6. Entre la espada y la pared
—¡Dominique, no se te ocurra irte! —gritaba Isabelle desde el montacargas de al lado—. ¡Pienso arrancarte la cabeza!
Entendía que estuviera enfadada y lo más ecuánime hubiera sido dejar que cumpliera su amenaza. Tras abandonarla en la tienda de Doña Barroso, la pobre había tenido que salir huyendo con las manos en la panza y, pese a que casi logró alcanzarlo en el montacargas, la puerta se cerró justo cuando iba a entrar y tuvo que subirse al de al lado, que recién llegaba. Ahora, bajo ellos, la Ciudad de los Proscritos se empequeñecía y las lámparas de lava se convertían en estrellas.
¿Por qué había huido?, se preguntaba Dominique. Porque era idiota, no podía haber otra respuesta. Se había dejado contagiar por el entusiasmo de Jerôme o quizá era aquel cristal, que tenía poder sobre él. ¿Renunciar a la libertad por un sueño? Eso podía asumirlo, pero también estaba condenando a su mejor amiga.
El montacargas se detuvo en el exterior del cráter y al primer paso de Dominique, lsabelle se abalanzó sobre él.
—¿Se puede saber qué has hecho? Vas a volver ahí dentro y venderle «eso» a Doña Barroso ahora mismo.
—Pero... ¿cómo has podido llegar antes que yo si mi montacargas salió primero? —preguntó él.
Isabelle parpadeó atónita ante la observación.
—¡Céntrate! —le espetó con rabia—. ¿Es que no escuchas lo que te acabo de decir?
A su alrededor, varias personas les miraban y susurraban en voz baja. ¿Qué estaría pasando por sus mentes? Prefirió no pensar en ello. Tomó a Isabelle de los hombros y la miró de frente —no sin antes desenfocar para que le lagrimearan los ojos—.
—No puedo... ¿No lo entiendes? Jerôme tiene razón...
—¡No! —gritó ella, y sus ojos sí derrochaban lágrimas auténticas—. El que no entiende nada eres tú, idiota. No quiero que mi bebé viva aquí, bajo su yugo; necesito volver a reunirme con Ruth. Además, el Joyero te encontrará tarde o temprano. Domi, lo hará, sabes que lo hará... No quiero perderte. —Sus hombros empezaron a temblar, se abrazó a él e hipó varias veces. Juraría que utilizó su traje para limpiarse los mocos—. Odio llorar... Lo siento... —sollozó.
—Es por el bebé...
—¡Hay mucho más en juego que el bebé! No es lo único que me preocupa.
No insistió en que no se refería a eso, porque sabía que le gustase o no, sus palabras eran ciertas: si quería lograr la nueva vida que se había prometido y asegurar el bienestar de su amiga, debía volver con Doña Barroso y vender el sueño.
—Lo siento... —contestó abatido—. Volvamos.
Deshizo sus pasos de vuelta al montacargas, pero entonces, notó que Isabelle se detenía en lugar de avanzar a su lado.
—Mierda... —susurró—. Al avión, Dominique.
Tras tantos años juntos, había aprendido lo que significaba cada tono de voz y ese era el de «haz lo que digo y no hagas preguntas: tenemos problemas», pero con un ligero temblor que añadía: «el Joyero o sus lacayos están por aquí».
Si le habían descubierto, volver a la Ciudad de los Proscritos no era una buena opción, así como tampoco lo era el hecho de que les viesen juntos, razón por la cual mantuvieron cierta distancia hasta llegar al aeródromo. Entonces, Isabelle fingió tropezarse con él.
—Hablaremos de esto en casa —susurró apresurada. Se alejó de vuelta a la ciudad y Dominique aligeró el paso hacia Roberta.
No obstante, cuando recién encendía los motores, su compañera apareció frente al vehículo, agotada y con una mueca de dolor. Él abrió la capota y ella se acomodó sin pensar.
—¡Mierda! ¡Mierda! —Golpeó la guantera un par de veces—. ¡Despega, Dominique! ¡Nos han descubierto!
No tardaron ni un minuto en elevarse y el ladrón aceleró al máximo. Al bajar la mirada, descubrió que varios joyeros se aglomeraban con las armas desenfundadas. Había estado tan cerca... ¿Cómo sabían que él estaba ahí? Esta vez, el que golpeó el volante fue Dominique, enfadado, y recuperó el mando antes de perder altura. Debería haber sido listo y haber vendido el sueño en cuanto tuvo ocasión.
La cara de Isabelle era un espectáculo que le obligaba a desviar la mirada más de lo prudente, pues parecía que fuese a vomitar en cualquier momento. Siempre detestó volar y el ladrón se imaginaba que embarazada debía de ser peor.
—Ya casi estamos —quiso animarla.
—Vete a la mierda —contestó ella, con la dulzura que tanto la caracterizaba.
Dominique sonrió, pues, después de todo lo que habían vivido, agradecía tenerla de nuevo a su lado, como en los viejos tiempos.
—Yo también te he echado de menos. ¿Pudiste hablar con Ruth?
Ella viajaba con la frente pegada al cristal y los ventiladores apuntando a la nariz.
—Hablaremos cuando baje de este trasto.
—¡Eh! ¡Roberta no es ningún trasto!
Cabía la posibilidad de que la joven que se sentaba a su lado quisiera replicar, pero su tez estaba pasando del blanco al amarillo. Tan solo hinchó los pómulos y entrecerró los ojos con disgusto para después volver a pegarse al cristal.
—No se te ocurra vomitar aquí. Mira, ya casi hemos llegado.
A medida que descendían, la pequeña casa del desierto tomaba forma. Más que ella, el terreno en sí, porque aún volaban demasiado alto para distinguirla bien. Se preparó para el aterrizaje e Isabelle se agarró al cinturón y apretó la boca.
—Me bajo de aquí... No aguanto... —murmuró.
Lo peor era que la creía capaz de algo así y mucho más.
—Centra la mirada en algo. Mira, ahí está Berta... —Rezó por dentro para que no descubriese que no estaba en el mismo sitio en el que la había dejado aparcada la última vez, pues Dominique tenía prohibido acercarse a la furgoneta de su amiga. Ahora, lo importante era encontrar un punto fijo al que dirigir la mirada.
De pronto, la joven emitió un ruido. Con una mano se cubría la boca y con la otra señalaba algún punto en concreto. Allí adonde apuntaba, algo humanoide, sombrío y de extremidades alargadas registraba entre los restos de los vehículos.
—Un espectro... —murmuró. Al observar a su compañera, se encontró con dos faros verdes y amenazantes—. No nos han seguido, estoy seguro —se excusó.
—¿Dónde está el rifle? —logró exigir Isabelle. La joven palpó por todas partes hasta encontrarlo debajo del asiento—. Frena, en movimiento me costará más.
Dominique descendió un poco y descapotó a Roberta. El espectro los vio llegar, descubrió el rifle que le apuntaba y, a pesar de no ser más que una sombra carente de voluntad, intentó huir a través de las dunas. Isabelle disparó y, por alguna razón, falló.
—¡Pero si lo tenías a tiro! —le reprochó el ladrón.
—¡Calla!
De nuevo, se cubrió la boca para retener otra arcada, volvió a disparar y, en esta ocasión, sí dio en el blanco.
Ya sobre suelo firme, Dominique y su compañera corrieron en busca del cadáver, aunque ella se detuvo a vomitar e hizo el resto del camino en eses. Cuando llegaron, los restos del espectro ya mostraban una apariencia humana cuyas facciones maduras le sonaban. Se trataba de un hombre de mediana edad, canoso y de cejas pobladas. En su brazo ardía una quemadura con la forma de un diamante del cual sobresalían seis puntas: la marca del joyero.
—¿Le conocías?
—Lo conocíamos, Domi, era uno de sus guardaespaldas. Frecuentaba el Gato Azul. Casi había logrado comprar su libertad...
Abogaron por el silencio que precede al compañero caído. ¿Qué habría hecho para acabar convertido en espectro? A lo poco, comprendieron que tenían problemas mucho mayores.
—Dominique... Esto significa que han encontrado la casa.
—Creo que estaba solo. —El ladrón se puso en pie y miró alrededor para asegurarse de que lo que acababa de decir era cierto—. Pero deben de estar rastreando la zona. Notarán su ausencia, si no lo han hecho ya. —Se quedó muy pensativo: aquel espectro le había descubierto, lo que era un motivo de más para permanecer en alerta. ¿Habría llegado a entrar en la casa? Entonces, una preocupación lo avasalló—. ¡¡Jerôme!!
Zanqueó hasta llegar y descubrió que la moto seguía ahí, frente a la puerta, y Blues no podría haberse ido sin ella. Entró como si fuera un tornado y se quedó paralizado de arriba abajo al ver que todo estaba destrozado: figuras en el suelo, cojines esparcidos por doquier, el perchero tumbado y varios de sus sombreros dispuestos de forma aleatoria.
—Oh, no... Dominique, lo siento.
—¡Jerôme! —gritó él de nuevo. ¿Por qué no se fue? No quería ni imaginar qué sería de Jerôme si caía en manos del Joyero—. ¡Blues!
—Esto es raro... —Su compañera se acercó a una de las estanterías y acarició los pétalos de una flor morada que crecía, sana, en una maceta—. El espectro ha tenido cuidado de no dañar las plantas.
También observaron que ninguna de las figuras caídas se había quebrado.
De súbito, la puerta que daba al invernadero se abrió y tras ella apareció Jerôme, con la escoba, el recogedor y el cubo de la basura. La mueca de preocupación de Dominique se esfumó y dio pie a una gran sonrisa. Corrió hacia él y lo abrazó con tal fuerza que el relicario se le clavó en el pecho.
—Estás bien... ¿Qué ha pasado?
Al principio, el reciclador se mostró tenso e incluso forcejeó para que lo soltara, pero por alguna razón, se relajó y se separó con cuidado.
—Te dije que no me iría sin el cristal. ¿Sabes lo que me pasaría si regresara sin él? —replicó molesto. Sus ojos, dos pozos tan oscuros que podrían encerrar universos en ellos, permanecían fijos en él, refunfuñones, sí, pero aliviados también. Llevó las manos al cuello del ladrón y jugueteó con el relicario—. No me gustó que me drogaras, puede que el enfado se me fuera un poco de las manos, pero te lo mereces por traicionarme.
La calidez que irradiaba el sueño sobrepasaba el metal del relicario por lo que, durante el abrazo, Blues debió de sentirlo y, sin ningún disimulo, ahora intentaba hacerse con él. Dominique sujetó sus manos para impedírselo, aún así, se podría decir que ambos compartían una pequeña y dulce tregua.
—A ver si lo he entendido... —interrumpió Isabelle—. ¿Como estabas enfadado con él, le desordenaste la casa y ahora te ibas a poner a limpiarla?
Jerôme se giró hacia ella y luego volvió a mirar a Dominique, a la espera de una contestación.
—Es una amiga —se justificó el ladrón—. Jerôme, te presento a Isabelle. Que sepas que quiere matarte.
El reciclador se quedó mirando a la mujer, luego a la panza y luego a él. El ladrón negó rápido con la cabeza y juraría que Jerôme suspiró.
—Tardaba mucho y me aburría —se defendió al fin.
—Muy lógico. En fin, me alegro de que no hayas roto ninguna de mis cosas. Encantada de conocerte, Blues... Intenta dormir con un ojo abierto, porque sí, es posible que os mate a ambos en cuanto os pille con la guardia baja.
Se marchó escaleras arriba y desde abajo la escucharon rebuscar entre la ropa. Entretanto, ambos volvieron a compartir el espacio. Jerôme sonrió, y esa fue la primera vez que Dominique le vio hacerlo desde que abandonaron la Planta de Reciclaje.
—Gracias por no venderlo —le dijo.
—No me las des. Las cosas se complicaron y tuvimos que salir huyendo, pero estuvimos a punto de conseguir una fortuna con él.
La decepción en el rostro del reciclador fue evidente. Se apartó con un empujón y, furioso, tiró el recogedor y el cubo de la basura al suelo.
La tregua había terminado.
Dominique pensó en lo injusto de la situación, porque, decidiera lo que decidiese, alguien iba a perder, en especial él: si entregaba el cristal a Blues, Isabelle no se lo perdonaría nunca; si lo vendía, no se lo perdonaría a sí mismo; si no lo hacía, muchos pagarían las consecuencias: él el primero.
No era una decisión que pudiera tomar a la ligera.
Nota de autora:
Siento el retraso, han habido unos asuntos personales que me han tenido distraída, pero regresé y aquí os traigo un nuevo capítulo.
¿Qué os ha parecido?
Parece que Dominique está en una situación complicada, ¿no? A veces, tomar decisiones es muy difícil, más cuando parece que, hagamos lo que hagamos, habrá consecuencias. ¿Os habéis visto en situaciones así? ¿Habéis utilizado algún truco para elegir el camino correcto? Reconozco que yo, a veces, tiro una moneda o un dado, aunque siempre ignoro el resultado XD
Por otro lado, ¿qué os parece Isabelle? Espero que sus mareos cinéticos no nos den muchos problemas.
Cómo siempre, muchas gracias por invertir estos minutillos en leerme y apoyarme <3
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