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Los Dianistas insisten en que Diane fue nuestra salvadora. En que no merecimos su favor por haber idolatrado al Héroe, un hombre que luchó por sus propios ideales, que fue un hipócrita que, de algún modo, asesinó a la Campeona, a la Deidad Inmortal, para volverse Dios.
Ellos no comprenden lo que nosotros sí.
De Sangre y Ceniza: prólogo.
Cather había recorrido los rincones más remotos del mundo y presenciado maravillas que superaban la imaginación de cualquier mortal. Sin embargo, la ciudad de Nehit continuaba cautivándola como ninguna otra. Aunque para muchos era solo una ruina gris y decadente, un monumento a la arrogancia y la corrupción de los antiguos, para ella representaba una joya negra resplandeciendo con un fulgor oscuro y misterioso.
La ciudad se encontraba envuelta en ceniza y humo, como testigo del fuego que la consumió hace siglos. Los edificios, sombríos y macizos, se alzaban construidos con piedra negra y metal oscuro. El único color visible era el de las grietas luminosas que recorrían las murallas y las torres, asemejándose a venas de sangre negra pulsando al ritmo de la Devastación.
La Devastación, esa fuerza que había arrasado la ciudad, también era la que la mantenía con vida. Se trataba de una energía oscura y caótica, emanando directamente del corazón de la Tierra Corrompida, el lugar de nacimiento y crianza de Cather. Allí, la vida era una lucha constante contra el hambre, el frío y las bestias mutantes. Por tanto, al salir de aquel infierno y ver el mundo exterior, Cather se deslumbró con su belleza y diversidad.
Había visto ciudades blancas, verdes y azules en las montañas, las llanuras y las islas flotantes. Había visto colores que no tenía nombre, reflejando la alegría y la fe de sus habitantes. No obstante, también había sido testigo del odio y la guerra que asolaban ese mundo, amenazando con destruirlo todo.
Como Caballera Dragón, Cather asumía el deber de proteger el equilibrio entre los Heroístas y los Dianistas, las dos religiones en disputa por el dominio de Sprigont. Durante años, se esforzó por alcanzar una paz duradera entre ambas facciones, contando con el apoyo del Gran Señor y los Hieráticos, líderes espirituales de cada bando.
Veinte años atrás, creyó haberlo conseguido gracias al Hierático Zelif, un hombre sabio y bondadoso que lideró el tratado de paz más exitoso de la historia. Bajo su mandato, los heroístas dejaron de ser perseguidos y exiliados, y pudieron regresar a Nehit para construir una catedral en honor al Dios Negro. Todo parecía ir bien, hasta que alguien asesinó a Zelif.
Al recibir la noticia hace una semana, Cather sintió como si le arrancaran el corazón. No podía creer que alguien hubiera matado al hombre que más había hecho por la paz en Sprigont. Se encerró en su habitación durante un día y, luego, partió hacia Nehit esa noche, haciendo caso omiso a las súplicas de sus compañeros.
—Las noches son peligrosas—le advertían.
Pero Cather no podía demorarse más y debía llegar cuanto antes a la capital. Esto implicaba que no hubo tiempo de anunciar su arribo, como era costumbre con un Caballero Dragón. No hubo ocho campanas, ni multitudes, ni escoltas.
Solo se veía la negra muralla, las enormes puertas abiertas y los guardianes de Nehit, ofreciendo un panorama tan desolado como lúgubre, tan solitario como si reflejara el dolor que sufría todo Sprigont.
Por supuesto, Cather no viajaba sola. Ningún Caballero Dragón lo hacía. Iba acompañada por sus dos escuderos, dos jóvenes adiestrados por el Gran Consejo. Voluth, pertrechado con una armadura negra como el azabache y adornada con un guiverno de escamas negras en su pecho y escudo, y Kazey, portando una armadura carmesí, tan refulgente que parecía increíble que el metal pudiera lucir así; vestía una túnica blanca bajo la armadura, un cinturón blanco y una capa escarlata.
La presencia de Cather junto a ellos no significaba que compartieran las mismas creencias. Más bien, trabajaba con un miembro distinguido de cada una de las religiones, representando la dualidad y siendo la imparcialidad de la fe. No servía a dianismo ni a heroísmo, sino a ambos a la vez. Era una Caballera Dragón.
Los jóvenes escuderos intentaban seguirle el paso, agotados por la apresurada marcha. En otras tierras, los Caballeros Dragón y sus escuderos poseían monturas acordes a la tierra que resguardaban. En Sprigont, la vida fenecía, y los animales tenían un tiempo de vida exiguo, imposibilitando cualquier interacción. Esto llevaba a un paisaje abandonado y vacío de vida.
—¿Qué significa esto, entonces, lady Cather? —preguntó Voluth, quien había evitado hablar durante el largo viaje.
—Significa que hay un asesino suelto y debemos dar con él cuanto antes —respondió sin apartar la mirada del frente, evitando mirar a los ojos a Voluth para que este no desviara la vista por su mirada inquisitiva—. Dime, Voluth. ¿Qué le impide ahora mismo al asesino acabar con la vida de lord Stawer? ¿O con la del hierático Loxus?
Voluth guardó silencio.
—Correcto, nada —afirmó Cather.
La noticia del asesinato de Zelif le había causado una gran frustración y una impotencia sin igual. Su trabajo consistía en velar por todo el continente, ser la figura de poder que desalentaría a cualquiera de cometer una barbaridad semejante. Pero no había servido de nada.
—Lady Cather —insistió Voluth, tratando de llamar su atención—. ¿Qué espera lograr alguien acabando con la vida del Hierático Zelif? Solo provocaría...
Voluth se interrumpió al ver la mirada furiosa de Cather. La caballera, harta de sus cuestiones infantiles, confirmó con sarcasmo:
—Provocaría un caos en la ciudad, sí. No importa qué suceda a continuación, no importa a quién inculpen. No importa siquiera si atrapamos al asesino. No importará nada si no hacemos algo para evitar que todo termine en caos.
—Pero...
—Ya, Voluth. Calla —interrumpió Kazey, avanzando también—. Deja a Cather en paz. Ya tiene suficiente en qué pensar sin que le recuerdes constantemente.
Voluth se calló, avergonzado. Cather suspiró y le dedicó una leve sonrisa al muchacho. A pesar de su irritación, no podía culparlo por su curiosidad. Era joven e inexperto, y solo quería entender lo que ocurría.
—Lo siento, Voluth —se disculpó Cather, suavizando su tono—. No es tu culpa. Es solo que estoy muy enfadada por lo que ha pasado.
La caballera observó el cielo. Ahí estaba, en alguna parte, dirigiéndose al este. Ese latido que la reconfortaba...
«No volverá a ocurrir nada bajo mi protección, aunque tenga que colgar al asesino en público y dar un escarmiento. No dejaré que el tratado de paz se derrumbe.»
Cather aceleró el paso al llegar a la ciudad. Su armadura nívea repicaba con cada paso. Esta armadura, de un blanco inmaculado y sin mancha alguna, reflejaba la luz del sol. Los guardianes de la puerta se maravillaron al verla, como si presenciaran la mismísima divinidad. Sus ojos se detuvieron en la espada de Cather, obra de los Hacedores de Sangre. La guarda se adaptaba a la mano del portador, convirtiéndose en una extensión de su voluntad. La hoja, extrañamente alargada como una lanza, poseía un filo capaz de cortar el aire. En su interior, brillaba una luminiscencia carmesí, similar a la sangre cristalizada de enemigos. Esa luz intimidaba a los adversarios. Cather, como un Hacedor de Sangre, portaba el arma con dignidad.
La Caballera Dragón cruzó las puertas sin decir palabra. Sintió una presión repentina, casi asfixiante, que se desvaneció inmediatamente. Era una sensación familiar para ella cada vez que entraba en Nehit, una conexión con la ciudad y la Devastación, así como con sus lascas. Voluth y Kazey, al no ser Hacedores de Sangre, no experimentaron esa sensación.
La gente se apartaba al verla pasar. Reconocían su armadura, su brillo y su yelmo de dragón, imágenes vistas en antiguos escritos y catedrales. Los Caballeros Dragón, que habían formado parte de la guardia personal de Diane y acompañado al Héroe en numerosas batallas, eran bien conocidos, aunque esto no agradaba a los Dianistas.
Cather encarnaba la mayor expresión de justicia en el mundo; ella era la ley misma.
La multitud se abría a su paso, dejándola avanzar. Entonces, un joven apareció frente a ella. Vestía una casaca con recamados brillantes en verde oscuro, contrastando con un blanco camisón. Los recamados, de hilo de oro y plata, formaban motivos florales y geométricos. Lo acompañaba un séquito de guardias personales de los Stawer, uno de ellos portando un estandarte verde con el escudo de armas de los Stawer: un colmillo de dragón sobre un campo de flores.
Cather reconoció al joven atractivo y de sonrisa encantadora. Había crecido desde la última vez que lo vio, pero mantenía su porte altivo y mirada noble.
—Bienvenida, lady Cather —saludó Rilox, el heredero de los Stawer—. Lamento la tardanza. Vine tan rápido como nuestros vigías nos informaron de su llegada. No esperábamos verla tan pronto en Nehit. De haberlo sabido, habríamos preparado una ceremonia digna para su venida y arreglado sus aposentos en el castillo. Incluso habríamos organizado una fiesta en su honor esta misma noche.
—No era necesario —respondió Cather—. No había necesidad de aquellas zalamerías. Hay asuntos más urgentes en este momento.
Rilox asintió, al parecer esperaba una respuesta así de Cather. También él, al igual que ella, deseaba concluir esos asuntos cuanto antes.
—Acompáñame —dijo el heredero—. Los Caballeros Dragón merecen ser tratados como grandes señores.
Las lámparas de petralux se desplegaban por la estancia, creando un esplendor simétrico de luminarias que adornaban el trono y las vidrieras. Sin embargo, una penumbra opaca envolvía la sala. Las lámparas apenas ejercían su brillo, parecían consumidas, al borde de la extinción.
Esta singularidad no pasaba desapercibida. En cualquier lugar fuera de la Tierra Corrompida, tantas lámparas habrían provocado un deslumbrante fogonazo. Aquí, solo manifestaban un tenue fulgor. El fuego se tornaba caótico y peligroso por la Devastación. Aun así, las llamas no irradiaban su brillo normal, ya que la Devastación parecía disipar la luz, embotando su fulgor como con el sol.
Los guardias formaron un pasillo de honor y flanquearon la alfombra escarlata. Mientras tanto, Cather atravesaba la sala con sus escuderos. Las sombras parecían desafiar la luminosidad, en un acto de rebeldía natural. Cather no pudo ignorar las miradas desaprobadoras hacia Voluth. Aunque nadie osó pronunciar palabra, ella se aseguró de que sus escuderos estuvieran a su lado.
La Caballera Dragón se detuvo ante el trono, donde solía reposar un rey, pero ahora lo ocupaba solo un gran señor. Hacía más de dos mil años que los reyes habían desaparecido. Sin embargo, a aquellos que habían servido a Diane y al Héroe les permitían conservar el trono como símbolo de poder y respeto.
Pensar en la longevidad del trono a veces resultaba extraño, un legado que se había mantenido durante dos milenios, al igual que Nehit. Esta ciudad, erigida en Edjhra, se destacaba como la única reliquia de la antigua era que había sobrevivido. No solo había resistido la Devastación, sino que, de manera sorprendente, se nutría de ella
Cather realizó una leve inclinación y luego un gesto lateral, similar al batir de un ala. Era el saludo tradicional de los Caballeros Dragón. No se arrodilló, pues su autoridad prácticamente igualaba la del gran señor.
Retiró su yelmo y fijó sus ojos azules en los del hombre sentado en el trono.
—Un gusto verlo de nuevo, lord Stawer —dijo Cather—. Esperaba posponer nuestro encuentro hasta la reunión anual con el embajador del Gran Consejo. Sin embargo, la muerte del Hierático Zelif ha corrido como fuego, dejando un rastro de murmullos y susurros inquietantes.
—Yo también esperaba posponer nuestro encuentro hasta ese momento, lady Cather.
—No estoy aquí para intercambiar cortesías ni rumores —prosiguió Cather con severidad—. Hábleme claro, lord Stawer, ¿qué ocurrió realmente?
El gran señor asintió y dio una señal para que retiraran a los guardias, quienes obedecieron de inmediato. La sala real quedó prácticamente vacía, excepto por ellos cuatro y el heredero, Rilox.
Los grandes señores sabían que la llegada de un Caballero Dragón no podía tomarse a la ligera, especialmente si involucraba la muerte de alguien tan importante como Zelif. La concisión y rapidez en la comunicación eran cruciales.
—Uno de los guardias de la ciudad encontró los cuerpos a las afueras del sector norte, donde terminan las Calles Negras—dijo Lord Stawer, visiblemente incómodo.
—¿No hubo testigos del asesinato? —preguntó Cather de inmediato.
—¿Testigos en plena noche? —exclamó Lord Stawer con ironía—. Pocos se atreven a salir durante las noches, miladi. Incluso los guardias de la ciudad, excepto unos pocos, permanecen encerrados. Las personas más sabias prefieren conservar sus mentes intactas ante las ilusiones de las Lascas. Nadie reportó los cuerpos hasta el amanecer. Los únicos testigos que quizá existieron están muertos. Los dos miembros de la guardia personal de Zelif que lo acompañaban esa noche murieron con un corte que les cercenó el pecho. Hace décadas que no veía un corte semejante, tan perfecto. Nunca había visto un arma como esa ser empleada para semejante blasfemia.
La molestia en los ojos de Lord Stawer era evidente. Cather apreciaba esa ira controlada, esa devoción. Significaba que el gran señor creía fervientemente en Zelif y Diane, y que no iba a perdonar al asesino. Era admirable, pero no era momento para pensar en eso.
—¿El hierático Zelif salió durante la noche? —cuestionó Cather, incrédula—. Nadie en todo Sprigont se atreve a salir durante las noches, ¿por qué él sí?
Lord Haex soltó una risa amarga.
—Nadie lo sabe con certeza, al igual que nadie sabe nada de las máscaras —dijo Lord Haex, con pesar.
—¿Máscaras? —Cather gruñó.
—Sí, encontraron al Hierático y a los dos sacerdotes con túnicas oscuras y máscaras que ocultaban sus rostros —respondió el gran señor, sombrío.
Cather conocía bien a Zelif, había estado con él en innumerables ocasiones e incluso lo había acompañado a firmar el tratado. Nunca había presenciado un comportamiento tan extraño por parte del Hierático.
Lord Stawer bufó.
—Ojalá supiera qué tramaba Zelif, miladi —dijo el hombre—. Interrogamos a todos los sacerdotes de la catedral, incluso le pedí a mi hija Vexil que hiciera un par de preguntas al sacerdote Ziloh. Todos dicen algo distinto. Será mejor que lo averigüe usted misma.
Cather reflexionó un momento.
—Esas heridas que mencionó, ¿está diciendo que se trata de un Hacedor de Sangre? —preguntó Cather.
Las únicas espadas capaces de realizar cortes tan precisos eran las de los Hacedores de Sangre, como la que ella misma portaba.
—Sí, estoy seguro —afirmó Lord Stawer.
Cather no respondió de inmediato.
—¿Cómo puede estar seguro? —cuestionó—. No hubo testigos, y un corte no es prueba suficiente.
Ni siquiera Cather creía en su propia declaración. Sin embargo, la idea de que un Hacedor de Sangre hubiera asesinado al Hierático le resultaba inconcebible.
—Ve por ella —le indicó Lord Stawer a Rilox.
El joven asintió y se retiró por una de las puertas.
—Lord Stawer —replicó Cather con desdén en su voz—. Si lo que me está sugiriendo es veraz, esto no es algo que usted o sus secuaces puedan afrontar. Me ocuparé yo misma de la pesquisa del asesino, de su apresamiento y suplicio. Dispondré de todos los hombres y espías que ya ha asignado en esta empresa.
Lord Stawer gruñó.
—¿Tiene algo más que objetar al respecto? —inquirió, renuente.
El gran señor anhelaba encargarse él mismo del asesino, un acto de vindicta que Cather estimaba. Pero si su conjetura sobre un Hacedor de Sangre era certera, ella no podía consentir que Lord Stawer se enfrentara a semejante amenaza. Sería temerario hacerlo. Aunque, en el fondo, Cather también proyectaba encargarse de ello. Eso último solo servía de pretexto, ya que quizás no se tratará de un Hacedor de Sangre, sino de un farsante.
En ese instante, Rilox retornó a la sala regia sosteniendo algo envuelto en una tela.
—Hallamos esto junto a los cadáveres —dijo Lord Stawer con voz grave.
Rilox se aproximó con suma cautela y entregó el objeto a Cather. Ella lo recibió con recelo. Al retirar la tela, la estupefacción la invadió. Reconoció el objeto de inmediato con una sola ojeada y no podía creerlo. Carecía de sentido que ella sostuviera algo así; tampoco tenía sentido que Lord Stawer lo poseyera.
Se trataba de una espada de Hacedor de Sangre, inconfundible incluso para aquellos menos duchos en armas. Difería de la suya, pero guardaba similitudes, como dos pinturas diferentes de un mismo artista. Una espada curva con hoja y guarda que parecían irreales destacaba por su brillo fulgurante y entramados que la recorrían como venas. Parecía contener vida y un corazón propio. Idónea para enfrentamientos veloces, su hoja ligera y afilada cortaba el aire y la carne con facilidad. Su guarda, con forma de medialuna, protegía la mano del portador y servía como arma secundaria. La empuñadura de cuero negro y el pomo redondo y pesado equilibraban el peso de la hoja. La espada, una obra de arte única y poderosa, se alzaba digna de un Hacedor de Sangre.
En la guarda, Cather notó un símbolo especial, un detalle que nunca había visto en una espada así. El glifo, con la forma de una espada curva cuyos contornos recordaban alas, capturó su atención.
Sus pensamientos se atropellaron, su sangre se heló y las voces de lord Stawer, Rilox e incluso la de sus escuderos se desvanecieron.
«Oh... No», lamentó con pesar.
El símbolo en la guarda era el antiguo emblema del Héroe.
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