La tormenta





Lysenna se removía inquieta por su habitación. No dejaba de caminar, aunque siempre terminaba en el mismo lugar: la ventana.

Aquella noche tendría lugar la superluna más grande de los últimos siglos y la joven mantenía la esperanza de que su luz fuera lo bastante fuerte como para sanar a la estrella. La gran maestra les había prohibido bajar a cantarle como mandaban las tradiciones, pues no quería que interfirieran, así que mirar desde su ventana era lo único que podía hacer.

Tenía un horrible presentimiento en el pecho, agravado por las nubes oscuras que rondaban peligrosamente a la luna y los susurros maliciosos que arrastraba el viento. En esos momentos, la joven maestra no podía evitar recordar la retahíla de advertencias de Syon. Él no había dejado de repetir que Amhyra sabía más de lo que mostraba desde que había sido encarcelado. Lysenna no dudaba de la gran maestra, pero sí de su decisión (incluso si la acataba). Para ella, dejar a la estrella sola en un momento tan importante era un error.

Desde allí, Lysenna contempló cómo el templo se apagaba una vez más para después empezar a temblar. Se llevó una mano convertida en un puño al pecho. Nadie más había sido corrompido, todos extremaban las precauciones, ¿por qué su estrella insistía en morir?

Fue entonces cuando las isheas empezaron a cantar, un sonido agudo y terrible, nada parecido a sus acostumbradas melodías; los vientos se elevaron con violencia y el mar se revolvió. Lysenna se agarró al borde de la ventana al sentir que iba a perder el conocimiento. Vio, incrédula, cómo ásperas manchas negras empezaban a brotar en su piel. Era una infección leve; desapareció tan pronto como el idioma arcano brotó de sus labios, pero era una muestra indudable de que lo peor estaba por ocurrir.

Sin perder ni un segundo más, Lysenna tomó su lámpara de etherni, creada con trozos de la isla, y se aventuró por los pasillos oscuros de su hogar, murmurando hechizos de protección que reforzaran a los antiguos para evitar que el edificio se derrumbara. Lidiaría con los sermones después.

Mientras avanzaba, se encontró con varios de sus compañeros, que asomaban las cabezas por las puertas de sus habitaciones con una trémula curiosidad en los ojos o correteaban junto a aquellos con los que mejor se llevaban.

—Volved a vuestras habitaciones. No temáis. Estaremos bien —repitió una y otra vez.

La obedecían sin dudar, porque sería su siguiente líder y le confiarían sus vidas. Los cánticos que se elevaron a su espalda infundieron coraje en el corazón de la joven.

Sin embargo, sus voces eran solo un murmullo lejano para cuando se acercó a la central. Allí los temblores eran más fuertes y el hedor a podredumbre, característico de la corrupción, lo inundaba todo. El suelo estaba cubierto de escamas oscuras que en un primer vistazo podían pasar por simple musgo, y desde ellas empezaban a formarse las criaturas viles que mermaban su magia y enfermaban a su estrella.

No dudó ni un segundo en atacarlos. «Demonios», así era como los llamaban los pueblerinos. A ella no le importaba su nombre, sino cómo podía destruirlos. Se valió de la magia para destrozarlos con lo que más temían: la luz. Se desvanecían entre chillidos y explosiones que solo le provocaban satisfacción.

Lysenna ya había acabado con varios de ellos cuando oyó la voz de la gran maestra. Durante un momento, la joven sintió alivio: mientras tuvieran a Amhyra había esperanza. Salvo que aquellas palabras no estaban destinadas a purificar, sino que contenían una promesa mucho más oscura.

Con el temor palpitando en el pecho, Lysenna susurró las palabras que apagarían la lámpara de etherni y se asomó con cautela a la central. La gran maestra le daba la espalda, mas pudo distinguir las púas ennegrecidas cubriéndole ambos brazos por completo. De cada una de ellas se escapaba un humo oscuro, espeso y horrible, que intentaba penetrar en el Corazón Estrella a través de las grietas causadas por los cantos de Amhyra. Si seguía así, la estrella iba a morir aquella misma noche, y no solo ellos perecerían, sino que todo el reino caería en desgracia.

Lysenna retrocedió con rapidez. Aquella no era la gran maestra que conocía y tampoco podría enfrentarse a aquel poder. No sola. Pero sabía a quién recurrir.

Acunada por las sombras, la mujer se precipitó hacia el camino que había recorrido con nada más que pesar en los últimos tiempos, vislumbrando por primera vez un atisbo de esperanza.

Con la lámpara de etherni reanimada, Lysenna llegó a las celdas. Descubrió el puesto de centinela vacío, aunque no le fue difícil saber dónde se encontraba: discutía con Syon acaloradamente. Ambos callaron cuando las luces púrpuras y azules de las piedras iluminaron sus rostros sonrojados por la ira y el miedo.

—¡Maestra! —exclamó el druida.

Lysenna no lo conocía. Era más joven que ella, solo un niño. Un iniciado al que no deberían haber dejado a cargo de las cárceles en un día tan aciago.

—Lys... —susurró Syon.

—Lo siento —le dijo Lysenna. Alzó la mano libre en dirección al chico más joven—. ¡Escedrem!

No era un gran hechizo, ni siquiera necesitaba demasiada magia. La luz que brotó de sus dedos solo causaba sueño. Los ojos del iniciado se nublaron durante un segundo y después se cayó al suelo.

—¿Estás lista para escucharme? —le preguntó Syon tras contemplarla en silencio durante unos segundos.

La joven le dirigió una mirada frenética antes de agacharse para rebuscar dentro de los bolsillos del niño. El sudor impregnaba su frente. Era la primera vez que alzaba la mano en contra de uno de sus hermanos. Sin embargo, era necesario. Si Amhyra era un enemigo, la responsabilidad reposaba ahora sobre sus hombros inexpertos.

Como no encontró la llave, se levantó y se acercó a la celda. Posó una mano sobre el cristal y empezó a murmurar un conjuro; Syon retrocedió de inmediato. Como romper la puerta requería demasiada fuerza, Lysenna se limitó a absorber su energía, acumulándola en su palma, antes de volverla contra el cristal.

—¿Qué está pasando? —le preguntó a Syon tan pronto como él salió.

—¿Vendrás conmigo? —Syon la agarró por los hombros—. Si no puedes hacerlo, tendré que arreglármelas por mi cuenta, y en mi actual condición, no creo que pueda. Te explicaré todo después.

Lysenna asintió e iba a disculparse por no haber creído en él, pero el archidruida tomó una de sus manos y empezó a tirar de ella para que corriera. Iba a preguntar hacia dónde iban cuando él siguió el camino que los conduciría al exterior, exponiéndolos a una horrorosa tormenta que se llevó su velo. Sus dudas fueron en aumento después de que la arrastrara a la parte trasera del templo, compuesta solo de ruinas.

—¿Syon?

Su voz fue ahogada por el impetuoso clamor del viento. Cada vez que las olas chocaban contras los bordes de la isla, Lysenna se estremecía. Si no morían por la corrupción, quizá lo hicieran cuando el agua los arrastrara hasta lo más profundo del océano.

Sin embargo, en las ruinas, el agua estaba completamente quieta y las constelaciones giraban con su habitual parsimonia. Lysenna empezó a sentirse mejor de inmediato, era como si la corrupción no pudiera llegar a aquel lugar. Hasta las corrientes de aire eran más tranquilas allí, dando paso al silencio. Y las columnas que habían aguantado en pie, así como los trozos de ellas que sobresalían del agua, estaban encendidas.

Lysenna miró hacia atrás con esperanza. El templo, no obstante, seguía a oscuras y la estructura se agitaba de forma evidente. Fue el sonido de un chapoteo lo que devolvió su atención a las ruinas.

—¿Estás loco? —le preguntó a su compañero. Lo detuvo agarrándolo por el cuello de la túnica. Por fortuna, él apenas había llegado a los eslabones superiores de una escalera que descendía hasta perderse en el mar—. ¿Es que no las sientes? ¡Te devorarán vivo!

No podía verlas bien en las aguas profundas y calmadas, pero sentía los ojos amarillentos de las isheas observándolos desde abajo. Y eran muchas.

—Saben lo que les conviene, y no es eso —repuso, señalando con un dedo al templo—. Necesitaré tu ayuda. Mi magia apenas regresa y no seré capaz de levantar esto solo. No tendremos que ir muy lejos.

Tomó con delicadeza la mano que retorcía su túnica y depositó un beso en el dorso.

—¿Podrás confiar en tu marido una vez más, estrella mía?

Con el miedo reflejado en el rostro, Lysenna asintió. Recitó el hechizo que le permitiría respirar bajo el agua y el que mantendría su cuerpo caliente, deseando regresar a los días en los que significaba nada más que diversión.

Cuando se sumergieron en el agua, se encontraron nadando entre los seres que temían. Se removían inquietas, con los hostiles e inmortales ojos clavados en ellos, y los dientes serrados listos para desgarrarlos. Aunque Syon estaba en lo cierto, no parecían albergar intenciones de acercarse.

No traspasaron los tres metros de profundidad y el fulgor de las ruinas iluminaba el ambiente marítimo con tal gracia que bien podrían estar perdiéndose en los altos cielos, nadando entre las verdaderas estrellas, en lugar de hundirse en las aguas de un mar espejo.

Syon le señaló con un dedo aquello que buscaban. Al principio Lysenna no vio nada más que columnas amontonadas sobre el suelo, que aún conservaba un diseño esculpido siglos atrás, pero entendió que había algo bajo ellas cuando intentó alzarlas.

Tras murmurar entre burbujas un hechizo que aumentaría su fuerza física a cambio de mermar su magia a cada segundo que pasara, Lysenna se unió a él. No era suficiente, sin embargo. Syon aún no había recuperado del todo su poder, y ella no podía permitirse fortificar el hechizo si tenía que enfrentarse a Amhyra.

Le indicó mediante gestos que se apartara: iba a romper las columnas tal y como había hecho con la puerta de su celda. Él se lo impidió, pues aquello que se escondía bajo los brillantes cristales era demasiado importante y único como para arriesgarse a destrozarlo.

Lysenna estaba preguntándose cuánta magia sería necesaria para usar la fuerza del agua cuando las isheas se arremolinaron a su alrededor. Atónitos, los dos jóvenes las vieron unirse para elevar las columnas con su fuerza monstruosa, revelando el baúl herméticamente cerrado que ocultaban. Una de las isheas tomó el recipiente y nadó a la superficie, al igual que otras dos, que se acercaron a los bípedos por la espalda y los arrastraron de vuelta a su mundo.

—Gracias —les dijo Syon una vez fuera.

Lysenna apenas dio un cabezazo mientras se dirigía a tierra firme. Sentía los brazos destrozados una vez cortó el flujo de magia.

La ishea que sostenía el baúl lo empujó a los brazos del archidruida y lo miró con seriedad. En sus ambarinos ojos brillaba una súplica que él comprendió a la perfección. Ellas eran, después de todo, las lágrimas de la estrella. Luego, la ishea volvió a meterse en el agua, seguida por sus congéneres.

—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó Lysenna, ya sentada en uno de los escalones que se elevaban por encima del mar. Se abrazó a sí misma, tiritando. Con todo, se contuvo de usar la magia tras romper el anterior hechizo. Tenía que ahorrar cada gota.

—Polvo de estrella —respondió Syon al unirse a ella y sintiéndose igual de agotado—. Decidí guardarlo ahí para que la magia de los cristales más antiguos interfiriera y Amhyra no lo notara.

Mientras hablaba, el joven abrió el cofre y sacó de su interior un recipiente de cristal que contenía un misterioso y brillante polvo azul que se alzaba en bucles huracanados. Lysenna acercó una mano, atraída por el familiar poder.

—¿Vas a explicarme qué ocurre?

Él asintió.

—La estrella llevaba un tiempo susurrándome. Se quejaba, decía que le dolía y que necesitaba nuestra ayuda. Pensé que estaba alucinando hasta que tú empezaste a sufrir brotes de corrupción junto a los demás maestros. Entonces fui a ver el corazón y pude oírla. Estaba tan asustada... —Sus dedos se crisparon sobre el cristal—. Me dijo que Amhyra la estaba corrompiendo y que moriría si no podía reparar los daños el día de la superluna.

—¿Por qué no nos dijiste que era Amhyra?

—Se lo dije a los demás archidruidas. Ella acababa de perder otro hijo, pensé que estaría canalizando su dolor sin querer a la estrella. Pero cuando fuimos a hablar con ella, estaba limpia. No entendía cómo; esa clase de corrupción se percibe a simple vista. Hasta que te usó a ti como un medio para castigarme por hacer que los demás dudaran de ella. Absorbía el poder de los maestros y a cambio dejaba corrupción. Caíste enferma esa misma noche. Era tanta vileza que tendrías que haber muerto al instante.

—No recuerdo nada de eso —murmuró la chica.

—Se supone que ni siquiera deberías haber sobrevivido la primera hora, Lys. Lo hiciste por la misma razón por la que todos estábamos seguros de que te convertirías en la gran maestra: eres muy fuerte, y tu conexión con la estrella es más profunda que la de nadie. Si no hubieras puesto de tu parte, permitiendo que moldeara tu magia incluso desde la inconsciencia, yo jamás habría podido sanarte.

—¿Y por qué no me lo dijiste? ¡Podría haberte ayudado!

—Yo... —Una expresión agónica desfiguró sus rasgos—. La estrella necesitaba mi ayuda. No podía ayudarla si estaba preocupado por ti. ¿Por qué habría de importarme el templo o el reino si morías? Asegurarme de que te mantuvieras lejos de Amhyra, de los demás maestros y de la estrella era lo único que podía hacer.

Lysenna apretó los labios. No podía culparlo. Ella también había trazado planes egoístas. Incluso en aquel momento se sentía tentada de tomar el único barco de la isla y llevarse a su marido y hermanos lejos de allí. Mientras vivía en el continente, solo había padecido hambre y dolor; viviendo hostigada cada día por el miedo y la incertidumbre sin que a nadie le importara. Entre los druidas encontró una familia; el templo y su gente eran la prioridad. Solo la vulnerable estrella caída a la que había jurado fidelidad eterna estaba por encima de ellos.

—Estaba segura de que ibas a divorciarte de mí. Pensé que estabas viendo a otra —susurró la joven con las lágrimas brotando en sus ojos.

—Lo sé. Lo siento. No podía decírtelo y temía que ella lo descubriera de alguna forma —dijo. Alzó una mano para acariciarle el rostro y limpiarle las lágrimas.

—Perdóname por no haber creído en ti. No sabía qué pensar. Te pillaron junto a la estrella cuando la peor mancha de corrupción nació en ella. Y cuando te lo pregunté...Tendrías que habérmelo dicho en lugar de hacer insinuaciones vagas.

—Viniste a verme cada día. Purificabas cualquier atisbo de corrupción. E insistías pese a que no hablaba. En ningún momento me diste la espalda. No sabías qué ocurría, pero me diste el beneficio de la duda, incluso si fue de forma inconsciente. Algo que nadie más hizo.

—Porque el hombre del que me enamoré no era así.

Él sonrió y después se inclinó para depositar un beso en sus labios. A continuación, se puso de pie y le tendió una mano para ayudarla.

—Vamos. No hay tiempo que perder. 

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