7. Tres segundos

¿En qué momento se le ocurrió pensar que aquel larguirucho tenía conciencia y había decidido no vender el sueño? Todo había sido fruto del infortunio, nada más. La esperanza que albergaba Jerôme se desvaneció en menos de un suspiro. No era solo la relevancia del cristal en sí, aunque aquello fuera lo primordial, sino el hecho de no poder regresar con las manos vacías. Si volvía sin el sueño, iría a la cárcel o, peor, le pedirían a su familia que lo disciplinara. Apostaba por lo segundo, pues nadie creería que un sueño reciclado pudiera ser tan valioso y todo quedaría en lo que la sociedad consideraba «un castigo menor».

—Blues... —Dominique colocó la última estatua en la estantería y se sentó a su lado, en el sofá rinconero, mas él se cruzó de brazos y le dio la espalda con un gruñido de advertencia—. Blues, escucha...

—No me llamo Blues, ¡deja de llamarme así! —refunfuñó.

Se puso en pie dispuesto a marchar. Antes de que pudiera alejarse, el ladrón lo tomó de la muñeca con suavidad.

—Escúchame, por favor...

Él no quería escuchar: quería el sueño, un maldito intercomunicador y volver a la Planta de Reciclaje en la que le esperaba la vida aburrida y deprimente de siempre.

—Piensas venderlo.

—No he dicho que vaya a venderlo —suspiró el ladrón—. No puedo tomar la decisión tan a la ligera, hay mucho en juego.

Jerôme se giró despacio y lo observó. Desde su primer encuentro, Dominique había mostrado una versión de sí mismo muy distinta a la que estaba viendo en ese momento. La duda era palpable, jugueteaba con su relicario y parecía nervioso. Pudiera ser que el reciclador se ablandara, o que en las dudas descubriese una brecha en la que infiltrarse para llevarlo a su terreno, la razón era lo de menos: volvió a sentarse dispuesto a escuchar el discurso.

—Me has drogado —le recordó antes.

—Y lo siento —reconoció Dominique con una sonrisa afligida—. Este cristal puede ser nuestra salvación: mía, de Isabelle y de su hijo.

—¡Y de Ruth! —advirtió la embarazada, que recién volvía del invernadero con algunos tallos—. Dominique, ¿se puede saber cuánto tiempo llevas sin podar mis plantas?

El ladrón enarcó las cejas y dejó escapar una risilla culpable que a Jerôme no le hizo ninguna gracia.

—Así están más bonitas.

Isabelle resopló y se sentó en un cojín frente a ellos, con las piernas estiradas y una mano sobre el ombligo. Parecía que fuera a explotar en cualquier momento.

—Idiota, que sepas que me he tenido que hacer cargo yo sola de nuestro «otro» invitado para no interrumpiros —lo abroncó. Después, volteó hacia el reciclador con gesto consternado—. Jerôme, necesitamos el dinero.

—Bueno, igual podemos valorar otras opciones —interfirió Dominique.

—¿Qué opciones? Llevamos meses buscando una solución y se nos acaba el tiempo. Con ese dinero, podremos pagar al Joyero e ir a buscar a Ruth para saldar su fianza. Mi bebé nacerá en breve, Dominique... Y tú... —La voz se le entrecortó y sus ojos se desenfocaron en un punto lejano—. Dominique, a ti te urge mucho más que a mí...

—Jerôme —la interrumpió el ladrón—. ¿No podrías darme un tiempo para pensarlo? Ya te lo he dicho: hay mucho en juego.

¡Claro que había mucho en juego! ¿Tenía que ceder por unos delincuentes a los que acababa de conocer?

—¡Sois unos egoístas! ¿Os creéis muy importantes, verdad? ¿Y qué hay del dueño del sueño? ¿O de toda la esperanza que podría arrojar? ¿Y de mí? ¿Qué hay de mí?

Se levantó y corrió afuera.

La noche ya había cubierto el desierto con su oscuro manto y la calima tejía nubes brillantes al aire que no tardaron en posársele encima. Miró al cielo, a la luna roja, a las estrellas que tras el polvo bermellón parecían querer darle una misión que jamás podría realizar. Una corriente fresca hizo que se tuviera que abrazar a sí mismo y sintió ganas de llorar. Lo peor fue que aquel par estuvo a punto de conmoverlo.

Con intención de alejar la pena de su mente, se fijó por primera vez en el recinto y en todos los vehículos averiados que había en él. Algunos estaban a medio arreglar y otros parecían desguazados adrede. De pronto, por el rabillo del ojo, le pareció ver una sombra de extremidades ridículamente largas, pero cuando se giró no vio nada más que unos barriles repletos de cascos de memoriales gastados. Se acercó dispuesto a comprobar si había algo oculto tras ellos. Estaba tan seguro de haber visto algo...

—Jerôme —pronunció el ladrón, tras él.

El reciclador respingó del susto. Luego suspiró y el recuerdo de lo que acababa de presenciar se disipó en la nada.

—No voy a fugarme sin el sueño. No es necesario que me sigas.

—No eres ningún prisionero —le recordó Dominique—. Ven, quiero mostrarte una cosa.

Se situó frente a él, le tomó la mano y la alzó tras su nuca sin dejar de mirarlo a los ojos. Entonces, Jerôme palpó unos finos relieves sobre la piel de Dominique.

—¡Tienes dueño! —Se cubrió la boca y dio un paso atrás—. ¿Ella también?

El ladrón asintió. Jerôme se tiró del pelo y caminó en círculos, se detuvo y volvió a mirarlo, enrojecido y refulgente por la calima. Ahora entendía su desesperación y que lo que ese par quería comprar era su libertad. Se sintió mal por haberles llamado egoístas, pero eso no cambiaba nada, ¡debía llevar el sueño de vuelta!

—¡Podéis venir a la ciudad! No es la primera vez que llegan refugiados.

El ladrón rio con dulzura.

—¿Y qué tal les va? —preguntó irónico—. No es tan fácil, Blues...

Que volviera a llamarlo Blues hizo que se enojara.

—Me llamo Jerôme.

—Y es un nombre precioso. Entremos, Jerôme. —Le dio unas delicadas palmadas en el hombro y una pequeña nube roja se elevó al aire—. Seguro que quieres quitarte eso de encima antes de que te abrase la piel.


Había pasado gran parte del día en la casucha del desierto, solo, sin vigilancia y en completa libertad. Una vez hubo desordenado todo —sin dejar de maravillarse con cuanto lo rodeaba—, registró cada rincón en busca de un intercomunicador. Sin embargo, por más que buscó y buscó, no fue capaz de encontrarlo, así como tampoco encontró la entrada que descendía hasta el baño, si es que se le podía llamar así.

En realidad, era una gruta oculta tras la chimenea cuyo recorrido llevaba a unos lagos subterráneos que, por lo visto, siempre habían estado ahí. En las paredes resplandecían rocas ambarinas dispuestas a modo de decoración y el agua se entretejía con una fina capa de niebla.

Dominique se acomodó al borde del lago más grande, mientras que él permaneció en pie. Las ganas de meterse en el agua estaban ahí, claro, y la calima ya le estaba causando reacción, no obstante, tenía vergüenza. Al final, tan solo se sentó a su lado.

—¿Cuánto hace que sois esclavos? —preguntó.

El ladrón tiró una piedra al agua y esta rebotó varias veces antes de que el sonido delatara que se había perdido bajo la superficie.

—No lo sé, desde que tengo memoria, supongo. No siempre es tan malo como parece.

—¿Ah, no?

Dominique se tumbó boca arriba y fijó la vista a las rocas que componían el techo. Los haces ambarinos se reflejaban en sus ojos y, cuando hablaba, los hoyuelos se le marcaban de forma simpática. Jerôme lo contempló fascinado y tragó saliva.

—El Joyero es el ser más poderoso de este lado del continente —le explicó—, incluso en las ciudades. Él lo maneja todo y, si alguien de su propiedad llega a la Capital, se lo devuelven sin hacer preguntas. Aunque si te pillan muchas veces, te chipan para asegurarse de que no vuelves.

—¿Chipar? —Era la primera vez que el reciclador escuchaba algo así.

—Sí. —Dominique se enderezó y se recogió el cabello para mostrarle mejor la marca con el código de barras que indicaba a quién pertenecía y su número de identificación. Jerôme recorrió el tatuaje con la yema, entonces, descubrió una ligera protuberancia—. Cuando uno de los nuestros es cazado durante una misión en la ciudad —prosiguió el ladrón—, la policía activa la marca para que aparezcamos en sus radares. Si pongo un pie en la Capital, no tardarán ni dos minutos en atraparme y llevarme de vuelta al Joyero.

Jerôme no se quejaba de la vida que había tenido. Era cierto que las costumbres de su linaje podían llegar a ser muy estrictas, pero ahora tenía ante él una realidad muy distinta a la conocida. Y a pesar de tener aquella vida tan complicada, Dominique se mostraba alegre, bribón y a veces encantador. No lo entendía.

—¿Qué pasó cuando te devolvieron?

—¿Devolverme? —rio Dominique—. Esa vez no lo consiguieron, me escapé a tiempo. —Se giró hacia él y ambos quedaron cara a cara—. ¿No te has dado cuenta de que soy un profesional?

Tenerlo tan cerca hizo que el reciclador se ruborizara, aunque no se apartó. Quería conocer todos los detalles de aquella historia. Entretanto, en su interior se libraba una lucha interna: si bien empezaba a comprender a la persona que tenía delante, también entendía que nadie estaba por encima del sueño que le habían robado. Una cosa no justificaba la otra.

—¿Isabelle también está chipada?

Dominique se acercó un poco más, negó sutilmente y empezó a mirarle a los labios con evidente descaro.

—Ella logró comprar su libertad, aunque la perdió. ¿Si no de qué iba a tener esta casa?

—¿Có-cómo la perdió?

—Hizo una locura... por amor.

Su voz se había vuelto seductora. Jerôme pensó en apartarse, tenía muchas ganas de saberlo todo, pero se sentía hipnotizado y descubrió, que de la misma forma que el ladrón miraba sus labios, él contemplaba los del ladrón.

—Tres segundos —habló Dominique, de pronto.

—¿Tres segundos?

—Si alguien te mira los labios más de tres segundos, es que quiere besarte. Si le devuelves la mirada por tres segundos más, es que aceptas.

Jerôme tardó en procesar lo que le estaba diciendo y, para cuando lo hizo, alzó la vista, reculó hacia atrás y sintió cómo le ardían las mejillas. De haber tenido una máquina de vapor en la cabeza, seguro, el humo hubiera salido descontrolado de sus orejas.

—¡Te equivocas conmigo!

—¡Me estabas mirando la boca! —replicó Dominique, divertido y con una ceja alzada.

—¡Porque la tienes enorme! ¿Seguro que no eres medio rana o algo así? ¡No es normal! ¡Deberías ir al médico y pedirle que te cosan los bordes!

—¡Solo mencionaba lo evidente! —La risa del ladrón resonó por toda la gruta y Jerôme se vio abrumado por la naturalidad de la misma.

—¿Cómo que evidente? —Se tiró del pelo y pataleó el suelo—. ¡No puedes hablarle así a la gente! Es... es... ¡Es desagradable!

—De acuerdo, Blues, siento el malentendido. Ahora, esta rana se va a dar un baño para pensar en lo que ha hecho. —Se desvistió hasta quedar en ropa interior, se lanzó al lago termal y en seguida lo escuchó chapotear—. ¿Vienes?

El relicario relucía en su cuello a través de la bruma, como un faro que le llamaba en silencio. Si bien las risas y la disculpa ayudaron a disipar la tensión, el reciclador aún se sentía algo abochornado y lo de desvestirse le daba cierto reparo. No quería mostrar su cuerpo fofo ni los bultos que sobresalían de él. Por suerte, el vapor dificultaba la visión, lo que le dio cierta seguridad, así que se desvistió a medias y se adentró en calzones y camisa.

Tan pronto como lo hizo, Dominique nadó hasta él y Jerôme notó la curiosidad con la que le miraba la vestimenta, ahora empapada. No bromeó al respecto.

—Luego te dejaré algo de ropa —fue todo cuanto dijo.

Respetó su espacio, sin acercarse más de la cuenta. Gracias a ello, el reciclador se pudo relajar en el agua. Si abría los ojos al bucear, podía distinguir pequeñas piedras que brillaban en el fondo, cual polvo de sueños realizados.

La planta de reciclaje era un lugar triste, así como la vida a la que estaba acostumbrado. Cada día hacía lo mismo, sin emoción ni diversión. Por contra, en el hogar de los prófugos la belleza le envolvía por doquier y Dominique e Isabelle parecían felices. Abrumado por tanta belleza, Jerôme se preguntó por primera vez si realmente quería regresar. ¿Qué pasaría si decidiera no volver nunca más?

De súbito, un dolor punzante, que se asemejaba a una puñalada eléctrica, despertó en su costado, obligándolo a volver a la orilla. Se sujetó con ambas manos y aguantó la respiración todo cuanto pudo. Dolía demasiado.

—¡Blues! —Dominique salió aprisa del agua y, muy preocupado, le arrebató la camisa en busca del origen del dolor—. ¡Oh, no! —exclamó al descubrir el problema. —Parece que hay peores cosas que ser un esclavo.



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