17. Despedidas ausentes
Fue el frío lo que le despertó y, enseguida, descubrió que Dominique no estaba a su lado. El vacío traicionero del colchón de hojas lo llenó de dudas, pero se convenció a sí mismo de que el ladrón se había levantado temprano. Le hubiera gustado despertar con él, sentir de nuevo sus caricias y el sabor de sus besos. Se sonrojó al recordar lo sucedido entre ambos y se cubrió con la manta hasta la coronilla.
De repente, unos golpes sonaron agitados en la puerta.
—¡Voy! —Se vistió tan solo con lo imprescindible y fue a abrir, dando por hecho que sería él, quizá, con el desayuno en una bandeja y su nuevo sombrero de copa. Sin embargo, la decepción se hizo latente cuando descubrió que quien aguardaba tras el umbral era Isabelle.
—¿Dónde está? —exclamó con angustia—. Dime que Dominique está aquí.
Él se rascó la cabeza, confuso y sin saber qué decir. La embarazada mostraba un nerviosismo extremo y era imposible no dejarse contagiar por ella.
—No... Bueno... Estuvo, pero...
—¿Te dijo algo raro? ¿Se despidió? —le apuró.
¿Despedirse? Isabelle agitaba un papel entre sus manos, Jerôme se lo arrebató con un gesto brusco y lo leyó.
«Siento tener que despedirme así, otra vez. No me gustan las despedidas y quisiera que me recordaras como siempre. Dile a Blues que sea feliz, que cumpla el sueño, que ahora es nuestro, y que...»
La última parte parecía escrita con poco o ningún pulso, ni siquiera estaba terminada. Al reciclador se le heló la sangre. Habían pasado la noche juntos, ¿acaso no merecía una explicación? Apretó los puños. ¡Era tan injusto! Le dio la posibilidad de ser sincero, podría haberlo sido. ¿Por qué no se lo contó? Por dentro se rompió en añicos. «Importante, sí —pensó—. ¡Una mierda!»
—No puedo creerlo —murmuró dolido.
—Ni yo, Jero... Tenemos que averiguar qué le ha pasado.
Raudos, fueron en busca de los vehículos. Con disgusto comprobaron que Roberta no estaba. El muy cretino se había ido, lo había abandonado a la mañana siguiente y le había negado la despedida. ¿Por qué? ¿Qué hizo mal? Quizá lo asustó con sus palabras, o se enfadó por lo de las pesas al no entender que se negara a quitárselas. O por la decepción que acarreaba consigo el sueño...
—Ha sido mi culpa, yo... Debí decir algo que lo asustara.
—¿A Dominique? Tonterías, Jerôme, no has de pensar en lo que hiciste o dijiste, sino en lo que hizo o dijo. ¿Notaste algo raro?
Jerôme recapacitó y se sintió idiota al comprender que no lo conocía lo suficiente como para responder. Solo sabía lo que sentía. Evocó cada segundo de la velada anterior repasando, punto por punto, cualquier evento que pudiera resultar extraño. Entonces, recordó las sombras surgiendo de aquella marca mientras dibujaba círculos a su alrededor. Supuso que era un efecto del duermevela, pero ¿y si hubiera sido real?
—La marca que le hizo Neo se volvió oscura...
—¿Marca? ¿Qué marca?
—Un diamante de seis puntas.
Isabelle se quedó incluso más blanca de lo que era y el verde de sus ojos se cubrió de sombras. Jerôme agitó la mano ante ella, no reaccionó, como si acaso no pudiera verlo. Hasta que, finalmente, el verde volvió acompañado de un regimiento de gritos y lágrimas.
—¡No! —Se tiró al suelo y sus hombros empezaron a agitarse.
—¿Qué-qué pasa? —tartamudeó Jerôme.
—Han envenenado su voluntad.
—No lo entiendo...
—¡Que a estas horas ya debe de ser un maldito espectro! ¿Por qué no me lo dijo?
Entonces, el que perdió el color fue Jerôme. ¡Dominique convertido en un espectro!
—¡Tenemos que hacer algo!
—¿Cómo? No hay antídoto y...
—Si lo encontramos, igual...
—Jerôme, se ha ido con el Joyero ¡en avión! ¿Cómo vamos a alcanzarlo?
Pudiera parecer imposible, pero no podía conformarse. Lo odió durante un instante efímero en el que todo se volvió más sombrío. Fuera, las alboradas de las aves se silenciaron y se escuchó un trueno lejano.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
Isabelle agitó la cabeza en una negativa cruel. De pronto, se sujetó el vientre y se dobló sobre sí misma mientras aguantaba la respiración.
—¿Qué sucede? —le preguntó angustiado, pero la embarazada no contestaba—. ¡Isabelle!
Pasados unos segundos, la joven se enderezó y respiró hondo.
—Creo que he tenido una contracción.
Volvieron a la Linde y entre Mara y Jerôme ayudaron a Bell a acomodarse en una cama amplia mientras ella repetía «aquí no...» una y otra vez. La bruja palpó su vientre y le revisó la línea púrpura.
—No ha dilatado —explicó—. Pueden pasar horas hasta que nazca la niña.
—No puedo parir sin Ruth ni Domi, tienes que pararlo.
—Me dedico a borrar tatuajes y curar heridas, no a hacer milagros —negó Mara—. Además, a estas alturas, Dominique ya se debe haber transformado.
—¡Lo sabías! —intervino Jerôme con furia y apretando los puños. Mara asintió. No podía creer que todo el mundo lo diera por perdido—. No podemos quedarnos de brazos cruzados.
Una nueva contracción le obligó a callar mientras Isabelle sollozaba.
—No podemos hacer nada —insistió ella, después—. No es reversible.
—Pero ¿y si lo compramos?
—Jero, los espectros son fieles a su amo. No tiene sentido comprarlo... —Paró a recuperar aliento y volvió a sujetarse la tripa—. Aquí no, por favor, hay que pararlo —rogó.
Entonces hubo un repiqueteo en la puerta. Era Tristán, había llegado sigiloso y los observaba desde el umbral.
—La idea de Jerôme no es tan mala —concedió—, aunque sería muy caro, mínimo, un sueño realizado, y no cualquiera. Tendría que estar limpio. —Se acomodó en el colchón, junto a Bell, y empezó a juguetear con las perlas del collar sin tomarse la molestia de izar las alas—. Todos los espectros pasan por el usurpador del Joyero antes de completar su transformación, pero Dominique no, Isabelle, él conserva sus recuerdos.
—Pero no su voluntad —repuso Bell en un hilo de voz—. Y robar un sueño realizado es como matar. No podemos hacer eso.
—¿Te vas a rendir? —le reprochó Jero, brazos en jarra.
La muchacha se volteó y vomitó. Estaba sudada, cansada... Quizá no era un buen momento para esa conversación.
—Jerôme, mi hija no será libre si no llego a la Capital antes de que nazca.
Jerôme se tiró del pelo. ¿Dónde estaban sus famosos superpoderes? ¿En serio se tenía que poner de parto en ese maldito momento? Soltó un gruñido y contó hasta diez. Estaba demasiado alterado, demasiado dolido, pero ni la madre ni la niña tenían la culpa de ello y, aunque Isabelle pudiese camuflarse en la Capital por haberse borrado el tatuaje, si la descubrían, tanto ella como su hija serían llevadas ante el Joyero, a menos que Nayra gozara de protección ciudadana.
—Escucha, Jerôme —mencionó Tristán—. Que podamos ayudarlo o no depende de él, de que conserve algo de voluntad a la que aferrarse. Ahora debéis iros.
El reciclador asintió entre lágrimas y tendió su mano a Isabelle.
—Vamos, Bell, te prometo que Nayra nacerá en la Capital.
El suelo estaba embarrado por la lluvia que caía sobre ellos y el viento soplaba entre las ramas de los árboles. El mundo había perdido su luz y ahora se sumía en las tinieblas.
—Investigaré y os avisaré si descubro algo, no nos rendiremos —juró Tristán. Las gotas rebotaban sobre su piel descubierta y sobre las alas desplegadas, otorgándole una presencia más de ángel que de pirata. Agitó la mano a modo de despedida y tomó altura. Contra todo pronóstico, a los pocos segundos volvió a descender—. ¡Neo viene hacia aquí! —gritó.
A Jerôme le costó verlo, tuvo que achicar los ojos, pero era cierto, ahí estaba. El vehículo del emisario se acercaba por el cielo a gran velocidad y no tardaría en alcanzarlos.
—Arranca, Jerôme —exclamó la parturienta—. ¡Viene a por mí!
Jerome tragó grueso, sabía que Dominique era incapaz de conducir a Berta, ¿por qué iba a poder él? A su lado, Bell estrujaba el cinturón de seguridad entre sus manos al ritmo de una nueva contracción.
—Tenemos que salir ya...
Tristán agitaba las alas y les hacía señas con la mano para que apresurasen, exactamente lo que intentaba el reciclador. Giró la llave y el motor rugió durante unos segundos. Apenas pisó el embrague, este se detuvo de nuevo.
—¡Es inútil! ¡Esta antigualla no sirve para nada!
—No le hables así a Berta —sollozó Isabelle—. Solo dale amor.
¿Cómo leñe se le daba amor a una furgoneta cascarrabias?
La lluvia tintineaba contra las lunas y el limpiaparabrisas no daba alcance: no podía ver bien. Estaba a punto de repetir el intento cuando Tristán descendió y articuló algunas palabras que Jerôme no logró escuchar. Lo vio desenfundar una ballesta de mano y elevarse de nuevo. Al seguirlo con la mirada, descubrió de qué los quería alertar: ¡Neo les había alcanzado!
—Berta, arranca, por favor...
En ese instante, el motor emitió un suave rugido y, por fin, pudo ponerla en marcha. Pisó fuerte, muy fuerte, y sonó un trueno... y algo más.
—Tristán ha derribado a Neo —anunció Isabelle. El reciclador suspiró aliviado hasta que descubrió varios espectros a través del retrovisor—. ¡Acelera! ¡Acelera!
Se abrió paso a través de la maleza, intentando dejarlos atrás. Tristán les cubría desde lo alto y disparaba una flecha tras otra. Cada flecha, era un espectro menos y un cadáver más. Jerome evitó pensar que aquellas sombras pertenecían a personas y que Dominique podría estar entre ellas, le fue imposible, pero los gritos de Bell y la inminencia del peligro lo ayudaron a ser consciente y no detenerse.
Un relámpago iluminó el cielo, acto seguido, algo cayó sobre ellos. No tardaron en distinguir las rastas de Tristán desparramadas por el salpicadero, enredándose en el limpiabrisas.
Ya no quedaban espectros, así que Jerome frenó y salió a socorrerlo. Isabelle hizo amago de perseguirlo, empero, las contracciones la secuestraban y parecía andar entre dos mundos sin decidir en cuál quería estar presente.
—Me quedé sin munición —se quejó el pirata.
Jerôme suspiró al verlo sano y lo ayudó a bajar. No apreció ninguna herida, aunque se notaba que estaba dolido por la fuerza del golpe.
—¿Aguantarás?
—Lo haré.
Una risotada larga y viperina se escuchó a sus espaldas. Neo estaba ahí y les apuntaba con el trabuco.
—Me lo habéis puesto difícil, ¿eh? —Se colocó bien el sombrero y, sin previo aviso, disparó a Jerôme.
La casualidad quiso que Bell abriera la puerta en ese mismo momento, por lo que la bala rebotó e impactó contra un tronco.
—¿No te cansas? —se quejó la parturienta. Llevaba el rifle entre las manos y lo apuntaba con firmeza.
—¿Vas a dispararme otra vez? ¿Sabes que si me pasara algo, Dominique pagaría las consecuencias?
—Dominique ha muerto —espetó ella. El rifle tembló en sus manos y Jerôme supo que la asediaba una nueva contracción.
—¿Por ser un espectro? ¿Tan pronto te rindes?
—¿Qué quiere decir? —gritó Jerôme.
—¡Miente! ¡No lo escuches! —le alertó Isabelle. A consecuencia de la contracción creciente, soltó el rifle y farfulló un «ahora no...»
La rabia hervía en las venas de Jerôme. Sin pensarlo, se abalanzó sobre el emisario y este lo esquivó a tiempo de devolverle el golpe y lanzarlo contra una gran roca. Le dolió la espalda y la humedad caló su ropa, pero de nuevo se enderezó.
—¡Qué valiente! —El emisario lo alcanzó y le pateó el vientre, sobre las pesas. El reciclador sintió que se le clavaban en las entrañas—. ¿Sabes cómo terminan quienes ayudan a los nuestros? —advirtió Neo—. Muertos.
Una ventolera le voló el sombrero, que fue a caer sobre la hiedra, llevándose, también, las sombras que habitaban en sus ojos. El aguamar centelleó a través de la bruma.
Una nueva risotada los interrumpió, en esta ocasión, del pirata. Debido a la caída casi no se podía mover, pero sostenía uno de los recuerdos de su collar entre las manos y jugueteaba con él.
—Me resultas familiar, Neo. Siento que nos hayamos conocido de esta forma, porque tengo algo que te podría interesar.
—Lo dudo.
—Yo creo que sí... ¿No te gustaría recordar nada de tu pasado?
El emisario lo miró extrañado, pero no se ablandó. Apuntó con el arma y Jerôme, al percatarse, cargó de nuevo contra él. Esta vez sí logró derrocarlo y desarmarlo, mas el contrincante era mucho más fuerte, lo inmovilizó con las rodillas y estrujó su cuello con sus dedos raquíticos y alargados.
Jerôme se ahogaba. Forcejeó cuánto pudo, pero le dolía el no respirar y se sentía los ojos como dos globos a punto de estallar. El emisario, con el cabello dorado bailando al viento, sería lo último que vería.
A la sazón se escuchó un tiro que le retumbó en los oídos y Neo cayó a un lado, intentando detener la hemorragia que brotaba de su hombro.
—¡Corre, Jerôme! —gritó Bell.
Se puso en pie y arrancaron a toda prisa. Tristán se quedó atrás, a cargo del adversario, hasta que lograron suficiente ventaja.
—¿Crees que Tristán estará bien? —le preguntó a su compañera.
—Eso espero —sollozó ella. Gruñó y se dobló dolorida—. Corre, por favor. La niña está a punto de nacer.
Jerôme condujo sin descanso hasta llegar a la Capital, magullado e intentando recuperar el aliento. La cabeza le daba vueltas y sufría con cada contracción de Bell como si a él mismo se le retorcieran las entrañas. Observó los edificios, las calles, los transeúntes que vivían ajenos a todo y correteaban cual hormigas de un lado a otro. Si aquello alguna vez fue hermoso, ahora, se le hacía extraño, feo y absurdo, sin magia.
—¿Hemos llegado? —le preguntó la parturienta cuando detuvo a Berta.
—Casi, antes tengo que hacer un par de recados.
Isabelle
Isabelle hubiera deseado detener el tiempo. «Usa tu superpoder», le había dicho Jero. Ella se ahogaba entre contracciones y no tenía fuerzas ni para protestar por sus groserías.
El primer edificio en que se detuvo debía ser uno de los más altos de la ciudad. Se elevaba como un palacio y la fachada de cristal ambarino lucía finos relieves que derrochaban opulencia. Desde las cornisas se avistaban estatuas de ángeles guardianes con monedas por ojos que controlaban quién entraba y quién salía. El segundo edificio, en cambio, era un gran cubo gris, sin ventanas y con una colosal torre central.
En lo que Jerôme tardó en volver, Bell sufrió dos contracciones más, muy dolorosas. Se retorció a los pies del asiento, reposando la frente en el respaldo y tuvo que abrir la puerta un segundo para vomitar fuera. Se limpió con la muñeca y pensó en que nunca se había sentido tan desprotegida. Estar a las órdenes del Joyero era un fastidio, pero su posición de espía siempre fue útil. Ahora estaba sola, había perdido a su mujer, a su mejor amigo e iba a dar a luz en una furgoneta vieja.
—No hay tiempo, vamos al hospital —la sorprendió Jerôme, que recién llegaba. La ayudó a salir y entre él y otras manos la ayudaron a ponerse en la parte trasera.
Otras manos.
Bell mantenía los párpados apretados, pero sintió el aroma inconfundible del cedro y un abrazo reparador. Luego, alguien se sentó a su lado.
—¿Ruth? —No podía creerlo. Era ella, con su piel canela y sus ojos castaños. El cabello, que siempre llevó corto, ahora crecía salvaje y aún había belleza en su rostro descuidado. La miraba con una sonrisa y acariciaba su frente.
—Os dije que tenía dinero, pero no me escuchasteis —comentó Jerôme.
—Pero... Eres un reciclador...
—Un reciclador que dobla turno y no tiene gastos.
Jamás pensaron en ello, quizá fuera un error no escucharle antes, aunque el hecho de no dejarle pagar no había sido meramente por si alcanzaba o no, sino por cómo se exponía Jerôme ante el Joyero. En cualquier caso, ya no podían retroceder en el tiempo.
Se giró y observó a Ruth, después de tanto tiempo volvía a tenerla ante ella. Ambas mujeres se abrazaron y se unieron en un cálido beso que portaba el sabor del anhelo y de las noches en vela. Fue una nueva contracción, severa y acompañada de líquido amniótico, la que rompió la magia del reencuentro.
A partir de ahí, todo se volvió extraño. Era como si el mundo se moviese a su alrededor y ella permaneciera anclada en un punto fijo a través del dolor. Los decorados fueron cambiando: la furgoneta dio paso a los fluorescentes del hospital y estos, a su vez, dieron paso a una gran sala de partos con un pequeño lago artificial y con el techo repleto de lianas colgantes. No recordaba haberse desvestido ni haber dejado atrás a Jerôme, tan solo sentía una contracción tras otra. En un parpadeo, dejó de estar ante la puerta y apareció en el agua, gritando y pujando aferrada a una liana mientras Ruth la sostenía. Notó el aro de fuego entre sus piernas y pujó más lento, concentrada. Otro pujo y salió la cabeza, al siguiente, lo hizo el resto del cuerpo. Fue su mujer quien tomó a la niña y se la dio para que la abrazara.
Nayra no lloró al nacer, pero sus ojos verdes permanecían abiertos y la piel canela derrochaba calor. Había nacido viva, sana y, por encima de todo, libre. Un sueño hecho realidad. Tarde o temprano, Bell tendría que afrontar la pérdida de Domi y el vacío que opacaba su dicha, pero eligió imaginarlo a su lado y dejarse hipnotizar por la emoción a la que la abocaba la oxitocina mientras contemplaba a su pequeña.
Siempre le dijeron que los recién nacidos eran feos, morados, inflados... Sin embargo, Nayra parecía un pequeño angelito que había llegado a tiempo de aminorar su dolor. Quizá, Nayra era el único bebé bello.
Nota de autora:
Bueno, estamos a nada de terminar el ONC, pero las circunstancias me han impedido cumplir con los tempos que me había marcado. Mañana, de forma provisional, colgaré el "último capítulo", pero en cuanto termine el reto, añadiré cuatro más. Lo dejo dicho hoy por si caso XD. Dije que en esta historia habría purpurina y, aunque la cabra siempre tira para el monte, me estoy esforzando en darla.
Por otro lado, entiendo que quizá se os haya hecho extraño ver el POV de Isabelle, lo siento, soy consciente de que el cambio puede incomodar, pero le di muchas vueltas (de hecho, en un inicio estaba escrito con Jero), pero al final consideré que la protagonista de un parto siempre ha de ser la madre.
Muchas gracias por seguir aquí, por cada estrella y por cada comentario. No os imagináis lo feliz que me hace :)
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