22. La voluntad del Joyero
Jerôme contempló la extensa fachada de la mansión del Joyero, iluminada por el mismo suelo y por ladrillos entretejidos con polvo de sueños realizados. No había esculturas en ella, ni relieves, más allá de una lámpara de lava por cada ventana y una elaborada cenefa en la que podía verse la fecha de construcción.
—Aquí estoy —se dijo a sí mismo, pues no había nadie que pudiera escucharlo.
Aquello formaba parte del plan, ir solo y entregarle al Joyero algo a lo que no se pudiera negar. Suspiró, llevándose la mano al costado. No sabía si la incisión debía molestarle o no, él no sentía nada, seguramente, debido al dolor al que estuvo sometido por tanto tiempo.
El picaporte, un aro de bronce con brillantes incrustados, decoraba el centro de la puerta. Cuando Jerôme lo hizo sonar, los sonidos de la calle quedaron ensordecidos por un tremendo «bang» que retumbó incluso dentro de su estómago. Entonces, el gran portón se abrió de par en par, dejándole paso. Aquello no le agradó ni un pelo. «Demasiado fácil», pensó.
Su instinto de supervivencia le pedía dar marcha atrás, salir corriendo y volver a la Planta de Reciclaje. Por mucho que la odiara y que ya no hubiera dolor de por medio, aquel edificio seguía siendo su zona segura, un sitio estable en el que no le faltaba de nada y en el que todos los días —o casi todos— transcurrían sin sorpresas. En cualquier caso, ese instinto que se había enraizado en su psique no era una razón de peso para abandonar su objetivo: Dominique. Y si de algo sabía Jerôme, era de no dejarse llevar por impulsos impuestos.
Observó el relicario: las agujas se movían en círculos ocultando el sueño que albergaba. Le dio un beso y entró.
El interior de la mansión del Joyero ostentaba opulencia a través de lujosos muebles, alfombras caras y tapices legendarios. Solo el recibidor ya era tan amplio como un aeropuerto, los pasos de Jerôme creaban un eco en él y la sensación que tuvo al entrar fue la de adentrarse en un lugar encantado.
—¿Hola? —gritó. Nadie salió a recibirlo—. ¡Hola!
Tragó grueso. Estar ahí cada vez le gustaba menos, ¿sería una trampa? Debía confiar, tal como le indicara Tristán. En ese instante, gran parte de los joyeros andaba en el circo —al igual que el resto de esclavos— o buscando a Bell, gracias a una maniobra de distracción que habían forjado.
Mientras esperaba que alguien se personara ante él, el reciclador ensayó para sí todo lo que debía decir y repasó cada una de las advertencias que le habían dado: «intentará jugar contigo», «hará trampas», «no bajes la guardia».
—¿Qué quieres? —preguntó de pronto una voz infantil.
Se escuchó el ruido de varios engranajes y los ojos de las figuras que habitaban los tapices viraron hasta dar con él.
—Quiero ver al Joyero —exigió.
La voz, que parecía surgir de todas partes y de ninguna, emitió una carcajada histérica. De nuevo, el sonido de los engranajes se pronunció seguido de un fuerte estruendo. Tras él la puerta se había cerrado.
—Muy valiente —se burló la voz. Unos pasos descendieron por la amplia escalinata de mármol, aunque tardó en ver a la dueña, una niña de no más de diez años, ataviada con una falda azul de amplio cancán de jaula y una camisa con collar de ropa de color marfil. Sus tirabuzones dorados caían libres, sin ornamentación, y se agitaban al compás de los extraños pasos que daba—. ¿Qué quieres pedirle?
Jerôme se cuestionó si ella también sería una esclava, pues no parecía faltarle de nada y, a pesar de su juventud, derrochaba autoridad.
—Quiero la libertad de Dominique.
De nuevo sonó el ruido de los engranajes, ahora acompañados por aquella risa histérica. Una especie de humo gris que olía a aceite de engrasar lo cubrió todo y le produjo un fuerte escozor en la garganta.
—¿Para qué ibas a querer un espectro?
—Eso es asunto mío. Tengo algo que ofrecerle al Joyero.
—¿Qué va a ofrecerle un zarrapastroso como tú?
La niña ya estaba abajo y ahora daba vueltas a su alrededor, pero la voz seguía viniendo de otro lado, no le correspondía, ¡ni siquiera movía los labios! Jerôme se fijó bien. Pese a que le escocían las córneas, descubrió que la piel de aquella cría era sólida; sus ojos, zafiros del recuerdo, y la boca de porcelana estaba tintada en acuarela. No era real.
—Quiero hablar con él, no con una estúpida muñeca —refunfuñó.
El humo se densificó hasta cubrirlo todo. De pronto, Jerôme sintió el peso del veneno en sus pulmones, tosió y se cubrió la boca con la manga de la camisa. No podía respirar. Finalmente, cayó al suelo, se hizo un ovillo y empezó a contar mientras se esforzaba en no perder el conocimiento.
Al llegar al número diez, el hedor se disipó y Jerôme logró abrir los ojos. Ya no estaba en el gran recibidor, sino en una sala de altas paredes ante las cuales cientos de espectros se mantenían alineados.
Se puso en pie y descubrió a un hombre viejo sentado en una silla de bronce. La copa de su sombrero era tan alta que habría rozado cualquier otro techo, no el de allí. Se atusaba el bigote cano con los dedos y, en pos de ojos, disponía de unos extraños artilugios engranados cuyos cristales, compuestos de polvo de sueños rotos, irradiaban una luz blanquecina.
—¿Querías verme, hijo? —le preguntó.
—¿Eres el Joyero?
El hombre asintió con orgullo.
—¿Qué te parece, Grace?
—Dice que tiene algo que ofrecer —explicó la muñeca, quien ahora se mantenía a la espalda de su amo—. Quiere un espectro.
—¡Un espectro! —rio el Joyero—. ¿Quién iba a querer un espectro ajeno, si su voluntad pertenece al dueño de la marca?
Jerôme alternó la vista entre todas aquellas figuras que se recortaban contra la pared, esperando encontrar al ladrón de sueños.
—Me da igual. Quiero a Dominique.
—¡Ni más ni menos que a Dominique! Lo lamento, está fuera de tu alcance.
Jerôme se enderezó e hizo acopio de toda su cabezonería, que no era poca.
—Te aseguro que tengo algo que no podrás rechazar, pero antes quiero verlo. No confío en ti.
—¿No confías en mí? ¿Vienes a mi casa a insultarme, Jerôme? —rugió remarcando su nombre, lo que dejaba claro que sabía quién era—. Imagino que te habrán hablado muy mal de mí, ¿es así? Deja que te diga algo, chico: yo soy el padre de todos. Les doy educación, comida, les doy una vida digna, mucho más de la que tendrían en cualquier otro lugar, incluso mucho más de lo que nunca tendrás.
—Les niegas la libertad.
—¿Acaso no hicieron eso contigo al implantarte esas pesas? —Se ajustó los artilugios de los ojos y Jerôme supo que estaba mirando dentro de él. Intentó dejar la mente en blanco, no mostrar nada de sí—. Lo único que pido es obediencia, fidelidad y poder. A cambio, pueden tenerlo todo.
—Yo solo quiero a Dominique —interrumpió Jerôme, con un deje lastimero—. ¿Vas a vendérmelo o no? ¿Dónde está?
—¿Tanto lo quieres y no eres capaz de reconocerlo? —Señaló la hilera de espectros e invitó a Jerôme a pasear entre ellos.
Así lo hizo, los escudriñó uno a uno a la espera de encontrar alguna diferencia, aunque era inútil, pues todos eran idénticos, como si hubieran sido creados a partir de un mismo molde.
—¡Dominique! —Ninguno de ellos reaccionó a su llamada—. No quiero jugar —espetó al Joyero, de pronto. Se cruzó de brazos y añadió: —Voy a pagar, si pago no hay juego: me lo das y punto.
—Aún no sé si el pago valdrá la pena. ¿Será ese sueño que llevas al cuello? La señora Barroso me habló de él.
A eso había venido, ¿no? A venderle el sueño. No obstante, Jerôme sintió el peso de la duda y el miedo a que todo saliera mal.
—Tengo algo mejor. —Se puso los guantes de anillas y extrajo la cajita de la mochila. Luego, le mostró la usurpadilla al Joyero—. Mis sueños por Dominique. Es un negocio justo.
El Joyero empezó a reír. La usurpadilla chilló y Jerôme la guardó raudo en la mochila ante la inminencia de una negativa.
—Es un plan absurdo —dijo el Joyero. Atusó su bigote y después giró a su alrededor—. Si les digo que te maten, te matarán. Podría tener tus sueños y la usurpadilla en menos de un suspiro y, aunque aceptara el pago de buena fe, Dominique seguiría a mis órdenes. —Aquello pareció darle una idea—. De hecho... ¡Grogmaul! —Palmeó un par de veces y un espectro fue junto a él—. Mata a tu amigo. —El espectro se mantuvo estático, como si se negara—. Te he dicho que lo mates.
Finalmente, el ser se abalanzó sobre él y empezó a atizarle un golpe tras otro.
—¡No es Dominique! —gritaba Jerôme—. ¡Jazz! ¡Este no eres tú!
Pero el espectro no se detenía. Lo golpeaba sin medida y Jerôme creyó que moriría ahí mismo, a manos de Dominique, si es que aquel espectro en realidad era él. Y debía serlo, porque con cada golpe sentía algo más allá de su propio dolor: sentía la frustración, la ira, el intento de contenerse y la impotencia de no conseguirlo.
¿Aquel era el plan del que tan orgullosos estaban los demás? Entregarlo como carnada ¿a cambio de qué? Saboreó el fracaso, el fin.
—Dominique... —susurró con la voz entrecortada—. Te dije que te buscaría, no me iré sin ti. ¡Tenemos un sueño que cumplir!
El Joyero se rio de nuevo y la muñequita le coreó con su propia risa.
—Tráeme el sueño que lleva al cuello —ordenó después al espectro—. Quiero ver si Barroso estaba en lo cierto.
El espectro, inclinado sobre Jerôme, sujetó la cadena del relicario y lo observó como si pudiera mirarle a los ojos. Sus manos descendieron hasta el dije.
—Ábrelo, Jazz —le rogó.
El espectro hizo un gesto dubitativo, tiró con suavidad del relicario, no obstante, en el último segundo lo abrió y tanto él como el reciclador se vieron deslumbrados por su candor. Entre medias de aquella neblina refulgente, Jerôme contempló el verdadero rostro de Dominique. Sus ojos se reencontraron y, por un momento, creyó que lo había recuperado.
—¡Tráemelo ahora mismo! —exigió el Joyero con una mueca de enfado.
Entonces, Dominique, porque ahora estaba seguro de que era él, recuperó su apariencia de espectro, le arrebató el relicario y se alejó con pasos dubitativos.
—Jazz, ¡no se lo des! —rogó. El espectro se detuvo y dudó.
Ante aquel espectáculo que no había previsto, el Joyero se levantó de la silla, dejando entrever sus piernas mecánicas. Estas chirriaban y parecían estar poco habituadas al uso, pues los pasos fueron torpes y pesados. Se quitó el sombrero con un gesto elegante y retiró una daga cristalina de él.
—Mátalo ahora mismo —ordenó esta vez, y la arrojó a los pies de Dominique.
Fue entonces cuando el ladrón abandonó su trance y escuchó la voz de su amo.
Sin soltar el sueño, tomó la daga con la otra mano y se dirigió al reciclador. Jerôme no se inmutó. Sabía que Dominique no podía resistirse a las órdenes que le daban, pues ahora mismo su voluntad no le pertenecía. Sin embargo, él, cabezota, estaba convencido de que conseguiría sobreponerse: ¡conservaba sus recuerdos! El reciclador tenía fe ciega en él.
Quedaron cara a sombra.
Jerôme tomó la mano con la que Dominique sujetaba el relicario. No se acostumbraba a la frialdad de aquel tacto, pero no importaba. Se puso de puntillas y lo besó en donde, supuso, debían estar sus labios. De pronto, una puñalada se abrió paso en sus entrañas y una de las pesas cayó al suelo, acompañada de un reguero de sangre. A Jerôme se le cortó la voz, no podía creerlo. Ante él, Dominique empuñaba la daga, ahora ensangrentada, que le había causado la herida.
Con un último esfuerzo y sin apenas respirar, Jerôme tomó el relicario y lo dispuso alrededor del cuello del ladrón.
—Siempre fue tuyo —dijo. Cayó envuelto en una oscuridad que lo arropaba con largos brazos mientras se desplazaba a gran velocidad a través de numerosos pasillos. Solo abrió un segundo los párpados, lo suficiente para ver una vez más el rostro de Dominique, con su boca de rana, sus ojos claros y la expresión preocupada.
Nota de autora:
Espero que no estéis sufriendo mucho (bueno, un poquito sí, pero solo un poquito). Creo que avisé de que me había quedado sin purpurina, ¿verdad? Pero que no cunda el pánico, iré a comprar.
Quería terminar de colgar toda la historia entre hoy y mañana, pero necesito darle otra vuelta a los últimos capítulos. La falta de rutinas, mi nuevo horario intensivo, el calor... Me están robando el tiempo y secando el cerebro XD. Así que necesito unos días más para repasar, corregir y revisar algunas escenas y acordarme de cómo se hacía eso de escribir y que quedara decente.
Como siempre, muchas gracias a todas aquellas personas que me estáis acompañando en este viaje.
Este capítulo se lo quiero dedicar a spiderlily_13, ella es la ama de las muñecas victorianas (deberíais pasaros por su historia, os encantará).
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