8. Una estrella fugaz

Dominique contemplaba el torso de Jerôme mientras el joven se retorcía de dolor. Las pesas de responsabilidad se pronunciaban más, quizá por el vientre en tensión o por las descargas que irradiaban. Una de ellas palpitaba bajo la cicatriz correspondiente y la zona en derredor ardía y parecía irritada, como si le quemara de adentro afuera.

Lo ayudó a levantarse, y atrás quedó la camisa empapada, desperdigada por el suelo junto con el momento de sosiego que habían compartido.

—Se me pasará... —sollozó el reciclador.

—No hables, vamos.

Subir las escaleras fue una tortura, pues parecía que Jerôme se fuera desmayar en cualquier instante. Por suerte, resistió cada peldaño. En ocasiones, apoyaba la cabeza contra el pecho de Dominique, casi inconsciente. En otras circunstancias, le hubiese gustado ser el causante de los enredos de su cabello y hubiera disfrutado del cosquilleo que le producían. No ahora.

—¿Qué le has hecho? —le preguntó Isabelle, tan pronto como los vio llegar.

—¿Qué clase de pregunta es esa? —Él nunca haría daño a nadie, al menos no por voluntad propia, por lo que le molestó la insinuación de su compañera—. Ayúdame, por favor.

La embarazada dejó el libro que estaba leyendo a un lado y se alzó antes de que el reciclador, finalmente, se viniese abajo. Entre los dos lograron llevarlo al sofá, donde lo tumbaron con sumo cuidado.

—Estoy bien, no es nada —balbuceó Jerôme, entre gemidos y sollozos que delataban lo contrario.

El ladrón posó la mano en su costado, allí donde sobresalía la pesa de responsabilidad que se había activado.

—Esto es lo que le pasa —le indicó a su compañera.

—Entiendo. —Isabelle se acercó y observó todos los cortes y los pequeños bultos que se ocultaban tras ellos. Los perfiló con el dedo y se sumió en sus pensamientos. El reciclador parecía avergonzado por ello, mas no protestó.

—¿Podemos ayudarlo?

—Por el momento sí. —Isabelle se dirigió a la cocina e hirvió agua en una tetera de acero con hermosos grabados en ella. Echó algunas de las flores azules que seguían en el mármol y unas hojas secas que retiró de un bote de vidrio. En todo ese tiempo, Dominique permaneció junto a Blues, sujetándolo y con clara preocupación—. Es importante saber qué la activó. ¿Cómo ha sido?

—No lo sé, Bell, estaba bien y, de pronto...

Un nuevo quejido de Jerôme lo interrumpió y él presionó con más fuerza, bastante angustiado, pues sabía que el dolor que podían causar esos artilugios era demencial. Se inclinó sobre su rostro y le acarició la sien. Le hubiera gustado arrancarle el malestar y volver a tener ante él al chico tímido y gruñón que había saltado sobre una avioneta en marcha.

—¿Qué pasó, Jerôme? —le susurró casi al oído.

Dejó que sus miradas se encontraran, esta vez, con afán de explorar, de saber qué le estaba torturando. Vio el dolor, el miedo y la incertidumbre, no así la causa.

—Nadie está bien con eso dentro —aseveró Isabelle. Regresó con la infusión en sus manos y con torpeza se arrodilló junto a los dos jóvenes que permanecían en el sofá.

—Pensaba que en la Capital no pasaban estas cosas.

Jerôme seguía sumergido en el mundo del dolor, pero entre ambos prófugos lograron que bebiera despacio. Poco a poco, se fue calmando hasta quedar sumido en lo que parecía un sueño profundo.

—La religión es estúpida en cualquier región. Mira: —Señaló las pesas más pequeñas, que apenas libraban una débil descarga—. Estas se las pusieron en su bautizo. Son muy débiles, sí, pero suficiente para que un bebé aprenda a diferenciar caprichos de necesidades. Esta otra, por el tamaño, debió ser durante la adolescencia, quizá un primer amor o la primera vez que le llevó la contraria a sus padres. A saber...

—¿Y esta otra? —interrogó Dominique, mostrando la causante de tal sufrimiento.

—No lo sé, Domi... Pero por vieja que sea, no tiene tantos años como las otras y es más potente. Si pertenece al linaje de los Diener, y no tengo duda de ello, puede ser cualquier cosa que el clan considere un deshonor.

En un mundo en el que los sueños y recuerdos eran el motor de las cosas, originalmente, el clan Diener se había encargado de que existiera un orden claro y de que todos los componentes ocuparan un lugar práctico. «¿Si todo ser viviente se diera a los sueños locos, que clase de caos estarían creando?», decían. En el pasado, sus sellos fueron la responsabilidad y la entereza a la hora de seguir el camino marcado por sus superiores. Pero con el pasar de los años, la historia se convirtió en leyenda y la leyenda en mito. En la actualidad no se les consideraba más que una secta de tradiciones extrañas.

—¿Esto se lo ha hecho su familia? —preguntó Dominique. Sin darse cuenta, había empezado a juguetear con los cabellos oscuros del reciclador en un gesto protector y descubrió que, a pesar de tenerlo corto, tenía ligeras ondas que volvían a su sitio aunque estirarse de ellas. Se giró hacía su compañera para ver su respuesta: afirmativa. No cabía en su asombro—. ¿No se supone que los padres han de proteger a sus hijos?

La embarazada se fue a sentar al otro extremo del rinconero, con los pies en alto, y se acarició a sí misma la tripa.

—Eso creen que hacen, Domi. Les protegen de las irresponsabilidades que podrían ocasionarles la ruina. Si se renuncia a objetivos locos, si no se arriesga... el futuro estará asegurado. No es la mejor forma, yo tampoco estoy de acuerdo, pero puedo entender por qué lo hacen. La mayoría de los que vivimos en el desierto Rojo somos fruto de malas decisiones. —Luego se dirigió al bebé que habitaba en su vientre, como si acaso pudiera oírla—. Aunque mami nunca te haría eso, tranquila, Nayra.

—¿Nayra? Bonito nombre —sonrió de lado el ladrón.

Isabelle se encogió de hombros.

—No hay mucho que puedas hacer por él, Domi. Luchar contra las tradiciones es inútil. Si de verdad quieres ayudarlo, llévalo a la Capital cuanto antes.

—Le culparán, ¡no debió seguirme!

—Fue su decisión. Algo alocada, la verdad —bromeó ella—. Demasiado para ser lo que es.

De eso estaba seguro. Dominique había visto la pasión con la que el reciclador admiraba el sueño, cómo lo había defendido y, por si fuera poco, un Diener jamás se hubiera arriesgado a ser presa de un usurpador solo por rescatar a un vulgar ladrón.

—Hay que quitárselos —decidió.

—¿Y volver a la Ciudad de los Proscritos? ¿O es que conoces a algún otro cirujano?

Sí, tenía otra opción en mente, no obstante, su problema volvía a ser el mismo: no tenían con qué pagar.

—En la Capital habrá quien se encargue de ello, tú sí puedes ir.

—Si me descubren, me devolverán al Joyero. ¿Te recuerdo que he huido contigo antes de pagar la deuda? Un paso en falso y todo se echará a perder, ¡todo! No podré hacerme cargo de la fianza de Ruth y lo que he hecho por salvarla no habrá servido de nada. —Paró a recuperar el aliento y sus ojos lagrimearon por la añoranza. Necesitó serenarse antes de proseguir—. Además, él es quien debe decidir si quiere quitárselas o no. Es su familia, su tradición.

—Es una tradición horrible —escupió Dominique—. Siento lo de Ruth...

La culpabilidad era una mala compañera. Aquel nombre solía ir asociado a ella. Reticente, el ladrón se separó de Jerôme por ir junto a su amiga.

La situación de Isabelle tampoco era fácil, para empezar, porque si un bebé nacía estando la madre en cautiverio, este pasaría a ser propiedad del Joyero, igual que ellos, y sería llevado al mismo orfanato en que se criaron sin que nadie pudiera hacer nada por remediarlo.

—Todo esto es por mi culpa —sollozó abrazándola—. Si no os hubiera expuesto...

—El pasado, pasado está. Domi, ¿sabes lo que el joyero pensaba hacer contigo? Está harto de ti. Lo has desafiado y a él no le gusta eso. Ruth hizo lo que hizo por mí.

—Me odiaba.

—Te odia —replicó ella, con una sonrisa cariñosa—. Pero en cuanto seamos libres y paguemos su fianza, todo estará bien. Ese cristal es la solución a todos nuestros problemas.

Dominique la abrazó fuerte y ella correspondió.

—Sé lo que tengo que hacer, tranquila. —Apoyó la cabeza en la barriga y la acarició por debajo del ombligo—. ¿Oyes, Nayra? Tito Domi se va a encargar de que todo salga bien.

Isabelle y Dominique se habían criado juntos, habían entrenado juntos y juntos habían acatado las misiones del Joyero, siempre uno al lado del otro. Entre ellos existía un vínculo casi inquebrantable que peligraba bajo la amenaza de otra mala decisión: una que atentara contra la seguridad del bebé.

Isabelle bostezó y lo besó en la frente antes de reptar como una croqueta fuera del sofá.

—No deberías hacer malabares —observó el ladrón.

—Cuando tengas una barriga como la mía, me cuentas —replicó ella—. Voy a descansar. ¿Podrás hacer guardia? No quisiera ver más espectros merodeando por aquí. 


La calima había cesado y la tranquilidad nocturna tan solo se veía rota por los aullidos de los usurpadores, ahora lejanos, y por las siluetas de las pesadillas nocturnas, furiosas por no poder atravesar la valla.

Dominique sabía que no podía fallarle a su mejor amiga, no otra vez, de la misma forma que sabía que, si vendía el sueño, Jerôme sería castigado... Lo que, visto lo visto, implicaba nuevas pesas. Había quién se volvía loco por no saber qué sombrero vestir, por el color de la carrocería o por elegir una comida diaria. Él debía decidir a quién traicionar, y aunque quería tomar la mejor decisión para todos y le fustigaba el hecho de que, decidiera lo que decidiese, sería el causante de una desgracia ajena, tenía claro que Isabelle siempre sería su prioridad. Se lo debía.

Un ruido de metales caídos y pisadas discretas lo distrajo. Oteó en busca de algún intruso, no vio nada, pero se sintió observado y tuvo la certeza de que ahí había alguien más con él. ¿Otro espectro? De ser así estarían en problemas.

Mientras buscaba entre los vehículos, su vista se desvió hacia las pesadillas nocturnas. Siempre que caía el sol, intentaban infiltrarse en su terreno, pero aquella noche su comportamiento era mucho más extraño de lo habitual. Se agrupaban todas en un único punto y escarbaban en la arena con sus largas patas.

Movido por la curiosidad, Dominique fue hacia allí, con pasos alegres y confiados a la vez que tarareaba para espantarlas, aunque la preocupación se olía y las alimañas se arrimaron más que en ocasiones anteriores. Tenía tanta incertidumbre dentro de sí, que ninguna canción, por alegre que fuera, era capaz de ocultar sus preocupaciones.

—Vamos, preciosas mías. Mostradme qué habéis encontrado —disimuló—. Ey, ¿es que tenéis una fiesta? Vaya, estáis impresionantes, os llevaría a todas de cena.

Movidas por la falsa alegría, se escamparon en varias direcciones, dejando a la vista lo que habían hallado. Antes de que Dominique pudiera fijarse bien, una estrella fugaz atravesó el cielo y cayó en dirección al Sur. El ladrón aprovechó para pedir un deseo y se inclinó, de nuevo, para ver de cerca el tesoro de las pesadillas.

—Pero, ¿tú cómo has llegado hasta aquí? —pronunció con una amplia sonrisa.

Sus ruegos habían sido escuchados. El precio sería muy alto, sin duda, pero valdría la pena.

Por fin sabía lo que tenía que hacer.



Nota de autora:

Os dejo este capítulo para terminar la semana. Espero que os haya gustado conocer un poquito más a los personajes. 

¿Qué habrá encontrado Dominique? y... ¿qué decisión habrá tomado? ¿Le saldrá bien? 

Nos vemos en poquitos días. 

¡Un abrazo!


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