6- ALASDAIR. El haggis.
Me despierto con fuego por dentro. Como si tuviese instalado un arcabuz en el estómago y la pólvora acabara de explotar.
Abro los ojos e intento recordar el porqué, pero un negro vacío me acude a la mente. Tampoco veo, pues una bruma marina me rodea las pupilas. Cuando esta se despeja, soy un bebé apenas salido del útero. Puro, curioso e ignorante.
Me han instalado en el lecho de Bastet y me invade el placer al aspirar con fuerza. Su aroma a margaritas, a cardos, a tejos, a acero —con el leve toque de la sangre— me provoca una erección instantánea y me produce un hambre atroz.
Filtro el aire y analizo en voz alta cada matiz de olor:
—Hígados, corazones y pulmones de cordero. Sebo, especias, avena y cebollas. ¡Haggis! —Las tripas me crujen: un lobo agazapado se esconde allí—. ¡Puré de patatas y de nabos, salsa de whisky! —Ávido, salto de la cama y caigo lejos.
Me he desplazado una gran distancia, hasta situarme frente al tocador de madera de ébano en el que reposan los afeites de mi señora. Distingo el lápiz azul para marcarse las venas —tan a la moda— y olisqueo el plomo del maquillaje que le confiere la exagerada palidez. No sé por qué a veces lo usa, si natural luce mucho más hermosa.
De improviso, me rodean infinidad de esencias, que juegan con mis sentidos para que las descifre.
—Bismuto, salvia apiana, mercurio, azufre, vinagre, colorete y arrebol de labios. —Me concentro en los más intensos y estornudo.
Percibo la huella de cada uno de los ingredientes. El liviano tufo de los huevos, el ligero aroma de las limas, el amargo sabor de las almendras, la fresca acidez de los limones, la contundente esencia de las raíces de lirio, el rugoso dulzor de las pasas, el pegajoso efluvio de la miel. También el pringoso olor del almizcle y el repugnante hedor de la algalia.
Levanto la nariz y me centro en las vísceras de cordero, mi debilidad. Puedo distinguir cómo al lado de ellas se desliza sangre aterciopelada en una copa, pues oigo el delicado tintineo al rozar sobre el cristal.
Sin pensar sigo la estela. Y en un parpadeo abro la puerta, bajo la escalera y entro en la sala principal. ¡¿Cómo he podido llegar tan rápido?!
—¡Alasdair! —Bastet camina hasta mí, y, apasionada, me besa—. ¡Por fin os habéis despertado! —me guía en dirección al asiento situado a su derecha y me pide—: Acomodaos aquí. ¡Comed, debéis de estar famélico! —Mueve la cabeza para que una criada me sirva.
Esta me coloca delante una bandeja con doce haggis. Me río y a punto estoy de aclararle que solo suelo comer dos. Pero no me controlo y desgarro uno tras otro. Sin tener paciencia para los buenos modales, me lleno la boca de corazones, de hígados y de pulmones. Y los engullo como una fiera.
Mis compañeros de banquete me contemplan con caras comprensivas y solo Cailean se mofa:
—Estos haggis están hechos con las vísceras de los guerreros del laird. —Sé que miente porque soy capaz de distinguir hasta el más evasivo rastro odorífero—. La próxima semana los haremos con vuestro cuerpo, Alasdair. —Los compañeros chocan las sangrientas copas y este retintín acompaña las risotadas.
—No os asustéis, Alasdair, es un embuste —me comenta Wu de Han con extrema seriedad—. Cuando os vayamos a comer os avisaremos con dos meses de anticipación. —Festejan la chanza y me palmean la espalda.
—No os burléis de mi amante, niños, es uno de los nuestros. —Ahora se dedican a estudiarme, parezco una especie en peligro de extinción.
Intento comer otro haggis, pero los he devorado todos. ¿Cuándo ha ocurrido? Y, pese a que me parecía una exageración, sigo aún con un hambre que me carcome por dentro, igual que los gusanos a los difuntos.
Bastet, comprensiva, se llena el cáliz, sorbe un poco y me lo coloca en la mano.
—¡Bebed! —Me frota los labios con los suyos impregnados en sangre.
Saboreo el denso perfume del líquido vital. Bebo el contenido de la copa tan rápido que hilos carmesíes me resbalan por las comisuras hasta salpicar la mesa. Termino en un santiamén y cojo la jarra. Sorbo sin descanso, hasta que no queda ni una mísera gota. ¡Y el vacío recién ha empezado a llenarse!
—¡Pronto pasará, colega! —Cailean me propina un golpecito en el hombro para tranquilizarme.
—Traed un recipiente más grande. —Mi amada le ordena al lacayo.
El hombre desaparece durante algunos minutos y regresa con un jarrón descomunal, de los mismos que utilizan para colocar las plantas ornamentales. Se lo arrebato —como si no pesara nada— e intento satisfacer la necesidad que me oprime. Al finalizar, escucho que el corazón del sirviente palpita más rápido.
Giro la cabeza y le clavo la vista en el cuello. ¿Cómo es posible que huela la sangre que le recorre las venas y las arterias? Intento enfocar la mirada en otro sitio, pero el pequeño movimiento de la piel cuando late me murmura en el cerebro: «Aquí estoy, venid a mí, dejaos llevar».
El humano se ruboriza, pues advierte mi trance. Cierro los ojos —embelesado— y sé que ha comido haggis. La sangre, en este instante, es la combinación perfecta para saciar el apetito del gourmet más exigente.
No resisto la tentación. Me levanto de un brinco y la silla cae con un golpe seco. De un empellón lo derribo sobre el suelo. Le hundo los colmillos y succiono sin parar. No me importa lo que ocurre alrededor de mí, lo único que me interesa es extraer el manantial que se oculta dentro. Los latidos se debilitan... Luego, solo hay silencio.
He atiborrado a la bestia famélica y esta ha dejado de rugir. Avergonzado, miro de refilón a Bastet. Las lágrimas le riegan las mejillas cuando se me aproxima. Me besa, angustiada, y me ciñe entre los brazos.
—Decidme, mi señora, os lo imploro: ¡¿qué me está pasando?! —y, al ver que no me responde, insisto con más ímpetu—: ¡Por favor, no me ocultéis la verdad!
Me escruta y después me ordena:
—¡Recuérdalo todo, Alasdair!
Y al ser consciente de que mi padre me ha asesinado, reconozco que era preferible la ignorancia...
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