25. El último acto (parte 1)

Pese a estar bien sujeto entre las telas escarlata de Ígnea, Jerôme se sentía como una marioneta volando por los aires. Se estremecía con cada pequeño rebote, salto o acrobacia y no fue capaz de respirar hasta que al fin sus pies pisaron tierra firme. Aun así, la oleada de terror que le sobrevino abajo fue peor a la que sintió saltimbanqueando por los aires: los espectros abatidos se amontonaban en su vieja forma sobre un suelo que intuyó arenoso, rojizo y repleto de vidrios rotos. Todos ellos fueron personas vivas, portadoras de recuerdos olvidados cuyos sueños, ahora congelados, se utilizaban para decorar grutas. ¿Cómo se había logrado mancillar así una existencia tan bella? «No pienses en ello», se dijo.

Jerôme oteó en derredor. La única fuente de iluminación provenía desde lo alto, aunque era más que suficiente para divisar varios túneles que desembocaban en la sala central. El Joyero se adentraba en uno de ellos. Avanzaba lento, cojo y torpe, apoyado en la pared caliza y con una de sus piernas mecánicas bajo el brazo, mientras le ordenaba a Grace que le abriera una salida de emergencia.

La muñeca no contestó.

Aun estando dolorido y asustado, Jerôme logró esbozar una sonrisa sutil, pues el silencio de Grace, seguro, se debía a la intervención de Neo y Tristán.

—¿Puedes meterte en los túneles con las telas? —le preguntó a Ígnea.

La mujer negó, algo decepcionada con su propia respuesta.

—Tendremos que avanzar a pie.

Habían bajado sin más armamento que la usurpadilla y una bengala del botiquín militar de Ruth, por lo que, en caso de verse acorralados por Dulcinea, tanto él como Ígnea serían derrocados por ella.

—En ese caso —susurró procurando que el Joyero no los escuchara—, será mejor que esté todo listo para subir o bajar con rapidez. Iré yo solo.

Ígnea frunció el ceño con molestia. Jerôme la entendía, se había comprometido a cuidarlo, pero ¿qué sentido tenía que los dos quedaran encerrados en aquellas galerías? ¿No era mejor estar preparados para una pronta huida o acercar refuerzos?

—¿Serás capaz? —indagó la dama de las alturas—. Estás herido, no eres la persona más adecuada para...

—Puedo hacerlo, él también está herido.

Ígnea resopló. Sin esperar respuesta, el reciclador le dio la espalda, mas ella lo agarró del brazo.

—No te alejes más de lo necesario, pase lo que pase. Si se acerca el usurpador, lánzale la bengala y vuelve conmigo cuanto antes. Si te mareas, vuelve conmigo; si el Joyero se defiende, grita... y vuelve conmigo. Vuelve conmigo con cada contratiempo que surja. ¿Está claro?

El reciclador asintió. Después, acarició a la usurpadilla bajo la protección que le ofrecían los guantes de anillas. No sabía en qué momento le había cogido cariño al bicho, pese a que, probablemente, este solo lo veía como un tentempié. Durante varios días fue su único compañero y se había acostumbrado a hablar con él cuando nadie miraba.

—Hora de comer, Leto —mencionó.

La fuerza con la que el corazón arremetía contra su pecho le producía daño en las costillas y avivaba la herida del costado. Ígnea se mostró preocupada por su expresión dolorida, pero él, sin necesidad de hablar, supo convencerla de nuevo de que todo iría bien. Por si acaso, la pirata anudó el extremo de una cuerda de seda a la muñeca del reciclador con tal de poder tirar de él si algo iba mal.

—No vayas al fondo de los túneles. Si lo haces, no podré rescatarte —le dijo—. Que los vientos soplen a tu favor. —Tras despedirse, saltó hasta quedar a una altura razonable desde la cual poder reaccionar en caso de ser necesario.

Aún llovían cuerpos. El reciclador tuvo que esquivar a los que caían sobre él y a los que se amontonaban a sus pies. Entretanto, evitaba mirarlos, lo que resultaba una ardua tarea. Algunos mantenían los ojos abiertos y la expresión que poseían siempre era la de alguien que lo ha perdido todo. Se preguntó si, desde lo alto, Bell y compañía serían conscientes de la masacre que estaban produciendo, o si es que les daba igual.

¿Y a él? ¿Le daba igual?

Apartó de sí esos pensamientos que tanto lo turbaban y se concentró en la labor principal hasta que, de repente, el aullido del usurpador hizo que se le cortara el aire. Sintió pánico y llegó a creer que no lo conseguiría. A su espalda, Ígnea agitaba la mano rogando que regresara, mas Jerôme negó y se aproximó al villano, tan torpe y tullido como él mismo.

—Lo has conseguido, gracias a ti, mis hijos me han traicionado —se quejó este, en cuanto lo sintió cercano—. Ahora tendré que castigarlos. ¡Todo por culpa de un maldito Diener defectuoso!

—¡No soy un Diener defectuoso! —se defendió él.

—Ah, ¿no? Un buen Diener jamás le tendería una emboscada a un viejo tan solo para matarlo.

—¿Matarte? ¿Quién ha dicho nada de matarte? Solo quiero a Dominique de vuelta...

—Y para ello mira lo que estás haciendo.

Jerôme volvió a pensar en los cadáveres, otrora espectros, y observó al anciano que tenía ante sí. Se sintió como si el villano en realidad fuera él mismo. Pero ¡no! El Joyero era un maldito extorsionador, un mafioso —con todo lo que comportaba— y utilizaba su poder para someter a los demás. Y, por si fuese poco, ¡le robaba la voluntad a la gente!

El hilo de sus pensamientos se detuvo al sentir la presencia del usurpador muy cerquita de él. No tardó en visualizarlo reptando a pocos metros. Tan rápido como pudo, Jerôme prendió la bengala y se la lanzó. El monstruo se lamentó y huyó por uno de los túneles. Debido al gesto, la molestia de la herida y la ausencia de manos extra, la pequeña usurpadilla se cayó al suelo.

—Leto, pequeña... —susurró, mientras palpaba la tierra en busca de su mascota. La localizó tras oír un pequeño aullido—. Ya está, pronto habrá pasado todo.

—Para ti sí —espetó el Joyero.

Algo metálico se estampó contra su cráneo. Le zumbaron los oídos y, durante unos segundos, el reciclador quedó tumbado en el suelo. Sintió una arcada y deseó haber tenido algún arma decente. No perdió el conocimiento.

La tenue luz, proveniente del relicario, se le coló entre las pestañas. Era tan cándida... tan hermosa... Durante unos instantes, Jerôme se sintió cautivado por un dulce cansancio.

—Despierta, chico —creyó escuchar. Al momento, sintió cómo Ígnea tiraba de la tela, por lo que dedujo que era ella, llamándole desde la sala central.

—Estoy bien —bostezó.

Agitó su cabeza. Si no terminaba cuanto antes, el usurpador volvería y pronto sería pasto de memoriales y chimeneas. Ante él, Leto se acercaba con sigilo al sueño. La agarró fuerte y se puso en pie.

Con desespero, descubrió que el Joyero había escapado.

Estaba cojo, ¿cómo podía haberse ocultado tan rápido?

Después, avanzó a través de la galería hacia la cual le había visto adentrarse, no obstante, esta se perdía en la oscuridad, así que caminó despacio, con sigilo, con una mano en su herida y afinando los oídos. Se concentró en las pequeñas gotas de condensación, en el reptar de Dulcinea, no muy lejos, incluso en los latidos de su corazón que parecían habérsele incrustado en los tímpanos.

También se concentró en la respiración que tenía justo delante.

—Sé que eres tú —rugió.

Estrechó a Leto y asestó con ella adelante, esperando impactar contra el Joyero.

Tan solo le golpeó al aire.

De pronto, la respiración se sintió detrás. Repitió la operación una y otra vez, pero la presencia se desplazaba presta e incluso llegó a dudar de que fuera el Joyero: este se movía despacio y quien le estuviera tentando lo hacía como si la oscuridad o el espacio no fuesen ningún impedimento.

Se quedó quieto e intentó volver a concentrarse. No pudo, el dolor que lo acompañaba cada vez era más potente. Ya no era solo la puñalada, sino el golpe en la sien. Tuvo que apoyarse en la pared. No podía llevarse de nuevo la mano a la herida, aunque lo deseaba, por no soltar a la usurpadilla, así que respiró hondo e hizo tres inhalaciones lentas.

—Se te va a escapar —escuchó, de pronto—. ¡Vamos!

Primero dio un respingo, después se enderezó con molestia y volvió a observar a su alrededor.

—¿Quién eres?

—¡Vamos, niño!

La presencia lo guio por otro de los túneles, uno que había pasado desapercibido pocos metros antes y, finalmente, se detuvo ante lo que ahora sí era una respiración familiar, pesada, agravada por el paso de los años. Jerôme abrió el relicario. Al verlo, Leto ondeó e intentó cazarlo.

—No... Esto no es tuyo, pequeña.

El fulgor que desprendía el sueño era más que suficiente para iluminar la galería. Las paredes disponían de algunas lámparas de lava extinguidas, que con el tiempo habían adquirido un color negruzco que absorbía la luz.

Tras un segundo vistazo, Jerôme pudo reafirmarse en que todo aquel subterráneo estaba creado con la arena del desierto rojo.

No tardó en descubrir, también, al Joyero, pues iba pocos pasos por delante y caminaba lento.

Presa de sus propios reflejos, y sin tomarse un segundo para pensar, Jerôme le arrojó la usurpadilla. El adversario logró esquivarla, aunque no llegó a ver qué era aquello con lo que le habían atacado. El reciclador rodó por el suelo para volver a hacerse con su pequeña amiga.

Mala idea.

En esta ocasión, el dolor lo avasalló de una forma brutal. Perdió la vista y sintió que la puñalada se extendía a través de su cuerpo. Podía tolerarlo, al menos eso se dijo, aunque su expresión y sus ojos decían lo contrario.

Se enderezó, empuñó fuerte a Leto y se dispuso para un nuevo ataque. Cuando al fin iba a estamparla contra el oponente, el usurpador aulló mucho más cercano. Mucho.

La usurpadilla lloriqueó, ya fuera por la presión que ejercía Jerôme sobre ella o por saberse en la proximidad de un ser de su misma especie.

—¡Vuelve, Jerôme! —le advirtió Ígnea de lejos—. ¡Se dirige hacia ti! —Desde donde quiera que estuviera, la pirata tiró fuerte del hilo que lo amarraba, pero el reciclador, obcecado en su cometido, se desató de un simple gesto.

¿Acaso no quedaba claro que no iba a rendirse? Y, aunque quisiera, el dolor estaba en pleno apogeo. Había rebasado el límite y ni de broma tendría fuerzas para regresar a la sala central.

En cualquier caso, estaba justo dónde quería estar.

Había visto a Dominique obsesionado con sacrificarse solo por salvar a unos pocos, y él, si lograba cumplir la misión, los salvaría a todos. El ladrón estaría orgulloso. Por mucho que en un primer momento sufriera, con el tiempo se daría cuenta de que había hecho lo mejor, tanto por ellos dos como por los demás.

Solo debía empuñar una vez más a Leto, una última estocada a golpe de gusano y habría cumplido su objetivo.

Sin embargo, cuando contempló al Joyero a la luz del sueño, titubeó. Estaba visiblemente lisiado y con el aspecto de un anciano desvalido. ¿Realmente no existía una opción más piadosa?

En respuesta a su pensamiento, el gran usurpador apareció a su lado y se irguió ante él. El impulso hipnótico de observarlo era tan poderoso que sabía que cedería en cualquier momento.

Negó con la cabeza y la herida en su torso palpitó bajo la tela. La camisa se le estaba impregnado de sangre.

—Dulcinea, ¡no dejes nada de él! —exclamó el Joyero.

Jerôme sostuvo el aire en su pecho, dio un nuevo paso ante el villano y, ya despejado de dudas, elevó la usurpadilla como si esta fuera una espada justiciera. Si era la única forma de rescatar a Dominique, ¡adelante! Además, gracias a ello, otros tantos serían libres.

Desde lo alto, las luces tenues de la Sala del Olvido se filtraron a través del túnel e iluminaron la escena. Tanto su pequeña mascota como el gran usurpador aullaron entre destellos.

Fue entonces cuando las fuerzas le fallaron.

Jerôme se dobló sobre sí mismo, abatido por el dolor, y, antes de que pudiera reaccionar, se vio perdido en el interior de aquel ojo grande, peludo y amarillento.

Revivió su infancia, la Planta, revivió cada parte de su vida. Las ceremonias de su linaje, sus padres rogándole que se quitará las pesas. Se recordó a sí mismo volando en Roberta, bañándose en la casa del desierto, amaneciendo en la Linde... Los recuerdos intentaban desprenderse de él y Jerôme apenas disponía de energía para retenerlos. También pensó en Dominique, con quien había compartido aquellas experiencias, en sus tres segundos y en cómo atesoraba esos momentos únicos que ahora pretendían abandonarlo.

—¡Jazz! —logró gritar antes de perder por completo el control de sí mismo.


Quiero dedicar este capítulo a un gran escritor: OndaNegativa, que ha seguido la historia desde el inicio y cuyos comentarios siempre me han hecho sonreír. ¡Muchas gracias!


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top