16. Agridulce
El salón era pequeño y reconfortante. Alrededor del tronco central colgaban pequeñas cestas de tela que hacían las veces de estanterías, con plantas y adornos de caracolas colgados de las ramas. Dominique se sentó en el cojín más ancho, uno índigo con pedrería cosida a mano.
—Bebe —le pidió Mara. En sus manos portaba una bebida de algarrobas que desprendía un aroma dulzón y relajante—. Lo ralentizará un poco, pero...
—Lo sé. —Dominique sonrió agradecido a la anfitriona y se llevó el brebaje a la boca—. Está muy rico, gracias.
La bruja asintió y le ofreció otra taza a Tristán. El pirata se había quitado el sombrero y ahora se reclinaba contra el tronco central, con cabeza gacha y la mirada perdida entre las perlas de su collar.
—Será mejor que vuelva al trabajo, tu amigo me espera. —Mara se puso la túnica y fue a atender a Jerôme, aunque antes se detuvo en el umbral y lo miró con un deje de pena.
«Lo siento, pero no hay antídoto», habían sido sus palabras. Dominique acarició la marca y maldijo en silencio ante la mirada, ahora expectante, de Tristán.
—Que mi madre no pueda hacer nada no significa que sea imposible. —El pirata se sentó a su lado y le palmeó el hombro, aunque era inútil que lo animara, ya no quedaba esperanza alguna.
—No importa. Isabelle será libre y Jerôme podrá regresar con el sueño, todo está bien. Ya lo tenía asumido —quiso hacerle creer. Sí, se había resignado al destino que le aguardaba, pero no por ello era más llevadero. No podría conocer a su sobrina, ni sacar a Ruth de la cárcel, ni ver adónde iba su relación con Blues cuando recién empezaba—. ¿Cuánto tiempo me queda?
—No más de un día. —Tristán lo contempló consternado—. Dominique, te conozco y sé que nunca te rindes. ¿Por qué hacerlo ahora?
—Porque puedo pasar las últimas horas luchando en vano o disfrutando con personas a las que quiero. —Suspiró, dio otro trago y se atusó el cabello—. ¿No tendrás un sombrero de sobra, no?
Tristán era el mejor capitán de los mares flotantes. Tal había sido su reputación que, en una ocasión, el Joyero lo contrató para asaltar a algunos de sus oponentes. En aquel encargo que duró meses en altabruma, Dominique fue el encargado de supervisar que todo se hacía acorde a los criterios de su amo. Juntos navegaron entre nubes y asaltaron a grandes mafiosos.
Al principio no hubo sombrero de copa, aunque sí risas y recuerdos de batallas pasadas, confesiones secretas e instantes que atesorar. Dominique le pidió que cuidara de Blues, que le mostrará el mundo y que le explicara cada una de las aventuras que habían vivido. Ahora que recién se despojaba de su tortura, el reciclador sería libre para encontrar la felicidad y perseguir sueños propios en lugar de ajenos.
—No te rindas —le pidió Tristán una vez más, a modo de despedida—. Solo busca algo a lo que aferrarte. Si consigues salvar una parte de ti mismo, habrá esperanza.
—Sabes que no tengo elección, ¿debo pasar las últimas horas buscando una cura imposible?
—Entiendo la situación, pero el único fin es la muerte y ese no es tu caso.
El ladrón sonrió de oreja a oreja, agradecido por la buena voluntad de su amigo.
—No es tan distinto —alegó.
—Por supuesto que lo es. La muerte no tiene solución. Tú tienes tus recuerdos, los demás no pueden decir lo mismo: seguirás siendo tú y tendrás a qué aferrarte. ¿Por qué crees que los reinician antes de que termine la conversión? No quieren que vean esto. —Se quitó el collar y le mostró algunas de las perlas que acumulaba en él.
Dominique observó un recuerdo hermoso, una familia unida y algún que otro «te quiero».
Tristán coleccionaba todas las perlas que arrebataba a sus enemigos, pues estaba convencido de que algún día podría devolverlas a sus dueños. En el tiempo que navegaron juntos, Dominique a menudo lo halló concentrado en aquellas remembranzas e impregnándose de recuerdos ajenos. Como buen pirata que era, no pensaba devolverlas todas, claro está, algunas las había estudiado tantas veces que ya formaban parte de él, pero otras tantas ardían en su cuello y creía con firmeza que lo que hiciera con ellas sellaría su destino.
De pronto, el gesto del pirata cambió, como si hubiera recordado algo. Fue corriendo a una habitación colindante y volvió con un baúl de madera azulada entre las manos. Luego, empezó a extraer un sinfín de prendas, telas y alhajas.
—¿Qué haces? —le preguntó el ladrón.
—¡Sabía que estaba aquí! —La cantidad de objetos que dejó desperdigados por el suelo era muy superior a la aparente capacidad del baúl, aunque por lo mucho que se asomó Tristán, también debía ser más profundo de lo que parecía. Finalmente, se dio la vuelta y le mostró una chistera arrugada, con una brújula y tres plumas como única decoración—. Esto es tuyo, para que no pierdas el norte ni olvides quién eres.
Dominique lo abrazó fuerte y le dio las gracias con palabras sinceras. Aceptaba su sino, no le quedaba otro remedio. Empero, ahora, una parte de él por fin se alegraba de saber que conservaría su memoria.
En cuanto Tristán lo dejó a solas, el ladrón fue a la estancia que le habían cedido y se asomó a la balconada de madera. Era un buen sitio, pues desde ahí podía ver a Berta y Roberta y comprobar que Neo no había seguido sus pasos.
Suspiró. Y alguien más suspiró a su lado.
—Bonito sombrero —pronunció el reciclador.
—¡Jerôme! —Saber que la bruja le había arrebatado las pesas le hacía muy feliz—. La libertad te sienta bien, boquita dulce.
—¡No me llames así!
—¿Cómo te llamo, entonces? ¿Boquita de golosina? ¿Cruel tentación?
—¡Para!
Pero no pensaba parar, le encantaba ver cómo el reciclador se ruborizaba y se mosqueaba avergonzado, así que continuó con apodos ridículos mientras se acercaba felino a él.
—Cascarrabias, chocolatina...
—Para, bocachancla —insistió Jerôme. Lo agarró de la solapa y lo besó atrevido, algo que Dominique nunca hubiera esperado de alguien tan tímido como él—. Ya me acostumbré a Blues.
El ladrón sonrió grande y lo sujetó de la cintura para atraerlo más hacia sí, no quería desperdiciar un solo instante en penas y preocupaciones; quería alegría, risas, besos y chistes. Crear recuerdos únicos, ivaluables. Sin embargo, la sonrisa se desvaneció en cuanto sus manos reconocieron unos bultos que ya no deberían de estar ahí.
—¿Qué significa esto? Pensaba que ibas a...
—¿Quitármelas? No puedo hacer eso, Dominique. Es una tradición...
—Una tradición estúpida, ¿qué necesidad hay de sufrir así?
—No te pido que lo entiendas. Mara me ha dado unos calmantes más potentes que el brebaje de Bell, eso sí. —Lo sujetó de las mejillas y murmuró a su oído:— Mientras dure el efecto, casi no me dolerá.
—¡Qué descarado! —replicó él con las cejas alzadas.
—¿Qué? —Para variar, el reciclador tardó unos segundos en percatarse de la insinuación, al final, se echó hacia atrás, rojo y avergonzado—. ¿Por qué tienes que ser tan... tan...? —En lugar de terminar lo que iba a decir, soltó un gruñido muy divertido y se tiró del pelo, lo que hizo que Dominique se riera fuerte.
—¿Tan encantador? —Lo agarró del brazo para volver a arrimarlo y, en esta ocasión, lo besó con cuidado, invitándole a quedarse entre sus labios y sentirlos como un refugio seguro. En contrapartida, el reciclador respondió ávido y con urgencia.
—Tan bocazas. —Lo tomó de la nuca y se abrazó a él mientras los labios seguían unos sobre los otros y los pies se dirigían, torpemente, al interior de la estancia en una especie de baile mal coordinado.
A esa hora, el arrebol del atardecer bañaba la habitación y la dotaba de un clima íntimo. Se dejaron caer sobre el colchón de hojas y se ocultaron bajo una manta ocre bordada a mano con hilos dorados.
En las horas siguientes, ambos se despojaron de sus corazas. Jerôme fue reticente a mostrar su cuerpo, aunque no tuvo reparos en conocer el de Dominique y preocuparse, ignorante, por la marca del diamante que portaba en su vientre; el ladrón supo distraerlo con besos y caricias calmas, sin prisas. Más difícil fue ocultar las sombras que ya parpadeaban en él, arraigadas desde la marca, y que se abrían paso por su cuerpo a través de las venas. Gastó su último cartucho de voluntad en mostrarse presente, no pensar en qué pasaría, en fantasear con que todo iría bien. Saboreó los besos de Blues, cada una de sus atenciones, exploró las marcas y los bultos a la par que posaba delicados mimos en ellas. Descubrió que podía hacer música con los gemidos del reciclador, y con los propios. Para cuando terminaron, el mundo parecía más bello y deseó un final diferente.
Aunque sabía que no era posible.
Tras recuperar el aliento, Jerôme posó la cabeza sobre su pecho y empezó a dibujar círculos alrededor del diamante de seis puntas. A su vez, Dominique le acariciaba el brazo y lo contemplaba. Sentía que su cuerpo, poco a poco, se iba volviendo etéreo y al dirigir la vista a su mano, notó que el color de esta se había oscurecido. Tragó saliva. El momento era mágico, no obstante, los minutos estaban contados y se preguntó qué pasaría cuando se completara la transformación. Quería aferrarse al instante, detener el tiempo. ¿Había una manera más linda de abandonar el mundo?
—¿Puedo preguntarte una cosa? —habló el reciclador, de pronto. Alzó la cabeza y posó sus ojos carbón en él.
—Claro —contestó sin dudar.
—Esto... ¿Significa algo para ti o es pasajero?
Dominique se incorporó un poco y le dio un beso dulce e inquieto que esperaba que respondiera a su pregunta. Jerôme lo recibió con los ojos cerrados. Al separarse, los volvió a abrir. Continuaba a la espera de una respuesta.
—Mucho más de lo que imaginas. —Volvió a besarlo y acarició sus cabellos despeinados. Le gustaba ver que a pesar de portar el peso de la disciplina, su cabello tenía personalidad propia, siempre despeinado y rebelde.
—Si no fuera así, lo entendería. —Jerôme perfiló el lóbulo de la oreja con su dedo, haciéndole cosquillas—. Solo quiero saber a qué atenerme... —Una mueca de dolor lo interrumpió. Difícil saber si era una molestia física o emocional, pero parecía real y una sospecha se instauró en Dominique.
Buscó su torso, casi había perdido el tacto, así que se aferró al calor de su cuerpo y en seguida pudo distinguir la pesa que vibraba. ¿Le habría estado torturando todo el tiempo que pasaron juntos? Admiró su fortaleza, a la vez, se sintió culpable.
—No puedo prometer algo eterno, si es lo que quieres, pero sí sé lo que siento hoy, eso es lo único que importa. —En esta ocasión, besó ambos párpados—. Descansa. Mañana estarás en casa con el sueño.
—¿Y nosotros? —Arrugó el ceño a causa de otra descarga que Dominique también percibió en la palma de su mano—. ¿Qué pasará con nosotros mañana?
—Te lo he dicho, solo importa el ahora —contestó con una sonrisa—. Nuestros tres segundos.
—Tres segundos... —repitió Jerôme con voz perezosa.
No tardó mucho más en dormirse, entretanto, el ladrón contempló los pequeños movimientos que hacía con los labios, el subir y bajar de su pecho, escuchó la respiración acompasada y maldijo que ese momento no fuera eterno.
Sus extremidades ya se estaban alargando y su piel daba paso a un traje de sombra. Lo besó en los labios una última vez. El reciclador debió percibir algo, porque tembló y se cubrió de forma inconsciente.
—Adiós, Blues...
Arrancó el motor en silencio, pues ya no le quedaba voluntad ni siquiera para hablar. No era más que una sombra alargada que pilotaba en busca de su amo. Sin embargo, los recuerdos ardían en él, y dolían.
Vio a Tristán golpear el cristal mientras sus alas luchaban contra la corriente que desprendía. En otro tiempo, hubiera abierto la capota para dejarlo pasar, escuchar qué le tenía que decir. Todo aquello se había terminado, pues, a partir de ahora, tan solo viviría para cumplir la voluntad del Joyero.
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