21

Me pregunto si los Hacedores de Sangre son los únicos de su clase. ¿Hay otras figuras ocultas con dones similares? ¿O son verdaderamente únicos en su especie y propósito? ¿Qué significaría para el mundo si hubiera otros seres con habilidades similares esperando ser descubiertos?

De las notas de Xeli.


«¡Despierta! ¡Despierta! ¡Despierta!», urgió Daxshi con una voz que retumbaba en la mente de Azel como un trueno lejano.

El asesino emitió un gruñido ronco, saliendo de un letargo profundo y breve. Sus sentidos y su mente se desperezaron, mientras buscaba el origen del incesante graznido con ojos aún adormilados. ¡Por una devastadora noche en la que al fin pude descansar! El Hacedor de Sangre frunció el ceño al encontrar ante sí a la criatura alada de oscuridad, sus ojos oscuros y angustiosos fijos en él, inclinando la cabeza en un gesto preocupado.

—¿Qué coño pasa? —rugió Azel, sacudiéndose el sueño de los ojos y pegando un quejido de dolor.

Aunque el hervor lo había curado, todavía se sentía adolorido, como si sus heridas se resistieran a sanar. Sus manos ardían como el infierno.

«Viene, está cerca», comunicó Daxshi, picoteando el brazo de Azel.

Al instante, el asesino se puso en alerta, sintiendo cómo la sangre le hervía en las venas. Saltó de la cama y buscó a tientas su espada, olvidando momentáneamente que la había escondido en un callejón cercano.

—¿Quién? ¿Quién cojones viene? —preguntó Azel al bicho alado, preparado para usar la Evaporación si era necesario.

Antes de que Daxshi pudiera responder, un golpe estruendoso sonó en la puerta. Acto seguido, Kuxa entró en la estancia con paso rápido.

—¡Ah, Halex! Me alegra ver que has despertado—exclamó Kuxa—. ¿Te encuentras bien? Pareces alterado.

Azel se llevó una mano a la sien, soltando un suspiro resignado.

—Solo fue una noche turbulenta, nada más.

—Anda, no seas tan amargado. Yo sé lo que te hace falta: ¡Un buen plato de comida te levantará el ánimo! —Kuxa le sonrió con dulzura, mirándolo con curiosidad—. Venga, muchacho. Hay mucho que hacer. ¡Mucho! Te espero en el comedor. No te demores.

Tras decir esto, la anciana se alejó de la estancia.

Azel se tiró de nuevo sobre la cama y apagó la lámpara de petralux. Se quedó en silencio unos segundos, antes de soltar una risa sarcástica.

«¿Risa? ¿Por qué divertido?», inquirió Daxshi.

—Casi nos cargan anoche, Daxshi—dijo Azel, estirando los brazos—. Cuando te oí chillar así, pensé que la habíamos cagado. Que me habían pillado los guardias, o que la puta de Cather me había encontrado, o que Ziloh venía a por mí. Ni se me pasó por la cabeza que era por Kuxa.

Daxshi se estremeció al oír el nombre del sacerdote.

—¿Qué sabes de ese... bicho? ¿Qué coño es ese nevrastar, Daxshi?

El pajarillo de sombra se achicó, aterrado. Sus plumas se erizaron y tembló como una hoja.

«No igual», murmuró.

—¿Qué quieres decir?

«No igual. Raro, muy raro. Y malo. Muy malo», tartamudeó Daxshi.

—Ya, ya lo sé—asintió Azel, buscando entre sus cosas hasta encontrar un librito—. ¿Y lo que dijo Zelif? Hablaba de mí... de que tengo que elegir entre matar o proteger.

Daxshi negó con la cabeza, aparentemente más sosegado ahora, como si su anterior inquietud fuera solo una ficción de la imaginación de Azel.

El asesino abrió de nuevo las páginas del libro. Aunque aún no había tenido tiempo de sumergirse en su contenido, recordaba una cita específica.

—«Mi destino es desvanecerme en la sombra, pero mi partida será un gesto de determinación. Lucharé hasta el final para liberarnos de aquel repugnante ser» —leyó Azel en voz alta—. ¿A quién se refería Zelif? ¿Ziloh?

Tal posibilidad resultaba remota, en pugna con las otras crónicas. Fue al leer el siguiente pasaje cuando Azel sintió un frío pavor apoderándose de su corazón con las primeras palabras.

—Portador del Olvido... —murmuró.

Daxshi se crispó, sus graznidos vibraron en el aire como ecos de zozobra. Azel tuvo que apartar el libro bruscamente, su cuerpo temblando súbitamente. La sensación que lo embargó cuando huyó de Ziloh no era el miedo natural que afronta un hombre ante la muerte, ese miedo sensato y ponderado. No, esta era una sensación que nacía de un abismo de terror irracional. No era solo miedo, sino pavor. Terror absoluto. Ni siquiera el nevrastar, esa criatura de pesadilla, había logrado despertar tal sentimiento en él.

Las profecías del olvido, inscripciones ardientes en las sinuosas sendas de la memoria, se forjaron hace más de dos mil años, en las llamas turbulentas del cataclismo conocido como la Devastación. Temas oscuros que el alma de Azel prefería eludir, yacían como sombras ancestrales sobre la conciencia colectiva. Todos eran conscientes de su existencia, pero ninguno osaba dar voz a sus nombres, como si pretendieran relegar aquel legado a las penumbras de generaciones pasadas, una carga ajena que se atrevían a ignorar.

Sin embargo, las alusiones de Zelif, como un frío soplo del norte, se infiltraban en las venas de Azel, congelando el pulso de su sangre. ¿Acaso se avecinaba el despertar del Destructor? En las profundidades de su mente, Azel nunca encontró claridad en la figura misteriosa que este encarnaba. Ninguna fe se atrevía a reclamar la posesión de tan funesta verdad, ya fuera bajo el amparo de Diane o del Héroe.

La ascensión del Héroe había entrelazado sus esencias en un misterio inescrutable, un enigma que generaba recelos entre los dianistas y avivaba fervientes deseos entre los heroístas. Pero la mera mención de su regreso junto al de Diane sacudía los cimientos de la humanidad, como si las profecías escribieran palabras frágiles con la certeza de una transformación radical en ellos.

La contradicción resonaba en los corazones, pues en las páginas del destino, el Destructor se erguía como un acertijo de doble rostro, el que deshizo lo que una vez hizo, el Rompedor de Mundos que antes fue salvador, el Forjador de Paz que una vez fue el enemigo. Aquel que salvará el obre y lo aniquilará. En esta dualidad de títulos, la verdad se ocultaba tanto en la oposición como en la concordancia.

La agitación de Azel ante la inminencia de este ser, o quizás seres, tejía un velo palpable de temor. Algunos alegaban que eran dos, mientras que otros sostenían que se trataba de uno solo. ¿Diane? ¿El Héroe? ¿Acaso ambos? ¿O tal vez ninguno? Sin embargo, en las sombras de su alma, se ocultaba un temor aún más profundo, enredado en los hilos de su ser como espinas en carne sangrante. Este temor se dirigía hacia el Portador del Olvido, una entidad que, dos milenios atrás, rozó el abismo que amenazaba con engullir los tres reinos. Y en un retorcido giro del destino, el único ser capaz de enfrentarlo, si tal cosa fuera posible, emergía como el Destructor mismo.

Resultaba absurdo.

Pensar que el Portador del Olvido fuera aquel a quien Zelif se refería resultaba insensato. Azel sabía, con la claridad de quien contempla un abismo insondable, que la presencia de tal ser no se limitaría a susurros en los senderos del tiempo. Su mera existencia desencadenaría una opresión asfixiante, una fuerza que aniquilaría a Azel y al mundo en un instante, como hojas mustias en el abrazo inexorable de un huracán despiadado. Su aliento sobre el mundo borraría las memorias en el olvido.

En su fe inconmovible, Azel se aferraba a la certeza de que el Destructor aún no había izado su siniestro pendón en los reinos mortales. El eco de su llegada haría temblar los cimientos del mundo, la tierra misma se estremecería en espera de su arribo. Todos lo aclamarían y lo lamentarían por su venida, sin saber si sería su redentor o su verdugo.

—Será un jodido demonio... —farfulló Azel, temblando ante la idea.

Pero esta idea tampoco tenía sentido. Los demonios pertenecían a Infernis, uno de los tres reinos establecidos por los Creadores, mientras que los ángeles residían en Rakuem y los humanos en Edjhra. El Héroe había sellado el acceso entre estos reinos al ascender a la divinidad. Los demonios moraban en un punto completamente aparte de la existencia, un reino semejante a Edjhra, pero totalmente extraño. Dos mil años habían transcurrido sin noticia alguna de tales seres.

Era un disparate pensar que uno de ellos se hubiera asentado en Sprigont, y más aún, manejando a uno de los sacerdotes de mayor renombre. Los demonios eran criaturas esencialmente irracionales, al igual que el nevrastar que Azel había combatido. Ninguno de ellos podría urdir una treta semejante. Los demonios se regían por jerarquías, y solo aquellos de los rangos más elevados poseían la astucia y el poder para tales maquinaciones.

Resultaba inverosímil que un demonio de alto rango hubiera logrado infiltrarse durante cuatro centurias sin ser detectado, dado que su presencia misma causaría alteraciones en el tejido del mundo.

O quizá se trataba de uno de los Caídos, los seguidores más poderosos del Portador del Olvido.

—Esto no tiene ni pies ni cabeza—masculló Azel para sí mismo mientras cerraba el libro con cuidado.

Necesitaba hallar una forma de entregárselo a lady Cather.

El Hacedor de Sangre respiró hondo y se puso de pie, cuando de pronto sintió un pinchazo ardiente en la espalda, como si mil cuchillos le hubieran rajado la piel sin compasión. Soltó un gruñido al quitarse la camisa, notando un calor infernal mientras la tela parecía rascar sus heridas como si fuera una lima. Soltó una maldición mientras se acercaba al espejo en el cuarto.

—Por las lágrimas de Diane... —exclamó.

La situación no se ceñía solo a su espalda. Su torso entero estaba adornado con moratones, magulladuras y cortes que se resistían a sanar. El hervor de un Hacedor de Sangre no bastaba para restaurar algo tan grave. Comparando con otras Habilidades Complementarias, como la Extracción o incluso la suya propia, la Transfusión, que permitían salvar vidas al filo del abismo, el hervor no era más que un simple parche con ungüento. Desafortunadamente, no podía emplear la Transfusión en sí mismo. Si tuviera la Extracción, su contraria, podría curarse.

El Hervor era una fuerza primitiva e indomable, un torrente de energía sanguínea canalizado a través de su Piedra de Sangre. Este poder le otorgaba una fuerza sobrehumana, reflejos prodigiosos y una percepción agudizada del mundo. Además, confería una resistencia y una curación asombrosas. Pero el Hervor tenía sus límites. Su duelo contra el nevrastar había sobrepasado con mucho su capacidad de recuperación.

«Daño. Mucho daño.», susurró Daxshi con voz afligida.

—Esta guerra se tiene que acabar ya—dijo Azel, poniéndose una camisa limpia para tapar las heridas—. Si ese bicho se escapa... No sé si podré pararlo. Ni siquiera sé si Cather o Walex podrán hacer algo.

Un escalofrío erizó el hombro de Daxshi.

«Puedes. Proteger. Puedes proteger.», aseguró la criatura.

—¿Cómo? —contestó el Hacedor de Sangre mientras se calzaba unos pantalones nuevos—. ¿No viste lo que pasó? El nevrastar me hizo trizas. Ni me miró.

«Espada. Tu espada», trinó la criatura de brea, como si acabara de recordar algo importante.

Pero un estremecimiento sacudió a Azel.

—No... —musitó.

«La espada puede matar», agregó Daxshi con más entusiasmo.

Muerte. Inocentes caídos.

Zelif, muerto.

Malex, muerto.

Por su culpa.

SU CULPA.

—¡No! —rugió Azel. El asesino terminó de abrocharse las botas, apretando los dientes, y se encaminó hacia Kuxa, ignorando los aleteos impacientes de Daxshi y sus graznidos confusos.

Cruzó pasillos, notando cómo la luz tenue del alba se colaba por las persianas entreabiertas de las ventanas. Se detuvo por un momento, contemplando la lejanía, la ciudad que se desperezaba lentamente. Pero esta seguía tan ajada como siempre, o quizás más. La suciedad del suelo era un problema menor, comparado con la corrupción que se enroscaba como lianas, infundiendo una sensación de podredumbre y desmoronamiento.

Los purificadores no tardarían en salir a combatir esa contaminación que carcomía Nehit. Aunque el oficio no era el más prestigioso, era imprescindible para Lord Stawer. Paradojas de la vida, Azel nunca había visto a un dianista convertirse en purificador. Era una ocupación mal pagada, penosa y esclavizante. Los heroístas eran objeto de mofa por parte de la ciudad, expuestos de lleno a las secuelas de la devastación. Y, además, la frustración. Purificar una ciudad empeñada en perecer era como intentar resucitar a un hombre apuñalado en el corazón.

Para Azel, era como si la urbe se burlara de los purificadores, acumulando negrura día tras día. Un par de habitaciones después, en la cocina, encontró a Kuxa ocupada preparando el desayuno. Azel nunca la había visto en acción culinaria, y una pequeña sonrisa iluminó su rostro al acercarse. Imaginaba algo delicado y ligero, reconfortante en su apacible sencillez. Una comida capaz de sugerir que no todo estaba perdido. Por eso, al percibir un hedor rancio allí donde debería haber un manjar, se quedó helado.

—¿Qué carajo...? ¿Qué haces? —preguntó Azel, corrigiendo en el último momento sus palabras. Estaba hasta las narices de los golpes de Kuxa.

Se tapó la nariz con el brazo, queriendo evitar el olor a podrido que salía de la olla.

—¡Ay, Halex! —exclamó Kuxa, retrocediendo de la olla con una sonrisa radiante—. ¡Qué bueno que hayas venido! Tenemos que servir esto sin demora. Los demás no tardarán en bajar. Ven, ayúdame trayendo aquellos tazones desde allá atrás.

Azel no objetó, aprovechando la ocasión para escapar de la cocina, sosteniendo los tazones con firmeza mientras avanzaba hacia el salón. Un escalofrío lo recorrió cuando Kuxa lo llamó de nuevo poco después.

—¡Ayúdame a traer la olla, Halex!

—Por las lágrimas de Diane... —susurró Azel, reteniendo la respiración, temeroso de que el aire contaminado pudiera dañarle.

El Hacedor de Sangre agarró la olla por un extremo y, junto a Kuxa, la llevaron hacia el salón. Pronto escucharon pasos apresurados.

Apareció la joven que frecuentemente acompañaba a lady Xeli. Favel se detuvo frente a ellos, su rostro reflejaba preocupación, su ropa arrugada y su cabello desordenado. Azel la observó, notando el rojizo de sus ojos y sus marcadas ojeras. ¿Serían lágrimas?

—Ay, mamá Kuxa —dijo Favel con una sonrisa casi sincera—. No tenías que preocuparte. ¡Hoy me correspondía la cocina! Simplemente me quedé dormida. Pero no era necesario que te molestaras.

—Tonterías, niña —replicó Kuxa—. Tenemos purificadores que deben partir pronto. No podemos dejarlos ir con hambre.

» Ahora, quédense aquí, voy a anunciar que el desayuno está listo.

Kuxa se marchó, moviendo el cucharón como si fuera un estandarte.

Favel miró la olla y luego a Azel, su rostro parecía disculparse.

—Hay una razón para no dejar cocinar a mamá Kuxa. Creo que la conoces —comentó con una mueca—. Lamento mucho esto, Halex. En serio, lo siento.

—¿Nadie se lo ha dicho? —preguntó Azel, mirando con asco la masa burbujeante en la olla—. Acerca de su comida.

—Nadie. Xeli lo intentó, pero la silenciamos.

—¿Por qué? Su comida es...

—Horrible, sí, y sabe peor de lo que huele —confesó Favel, su mueca se intensificó—. Pero nadie quiere herir sus sentimientos. Cocinar nos hace felices, aunque a veces nos mande al baño durante horas.

Pronto, el salón se llenó de gente indecisa, dudando si valía la pena arriesgarse o mejor ir al trabajo en ayunas. Un niño se acercó riendo, pero al oler la comida casi mostró repulsión.

A pesar de todo, cuando Kuxa ofreció la comida y los miró con ternura, las sonrisas y expresiones de gratitud surgieron.

Al final, ningún tazón quedó vacío.

Azel sonrió involuntariamente. ¿Cuándo había presenciado algo así antes?

—Debo irme, mamá Kuxa —anunció Favel, dejando su tazón casi vacío con disimulo—. Necesito ayudar a Xeli urgentemente.

—¿Otra vez? Últimamente actúan extraño. Y tú no dejas de interrogar a todos. ¿Qué traman?

Favel soltó una risa incómoda. Azel frunció el ceño.

—Nada, lo juro —dijo evitando su mirada nerviosamente—. Lo siento, mamá Kuxa. Debo irme, es importante.

—Está bien, pero ten cuidado —respondió Kuxa, señalando la olla con insistencia—. ¿No quieres llevarle algo a Xeli? Tal vez no haya comido. Hace tiempo que no prueba mi comida, quizás le haga bien.

Favel soltó una risa pequeña y forzada.

—No, tranquila. Seguro que ya comió antes de ir a la catedral.

Antes de que Kuxa pudiera replicar, Favel ya se dirigía hacia la salida.

—Esa niña es muy testaruda —comentó Kuxa sonriendo, y luego miró a Azel, quien aún estaba cerca—. ¡Por el Héroe! Halex, aún no has comido. Toma, no pongas esa cara. Ve, siéntate y come, estás muy delgado.

Azel aceptó el tazón con un gruñido y se dirigió al salón. Sin embargo, se detuvo, dudando. No había un lugar para sentarse solo. Los heroístas ocupaban todas las mesas y algunos estaban en el suelo, en pequeños grupos.

Azel pensó en retirarse. Ya había ayudado a Kuxa y ella lo llamaría si necesitaba algo más.

«¿Por qué huir?», cuestionó Daxshi.

—No soy uno de ellos —murmuró Azel—. Y no estoy huyendo.

«Eso es mentira—replicó la criatura de brea—. Azel ayuda. Debe ser parte de ellos.»

Antes de responder, una voz lo interrumpió.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó la anciana, agarrándolo del brazo.

—La sala está llena —respondió Azel—. Mejor vuelvo a mi cuarto.

—Oh, no. Pasas mucho tiempo solo y luego te quejas de no conocer a nadie.

—Quizás no quiero conocer a nadie.

Kuxa arqueó una ceja.

—¿Y dónde queda tu autoengaño? —Azel frunció el ceño—. Joven, has compartido más con ellos de lo que has compartido conmigo. Los has ayudado a sanar y los has acompañado cuando estaban postrados en cama. ¿O has olvidado que estabas a su lado cuando despertaban?

Azel no respondió de inmediato.

—Ya no me necesitan.

—Te necesitan más que nunca —afirmó la anciana—. Nadie sabe cómo agradecerte. Quieren hacerlo, pero no saben cómo acercarse a ti. Hazme un favor y acompáñalos esta vez. Les encantará hablar contigo.

—Pero...

—Nada de «peros». Ve.

Azel miró las mesas llenas de gente. Charlaban, reían y comían. Habría música si hubiera instrumentos. Se quedó quieto, indeciso. Pero antes de dar un paso, Kuxa lo empujó suavemente.

Por un momento, sintió que todos lo miraban. El pánico lo invadió. Se sintió atrapado, como en sus días con los sacerdotes cuando descubrieron su don.

«¿Qué hago aquí?», pensó.

Estaba a punto de huir cuando vio, en una mesa al fondo, a un hombre con ropa sucia y barba larga, haciéndole señas.

Era el hombre que había salvado días atrás, el padre del niño llorón.

—¡Halex! —exclamó el hombre, sonriendo amistosamente.

El Hacedor de Sangre se acercó a la mesa con una expresión seria pero curiosa. Los hombres le sonrieron, haciéndole espacio.

—Tú eres el padre de Glovur —dijo Azel.

—Mi nombre es Gezir —respondió el hombre, sonriendo—. Fue increíble lo que hiciste. Nunca pude agradecerte por mi hijo. Gracias.

—No hice nada extraordinario —dijo Azel, removiendo la sopa.

—¿Cómo qué no? Fue devastador. ¿Quién habría imaginado algo así? —exclamó otro hombre, bajo y delgado—. Halex, nuestro Halex, resultó ser un hábil cirujano. ¡Uno de los mejores!

» Por cierto, soy Tilor.

Azel asintió sin entusiasmo.

—¡Un O positivo! ¡Un heroísta O positivo como cirujano! Los dianistas se sorprenderán al enterarse —dijo Tilor con una mirada juguetona—. ¿Qué piensas, Halex?

Azel respondió con un gesto ligero y cauteloso de aprobación.

—Parece que la sopa no fue de tu agrado —observó Gezir.

Azel frunció la nariz, conteniendo una arcada.

—No es precisamente deliciosa —comentó Gezir.

—Es... —empezó Azel.

—¿Asquerosa? —le cortó Tilor, y Azel asintió. Una carcajada general resonó en el aire—. Después de un par de tragos, se te queda la boca muerta.

Los otros sonrieron.

—¿Qué tal esa pata, Regil? —preguntó Gezir al viejo de cara seria—. ¿Podrás echarnos una mano con la purificación de hoy?

—Por las barbas del Héroe, muchacho, ¿cuántas veces debo repetirte lo mismo? —gruñó el veterano—. Puedo trabajar. Pregúntale a Halex si no me crees.

Todos miraron a Azel.

—Fue una lesión menor —respondió, tomando un bocado de sopa—. Un mal paso en el tobillo. Solo necesita descanso.

—Lo ves, Gezir —insistió Regil—. Ya lo escuchaste. He descansado suficiente. Déjame trabajar.

Gezir pareció resignarse y asintió en señal de acuerdo.

—Hoy va a ser un día arduo —indicó Gezir a sus compañeros—. La ultima onda de la Devastación nos destrozó por completo. Limpiar la corrupción se ha vuelto más complicado.

—¿Y cuándo no lo es? —refunfuñó Regil—. Todos los días son un desafío para nosotros. No pretendas ablandar la situación. Además, estamos atrasados. He descansado más que suficiente. Debo ir a trabajar.

Gezir asintió, comprendiendo la urgencia.

—¿Y si les ayudo? —propuso Azel.

Los presentes reflexionaron brevemente hasta que Regil rompió el silencio.

—No —dijo, apartando su cuenco vacío—. Eres un cirujano. No podemos permitir que un cirujano haga la limpieza. Tu rol es más importante.

—Pero puedo ser útil de todas formas.

—¿Quién atenderá a los heridos en la catedral? —replicó Regil—. ¿Y si nos atacan de nuevo? No podemos arriesgarte.

La mandíbula de Azel se tensó.

—Si tuviéramos más cirujanos... —murmuró Gezir.

—Esos dianistas siempre nos han jodido —gruñó Regil—. Nos dicen que todos los roles son importantes, pero solo nos dejan ser obreros, granjeros o purificadores.

—Y soldados —añadió Tilor.

—¿Soldados? Qué tontería, Tilor —bufó Regil—. ¿Sabes cuánto nos costó conseguir que nos dejaran tener «soldados»? ¿Y crees que somos muchos? ¿Trescientos hombres, quizás? No llegan a la cuarta parte de la guarnición de la ciudad.

El ánimo en la mesa decayó.

—Si no fuera por lady Xeli, estaríamos peor —dijo un hombre de unos cuarenta años con manos de granjero.

—¿Por qué? —preguntó Azel.

—¿Recuerdas la plantación nueva al norte de la ciudad? Donde muchos de nosotros trabajamos ahora —Azel asintió—. Lady Xeli intercedió en el consejo de lord Stawer para obtener ese terreno y establecer una nueva plantación. Nos decían que la comida escaseaba en la ciudad, pero la verdad es que nos excluían a nosotros, los heroístas, de la distribución.

» Gracias a lady Xeli, pudimos utilizar esa plantación para proveernos a nosotros mismos. Que el Héroe la bendiga.

—¿Es posible? —dijo Azel, con evidente asco—. Joder a un sector entero de la ciudad... No debería ser posible.

—Es más que posible, Halex —respondió Gezir—. Es nuestra realidad.

Azel reflexionó en silencio sobre la situación.

—Los Guardias Negros son tan escasos... —murmuró un hombre alto, con la camisa manchada y el cabello enmarañado—. Si nos atacaran de nuevo, ¿cómo nos defenderíamos?

—No podemos —replicó Regil—. No quieren que aprendamos a defendernos.

Azel recordó la destrucción y el dolor de aquel día fatídico.

—Puedo ayudar —afirmó repentinamente.

Todos lo miraron sorprendidos.

—¿Qué dices, Halex? —preguntó Gezir.

—Puedo enseñarles a defenderse —declaró Azel.

—¿Un cirujano convertido en soldado? —rio Tilor.

Azel guardó silencio, consciente de la realidad. Aunque quería unirse a la labor, los heridos necesitaban su atención. Sentía la urgencia de ayudar en la defensa.

Se levantó con decisión.

—No puedo cambiar la situación por completo. Pero puedo guiarlos para que aprendan a defenderse —anunció.

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