14. Malos sueños
El silencio que prosiguió al hallazgo fue sepulcral. Jerôme tardó unos segundos en reaccionar, no podía creerlo. ¡Ni siquiera sabía cómo debía sentirse! Para él, devolver aquel sueño había sido lo más importante en muchísimo tiempo y, aunque pareciera absurdo, le había devuelto la fe. Maldijo su fracaso, se compadeció del verdadero dueño y, en especial, se sintió mal por no poder ayudar al ladrón.
Necesitaba asimilar lo sucedido.
—Jerome... Lo siento mucho...
Dominique quiso abrazarlo, pero el reciclador se apartó, se quitó el relicario y lo arrojó al suelo.
—Hoy hemos perdido todos —refunfuñó.
Por su parte, Isabelle observaba, aunque no decía nada. Ella tenía su propia batalla interna y sus pensamientos la mantuvieron distante.
—Jerome... —El ladrón recogió el relicario y, despacio, se lo puso en el cuello mirándolo a los ojos—. Sigue siendo el sueño de alguien, y también es un poco nuestro, ¿no? No lo tires.
El reciclador asintió y se alejó con pasos erráticos. Necesitaba estar solo y asumir lo acontecido.
Cuando se hubo alejado lo suficiente, se sentó sobre la estepa y observó que el cielo lucía despejado y las estrellas parpadeaban en la inmensidad. En el fondo, no tenía sentido lamentarse por el sueño, pues él mismo estuvo dispuesto a venderlo.
Jerôme sacó la caja del macuto que se había expropiado y observó a la pequeña usurpadilla que habitaba en ella. Ondeaba hambrienta a la par que emitía desgarradores aullidos a baja frecuencia. Sufría, al igual que ellos. Se compadeció y estuvo tentado de liberarla, lo cual hubiera supuesto una locura, pues un simple roce a piel descubierta era más que suficiente para que cristalizara un sueño realizado y lo dejara amnésico. Claro que, con Jerôme, el animal estaba condenado a morir de hambre. Finalmente, cerró la caja para no tener que lidiar con su sufrimiento.
—¿En qué piensas? —le preguntó Dominique.
Se había acercado sigiloso, sin hacer ningún ruido. Jerôme no se asustó, ya se había acostumbrado a sus maneras y tenerlo cerca le aportaba calma, aunque seguía molesto por lo sucedido.
—Esa pregunta es invasiva —contestó seco.
Jazz se sentó a su vera y enlazó sus dedos con los propios. Al instante, un montón de ondas rubias se derramaron sobre su hombro.
—¿Quieres saber en qué pienso yo?
—¿En tirarte por un barranco por un bien mayor? No te esfuerces, no va a servir de nada.
Estaba siendo cruel, pero le había parecido tan injusto que Dominique se planteara utilizar la usurpadilla justo después de lo que él creyó un instante mágico. ¿Acaso no existía algo especial entre ellos? Pensaba olvidarle y entregarse al Joyero, como si no valiera la pena luchar. Quizá es que él no era bastante. ¿Cuánto hacía que se conocían? En la monotonía de la fábrica, esa aventura había trastocado su mundo de una forma inesperada. El ladrón de sueños, en cambio, llevaba una vida de aventuras a su espalda, le gustaba vivir al límite; y Jerôme, en ese festín de días alocados, no era más que otro trago.
Jazz alzó el rostro con ojos nublados, aún sonriendo. Llevó una mano a su costado y lo palpó con cuidado hasta hallar las pesas.
—Me preguntaba si soy el responsable de que esto te torture. De ser así, no podría perdonármelo.
Jerôme se giró, algo avergonzado. Aquella confesión era lo último que esperaba.
—¿Qué tontería es esa? —Era un planteamiento absurdo—. Tú no me metiste nada.
Jazz enarcó las cejas y liberó una tremenda carcajada, como si acabara de contarle la cosa más divertida del mundo. Luego, de improviso, se incorporó sobre él y lo besó en los labios a la vez que lo tomaba de la cintura.
El primer beso que se dieron fue dulce, hermoso y con un toque de miedo, como si ambos anhelaran conocerse sin saber qué les aguardaba; los siguientes, en cambio, fueron escuetos y llenos de dudas. En esa ocasión, el beso sabía a curiosidad creciente y a vínculos reales. Cada uno era único, no obstante, todos tenían un punto en común: despertaban en él las ganas de soñar.
Llevó la mano al cabello dorado de Dominique, falto de sombrero, y enredó los dedos a la altura de la nuca en busca de mayor profundidad. Al ladrón se le escapó un gemido entre sus labios, y le pareció un sonido maravilloso. ¿A eso debían renunciar? Era una sensación agradable, más allá de lo físico y lo emocional. No sabía cómo lo sentiría su compañero, pero en aquel instante solo importaba cómo lo sentía él. Deseaba permanecer ahí, averiguar adónde le llevaba el camino que recién iniciaban. ¡Qué le dieran a la Planta de Reciclaje y a las normas de los Diener! No quería regresar.
Y de nuevo llegó el dolor, en esta ocasión, como si una locomotora le atravesara el hígado.
—¡Blues! —gritó Dominique. Lo sostuvo y, con sumo cariño, lo tumbó sobre la hierba seca. Luego, tomó la cantimplora que había portado con él y vertió el calmante en sus labios. Apenas quedaban unas simples gotas—. Es por mi culpa, ¿lo ves? ¿Quién impediría que sus hijos fueran libres para estar con otras personas?
Jerôme quería contestar, mas no pudo articular palabra alguna. ¿Qué padres harían eso? Ninguno, esperaba, al menos no los suyos. El problema no eran los besos de Dominique ni sus sentimientos hacia él, sino el deseo de abandonar el clan. Quiso decírselo, pero el dolor era tan fuerte que perdió la noción del tiempo, e incluso de dónde estaba. Apretó los párpados, deseó desear volver a su vida aburrida.
El dolor era extraño, tenía la capacidad de alterar el entorno, silenciar sonidos y manipular el minutero. Tardó en remitir. Cuando lo hizo, Jerôme creyó escuchar una voz robótica y desconocida: «lo siento mucho —decía—. Venid a la Linde cuanto antes, te prometo que haré lo que esté en mi mano por ayudar. No te rindas».
Abrió los ojos tan despacio que bien podrían haber pasado segundos u horas. Dominique permanecía ahí, a su lado. Enseguida le ofreció la cantimplora llena, por lo que supuso que había ido a por más brebaje. Las pesas, ahora, dolían como calambres, soportables pero incesantes.
—¿Estás bien? —le preguntó el ladrón con una sonrisa tenue, algo forzada—. Pensaba que los besos rompían maldiciones, no al revés...
—Estoy bien. —Apenas podía verlo, pero lo sentía cercano—. Esto no tiene nada que ver contigo, te lo prometo. —Podría haberle contado el resto, no lo hizo, pues el deseo latente y apaciguado de querer cambiar su vida podría malinterpretarse—. ¿Adónde vamos ahora?
—A un sitio en el que podrán ayudarte con eso, si quieres.
Se llevó las manos a las pesas: eran parte de él, de su vida; la marca de su linaje. Renunciar a ellas era como renunciar a su propia sangre. Evasivo, jugueteó con el relicario. A pesar de estar a punto de fallecer, el sueño le seguía transmitiendo una sensación mágica.
—Puede que aún podamos hacer algo por él... Si tan solo pudiera averiguar de quién es, mostrarle su propio valor...
—Es una idea encantadora. —Dominique sonreía, aunque en su mirada cristalina brillaba la pena—. Sé que lo conseguirás.
Lo tomó del mentón y lo besó en la frente, algo que a Jerôme le extrañó.
—¿Me ayudarías? —tanteó—. Juntos será más fácil.
—Yo... Blues, yo no... —titubeó Dominique. Se apartó un poco ante el gesto decepcionado de Jerôme—. Nuestros destinos son distintos.
El reciclador suspiró resignado.
—Lo entiendo.
De pronto, unos gritos los alertaron y ambos corrieron hacia la furgoneta. Allí, en el suelo, sobre un futón, Isabelle se revolvía en sueños.
—¡Es mía! —gritaba—. Por favor, no me la quites. —Las lágrimas le surcaban el rostro a la par que la respiración se le entrecortaba como si estuviera a punto de darle un ataque de ansiedad—. ¡No quiero olvidarla!
Dominique se acuclilló a su lado e intentó despertarla arrullándola y empujándola. Finalmente, la joven abrió los ojos. Al verlo, ella lo empujó hacia atrás como si acabara de ver a su peor enemigo.
—¡No dejaré que me la robes! ¡Es mía!
—Isabelle, soy yo: ¡Dominique!
Sin embargo, ella no reaccionaba, seguía en trance, presa de la alucinación, y Jazz no lograba calmarla. Entonces, Jerôme descubrió pequeñas pesadillas nocturnas que, cual mosquitos, revoloteaban alrededor de Bell. La hoguera improvisada que les protegía de ellas se había reducido a simples brasas y, por tanto, había perdido eficacia, así que mientras el ladrón sostenía a una embarazada noctámbula, el reciclador revivió el fuego a toda prisa.
—Dominique, ¿qué te han hecho? —lloraba ahora Isabelle—. Devuélvemela, no puedes dársela... ¡Domi! Tiene que quedar algo de voluntad en ti, ¡devuélveme a mi hija!
Una pesadilla se había quedado atrapada detrás de su oreja, aferrada con ocho patas hechas de sombra. Jerôme se lo hizo saber a Dominique por medio de señas, se acercó cauto por la espalda y, en cuanto el ladrón inmovilizó a la embarazada, él le quitó el parásito como quien quita una garrapata. Las pesadillas del desierto rojo eran muy peligrosas, sin embargo, aquel día, descubrieron que las de la estepa aún lo eran más.
Isabelle parpadeó despacio. Luego, retrocedió asustada y haciéndose cargo de la situación.
—Eres tú —afirmó tras cerciorarse de que Dominique era Dominique. Lo abrazó fuerte y lloró sobre su hombro—. Ha sido horrible...
—Todo se solucionará, tranquila.
—¿¡Cómo!? —exclamó ella, todavía alterada por el mal sueño—. Porque no lo veo posible después de que hayamos perdido nuestra única carta.
—No es la única —interrumpió el reciclador.
Ambos lo miraron, Bell, con una mueca de desaprobación.
—La usurpadilla no es una opción —negó.
Jerôme no se refería a eso, ni siquiera sabía por qué habían pensado aquello, pero no tuvo tiempo de defenderse, porque Dominique tomó las manos de su amiga y habló antes de que él mismo pudiera hacerlo.
—No es mala idea, Bell. Yo no tengo muchas opciones, nunca las tuve. Nadie logra escapar del Joyero.
—Te prohíbo usar la usurpadilla —zanjó ella—. Los sueños se reciclan, renacen, son reemplazables. Pero los recuerdos no, los recuerdos son lo que somos. Dominique, olvidar es morir, y ni yo ni mi hija seremos partícipes de ello. Júrame que no harás algo así.
—¡Pero si muero no servirán de nada! Y Nayra...
—¿De nada? ¿Estás seguro? En ese caso, dime: ¿por qué La Fábrica de Recuerdos sigue dándonos energía? Los recuerdos son lo que somos, Domi, si me olvidas, matas una parte de mí. ¿Eso harías? No pienso dejar que mi hija represente esa carga. Júrame que no usarás la usurpadilla.
Jazz agachó la cabeza y apretó los puños.
—Está bien...
El reciclador y Bell compartieron una mirada triste, pues ambos eran conscientes de que el ladrón no estaba dispuesto a cumplir la promesa. Aquel arrojo al sacrificio y sus ganas de olvidar eran algo muy doloroso de ver, como si deseara sacrificarse.
—¿Y si compro vuestra libertad? —preguntó Jerôme, en un último intento.
—No estás hablando de ir a comprar verduras, Blues —suspiró Dominique—. Ruth compró la libertad de Isabelle y le salió mucho más cara de lo que imaginaba. De hecho...
—Le salió cara porque decidiste huir y esconderte en nuestra casa —lo interrumpió ella—. Pero ningún reciclador podría pagar por un esclavo del joyero, y menos por Dominique, para comprarlo a él la ofrenda debería de ser colosal. Aquel sueño era lo único que podía valernos.
—¿Adónde crees que vamos, Bell? —retomó Dominique—. Hay otra forma, te lo prometo.
Nota de autora:
En su discurso, Isabelle menciona la Fábrica de Recuerdos. Si queréis saber cómo funciona y por qué los recuerdos son tan importantes, os recomiendo daros una vuelta por el relato con el mismo nombre (La Fábrica de Recuerdos). Son poco más de dos mil palabras que arrojarán un poquito de luz sobre este universo.
Sé que el capítulo es muy tranquilito, para compensar, también he intentado que no sea muy largo. Espero que no se os haya hecho pesado.
¡Un abrazo!
Por cierto: ¡Feliz día del libro! ¿Os habéis regalado alguno?
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