dificultad. Quería pedir ayuda, pero creía no merecerla. Pensó en suplicar por un cirujano, pero entonces vio el emblema de Diane en el uniforme del hombre.

Era un Guardia Rojo, del alto mariscal. Eso lo silenció.

—¿Vives? —preguntó el guardia.

Azel no respondió.

—¿No quieres hablar? —continuó el hombre, con un tono burlón—. Bueno, si mueres, no será mi culpa. Agradece que te haya salvado de esos hombres, aunque tal vez debí esperar más tiempo.

El guardia se alejó riendo, dejando a Azel solo y herido. Se acurrucó, intentando aliviar el dolor de sus costillas rotas y su rostro lacerado. No se movió hasta que oscureció, oculto en el callejón. Sin fuerzas para pedir auxilio, escuchó a la gente encerrándose en sus casas, temerosa de las Lascas de la Devastación.

La noche era un tormento para Azel, un Hacedor de Sangre. El segundo latido lo asfixiaba y lo desgarraba, recordándole su asesinato al Hierático Zelif y su responsabilidad en el caos que sobrevendría a la ciudad. Odiaba ese recordatorio, tanto que eclipsaba el recuerdo de la golpiza.

«Respira hondo, cálmate. Has pasado por cosas peores... Puedes salir de esta. Solo tienes que esconderte y aguantar», se decía.

Pero la oscuridad lo envolvía, y el pulso de la Devastación resonaba en su mente junto con sus susurros internos. Se sentía atrapado en un abismo sin salida, desmoronándose en fragmentos de dolor.

Azel anhelaba que todo terminara. Se recordó de niño, abrazado por Malex.

«Todo estará bien, muchacho. No has hecho nada malo», le había dicho el guardia sacerdote.

Finalmente, se encontró sollozando.

«Sácame de aquí... Por favor. Oh, Diane... Ayúdame».

Se repugnaba a sí mismo. Había asesinado al portavoz de la Diosa, ¿y ahora le pedía ayuda? Se veía como un hipócrita, un aberrante. ¿Cómo podía buscar salvación después de haber fallado a Malex?

«Quizá... quizá haya una manera», pensó, recordando una opción que había pospuesto en varias ocasiones.

La luz de la gema iluminó su rostro demacrado. Era su Piedra de Sangre, la que le permitía controlar los antiguos poderes de la sangre. Sin el vínculo, perdería la habilidad de manejar las ocho Habilidades Complementarias y hasta las cinco Habilidades básicas le resultarían difíciles. La gema simbolizaba su conexión con la Deidad Inmortal, una unión a través de la sangre.

«Si la destruyo, todo acabará», reconoció.

No solo perdería el control sobre la sangre y la mayoría de sus capacidades, sino que también su percepción del mundo cambiaría radicalmente.

«Sería como desaparecer, como morir», pensó, asimilando la idea una vez más.

Si rompía su Piedra de Sangre, se sentiría vacío por dentro, y tanto el sentimiento de pena como el segundo latido desaparecerían. Dejaría de sentir.

Los temblores de Azel empeoraron mientras sostenía la Piedra de Sangre. La decisión se formaba en él una y otra vez. Seguramente habían pasado horas, y cada vez se sentía más tentado a hacerlo. La decisión lo llamaba, susurrándole que era la salida. Ya no podía más con el tormento en su mente, con el dolor, con la culpa. Sería lo más fácil, lo ayudaría a dejar de sufrir.

—¿Pa' qué querías que lo matara, Ziloh? —gruñó Azel con voz endeble y rasposa. Era lo primero que decía desde que mató a Zelif.

Azel confiaba en Ziloh. Ese hombre lo había rescatado, criado y presentado ante Zelif para que siguiera su fe. Zelif le había enseñado la bendición de Diane, pero había sido Ziloh quien lo guio en ella. Ziloh también lo había ayudado con los poderes de la sangre.

Azel recordó el proceso, el adoctrinamiento, la obediencia ciega. El dolor. La debilidad. Todo en nombre de la iglesia.

—Ziloh no me engañaría. Ziloh no es un traidor —pasó saliva—. No me mandaría a cometer una atrocidad.

Azel se abrazó a sí mismo, hecho un ovillo en el suelo. Tenía los ojos vidriosos.

—Quizás Zelif era un traidor. Quizás tenía planes contra los dianistas, y Ziloh actuó correctamente al ordenarme matarlo.

Si eso era verdad, no tendría que lamentarse por su sangre, sino alegrarse por haber obrado bien. Y si eso implicaba romper el pacto de paz y causar la muerte de algunos inocentes, podría aceptarlo si eso significaba salvar a muchos más. Azel quería confiar en Ziloh, creer que todo estaba bien. Así no se sentiría culpable. Así no sufriría.

De repente, Azel escuchó un burbujeo proveniente de un lado. Sonaba como agua hirviendo, pero más pausado, como si estuviera controlado.

Azel miró hacia el lado donde una masa amorfa de brea o aceite se desprendía y se expandía. Respiraba y generaba burbujas que explotaban. La masa cayó al suelo con un golpe, pero no se dispersó como un líquido, sino que permaneció quieta, intentando erguirse. Azel observó aquella cosa, empuñando el cuchillo oculto. Nunca había visto algo así y sabía que tales entidades no deberían existir en la ciudad, gracias a los purificadores.

La masa comenzó a moverse, pareciendo reptar o como si fuera una criatura atrapada en la brea. Sin embargo, era la brea misma la que cobraba vida. Azel distinguió una forma, similar a...

«¿Un ave?», pensó.

La criatura se erigió, extendiendo alas negras y abriendo un pico del que chorreaba un líquido gelatinoso.

—Nevrastar... —musitó Azel.

No esperaba encontrar algo así en Nehit; los purificadores eliminaban cualquier rastro de corrupción para prevenir tales apariciones. Estas criaturas eran ajenas al oeste de la Tierra Corrompida, habitando en el este, donde se creía imposible la vida. A pesar de ello, una de ellas se enfrentaba ahora a Azel.

El ave graznó. Azel, sintiendo un escalofrío, se levantó y retrocedió instintivamente. La criatura se abalanzó hacia él, casi volando. Sin dudarlo, Azel combinó sus Habilidades Básicas: Expulsión y División, formando la Habilidad Complementaria: Evaporación. Su cuerpo se vaporizó al instante.

La criatura pasó de largo y chocó contra el muro. Azel canceló la evaporación y enfrentó al nevrastar. Dudaba de la peligrosidad de la criatura y de la eficacia de su cuchillo. Sin embargo, no tuvo tiempo para reflexionar. El ave graznó nuevamente y se movió hacia él, intentando volar sin éxito. Su diseño no era apto para el vuelo, y el simple hecho de que pudiera moverse parecía un milagro.

La criatura se detuvo cerca de Azel, observándolo con ojos completamente oscuros, como hechos de aceite. Azel se mantuvo alerta, ignorando las capacidades de la entidad.

El ave graznó un par de veces más, pero esta vez sonaba suave, casi como un ruego. Azel, confundido, no sabía cómo reaccionar. La criatura no parecía amenazadora, solo extraña.

—¿Qué eres? —preguntó Azel, sin esperar respuesta.

Azel se apartó de un brinco; lo más sensato era huir y dejar el asunto en manos de otros, como la Caballera Dragón.

Justo entonces, el ave se lanzó sobre su hombro. Azel sintió su tacto, similar a cera derretida, y escuchó su tenue aliento. Actuó rápido, usando nuevamente la Evaporación. El nevrastar cayó al suelo sin lograr herirlo.

Azel canceló la habilidad, inquieto por el contacto inesperado. Se preguntó por qué el nevrastar había elegido su hombro como objetivo.

«¿Eres bueno?», oyó una voz en su mente.

Azel se estremeció y miró al nevrastar a los ojos.

«¿Eres alguien bueno?», insistió la voz.

El asesino retrocedió, negando con la cabeza.

—Imposible —musitó, con voz quebrada.

«¿Eres alguien bueno?», repitió la voz.

—No lo sé... —confesó Azel, con voz apagada.

Y se desplomó al suelo, abrazándose la cabeza. Se cuestionó su bondad, recordando su vida como asesino. No podía considerarse bueno, era un impostor.

En ese momento, el nevrastar trepó por su pierna, buscando su hombro.

«¡Eres alguien bueno, lo eres!», escuchó de nuevo, con más entusiasmo.

Azel clavó la mirada en el nevrastar, que se acomodó en su hombro y extendió sus alas, aparentemente contento. Azel dudó, sin saber cómo actuar.

—¿Qué eres? —preguntó de nuevo.

«¡Soy bueno!», respondió la voz alegre.

La respiración de Azel se calmó. No eran murmullos, sino la voz de la criatura. Sin embargo, la situación seguía siendo perturbadora. El bicho le hablaba sin emitir sonido, como si la voz emanara directamente de su mente.

Azel observó al nevrastar en su hombro; el ave se veía cómoda, acurrucada y casi sonriente. ¿Qué significaba eso? Se creía que aberraciones como esta eran feroces, un grave peligro en el este de Sprigont. Pero esta...

El asesino estaba confundido.

—Lárgate—gruñó Azel, intentando deshacerse del ave.

El nevrastar chilló, enfadado, y se arrebujó entre las vestiduras de Azel. El asesino trató de agarrarlo, pero la criatura era demasiado resbaladiza.

—Devastadora criatura —maldijo Azel, levantándose de un salto.

Intentó atrapar al nevrastar varias veces, pero la criatura siempre se escapaba. Azel recurrió a sus poderes y se volvió bruma rojiza, perdiendo toda sensación de peso. Miró a su alrededor, sin ver al nevrastar. Todo era oscuridad.

Azel dejó de hervir sangre y su evaporación cesó. Sonrió, satisfecho, y sintió el peso sobre su hombro derecho. El bicho se había acurrucado, asustado.

«No...», suplicó la voz.

—¡A Infernis contigo! —exclamó Azel.

Y cayó al suelo. Se preguntaba qué hacer ahora. Era absurdo que un Hacedor de Sangre no pudiera vencer a una criatura de brea. ¿Cómo la ocultaría del mundo?

El nevrastar salió de entre sus ropas, curioso y cauteloso. Esta vez, Azel no intentó deshacerse de él, resignado y frustrado.

—¿Qué te pasa? —bramó Azel.

«Miedo», respondió la criatura.

Azel calló, sin saber qué decir. Intentó calmar su mente y percibió los dos latidos, el de su corazón y el de la Devastación, discordantes y disonantes. No quería recurrir al poder, pero lo había hecho. Su sangre hervía y el frío se disipó. Sus heridas comenzaron a sanar, sus músculos se fortalecieron y su percepción se agudizó. Canceló el hervor, sintiendo náuseas. Necesitaba el dolor como recordatorio.

Así, maldiciendo al nevrastar sobre su hombro, se dirigió a su refugio, tropezando por el camino.

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