15. En la Linde


Dominique llevaba muchos años sin ir a la Linde, pues no siempre era fácil burlar al Joyero y su presencia ponía en riesgo a sus habitantes, pero saber que podría verla una vez más le causaba mucho regocijo. Sin duda, era uno de sus lugares favoritos.

Llegaron a tiempo de observar cómo los primeros haces del amanecer bailoteaban entre las ramas e iluminaban el rocío que se posaba sobre las hojas. Olía a tierra húmeda, hierba fresca, musgo, flores... Era imposible estar ahí y no disfrutar con todos los sentidos. Los árboles eran tan altos que casi no podían ver el cielo y las enredaderas recorrían el bosque al completo, como si fueran las amas de aquel paraje.

—Este sitio es precioso —se asombró Jerôme. Tomó una pequeña porción de musgo y la acarició con ambas manos—. ¿Es seguro?

—Ni por asomo —murmuró Bell—. Estamos demasiado cerca, esto es tierra de nadie y, a la vez, de todos.

A lo lejos podían verse los destellos de la Fábrica de Recuerdos y, de la arboleda que se extendía más allá del río, sobresalía el tejado purpúreo de la Planta de Reciclaje de Sueños. Estaban en los bosques colindantes.

—De nadie no, es de ellos —replicó Dominique con una amplia sonrisa que derrochaba satisfacción. Señaló a lo alto, Blues y Bell tuvieron que entornar los ojos para distinguir algo entre medias del follaje—. Fijaos bien.

Con asombro contemplaron lo que parecía ser una construcción a base de corteza. Desde abajo y con ramas de por medio era difícil atinar, pues estaba bien camuflada, pero una vez la descubrieron, pudieron ver muchísimas más.

Dominique paseó entre los troncos, acariciando pequeños símbolos tallados en cada uno de ellos. Los repasaba con el dedo, sentía la aspereza y, en ocasiones, se detenía a olisquear. Finalmente, se detuvo en seco.

—Es aquí. —Separó la corteza y activó un pequeño mecanismo que se ocultaba tras ella. Al instante, el sonido de un halquirrojo, ave rapaz de bellos cantos, anunció su llegada. Jerôme se situó a su lado con aquel gesto curioso y adorable que poseía incluso cuando refunfuñaba—. ¿Has estado alguna vez en el paraíso? —Tomó su mano y le hizo repetir el mismo procedimiento sin dejar de mirarlo.

De pronto, una especie de columpio circular apareció de la nada. Dominique se acomodó confiado y los demás siguieron su ejemplo, aunque dudaron cuando empezaron a ascender.

Una cosa era ver las construcciones desde abajo, otra muy distinta, el espectáculo que apareció ante ellos en cuanto atravesaron las ramas más amplias: cada árbol contenía una vivienda que se había construido respetando su forma natural, como si fuera parte del mismo, pero sin obviar las ventanas y los balcones. Unos largos puentes a base de cuerdas comunicaban una cabaña con otra. Sobre los troncos más centenarios podían vislumbrar plazas e invernaderos. Aquel lugar siempre fascinó a Dominique: una ciudad entera entre las copas de los árboles.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Jerôme.

—Es la Linde —contestó Isabelle, con una mano en la panza, como si respondiera a su hija—. Pensaba que era una leyenda. Jamás hubiera imaginado que estuvieran tan cerca de todos y ocultos a plena vista. ¿De qué lo conoces, Domi? ¿Nos quedaremos aquí?

El ladrón hizo una mueca triste. Eso hubiera sido fantástico, pero las normas de la Linde eran claras.

—No, no podemos... Aquí solo se puede venir de paso y con invitación, pero nos ayudarán.

Entonces, de lo que parecía ser una puerta entallada, surgió una mujer madura, de piel verdosa y tatuada a base de cenefas, ojos redondos cual botones y pequeñas trenzas recogidas en un moño alto.

—¡Dominique! —Se abalanzó sobre él y le dio un abrazo tan fuerte que casi se le para la respiración—. Tristán me avisó de que vendrías, pero no te esperaba tan pronto. ¿Habéis desayunado? ¿Descansado? —Se giró hacia Bell y contempló su vientre con asombro—. Esta muchacha no debería andar de viaje, tiene la barriga baja.

—Eso es una leyenda urbana —repuso la aludida—. De ser así, la niña habría nacido hace días.

—Créeme, cielo, no te queda mucho.

Dominique rodeó a ambas mujeres, una con cada brazo.

—Bell, no te preocupes, si ha salido a ti, no nacerá hasta que seas libre, lo que será ya mismo, ¿verdad, Mara?

—Dominique, sabes muy bien que no podemos hacer nada sin cobrar por adelantado, ni siquiera tratándose de ti. Bastante que os atienda perteneciendo al Joyero. ¿Eres consciente del riesgo que eso comporta?

—Y te lo agradezco. No pido otra excepción... Solo... Tengo cómo pagar. ¿Bell, Jerôme, podéis dejarnos a solas? Daos un paseo, este sitio es precioso.

—¡No! —contestaron los dos al unísono.

—Nada de usurpadillas —puntualizó Bell. ¿Acaso podía leerle el pensamiento? Jerôme parecía pensar exactamente lo mismo y pudo apreciar su decepción. ¿Por qué eran tan tercos? Si no pagaba, no podría darle la libertad a Isabelle.

Jerôme se adelantó y lo tomó de la mano.

—Solté a la usurpadilla —confesó.

—¿Qué hiciste qué? ¡Jerôme!

—¡La solté y me alegro de ello! —se defendió él—. ¡Se lo prometiste a Bell! ¿Es que no tienes palabra? —La señaló con el dedo y ella le dio la razón. Luego, su expresión se tornó triste—. ¿Tan pronto quieres olvidarme? Sería como si nunca nos hubiéramos conocido.

—¡No se trata de eso! Si no hay sueño no podremos... —Dominique lamentó no tener el sombrero para estrecharlo entre sus manos. ¡No podía creer que Jerôme hubiera soltado a la usurpadilla! Sin embargo, ver al reciclador apenado y confuso hizo que el enfado naciente se disipara en la nada—. Lo solucionaremos, encontraremos algo. Y no, no quiero olvidarte. Eres mi pequeña luz de esperanza, boquita linda.

—¿Có-Cómo me has llamado?

Dominique estrechó a Blues entre sus brazos y, sin soltarlo, se dirigió a la mujer.

—Tengo una avioneta.

—¡No puedes vender a Roberta! —exclamó Jerôme.

—¿Algo habrá que pueda hacer, no?

De súbito, las hojas de los árboles se agitaron y dieron paso a un tipo verdoso, completamente tatuado, al igual que Mara. Su único atuendo eran unos pantalones roñosos, un collar de perlas del recuerdo y unas alas mecánicas.

—¡Tristán! —Dominique soltó a Jerôme para abrazar al recién llegado. ¿Cuánto tiempo llevaba sin verlo? Las finas rastas ya le llegaban hasta la cadera y juraría haber visto dos arrugas de expresión en sus ojos pardos.

—¡Hijo, me alegro de verte! —Mara se unió al abrazo y besó al recién llegado en la frente—. ¡Cada vez vienes menos!

Tras corresponder, Tristán izó las alas y se descolgó la mochila que llevaba del revés. De ahí retiró un tricornio —que se puso enseguida— y una pequeña caja de metal dorado.

—Mama, te traigo su pago —anunció con una sonrisa ladina.

Dentro portaba un sueño realizado de tono oscuro y con muchos manchurrones, pero que brillaba con una intensidad decente.

—¿De quién es? —preguntó la bruja.

—De alguien que estará mejor sin él. No es de gran calidad, pero servirá para alimentar a la aldea durante un par de meses, es un buen pago, ¿no?

—Pero ¿de dónde lo has sacado? —Dominique no cabía en su asombro.

—Lo tenía la señora Barroso, yo solo se lo robé. Ya te dije que haría cuanto estuviera en mi mano —contestó—. Dominique, los espectros te localizaron allí y te escucharon hablar con tu amiga de la casa del desierto. ¿Cómo fuiste tan tonto? —Se arrimó a su madre y puso el recuerdo sobre sus manos—. En fin, a esto no puedes decir que no, lo necesitáis.

La mujer lo miró con los ojos muy abiertos, daba igual lo sucio que estuviera: aquel sueño realizado era intenso, similar a una gran conquista o a una guerra vencida.

—¿Quién va primero? —preguntó Mara, sin dejar de contemplar el cristal.

Mientras esperaban a que Isabell saliera de la cabaña, Jerôme tenía los ojos fijos en un dracolino de rayas que jugaba a rodar y chamuscar una allena a lo largo el puente.

—No parece muy seguro... —reflexionó.

A su vez, el ladrón lo contemplaba a él. Adoraba ver la magia en los ojos del reciclador cada vez que le mostraba algo especial.

—Estás cerca de la Planta, podrías haber vuelto ya. ¿Has llamado a tu familia? —preguntó.

Jerôme se volteó algo fastidiado.

—¿Quieres que me vaya tan pronto? —Se estiró para recolectar algunas allenas más y empezó a tirárselas al dracolino—. No he llamado, quiero asegurarme de que estáis bien. Luego, cada uno podrá seguir su destino: yo volveré a la Planta y tú te irás a recorrer aventuras por el mundo.

Esas habían sido sus palabras y si el reciclador las había tomado mal, no había dado señas de ello, incluso las escupió con naturalidad. Aun así, a Dominique le dolieron. Cuando hablaron, no albergaba ninguna esperanza, ni siquiera se atrevía a hacerlo ahora que estaba a punto de ser atendido por la bruja.

—Jerôme, que nos quiten las marcas no significa que vayamos a ser libres —explicó—. Tan solo sirve para evitar que sepan lo que somos... Isabelle estará a salvo en la Capital, sí, pero si comete algún delito, la verdad saldrá a la luz y la chiparán. Mi caso todavía es más complicado, por eso no quiero que vengas conmigo. —Al verlo distraído, le arrebató las allenas y lo sujetó fuerte de la cintura—. ¿Por qué iba a querer separarme de ti? ¿No sabes que el Blues es mi música favorita?

Jerôme agachó la cabeza, tristón, y observó cómo el dragolino saltaba a otro árbol.

—Lo has asustado. —Alzó la vista y tragó saliva—. Mi sitio está en la Planta y el tuyo en cualquier otra parte.

¿Cómo podía decir algo así?

—¿Por qué en la Planta? La detestas, no te hace feliz... Podrías decirle a Tristán que te lleve con él. Te mostraría tantas cosas... Él es un pirata y ha recorrido el mundo entero, ¿no te gustaría?

—No es ese desconocido quién quiero que me muestre el mundo. Además, soy un Diener, ¿recuerdas?

—Pero no tiene por qué seguir siendo así. Mara puede ayudarte.

Jerôme se quedó pensativo, no parecía gustarle la idea y eso era algo que él no podía entender. Aquellas pesas le torturaban, sentía su dolor incluso en ese mismo instante.

—Si me las quitara... —inició. Dominique notó cuánto le costaba expresar lo que quería decir. Lo besó y esperó paciente a que prosiguiera—. Siento que haga lo que haga, hoy será nuestro último día. Tú lo dijiste, tenemos destinos distintos. ¿Por qué iba a quitármelas?

Centró la vista en la puerta de la cabaña, ¿y si no podían ayudarlo?

—Si decides quitarte eso, ha de ser por ti y por tu felicidad. Da igual si yo estoy o no.

La puerta se abrió dando lugar a una Isabelle alegre, aunque ojerosa y cansada. No quedaba nada del tatuaje que la identificaba como una esclava del Joyero, apenas una pequeña cicatriz.

—¡Soy libre! —gritó y se lanzó a sus brazos. En realidad, ser libre y quitarse el tatuaje eran cosas muy distintas, pero daba igual—. ¿Crees que alcanzará para la fianza de Ruth?

—Bell... No es una venta y Tristán no tendría por qué habernos ayudado. Lo siento...

—Lo sé, lo sé —aceptó ella en un bostezo que casi le desencaja la mandíbula—. Pero entre los dos podremos. ¿Y si organizamos un último robo, esta vez, para nosotros?

—O puedes vender mis cosas —sugirió él—. En la Capital habrá quien pague por ellas y yo prefiero viajar ligero. ¿Llenaste la furgoneta?

La embarazada asintió. Luego, bostezó de nuevo.

—Creo que voy a ir a dormir...

—¡Pero si es mediodía! —se extrañó Jerôme.

—Ayer conduje ida y vuelta hasta la Ciudad de los Proscritos, y luego hasta aquí. Es normal que necesite reponer fuerzas.

Que necesitaba descanso saltaba a la vista, por suerte, en la cabaña disponían de varias habitaciones y no tardaron en asignarle una.

Y mientras ella descansaba y el reciclador sopesaba el quitarse o no las pesas, llegó el turno de Dominique.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top