7- BASTET. ¿Lujuria o amor?

Observo a Alasdair, los dos nos encontramos frente a frente y de rodillas. La despedida se me asoma en los rasgos, pues no ignoro que mi ocultamiento tendrá consecuencias. Es posible que me odie tanto que elija abandonarme.

     Percibo cómo los recuerdos regresan y que, al igual que las nieves de invierno, le congelan el alma. El hedor nauseabundo de las mentiras todo lo corrompe. Porque fingir normalidad durante el almuerzo ha sido el embuste más grande en la historia de la creación.

—El laird  me hirió de muerte. —Esboza un gesto de horror—. Bebí vuestra sangre. Me recuperé y ataqué a los highlanders... Y mi padre... mi padre...

     Lo acuno, compasiva, y le beso la frente. ¿Cómo podría Alasdair pronunciar lo impronunciable? Los acontecimientos se superponen y me machacan el cerebro. Rememoro cómo el efluvio de la sangre del laird  tentaba a la jauría de oscuros, que no reconocían jefes ante el llamado de su voracidad. El pánico en la cara mientras se le aproximaban. La manera en la que se olvidaban de que eran aliados y se tiraban sobre él, mientras lo devoraban hasta los huesos aún en vida. Evocaciones que me estremecen, aunque tenga miles de años, y haya sido testigo con anterioridad de este frenesí asesino.

    Confucio me enseñó que antes de embarcarme en un viaje de venganza cavase dos tumbas. Y yo, ofuscada por la ira y por la soberbia, desprecié tal consejo. ¡Cuánta razón tenía! Fue Alasdair quien pagó el alto precio.

—Intentasteis ayudarlo a pesar de que él trató de liquidaros. —Me besa las lágrimas que me caen por el rostro y forman cascadas—. Reagrupasteis a vuestro ejército e hicisteis que la mitad de vuestras huestes masacrara a «los oscuros». Y que la otra mitad rodease a los guerreros escoceses para protegerlos. Los pusisteis a buen recaudo para que yo no los bebiera hasta secarlos del todo y me ahorrasteis remordimientos... ¿Lloráis por mi gente?

—Lloro por vos, os he defraudado. —Escondo la cabeza en el vigoroso pecho—. Me centré tanto en el odio hacia mis enemigos que me olvidé de vuestra seguridad... ¿Cómo me dirigís la palabra ahora que sabéis la verdad? ¡Merezco vuestro desdén! No os di la oportunidad de elegir vuestro destino y os he condenado a una inhóspita eternidad.

—Entonces soy como vos y como los vuestros. —Señala a mis colegas; ellos lucen pletóricos, siempre les emociona el nacimiento de uno de los nuestros—. Soy un vampiro... Por eso el hambre no se calmaba. —Abochornado le da un vistazo al lacayo, su primera víctima.

—Siempre es así al principio. Aunque al utilizar mi poder de sugestión la voracidad se ha atenuado un poco. Pronto la urgencia será menor y os controlaréis... Lo siento, Alasdair, no era mi intención transformaros, os admiraba tal como erais. Para mí significabais lo más cercano a la perfección... Y os era fiel, os engañé cuando os dije que tenía varios amantes. Nunca pretendí convertiros a mi imagen y semejanza, un monstruo sediento de sangre. Entiendo que me aborrezcáis. ¡Yo misma me aborrezco! Os devuelvo la libertad, idos donde queráis con todo el oro que podáis cargar en el carruaje que os entregaré. Cailean os acompañará y os entrenará para que desarrolléis vuestras nuevas aptitudes.

—¿Habla vuestra culpa, mi señora, o queréis que me vaya? —La mirada plateada teñida de rojo no es acusadora.

—Habla mi pena. ¡Erais una criatura tan hermosa! Me hacíais frente sin reparar en vuestra debilidad. —Un océano me baña la cara; mi gente me observa perpleja y se tocan los ojos para comprobar si también son capaces de conseguir la proeza de generar lágrimas—. Y me seguíais con la mirada como si estuvierais cautivado por mí.

—¡Estoy cautivado por vos! —Se pone de pie y me levanta con él—. ¡¿O es que ya no os parezco hermoso?!

—¡Nunca dejaréis de parecérmelo! —enfatizo las palabras—. Pero ahora sois poderoso y habéis perdido vuestra ingenuidad.

—¡Mejor! No la preciso para lo que tengo en mente hacer con vos en las próximas horas. —Me carga sobre el hombro; nuestros compañeros chiflan, aplauden y festejan el comentario con carcajadas.

—¡Sacadle filo a vuestra espada! —le grita Cailean y le propina un golpecillo en el brazo—. ¡Bastet es insaciable!

—¡Volvedla loca de pasión, no le permitáis pensar! —le aconseja Wu y le guiña el ojo—. ¡Si le quitáis la melancolía de los doscientos años os haremos rey, laird!

     A velocidad sobrehumana sube los escalones conmigo a cuestas y en un parpadeo arriba a mi habitación. Cierra la puerta y me deposita sobre el suelo. Quedo aprisionada entre la madera y su musculoso cuerpo. Y, todavía más, cuando me apoya una mano a cada lado de la cabeza.

—Sois irresistible, Bastet. —Las telas crujen al desgarrarme la vestimenta; me quedo desnuda ante él y disfruto por cómo me contempla enardecido—. ¡Oléis a naturaleza!

—Ahora quien habla es vuestra lascivia vampírica. —Le rompo la camisa, las calzas y luego le proporciono placer directo en el miembro erecto.

—¡Entonces soy un vampiro desde que os conocí! —Me acomete la boca con la lengua: los espasmos de gozo me sacuden por entero al morderle los labios.

     Después me levanta y le pongo las piernas alrededor de las caderas. Entra hasta el fondo en mi húmeda y ardiente cavidad. Alasdair es la lluvia y yo un campo que durante siglos ha estado yermo y sin regar.

     Aumenta la intensidad de las lujuriosas embestidas hasta ejecutar un ritmo frenético, similar al de la sangre al recorrer las venas y las arterias. O parecidas al sonido de las gaitas que animan en la batalla. Nos corremos juntos. ¡¿Cómo es posible que nunca haya paladeado un éxtasis así?!

     Me acarrea hasta el lecho y nos acostamos sin soltarnos, trémulos y con ganas de más.

—Reconocedlo, Bastet, decid que me amáis. —Con tanta pasión me besa los senos que vuelvo a anhelarlo y me olvido de que todavía se halla en mi interior—. No volveréis a salir de estas estancias si no lo admitís.

—Mi padre dice que los vampiros no aman —suspiro con fuerza.

—Dios se equivoca, mi vida, soy un vampiro y sé con certeza que os amo. —¡Cuánto lo deseo cuando me contempla así!

—¡Yo también os amo, Alasdair! —Libero el secreto que guarda mi corazón y los prejuicios estallan en mil pedazos: por primera vez el cansancio vital me abandona y me siento plena.

     Mi pareja, con su proceder, ha retado a mi antinatural progenitor. Y, gracias a los sentimientos, le hemos atinado un buen puñetazo en pleno rostro y hemos borrado el undécimo mandamiento por toda la eternidad.





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