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Pues la insistencia de aquellos que estuvieron en desacuerdo prevaleció.
El enojo de aquellos que creían que Diane podía sellar el paso por su cuenta. Los Dianistas nunca estuvieron de acuerdo con las acciones del Héroe, mucho menos creyeron que ascendió por medios justos y honorables.
De Sangre y Ceniza: prólogo.
Xeli se adentró de nuevo en el recinto augusto de la catedral de Diane, envuelta en un halo de solemnidad. La sensación le resultaba familiar, casi un eco de cuando despidió a Zelif en su último viaje. Esta vez, sin embargo, había una diferencia abismal. En la última ocasión, el hierático Loxus, una figura de trascendencia y renombre, había compartido su presencia, acaparando todas las miradas y encendiendo rumores.
Ahora, el séquito de Xeli se reducía a su guardia personal.
En la vastedad de la catedral, todas las atenciones convergían en ella. Los ojos se clavaban en su figura, escrutándola con juicio y crítica. La sangre de los Stawer corría por sus venas; era hija del gran señor de Sprigont, pero su devoción por el heroísmo definía su esencia. Un valor que, para muchos, eclipsaba incluso su linaje.
Frente a este escrutinio, Xeli se erguía impertérrita y avanzaba con paso resuelto, atravesando el pórtico principal de la catedral. Cada paso era firme, un equilibrio entre nobleza y determinación. Sus ojos recorrían a todos, sin fijarse en ninguno en particular, manteniendo la frente en alto con una postura desafiante, como queriendo dejar claro que no cedería ante ninguna sombra.
Las imponentes estatuas de los Guardianes de la Diosa parecían vigilarla, alzando sus pétreos semblantes en una interrogación silenciosa sobre su audacia. Kalex, el capitán de su guardia, lideraba la procesión. Ascendieron las escaleras hasta el palco, reservado para las élites nobles en estas ceremonias.
Desde esa posición elevada, Xeli contemplaba el panorama. Miles de devotos llenaban la catedral, congregados para la ceremonia. Ella se sentía pequeña, con un latido frenético en su pecho compitiendo con el ritmo del corazón del mundo.
«Puedes hacerlo, solo debes fingir», pensaba, mientras luchaba por contener las ansias de tocar su colgante.
Rilox le había reservado un espacio en el palco. Era un asiento digno para la segunda hija de la Casa Stawer: espacioso y con vistas privilegiadas. Xeli alcanzó su destino y su mirada recorrió primero la catedral. La majestuosa construcción se alzaba como un tributo a la grandeza. Cada elemento parecía meticulosamente posicionado, y las figuras guardianas rodeaban el altar principal. El púlpito elevado resplandecía con una luminiscencia etérea.
Xeli, enfrentándose a tal impresionante vista por primera vez, quedó momentáneamente sin aliento. A pesar del deterioro causado por la Devastación, la belleza era innegable. La multitud de devotos hallaba su lugar de manera orquestada, y Xeli había imaginado caos, pero encontró orden.
Se compuso, ocultando su asombro. La máscara era esencial para esconder a la verdadera Xeli. No quería que la vieran como la joven noble curiosa y frustrada, sino como la erudita que su padre deseaba. Porque el poder real residía no en lo que poseías, sino en lo que hacías creer a los demás que tenías.
—Mi señora —interrumpió Kalex, visiblemente inquieto—, ¿no cree que debería ser más discreta?
Xeli alzó las manos en un gesto calmado sin siquiera voltear a mirarlo.
—¿Y qué ganaría con eso? —replicó con serenidad—. Necesito que me vean, que entiendan que estoy aquí y no temo a sus sospechas. No somos responsables de la muerte de Zelif, ¿por qué deberíamos ocultarnos? Además, no somos los primeros representantes de nuestra fe en asistir a estas ceremonias.
Kalex asintió en comprensión.
—Es verdad, no es la primera vez que un Stawer se muestra aquí —admitió—, pero sí es la primera vez que un heroísta lo hace con tanta audacia.
Xeli dibujó una sonrisa astuta. Era exactamente lo que quería.
Los Stawer llegaron, acaparando todas las miradas en el palco. El gran señor de Sprigont, Lord Haex Stawer, había asistido en persona, algo raro salvo en ocasiones de relevancia. Lady Jhunna avanzaba junto a él, elegante y distinguida. Rilox seguía detrás, tomando la mano de Kisol. Al ver a Xeli, la pequeña saltó de alegría y señaló con una sonrisa a su hermana, ignorando la frialdad de su padre hacia ella.
Lady Jhunna se llevó las manos a la boca con sorpresa y preocupación, mientras Rilox observaba la escena con oración en sus ojos. El espectáculo no era trivial.
Pero no solo su familia se percató de su presencia; las miradas de los otros nobles en el palco también convergieron hacia ella. Lady Janne Malwer sobresalía entre ellos. La joven prometida, hasta ese momento aburrida, abandonó su distracción para centrar su atención burlona en Xeli.
Los demás nobles murmuraron entre ellos, señalándola. Xeli los observó a todos, incluso a su familia, en un instante que demostró que no ignoraba su escrutinio, pero su indiferencia era impenetrable. Ya lidiaría con ellos. Ahora, tenía otras preocupaciones.
Con los ojos cerrados, Xeli inhaló profundamente, preparándose para lo que viniera. El Héroe, a quien ella quería asemejarse, nunca había temido el juicio ni esquivado sus deberes. Había permanecido inquebrantable y ascendido a la divinidad sin vacilar. Xeli estaba dispuesta a emular esa fortaleza y confianza.
Finalmente, la tercera hija del señor Stawer, Vexil, entró. Irradiaba belleza, su cabello ondulado caía hasta su cintura, y su piel pálida contrastaba con su escarlata atuendo. Brillaba en la catedral, como una obra de arte en exhibición.
Pero Vexil proyectaba contrariedad. Sostenía un pesado libro con renuencia. Xeli temió que cayera, pero se mantuvo firme. El público calló cuando Vexil colocó el libro en el púlpito. Habló sin inspiración, pasión o devoción, transmitiendo el tono de una joven forzada a leer un texto que no le interesaba.
Era evidente que Vexil no compartía la devoción de su familia por la religión. Los asuntos de fe no le atraían. Tenía derecho a no interesarse, pero esto era un reflejo de cómo Xeli la había condenado.
—...ocho días transcurrieron antes de la Devastación —proclamaba Vexil con un tono hastiado—. Ocho días de paz previos a la batalla final. Y ocho fueron los Guardianes de la Diosa. Diane partió después de sellar el acceso entre los tres reinos; tras establecer el pacto que aislaría Rakuem e Infernis de Edjhra en un plano distinto de la existencia, sellando al Portador del Olvido y a los Caídos. Se marchó después de que su cuerpo físico fuera asesinado por el Dios Negro, el traidor. Pero nos dejó con la promesa de su regreso, confiándonos a quienes podríamos hablar en su nombre. Ocho Hieráticos, portavoces suyos, uno en cada continente. Hoy conmemoramos a la Deidad Inmortal...
Xeli reconoció las palabras como la presentación, el prólogo de lo que estaba por venir, aunque se exponían con sutiles alteraciones y énfasis repulsivos. Todo transcurría según lo previsto. Ella escaneó de nuevo a la multitud, a aquellos que se habían reunido para escuchar a su hermana menor. Los nobles, perdiendo interés, entablaron conversaciones discretas entre ellos, sin mostrar respeto ni consideración por las palabras de Vexil. Algunos incluso se dieron el lujo de tomar una siesta, mostrándose indiferentes al acto en curso. Entre los plebeyos, Xeli notó algo intrigante. Un hombre de vestimenta andrajosa y capa ajada destacaba entre la audiencia. La presencia de mendigos en tales eventos no era rara, pero algo en aquel hombre le resultaba ligeramente familiar.
—Gracias, Vexil, muy bien hecho —interrumpió una voz resonante, sofocando el murmullo de la multitud—. ¡Agradecemos tu presencia en este día, queridos hermanos y hermanas!
La joven señora giró la cabeza hacia el púlpito. Allí estaba él. Este era el motivo por el cual Xeli había arriesgado tanto y había optado por una idea audaz y descabellada. Sabía que esta ceremonia no sería común y corriente.
Hoy Ziloh rompería el tratado de paz.
Lady Cather permanecía atenta, sus oídos absorbían las palabras de Ziloh como hojas secas que beben de una lluvia fresca. La voz del sacerdote resonaba a través de la amplia catedral, reverberando como un eco melódico y llenando el aire con una cadencia envolvente. Su tono era como el aroma seductor de la carne ahumada, un deleite para los sentidos. Aquellos que antes habían estado absortos en las palabras de Vexil se enderezaron, sus miradas se dirigieron hacia el púlpito, donde el sacerdote se alzaba.
La catedral se revitalizaba como un jardín en primavera, y emociones variadas danzaban en los rostros de los fieles. Ziloh trascendía las palabras y llevaba a la audiencia a un reino etéreo donde solo anhelaban la verdad. Sus palabras no eran meros sonidos, sino puertas hacia la esencia misma de la conciencia.
Él era un maestro de las emociones, moldeaba sus palabras a voluntad, moviendo masas y transmitiendo su esencia. Lady Cather se envolvía en una tranquilidad embriagadora al oír a Ziloh. El miedo y la preocupación se desvanecían, dejando una calma imperturbable. Ansiaba que siguiera hablando, que su voz la acariciara como una brisa. Cada palabra era un cosquilleo en su piel, una sensación de satisfacción que la llenaba por completo.
Pero de repente, una oleada de repugnancia la invadió. La ira se alzó en su interior, desplazando la sensación placentera como una sombra que oscurece la luz. El descontento enroscó sus garras en su mente, una serpiente venenosa que se retorcía. El dolor se materializaba como una capa densa, similar al carbón ardiente, avivando las llamas de su enfado.
Un mordisco a su labio la sacó de su trance. Vio el horror y la indignación en la multitud. Cather compartía esas emociones, al igual que Kazey a su lado.
Ziloh había logrado desacreditar a los Heroístas, compartiendo sus emociones con la audiencia de manera que todos pudieran comprenderlas a la perfección.
«Eres una Caballera Dragón», se reconvino internamente.
Sin embargo, un rastro de temor se filtró a través de su autocontrol. Temía que Ziloh destruyera en un instante lo que Zelif y Loxus habían construido con tanto esfuerzo, por eso había venido a la ceremonia dianistas y no a la heroísta. Buscaba una manera de evitar que la ciudad entrara en caos.
—...hubo ocho Caballeros Dragón —declaró Ziloh con firmeza, sus manos aferradas al púlpito, desviando apenas la mirada del libro—. Elegidos personalmente por Diane para portar su poder, los primeros Hacedores de Sangre. Su elección fue meticulosa, pues comprendía el riesgo que tal poder implicaba. Sin embargo, ella se arriesgó por nuestro bien y confió en esos ocho elegidos.
» Hasta que llegó el Héroe, arrogándose ese poder como si fuera suyo y propagándolo por Edjhra. ¿Acaso no saben lo que hizo? Corrompió la sacralidad de Diane y desencadenó sobre nosotros una maldición. La evidencia está en la negrura de su sangre, en lugar del carmesí original.
» El Dios Negro engañó a todos. Ganó la confianza de aquellos que depositaron su fe en él durante la guerra, se inclinó ante Diane, prometiéndole su «apoyo eterno y ayuda». Luchó a su lado lo suficiente para que la bondadosa Diane llegara a considerarlo un fiel aliado.
Con lágrimas en los ojos, Ziloh continuó:
—Todo para luego traicionarla. El Héroe codiciaba su poder. Aprovechó el momento de debilidad de Diane, cuando sellaba al Portador del Olvido y su esencia fluctuaba en el cierre dimensional, para usurpar su poder y ascender. Para convertirse en un dios.
» Y la justicia se impuso. ¡Casi fuimos aniquilados por su avaricia! El Dios Negro corrompió el poder que robó, dando origen a la Devastación. Diane empleó sus últimos alientos en nuestro mundo, sacrificándose para resguardarnos. Comprendió que no merecíamos cargar con la culpa de la arrogancia y codicia de aquel individuo injustamente llamado Héroe. Ella evitó que la Devastación se extendiera aún más, deteniendo su avance.
» Pero el daño ya estaba hecho. La esencia de la Devastación lleva el sello del Dios Negro, su sombrío color y su malignidad. Algunos podrían pensar que después de dos mil años ya no importa. ¡Pero importa, sí! ¿No ven? La noche en que Zelif fue asesinado es prueba de ello.
La mirada de Lady Cather escudriñaba la congregación, registrando el ascenso del desprecio y la aversión entre los devotos. Sin embargo, en su interior, una repulsión profunda crecía con cada palabra pronunciada por Ziloh. Ella comprendía la dirección hacia la cual el sacerdote se encaminaba, anticipando cada giro retórico que se avecinaba.
—Díganme, hermanos y hermanas —prosiguió Ziloh con su voz impregnada de gravitas—. ¿Creéis que fue un simple asesino quien acabó con su vida? No, la verdad es más compleja. El perpetrador fue un Hacedor de Sangre fuera de los registros.
Las palabras del sacerdote impactaron a Cather, quien dio un respingo ante la sorpresa. Aquella información era reservada, compartida solo por unos pocos. ¿Cómo Ziloh sabía de semejante secreto? ¿Y por qué divulgar esta delicada verdad?
Cather buscó el coraje para confrontar sus pensamientos, pero la certeza debilitaba su resistencia.
La audiencia retenía la respiración, sumida en un silencio expectante. Sus miradas se centraron en el sacerdote, ojos ansiosos que pedían una continuación de su discurso.
—Sí, así es como lo escuchan —prosiguió Ziloh, complacido por el efecto que sus palabras surtían en la congregación—. El asesino era un Hacedor de Sangre. Reconozco con claridad los cortes infligidos por aquellas armas divinas. Fue un ataque que desgarró sus cuerpos, como si la propia esencia los devorara. Tanto Zelif como los otros dos sacerdotes cayeron ante esa forma de herida.
» Queridos hermanos y hermanas. ¿Qué pruebas más necesitan? Estamos ante un Hacedor de Sangre que no figura en ninguno de los registros. Un asesino que abraza las oscuras doctrinas del Héroe y del Portador del Olvido. ¡Un Silenciador de la Memoria!
En las entrañas de Cather, la ira bullía como un río desbordado, un susurro tentador que la instaba a aceptar aquellas palabras, a permitir que se infiltraran en su ser.
En un instante, el asco resurgió, una sensación abrumadora que la hizo desear vomitar. Mientras el rechazo se apoderaba de ella, los fieles expresaban su aprobación y disgusto. Cather casi intervino para calmar la situación y apaciguar las tensiones, pero sus fuerzas flaquearon, cediendo ante la apatía que la inmovilizaba.
¿Qué opción tenía? Podía detener la ceremonia y arriesgarse a que los dianistas se rebelaran y provocaran un caos colérico contra los heroístas. O podía dejarla continuar y arriesgarse a que los heroístas sucumbieran.
La voz de Ziloh continuó penetrando en su mente como una hechicería implacable. El desprecio hacia aquel hombre se infiltró en el corazón de Cather como un tizón ardiente. ¿Quién podría ser tan insensato o astuto para llevar a cabo tal artimaña? Esto no era una ceremonia común; era una declaración de guerra, marcando el fin del tratado.
Todo dependía de ese individuo que había desviado la atención de la celebración para maldecir a los heroístas. Zelif nunca habría actuado así; él habría buscado mantener la paz y la calma. Por otro lado, Ziloh se esforzaba por romper el acuerdo y eliminar a los heroístas de una vez por todas. Cather estuvo a punto de levantar la voz para interrumpir la insolencia, pero una conclusión se infiltró en su mente como un susurro, desplazando sus intenciones.
«Recuerda la capa... la espada... Al loco...»
De repente, las palabras se ahogaron en su garganta. La presencia del símbolo del Héroe en la espada del asesino y la capa oscura hallada por sus escuderos, junto con el misterioso Silenciador de la Memoria, alimentaban los murmullos que se propagaban rápidamente. La tensión aumentaba mientras muchos creían que un heroísta había intentado asesinarla.
Cather temía un futuro sombrío, imaginando una carnicería de heroístas. Las palabras de Lord Walex resonaban en su mente, y se sentía tensa ante la posibilidad de que, aunque el asesino no fuera del culto del Dios Negro, los heroístas fueran condenados por la soberbia de un Silenciador de la Memoria. Hasta ahora, sus intentos de obtener información del hombre encarcelado solo habían resultado en delirios y risas. La urgencia de apaciguar las tensiones y evitar la ruptura de la paz en la ciudad se volvía más apremiante. Cather buscaba la verdad que liberara a la urbe, pero la tarea le parecía descomunal, y cada acción la dirigía hacia un posible exterminio.
Ziloh rezaba en tono elevado, sin mostrar cansancio ni jadeos. La multitud, ebria por sus palabras, se comportaba como cortesanos embelesados. Pero Cather se sentía agotada de escuchar al sacerdote.
Elevó su mirada al palco real, anhelando comprobar las palabras de Lord Walex. Se tensó al confirmar la certeza. Los nobles apenas prestaban atención a Ziloh. Conversaban entre cuchicheos, algunos reían. Ninguno parecía interesado en el clérigo. La insensatez hizo que Cather hirviera de ira.
Sin embargo, un grupo sí atendía: los Stawer. El gran señor de Sprigont, Lord Haex, estaba absorto en Ziloh y asintió con comprensión. Cather reconoció que no podía contar con el apoyo del gran señor si quería sofocar las rencillas. La responsabilidad recaía en ella.
Naturalmente, en el palco real había un lugar reservado para ella, un sitio que le permitiría ver toda la catedral y escuchar con claridad y comodidad. Sin embargo, había preferido pasar inadvertida. Se mantuvo cerca de Ziloh, oculta en un rincón de la catedral, donde podía escuchar sin ser vista.
De repente, percibió una expresión extraña en el semblante del gran señor. Una molestia fugaz aparecía cada vez que su mirada se posaba en un rincón específico del palco. Cather siguió la dirección de su mirada.
Y, de pronto, quedó sin aliento.
En el palco, en medio de la solemnidad de la ceremonia, se alzaba la figura de la segunda hija del gran señor: lady Xeli Stawer.
La joven se mantenía erguida mientras los demás se hallaban sentados. Su presencia destacaba, vestida de negro en contraste con los atuendos de los demás. A pesar de las miradas de odio y desdén que recibía, Xeli no se doblegaba. Permanecía firme, enfrentando las insinuaciones dirigidas a los heroístas sin bajar la cabeza. Al contrario, la alzaba con dignidad regia, mostrando una confianza y orgullo palpables.
—¡Por los Creadores! —susurró Cather, observando la escena con asombro, compartido por Kazey, quien a su lado mostraba una expresión de sorpresa. La amiga había notado lo mismo que ella—. Sígueme.
Cather atravesó la catedral sin preocuparse si la veían o no, sin importar que todos, por un instante, desviaran su atención de Ziloh para enfocarse en su avance. Sus pasos resonaban, sus placas de armadura blanca repicaban con cada paso. Aunque su presencia no era suficiente para acallar por completo las palabras del sacerdote.
Finalmente, ascendió las gradas hacia el palco. Kazey la seguía, disfrutando del espectáculo. Una vez en el palco, los ojos de Cather buscaron a Xeli. La joven no había advertido su llegada o, si lo hizo, no lo manifestó. Estaba absorta en la ceremonia, atendiendo a cada palabra.
Sin embargo, un guardia se interpuso en su camino cuando intentó acercarse a Xeli.
—Mis disculpas, miladi, pero este es el palco privado de lady Xeli —declaró un hombre alto y barbudo, un veterano aguerrido que Cather recordaba vagamente... ¿Kalex, quizás? —. Le ruego que entienda, pero no puede avanzar.
Cather lo escrutó durante unos instantes, y la actitud inicialmente ruda de Kalex pareció esfumarse en un instante. Era admirable, pero también evidente que estaba nervioso. Casi parecía que sus piernas flaqueaban.
Kazey sonrió desde atrás, divertida. ¿Un simple guardia intentando obstruir el paso a una Caballera Dragón? Era irrisorio y absurdo en su máxima expresión.
En el momento en que Kazey o Cather estaban a punto de decir algo, la mirada de lady Xeli se posó en ellas.
—Déjala pasar, capitán —ordenó la joven señora, manteniendo su postura imperturbable.
¿Capitán?
Cather quedó momentáneamente atónita. Era la primera vez que escuchaba la referencia a una O como «capitán». La rareza de la situación no escapó a su atención, pero no pudo evitar sentir una honda admiración por la osadía de Xeli. Era un tipo de rebeldía distinto, a su propia manera.
Kalex se retiró, claramente agradecido por el respiro inesperado. Era un hombre de buen corazón.
—¿A qué debo este honor, miladi? —inquirió Xeli en cuanto Cather se encontró a su lado—. Has causado un alboroto considerable para verme.
Cather alzó una ceja, sorprendida por la actitud de la joven. Sus palabras reflejaban su postura y su mirada. ¿Había sido así Xeli desde siempre? Parecía tan distinta a la chiquilla nerviosa del baile.
Un vistazo alrededor confirmó lo que Xeli había mencionado. Todos en los palcos, incluso aquellos abajo en la catedral, habían desviado su atención hacia ellas durante un momento de estupor compartido. Algunos incluso se tapaban la boca en señal de sorpresa. La quijada de Cather se crispó.
—Supongo que es una reacción natural —comentó Xeli, minimizando la situación—. Una legendaria Caballera Dragón junto a una seguidora del heroísmo en la Octava Ceremonia de Diane. Sin duda, una rareza.
Cather no respondió. Su mente estaba absorta en la joven frente a ella.
Xeli resultaba una figura desconcertante. No se veía impresionada por la presencia de Cather, ni demostraba el típico asombro que solían tener los demás ante su estatus. Aunque mantenía el respeto y la cortesía necesarios, emanaba una confianza que parecía elevarla más allá de su posición.
Ziloh continuaba su discurso. Hablaba de cómo Zelif había confiado en los Heroístas del norte con la esperanza de salvarlos y cómo estos lo traicionaron al matarlo, en una acción similar a la traición de Diane por parte del Héroe. Insistía en que no se podía permitir que algo semejante ocurriera de nuevo. Xeli, sin embargo, no mostraba reacción alguna ante estas palabras.
—¿Crees en la verdad de eso, miladi? —preguntó Xeli—. ¿Realmente crees que el Héroe traicionó a Diane y la mató para ascender a la divinidad?
Cather, evitando la pregunta, expuso su punto de vista.
—La Divinidad Inmortal no podía ser asesinada. El Héroe pudo haber destruido su forma física, pero no su esencia. Diane, aunque poderosa, no era omnisciente ni omnipotente en nuestro plano terrenal. Pero fuera de nuestro plano, sí lo era. Cuando su cuerpo murió, regresó al lugar al que pertenecía, un sitio que no existe en Edjhra y aun así abarca cada rincón de este mundo. El mismo lugar al que el Héroe partió después de su ascenso.
Xeli asintió, aunque su semblante mostraba su insatisfacción con la respuesta de Cather.
—¿Qué te trae aquí? —inquirió Cather, buscando respuestas.
—La ceremonia de Ziloh, por supuesto —respondió Xeli, sin mirarla siquiera—. Es tradición que los Stawer asistan a la Octava Ceremonia cada semestre.
—Tradición que tú no compartes, ¿me equivoco? —observó Cather, cruzando sus manos detrás de su espalda.
—Por supuesto que la comparto, Miladi. Puedes preguntarle al Hierático Loxus o a mi hermano Rilox si crees que miento —contestó Xeli con firmeza.
Cather, sin dejarse engañar por el juego de Xeli, continuó.
—Los Stawer tienen su propio palco privado —apuntó hacia la familia noble. Xeli también miró en esa dirección—. Si siguieras la tradición, estarías con ellos y vestirías el carmesí, los colores de la diosa. Probablemente ocuparías el lugar de tu hermana Vexil junto al sacerdote Ziloh. Dime, lady Xeli, ¿por qué estás aquí? No es seguro para ti, y estoy segura de que lo sabes. ¿Qué tramas? Además, ¿no está Loxus liderando la Octava Ceremonia al mismo tiempo?
—Así es, como afirmas —corroboró Xeli—. En honor al último acto heroico del Héroe, el octavo día después de la falsa paz. La jornada de la última batalla, en la que selló el paso entre los reinos. El momento de su ascenso. Pero hoy necesito estar aquí, miladi. Necesito escuchar lo que dicen sobre nosotros, cómo Ziloh rompe el tratado de paz y provoca el caos y el conflicto nuevamente. Tengo que buscar una manera de salvar a los míos.
Cather, sumida en un silencio pensativo, se cuestionaba la verdadera naturaleza de Xeli. ¿Era valentía y sabiduría lo que demostraba, o simplemente insensatez?
—Permítame hacerle una pregunta, Miladi —Cather asintió—. ¿Cuál es su opinión sobre Ziloh? ¿Realmente cree que la Divinidad Inmortal hubiera deseado esto? Nosotros, los Heroístas, también conocemos a Diane; la describimos en cada uno de nuestros escritos. No la adoramos, pero la reconocemos como una deidad que buscaba la paz. Después de todo, fue ella quien ayudó al Héroe a ascender a la divinidad. ¿Es esto lo que usted percibe en Ziloh y en sus seguidores? ¿Acaso esta es la esencia real de la religión de Diane? ¿Se basa en el odio, el rechazo y la venganza? Aunque veo pasión en las palabras del clérigo, también detecto hostilidad.
» Es la primera vez que asisto a esta ceremonia. Y lo primero con lo que me encuentro es una hostilidad descarada. ¿Es este el propósito de la ceremonia? ¿Injuriar a los heroístas? ¿Acusarnos abiertamente de Silenciadores de la Memoria cuando el Héroe selló al Portador del Olvido? Creía que se trataba de un homenaje a Diane y a sus acciones en nuestro favor. Nunca hubiera imaginado algo como esto.
Cather, con un nudo en la garganta, escuchaba en silencio. Kazey, a su espalda, estaba a punto de intervenir. Las palabras del Silenciador de la Memoria resonaban en su mente: «Las capas rojas arderán».
—Supongo que puede deberse a las emociones acumuladas de Ziloh —sugirió Xeli—. ¿No es así, miladi? Ziloh siempre ha sido crítico con el tratado de paz y se ha mostrado inconforme con él.
En ese instante, Xeli clavó su mirada en los ojos de Cather, quien se sintió inesperadamente atrapada por la intensidad del desafío directo.
—Aunque no puedo proporcionar pruebas en este momento más que la veracidad de mis palabras —prosiguió Xeli con una determinación encomiable—, estoy segura de algo, miladi. Los Heroístas no somos responsables de la muerte de Zelif. No hemos tenido un Hacedor de Sangre en décadas, y no cometeríamos un acto tan absurdo y desatinado que pudiera condenarnos. Menos aún después de pasar tantos años promoviendo la paz. Le deseo un buen día, lady Cather. Ya he visto lo que necesitaba y sé qué ocurrirá a continuación. Ahora debo asegurar la protección de los míos.
Con estas palabras, Xeli se retiró acompañada de sus guardias, dejando a Cather sumida en un profundo malestar. Experimentaba una mezcla de culpa e impotencia, un conflicto interno entre las evidencias encontradas, la verdad expuesta por Xeli y las devastadoras palabras de lord Walex.
La voz de Ziloh seguía resonando en el aire, retumbando como un eco desgarrador. Cather se sentía repugnada.
—¿Qué le ocurre, Lady Cather? —preguntó Kazey, quien había estado lo suficientemente cerca como para escuchar la conversación. La joven se veía consternada. ¿Qué la afectaba tanto?
Entonces, Cather notó la preocupación reflejada en el rostro de su escudera.
La Caballera Dragón optó por no responder. En su lugar, descendió del palco con decisión y cruzó la catedral nuevamente con pasos firmes. Esta vez, nadie pareció prestarle atención. Nadie volteó hacia ella.
Era inminente. Cather sabía que tenía que actuar antes de que ocurriera algo más.
«No puedes quedarte inmóvil.»
Cather continuó avanzando, y a su alrededor, la multitud estaba absorta en las palabras de Ziloh, pendiente de cada sílaba que articulaba.
Apretando los dientes, Cather se acercó más. Sentía como si un invisible peso la arrastrara hacia atrás, una opresión, un temor latente. Por un momento sintió pánico. Miedo. Kazey aumentó su paso y la detuvo tomándola del hombro.
—¿Qué planeas hacer? —indagó su escudera, visiblemente inquieta. Nunca había visto a Cather en ese estado de agitación.
La caballera se liberó del agarre de Kazey y comenzó a ascender los peldaños que llevaban al púlpito de la catedral. Avanzó con determinación, aproximándose a Ziloh y sobrepasándolo.
Y entonces, interrumpió la ceremonia.
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