13. Una pequeña aliada

El brebaje de Bell era una auténtica maravilla: ¡gran parte del dolor se había desvanecido en apenas unos minutos! Sin embargo, la quemadura del vientre le seguía torturando, tanto por la quemazón como por lo que implicaba. Consideró que lo mejor sería ahorrar el disgusto a sus compañeros y no decir nada.

Miró hacia atrás para comprobar el estado de Roberta. Puesto que ninguno de los dos quiso renunciar a su vehículo principal, acordaron llevarla a remolque. Ahora, temía que la velocidad a la que conducía la embarazada pudiera dañar los aerodeslizadores o, peor aún, volcar la avioneta y liberar a su pequeña aliada.

—Has conducido todo el día, Bell, ¿y si te tomo el relevo?

Ella lo miró enojada a través del retrovisor y volvió la vista al frente, aunque en el desierto y de noche era complicado distinguir camino alguno.

—Ya sabes que no puedes tocar a Berta, no le gustas.

Lo triste es que así era. Todas las veces que había intentado conducir ese trasto habían terminado en fracaso.

—Deberíamos intentarlo. No has descansado nada, y te recuerdo que estás embarazada.

—¡Sé perfectamente que estoy embarazada! No necesito que nadie me lo recuerde.

No insistió más, era inútil y no sabía cuánto tiempo le quedaba antes de que el veneno cumpliera su labor. No quería malgastar el tiempo en discusiones. Junto a él, el reciclador se mostraba aliviado. Llevaba el cabello tan enredado que parecía tener un nido en la cabeza y sus párpados luchaban contra el sueño mientras apoyaba la frente en la ventanilla. Se arrimó a él y lo besó en la sien.

—¿Estás mejor? —preguntó.

Jerôme asintió perezoso.

—Solo debo evitar los pensamientos que las despiertan.

¿Acaso esos pensamientos tenían que ver con él? De ser así, su cercanía se convertía en la fuente del dolor. Deseó estar equivocado, porque se sentía atrapado en un reloj de arena y cada partícula era un instante que no quería desperdiciar. Por más excusas que pusiera Isabelle, aquellas pesas eran terribles: no entendía por qué alguien negaría la felicidad de sus hijos.

—¿Vas a contarme ahora cuál era tu plan? —espetó la embarazada, venenosa y sin tomarse la molestia de mirarlo, lo que era de agradecer en su situación—. Ibas a abandonarme.

—Solo quería que estuvierais bien. Estoy chipado, sabes que no puedo regresar a la Capital.

La embarazada tragó grueso.

—Si hubiéramos vendido el sueño, todo estaría bien. Lo estará cuando lo hagamos.

Jerôme carraspeó. Dominique giró y sus miradas se encontraron compartiendo un secreto a voces que podría destruir su amistad con Isabelle. Temía una reacción en cadena de verdades incómodas que nunca surgieron, aquellas que él mismo ocultó solo por protegerla. Sí, podrían haber vendido el sueño, comprar su libertad y acogerse a la protección que la Capital ofrecía a los refugiados, pero no todo era tan bello. El Joyero quería a Ruth muerta; liberar a la persona equivocada siempre traía consecuencias. Si al menos hubieran aceptado irse... En lugar de ello, decidieron montar su pequeña familia en la casucha del desierto e ir a la Ciudad de los Proscritos a su puro antojo, desfilar ante las narices del Joyero mostrando a todos los esclavos aquello que podían alcanzar y que, en realidad, les correspondía por derecho.

—¿Piensas quedarte callado? —le instigó.

—Quería asegurarme de que todos estabais bien, y el sueño no me daba esa garantía. —En cambio, seguir adelante con su plan le aseguraba que Jerôme no fuese castigado, que Bell lograra la libertad y que ni ella ni Ruth salieran nunca más de la Capital—. Gira por ahí —indicó. El desierto rojo estaba dando lugar a una leve llanura que se afrondaba a medida que avanzaban. Isabelle obedeció de un volantazo y Roberta emitió un molesto chirrido—. Ya no importa, Bell... —zanjó.

—¿Dices que no importa? —gritó ella—. «Querida Isabelle, espero que entiendas que he hecho lo mejor para todos. Me hubiera encantado conocer a Nayra, estoy seguro de que serás una gran madre. Gracias por iluminar mi vida. Por cierto, Tristán vendrá a buscarte y te llevará el dinero. Te quiero». —Recordaba, punto por punto, cada palabra de la carta que él mismo le había redactado—. ¡Era una nota de despedida! ¿Por qué, Domi?

Jerôme se aproximó con disimulo y, sin dejar de observar el paisaje, entrelazó los dedos con los suyos. Le gustó sentir su contacto en aquella muestra de afecto cuando, claramente, él también estaba sorprendido con el contenido de la carta.

—Cuando llegues a esa roca, gira a la derecha —disimuló, y el verdor de los ojos de Bell le deslumbró con ira a través del espejo.

—¿¡Qué roca!? —No había nada ante ellos, solo la espesura a la que alcanzaban los faros de Berta. La noche estaba en su máximo encierro y ni siquiera la gran luna roja brillaba en el cielo. Frenó el vehículo y exhaló despacio—. Descansaremos aquí.

—Tiene un pie en la vejiga —aclaró Jerôme, lo que provocó una risotada por parte del ladrón y una mueca de enfado por la de Bell.

—Comeremos y dormiremos, y sí, también mearemos.

Salió de allí como si huyera de una manada de usurpadores, sin linterna ni farol.

Bendita naturaleza que lo había librado de un interrogatorio.

—¿A mí me contestarás? —preguntó Jerôme con los ojos negros tan abiertos que realmente parecían pozos a punto de llevárselo a otro universo.

Dominique lo miró de frente, y debido al mal gesto que hizo al girarse, el dolor de la marca atacó de nuevo, aunque lo eludió y, en pos de quejarse, acarició el rostro de Blues.

—¿Seguro que ya no te duele?

—Es de mala educación responder con preguntas —señaló Blues—. Ella no sabe que me diste el sueño. ¿Cuál era tu plan?

—¿Importa? Solo quiero que Bell llegue a la Capital y pague la fianza de su esposa. —Le besó en los labios, despacio, y juraría que sus mejillas se enrojecieron—. Pero sin que tengas que renunciar al sueño.

—Puedo ayudar —divagó el reciclador, pensativo—. Tengo dinero ahorrado.

Dominique rio con ternura. Le resultaba adorable la buena fe de su compañero.

—No podrías. Liberar un esclavo es casi imposible y la fianza de Ruth es muy cara. No está a tu alcance.

El reciclador hizo un mohín disgustado que Dominique calló con un nuevo beso, aunque este se vio interrumpido por el recuerdo de que aquel gesto tan íntimo había sido el causante de que las pesas se activaran. Se apartó de golpe. Jerôme se quedó perplejo, con la boca entreabierta y avergonzado por el desplante. Maldijo para sí, no quería pasar sus últimas horas alejándose de él ni con su mejor amiga enfadada.

—Lo siento, Blues, pero no...

—Déjalo, lo entiendo.

El reciclador salió al exterior y, en cuestión de segundos, el frescor de la noche empañó los cristales, dejando a la vista caritas tristes, notas musicales y el nombre de Jazz seguido de un «gracias».

La música para espantar a las pesadillas sonaba alegre, no podría decirse lo mismo de ellos, que permanecían en silencio, tristes y sin mirarse los unos a los otros.

Isabelle y Jerôme asaron verduras en una hoguera improvisada con una pastilla de memorial. Los destellos que se elevaban eran mágicos y cada llama bailaba con regocijo iluminando con distintos colores.

Dominique se mantuvo alejado, odiaba esa incomodidad que se había elevado entre los tres como si se tratara de un muro y no sabía cómo reaccionar. Se puso en pie y fue hacia la avioneta tan solo para distraerse. Allí, abrió la pequeña caja de madera.

—Parece que tenemos que aplazar nuestros planes, pequeña —le dijo al animalillo que había en ella—. Tranquila, pronto nos iremos de viaje.

Ahora que no había ninguna solución a la vista y que ni todo el dinero del mundo podría revertir el veneno, ¿qué más daba? Al menos, dejaría una pequeña fortuna, algo con lo que pudieran seguir adelante.

—Dominique, ¿qué sucede? —Jerôme esperaba tras él y lo contemplaba dubitativo—. ¿Nos estás evitando?

Raudo, cerró la caja y volteó con una sonrisa.

—¿Yo? ¿Por qué iba a querer separarme de las personas más maravillosas del mundo? —replicó, y no sabría decir si sonó sincero o irónico, pero era la verdad—. Solo venía a por esto. Hace una noche espléndida para brindar. —Tomó de la parte trasera la botella de licor de allenas y se dirigió a la hoguera esquivando la mirada desconcertada de su compañero.

Fue hacia la hoguera sin darse cuenta de que Jerôme había hecho una pequeña parada antes de seguirle.

—Siéntate a mi lado —rogó Bell, apenas lo vio, palmeando la misma roca en la que se sentaba—. Has de comer para recuperarte.

Por instinto se llevó la mano a la quemadura, sobre la ropa. Era soportable. Se sentó, llenó los vasos y repartió, incluido al reciclador, que recién se sentaba frente a ellos.

—Será divertido verte bebido, Jerôme.

El aludido lo miró de reojo, con una especie de tristeza de la que no pudo evitar sentirse culpable. Tendría que darle una explicación, se la debía a los dos. ¿Cómo reaccionarían?

Isabelle rechazó el trago: permanecía pensativa, incluso juraría haber visto resbalar una lágrima por su mejilla. La abrazó fuerte y con necesidad. Entonces, ella se derrumbó sobre su hombro.

—¿Sabes qué es lo peor? Si Neo no te hubiese encontrado, te habrías ido. No es justo...

Al escuchar el nombre de Neo, algo similar a la rabia lo golpeó con crudeza. Neo se había criado con ellos, en teoría, estaban unidos, pero con el tiempo, quien antes fuera un buen amigo, había resultado no ser más que un ruín lacayo del Joyero que casi parecía disfrutar siendo esclavo y haciendo la vida imposible a sus viejos compañeros.

—No pronuncies su nombre...

—¿Adónde pensabas ir? —prosiguió Bell—. ¿En serio ibas a irte sin darme ninguna explicación? ¿En qué pensabas, Dominique?

—Lo siento. Quería asegurarme de que los dos conseguíais vuestro objetivo.

—¿Cómo? —La embarazada se separó de sus brazos y los focos verdes se convirtieron en una amenaza tangible—. ¿Los dos? —Viró hacia Blues, él no se hizo de rogar. Llevó la mano al bolsillo derecho hasta extraer la cadena, poco a poco, con el relicario que albergaba al sueño—. ¡Me mentiste! —Se puso en pie, irritada, y respiró hondo mientras negaba con la cabeza una y otra vez.

—No, no lo hice —se defendió Dominique—. Nunca te dije que fuera a venderlo.

—¡Dijiste que harías lo correcto! ¡Confié en ti! Te acogí en mi casa cuando te fugaste, me mantuve a tu lado a pesar de que enredaste a Ruth para esa misión y la capturaron, después de todo... ¡Me traicionas!

Dominique intentó calmarla con otro abrazo, de nuevo, ella lo empujó.

—Todo va a salir bien, Isabelle. He averiguado cómo conseguir el dinero para pagar tu libertad. Si no fuera así, no se lo habría dado. Confía en mí.

—¿¡Qué otra forma!? ¡No la hay, Domi!

—¡Solo confía! Te lo prometo, Isabelle, todo saldrá bien. Sabes lo importante que eres para mí.

Ella no terminaba de ceder, pero al final, sus hombros se relajaron y, arropada por él, volvió a sumirse en el llanto.

—¿Qué plan? —sollozó.

—Este —interrumpió Jerôme. Ahora, en sus manos, llevaba la cajita que había dejado en Roberta.

—¡No la abras! —El ladrón soltó a la embarazada e intentó arrebatarle el objeto a Jerôme, mas él no se lo consintió—. ¡Es peligroso!

—¿Qué hay ahí dentro, Domi? —preguntó Bell.

—Jerôme, no se te ocurra, por favor...

—¿Pensabas que iba a dejar que te suicidaras? —escupió él.

La abrió y un pequeño aullido surgió de su interior. Dentro, una usurpadilla ondeaba y levantaba su medio torso, si es que los gusanos gastaban de eso. La reacción de Isabelle no se hizo esperar.

—¿En qué pensabas, maldito bocazas? —gritó—. ¿Ibas a vender nuestros recuerdos?

—Los míos —replicó el ladrón con la mirada ausente.

—¿Después de tantos años, acaso no son los mismos? —Su porte era serio, indignado, dolido. Ya no lloraba, no obstante, no necesitaba ver lágrimas en sus ojos para saberla rota—. No dejaré que hagas eso. Estamos a tiempo de vender el sueño...

—¡No! —exclamó él—. Tienes que dejarme hacer esto, Bell, es lo mejor para todos, es lo que quiero hacer.

—¿Quieres olvidarme? —intervino Jerôme.

Se situó frente a él y tras observarlo durante varios segundos, intentó besarlo. Dominique rechazó el roce, no porque estuviera enfadado —pues no tenía capacidad para ello—, sino por no causarle más daño.

—No me ignores —amenazó Blues, e insistió de nuevo en el beso. En esta ocasión, Dominique sí respondió, exhaló la preocupación y lo abrazó fuerte, en busca de un consuelo que no creía necesitar, pero que descubrió que sí—. No dejaré que te sacrifiques. Si es la única forma, venderemos el sueño.

Entre ambos sostuvieron el relicario formando un colchón de cuatro manos. Quizá, verlo, acallaría sus miedos. Quizá, verlo, le recordara a Jerôme que no tenía sentido renunciar a él.

No obstante, cuando lo abrieron, el sueño ya había perdido casi todo su brillo.



Nota de autora:

Hoy no ando muy inspirada para hacer notas de autora, pero os voy a contar un secreto: tuve que quitar un pequeño arco por no excederme, gracias a ello, Dominique sigue teniendo dos ojos XD

Ahora...

¿Esperabais que tuviera una usurpadilla? 

¿Y lo del sueño? 


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