14

Mi búsqueda de información sobre los Hacedores de Sangre me expone a un gran peligro. He oído que han exterminado a quienes han investigado su pasado, destruyendo bibliotecas, manipulando hechos históricos y arrasando civilizaciones. Pero no puedo resistirme a mi fascinación por ellos, una fascinación que tal vez me revele verdades que ni ellos pueden controlar.

De las notas de Xeli.


Gritos desgarradores resonaban, dolor insoportable inundaba el aire, lágrimas amargas fluían.

Las calles se llenaban de aullidos de furia y desesperación. El fragor de la destrucción se fusionaba con el estruendo de las voces. Los puestos de mercado se derrumbaban como castillos de arena, mientras las estructuras del sector norte resistían el asalto: los cristales se resquebrajaban, las puertas crujían.

En medio del caos, una dolorosa verdad corroía el corazón de Azel: Malex había muerto.

«¿Fue mi culpa?»

Oculto en las sombras, Azel no había regresado al refugio con Kuxa, sino que había buscado cobijo en su antigua guarida. Desde allí, escuchaba a las hordas enfurecidas que recorrían las calles. Los residentes del sector norte se atrincheraban, pero la sensación de peligro no cesaba.

Desde su escondrijo, Azel observaba la violenta danza de la multitud, los destellos intermitentes de brutalidad y caos. Veía cómo arrastraban a una mujer de una vivienda, dejándola maltrecha y moribunda. Los mercaderes sufrían golpes con la misma mercancía que antes vendían. El aire se cargaba de un hedor nauseabundo a sangre y sudor.

—¡Os lo merecéis, hijos de puta! —rugió un hombre desde fuera.

«Miedo, miedo, miedo», sollozaba el Daxshi sobre su hombro.

—¡¿Cómo se atreven a asesinar a dos sacerdotes?! —emergió la voz de una mujer con indignación y angustia—. ¿No les bastó con nuestro Hierático?

Azel se sentía pequeño, diminuto ante el sufrimiento que le rodeaba. El deseo de desaparecer lo invadió, aunque sabía que no podía huir. Las voces en sus pensamientos se retorcían como serpientes en su mente, susurrándole culpas y condenándolo.

«¡Tu muerte! ¡Tu sangre!», clamaban.

La presión se volvió insoportable. Azel se levantó de un salto, desalojando a Daxshi de su hombro.

«No haber hecho nada malo», murmuró Daxshi, como un faro de consuelo en la oscuridad.

Pero las palabras de Daxshi apenas se oían ante el rugido que llenaba la mente de Azel. Se movía frenético por la habitación, respirando agitado, las manos enredadas en el cabello. Las voces, como astillas afiladas, se incrustaban más profundamente en su psique, convirtiéndose en una tormenta de culpabilidad y desesperación.

—¡Asesinos! —gritó una voz en las calles, una acusación dirigida a todos, incluido él. Azel ya no podía soportar más.

—Zelif tenía algo pa' mí, pero se lo llevó a la tumba —escupió Azel con voz rasposa, saliendo de las penumbras de su guarida.

La luz del día, agresiva y deslumbrante, se abatió sobre su rostro. Era un bofetón solar que lo expuso a la multitud, revelando sus pecados como si fueran manchas en su piel. Con la cabeza cubierta por la capucha, se puso en marcha, indiferente a ser confundido con un heroísta.

Daxshi se arrastró hacia él, intentó elevarse en vuelo y cayó al suelo. Al final, logró posarse sobre su hombro en un lastimero salto. Su fatiga se reflejaba en su forma diminuta.

Azel avanzó sin rumbo, con pasos errantes, alejándose del pasado y dirigiéndose hacia una nebulosa incierta. Las sombras se cernían sobre su camino, semejantes a garras amenazantes. Las plantas, antes marchitas, ahora resplandecían con un matiz más vivaz, luchando por recuperar su esplendor. La devastación había dejado su marca, pero también un brote de vida renacida.

Azel no huyó de los dianistas ni evadió las miradas hostiles que lo envolvían. Aunque su presencia provocaba rencor, ninguno osó atacarlo. En sus almas, parecía que reconocían que no era él el blanco de su ira.

Los dianistas estaban iracundos por la muerte de los sacerdotes. La velación se cernía en el horizonte. Azel no tenía la intención de asistir, su mente estaba en otro lugar. El tratado aún mantenía sus ataduras, pero el aire olía a tensión e incertidumbre.

«Diane no se merece esta mierda... ¿No habrá una forma de cuidar a esta gente sin dejar de ser fiel a ella? Una forma de estar en los dos bandos. ¿No podrá ser eso?», se preguntó.

Azel sintió su sangre hervir al ver la brutalidad ante él. Empujaron a un niño y patearon a un hombre indefenso a su lado. Eran un padre y su hijo, que Azel había reconocido por su risa compartida en el refugio junto a Kuxa. Ahora estaban maltratados y afligidos, su felicidad pasada contrastando con la sombría realidad. Una ola de ira y empatía lo inundó.

—¡Déjenlo, por favor! —suplicó el niño con voz angustiada—. Dejen a mi papá en paz. Por favor... Él no ha hecho nada malo.

La violencia continuó su marcha despiadada, sin ceder en su avance. Entonces, uno de los matones propinó un brutal golpe con una botella en la cabeza del padre, quien cayó en un estado de inconsciencia. En ese instante, un nudo de furia y desesperación se apretó con fuerza en el pecho de Azel, como si una tormenta interior hubiera estallado en su alma.

El asesino casi actuó, dispuesto a sacrificarlo todo: su anonimato, su vida. No toleraría la brutalidad con los inocentes.

«Ayúdalo», suplicó Daxshi con un eco suave en su mente.

Por un instante, todas las diferencias religiosas se desvanecieron, y Azel pensó en actuar por la defensa de los desprotegidos.

«Protege.»

La ira en su interior crepitaba, alimentada por el poder ancestral que fluía en sus venas. El hervor resonaba en ellas, un recordatorio de su capacidad para desatar la sangre. Avanzó, firme y decidido, a enfrentar a la turba que maltrataba al hombre y al niño. Buscó en su interior, explorando su herencia, sintiendo el poder de la sangre en tonalidades y notando cómo un canal de poder se intensificaba.

Y entonces, los pasos resonaron tras él.

Azel giró, tenso. Los instintos lo alertaron de la amenaza que se acercaba. En sus ojos, la respuesta: hombres, muchos. La guarnición de la ciudad. Pero había algo más, algo incomprensible. Los comandaban Guardias Negros, soldados heroístas. Una alianza extraña, dos facciones sin intereses comunes. La multitud cedió terreno, frenada por los Guardias Negros. Los ojos de Azel siguieron los movimientos, un misterio.

El primer grupo se dispersó en el miedo, dejando al hombre herido y al niño llorando.

Azel se acercó al que mandaba cuando la multitud se disipó. Reconoció al hombre, sus manos temblaron, pero su voluntad prevaleció mientras se aproximaba a Voluth, el escudero de Cather, con Taler, el capitán de los Guardias Negros. El chico frunció el ceño.

—¿Qué devastaciones hacían mientras la gente moría? —Azel lanzó las palabras sin respeto ni temor.

Los líderes de los Guardias Negros lo miraron con sorpresa y desdén. Sus ojos lo examinaron de arriba abajo, como si fuera un nevrastar desquiciado.

—¿Qué coño os pasa? —escupió Azel—. ¿Qué dirá el puto Lord Stawer de esto? ¿Y la zorra de Lady Cather? —señaló hacia el padre y el niño—. Podría haber palmado si no llegáis a tiempo. ¿Y el sector norte? Allí también pudieron haber matado a mujeres y viejos. Puede que haya muertos.

Apretó los dientes y clavó sus ojos en los hombres, como si quisiera perforarlos con su mirada. Por suerte, el hervor en su interior se había apagado, dejando lugar para la cordura.

El silencio persistió, un eco doloroso en la conversación.

—Os importa una mierda —sentenció Azel, con un tono amargo—. ¿Qué pasó con esa mierda de apoyarnos unos a otros? ¿Era toda una mentira? Os la suda lo que pasa aquí —acusó, con un dejo de desilusión.

—¿Cómo que nos la suda? —replicó Taler, rompiendo el silencio con un bufido de asco—. Hace tiempo que queríamos hacer algo, pero ¿qué podíamos hacer nosotros, cuatro hombres, contra una panda de locos? Dime, ¿qué esperabas que hiciéramos los Guardias Negros ante este pifostio?

Azel sostuvo la mirada del capitán, sintiendo la frustración que emanaba de él.

—Y Lord Stawer se negó a mandarnos más tropas —añadió Taler, con un suspiro de impotencia—. Nos ordenó quedarnos quietos, diciendo que la guarnición no tenía que meter las narices en lo que no le importa. Que nos jodiéramos solos —escupió—. Solo estamos aquí gracias a la intervención de lady Xeli, que habló con lord Stawer y con lady Caballera Dragón para que nos enviaran refuerzos al sector norte. Que el Héroe se apiade de gente como ella.

» De lord Stawer puedes decir lo que quieras, hombre, pero vuelves a decir algo más de lady Xeli y juró que te encerrare por toda una vida. ¿Es que no has aprendido nada de lenguaje?

—¿Lady Xeli? —inquirió Azel, arqueando una ceja con curiosidad.

—Ella fue la primera en advertirnos del caos —aclaró Voluth con una sonrisa serena—. Nos alertó a todos. Sin su ayuda, no habríamos podido socorrer a nadie.

—¿Y confían en lo que dice? —interrogó Azel, escrutando los semblantes de ambos hombres.

—¿A qué te refieres? ¿A que los heroístas no somos los culpables? —el veterano frunció el ceño con escepticismo—. Claro que le creo. Los dianistas no hacen más que inventar patrañas para desprestigiarnos. Primero un Hacedor de Sangre y ahora dos. Pura falacia. —pronunció sus palabras con desdén—. Que la Devastación se los trague a todos. Hasta Voluth aquí sabe que son meras ficciones, ¿verdad?

—Lady Cather no acepta las acusaciones de los dianistas —intervino Voluth, con un tono conciliador—. No podemos juzgar a nadie sin pruebas. No debemos dejarnos afectar por eso. Cather me lo dejó claro. Nosotros no matamos a Zelif. Eso es lo que realmente importa.

—¿Y tú, Halex? ¿Qué haces aquí? —inquirió Taler con severidad—. Deberías estar a salvo con Kuxa y los demás, no en medio de la calle donde puedes ser víctima de estos malnacidos.

» Bah, no importa. —hizo un gesto de indiferencia con la mano Taler—. La próxima vez, ten más cuidado con quién hablas. No todos tienen la paciencia que tenemos nosotros. Adiós, tengo asuntos que atender, como puedes ver.

Las palabras de Taler y Voluth apenas resonaron en Azel. Estaba paralizado, su mente giraba en torno a un pensamiento que se resistía a tomar forma. ¿Dos Hacedores de Sangre? La idea se enredaba en su conciencia.

«¿Otro Hacedor de Sangre? ¿Qué coño trama ese cabrón de Ziloh?», pensó.

El asesino se acercó al hombre caído, pero estaba absorto en sus pensamientos. No recordaba su nombre, un detalle que consideraba irrelevante. Los cristales de la botella rota yacían dispersos alrededor de la cabeza. Un murmullo de pena se le escapó.

El niño seguía llorando, sus lágrimas se mezclaban con la sangre. Su rostro infantil reflejaba un profundo sufrimiento.

Azel se agachó junto al moribundo para buscar su pulso. Sentía la vida escurriéndose entre sus dedos. Observó con horror cómo el pecho del hombre se expandía y colapsaba en ráfagas irregulares, seguidas de largos intervalos de silencio. Reconoció rápidamente el patrón de respiración como indicio de una lesión cerebral grave. Recordó las advertencias de Zelif sobre tales heridas.

—Papi, papi... No... —sollozaba el niño—. Papi, no te vayas... por favor, no te vayas.

«Mi deber no es solo luchar —había dicho Malex alguna vez—. También es proteger a los más vulnerables. Salvar una vida es más difícil que quitarla. Debemos proteger y rescatar, no porque alguien lo demande, sino porque es lo correcto, Azel.»

«Toda vida es valiosa. Todos merecen ser salvados», resonaban las palabras de Zelif desde su memoria, una lección compartida mucho tiempo atrás en las salas médicas de la catedral.

«Ya basta. No voy a dejar que otro inocente pague por mis cagadas. No otra vez», se dijo Azel, con el pecho apretado por la culpa y el dolor.

—Chaval —habló Azel con voz ronca y cansada—. ¿Cómo te sientes?

Los ojos del niño se fijaron en él, como si acabara de notar su presencia. No hubo respuesta, solo una mirada perdida y aterrada.

—No te rindas, por tu viejo —dijo con voz ronca, tratando de sonar compasivo—. Necesito que me ayudes, ¿me entiendes? Mira, coge esto y presiona sobre el corte que tiene en la cabeza. El muy cabrón le ha rajado con la botella, no queremos que se le joda más el coco, ¿entiendes?

Azel arrancó un pedazo de su capa y se lo entregó al niño, cuyas manos temblaban como hojas al viento. El paño estaba sucio y roto, pero era lo único que tenía.

El pequeño asintió y comenzó a cumplir la tarea.

«No esperaba necesitar esto tan pronto», pensó Azel, asombrado por la absurdidad de la situación.

Mientras el niño asistía, Azel sacó un frasco rojizo. Sangre tipo O negativo. Lo abrió y bebió su contenido. La sangre revitalizó su organismo y su piedra de sangre vibró al ritmo de los latidos, reaccionando al nuevo poder.

Azel, con destreza y firmeza, examinó una de las heridas del hombre, víctima de cortes desafortunados en los brazos, probablemente por un cuchillo. Con delicadeza inusual, colocó su palma sobre la herida, tocando la sangre del herido con las yemas de sus dedos. Inhaló profundamente, conectándose con los rincones más profundos de su ser, desvelando tres columnas de poder, las dos Habilidades Básicas que conocía, y una novedosa, adquirida de la sangre O negativo.

Eligió la primera, la Expulsión. Su sangre se liberó, impulsada por su corazón, pero él tenía el control. Dirigió el flujo hacia las heridas, contusiones, cortes y punzadas. Luego, activó su segunda Habilidad Básica: la Condensación.

Examinó el interior del cuerpo del hombre, siguiendo su sistema circulatorio. No se detuvo ahí; fusionó ambas habilidades, creando la Habilidad Complementaria: Transfusión de Sangre.

Sus percepciones se ampliaron.

Exploró más allá del cuerpo, adentrándose en el aura de vida del hombre. Cada individuo poseía un aura única, una gama exclusiva de colores. Solo los Hacedores de Sangre con habilidades como la Extracción o la Transfusión podían manipularlas y entenderlas como la esencia de la vida.

Azel observó una vida en declive, como una vela que se apaga. Se dispuso a revitalizarla, a inyectar nueva energía. Transfirió su sangre al hombre de forma más efectiva que una transfusión convencional, y su piel pálida recuperó color.

Hace muchos años que aprendió a usar la Transfusión. Consistía en drenar la sangre almacenada desde la piedra de sangre y transferirla al hombre que yacía a sus pies, modificando su tipo sanguíneo. El padre del niño tenía el grupo O positivo, mientras que Azel era B positivo. Su Habilidad Complementaria le permitía adaptar su sangre al grupo del receptor durante la transfusión, evitando así rechazos. La sangre cambiaba de tipo al entrar en contacto con el otro organismo. Gracias a su habilidad, Azel podía realizar transfusiones exitosas sin importar los grupos sanguíneos involucrados, lo que le daba el poder de salvar vidas.

Azel tomó otro trozo de tela y lo pasó con cuidado por las heridas abiertas, limpiando la sangre. Con manos experimentadas, se movió con atención alrededor del cuerpo herido del hombre, aplicando presión donde era necesario y asegurándose de que cada herida recibiera la atención adecuada. Sabía que todo era un engaño, una actuación para tranquilizar al niño. La verdadera curación provenía de su sangre.

Lo que el niño ignoraba era que la Transfusión también se encargaba de sanar las heridas. La sangre coagulaba rápidamente, deteniendo hemorragias internas y externas, purificando el organismo del hombre, revitalizando la sangre y reemplazándola.

La herida en la cabeza sanó gradualmente. Azel deseaba que el niño se concentrara en esta, creyendo que su presión era efectiva, sin percatarse de la curación real.

Finalmente, Azel canceló el hervor tras agotar una parte considerable de sus reservas de Condensación, aunque el mayor gasto había sido en Expulsión.

—No está mal, chico —dijo Azel con un gruñido, después de un rato—. Tienes agallas. Tu viejo se pondrá bien, eso espero. Pero no le quites esto de la cabeza hasta mañana. Así no se le escapará más sangre.

El chico asintió con entusiasmo, irradiando felicidad. Por un momento, Azel sintió una brisa de paz acariciándole el pecho, inundado por la satisfacción de haber salvado una vida.

«Gracias por rescatarlo», musitó Daxshi.

—Vamos con Kuxa —dijo Azel, cargando al hombre con cuidado.

El niño siguió a Azel, quien avanzaba con paso firme, esperanzado en la recuperación de su padre, un proceso que el don de un Hacedor de Sangre no podía acelerar. Azel contemplaba la posibilidad de que el hombre hiciera preguntas, o tal vez atribuyera su estado al golpe, ignorando cuán cerca estuvo de la muerte y que su salvador era el asesino de Zelif.

Azel observaba su entorno con cautela, manteniendo una mano cerca de su cuchillo, aunque no fue necesario utilizarlo. Los Guardias Negros y la guarnición dispersaban a los dianistas mientras patrullaban y bloqueaban las calles.

Al llegar al refugio, notaron la tensión en el ambiente. Guardias Negros custodiaban la entrada y otros fortificaban la zona. Una figura conocida conversaba con Jekil, el Guardia Negro a cargo de la seguridad. Mientras Kuxa empacaba algunas cosas, no notó la llegada de Azel.

—¡Mamá Kuxa! —exclamó el niño con efusividad.

Sorprendida, Kuxa se volteó hacia ellos, sus ojos se llenaron de lágrimas al abrazar al pequeño.

—Oh, Glovur, me has tenido muy preocupada —dijo mientras acariciaba el cabello del niño—. ¿Cómo está tu padre?

—¡Él lo salvó! —exclamó el niño, señalando a Azel—. El extraño de la otra vez, el que salía por las noches, lo salvó.

Kuxa finalmente se fijó en Azel. Al ver al padre de Glovur en los brazos del Hacedor de Sangre, Jekil dio órdenes rápidas y varios hombres acudieron con una camilla improvisada. Azel colocó al herido con cuidado sobre la camilla, que fue llevada al interior del refugio.

—Le dieron una paliza de muerte —dijo Azel, cortando cualquier pregunta—. Unos cabrones se cebaron con él. Pero no te preocupes, solo es un chichón. Ya le paré la sangre y Glovur le puso un trapo.

—Te estamos muy agradecidos, Halex. No sabemos cómo recompensarte —respondió Kuxa con gratitud.

Azel se encogió de hombros.

—Bah, no es pa' tanto. ¿Y tú qué vas a hacer?

—Iré a la catedral. Hay muchos heridos que necesitan atención y no todos saben cómo tratar las heridas —explicó Kuxa.

Azel levantó una ceja sorprendido.

—¿Y los curas de la catedral no se ocupan de eso? —preguntó el Hacedor de Sangre—. ¿De verdad te necesitan más allá que aquí?

Kuxa negó con la cabeza, mostrando preocupación.

—Aquí llegan personas buscando refugio o con miedo, pero los heridos son pocos —explicó—. Sin embargo, en la catedral... Debo apresurarme.

—Entonces, supongo que podrías usar ayuda —comentó Azel, observando a Glovur entrar en el refugio.

—¿Así vestido? —replicó Kuxa—. Arréglate primero y luego veré si te puedo llevar. Ve a buscar las ropas que te di. No hay tiempo que perder, hijo.

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