10. Encrucijada
Jerôme agradecía estar en un desierto, gracias a ello, no existían obstáculos y Berta se abría paso a través de las dunas como si las rajara con un bisturí. No sería de extrañar que la estela que dejaban atrás tuviera la fuerza oportuna para convertirse en una tormenta de arena, pues, de vez en cuando, alguna piedrecilla despistada chocaba contra la yema de su dedo con la ventanilla como única —y eficiente— protección.
—Deja de dibujar en el cristal —lo regañó Isabelle—. Las manchas se quedan.
El reciclador ocultó su mano en un gesto inocente. Hacía calor, por lo que los dibujos que hizo no eran visibles: aquella mujer carecía de pruebas con las que incriminarlo. Se cruzó de brazos y lanzó una mirada de suficiencia.
—Estarás contenta, conseguiste lo que querías.
—¿Ah, sí? ¿El qué? ¿Un viaje de cinco horas o que me estropees las ventanillas?
—Librarte de mí —puntualizó.
Isabelle lo contempló sobre el hombro por más tiempo del que el reciclador consideró prudente, teniendo en cuenta que iba al volante. De nuevo, agradeció la falta de obstáculos.
—¿Eso crees? —dijo. Ante la afirmación de Jerôme, negó un par de veces y chasqueó con la lengua—. Me gusta ver a Dominique ilusionado, es bueno para él, pero no voy a permitir que nadie le haga daño.
—Fue sin querer.
—¿En serio? ¿Tú sabes lo que se ha arriesgado por ti? Jerôme, en estos momentos la vida de las personas que más amo está en riesgo, cosa que podríamos haber evitado si Dominique ya hubiera vendido el sueño. ¿No puedes entenderlo?
¿Por él? ¿Qué tenía que ver en todo ello?
—No lo vendisteis porque os pillaron.
—¿Eso fue lo que te contó?
Jerôme se encogió de hombros. No sabía qué pensar, ¿acaso le había engañado? Reposó la frente en el cristal y visualizó al ladrón. Si se lo hubiera dicho...
—No le des más vueltas —sugirió ella—. Él es así. Se cree que mintiendo y tirándose piedras encima nos protege, como si los demás fuésemos muñequitos de porcelana, hasta que de tanto proteger, nos rompe.
En esta ocasión, su voz era triste, pero carente de rencor. Más que nunca, Jerôme se sintió como un monstruo por lo mal que les había hablado. En el fondo, una aventura como la de los últimos días era un sueño hecho realidad.
—Lo de esta mañana —balbuceó—... Lo siento. Supongo que me puse...
—¿Celoso? —Los labios rojos se curvaron en una sonrisa agradecida—. No deberías, Domi es como mi hermano pequeño —confesó—. Puede que yo me pasara de sobre protectora, pero es que ha sufrido tanto... Espero que esté bien. —Tragó grueso y agitó las pestañas en lo que Jerôme creyó un esfuerzo de retener lágrimas. Los últimos momentos con Dominique habían sido extraños y le habían dejado un sabor amargo al que le acompañaba un mal presagio. No tardó en comprender que a Isabelle le sucedía lo mismo.
—¿Dominique está en peligro? —quiso saber.
—Ya no, todo estará bien. —En realidad, parecía que hablara con ella misma, como si repitiera un mantra o las respuestas de un examen—. ¿Quieres que ponga algo de música?
No sé fijó en cómo el reciclador agitaba la cabeza de izquierda a derecha, sino que lo dio por sentado. Por fortuna, la música era suave, también algo melancólica. Ideal para viajes incómodos.
—¿Qué pasará con el sueño? —preguntó Jerôme pasado un tiempo.
—Supongo que lo convertirán en joyas. Los diamantes oníricos son muy codiciados y ese pedrusco da para muchos.
Jerôme suspiró. No entendía quién podría pagar una fortuna por algo efímero, pues si lo quebraban y seccionaban, el sueño nunca se cumpliría y terminaría muriendo sin remedio alguno. Era una realidad inefable.
—No tiene sentido. No durará...
—Eso forma parte de su encanto. Las cosas más valiosas siempre son efímeras.
Volvió a suspirar, algo que, por alguna razón, no había parado de hacer en las últimas cuarenta y ocho horas. Recordó su viaje en la avioneta, que también fue efímero, y aquellos breves instantes con Jazz. ¿Por qué ahora pensaba en él con ese apodo? De pronto, no sabía si estaba dolido por el sueño o por el adiós. Agitó su cabeza de un lado a otro, como si le estuviera picando un centenar de parásitos.
Hubo un frenazo y la furgoneta se detuvo en seco, elevando una gran nube de arena.
—¿Qué sucede? —preguntó sorprendido el reciclador.
—Sucede que no puedo conducir así. Vamos a hacer un descanso.
—¿En serio? ¡Paramos hace menos de dos horas!
Isabelle salió del vehículo y se guardó las llaves en el bolsillo. Antes de alejarse, lo fulminó con la mirada, pero él no había hecho nada malo.
—Ahora vengo.
—¿Adónde vas?
Las mejillas blancas se sonrojaron un poco, como si no quisiera decírselo, aunque la vio caminar con las rodillas juntas y enseguida sacó sus propias conclusiones.
—¿¡Otra vez!? —exclamó con descaro.
—¡Las que haga falta! —chilló ella, oculta tras un montículo—. ¿Crees que me gusta tener un pie clavado en la vejiga?
Se dejó caer hasta fundirse con el asiento y se deslizó hacia abajo en una postura un tanto rara. Por increíble que le pudiera parecer, estaba cansado. Al cerrar los ojos, su imaginación lo llevó a la alfombra de la casucha del desierto, donde se vio arropado por cojines y mecido por una sensación mágica. Una parte de sí deseaba estar ahí.
La pesa se volvió a activar. Jerôme emitió un fuerte gruñido y se sujetó a sí mismo con fuerza. Visualizó el habitáculo laboral y se obligó a desear estar ahí, dándole a la manivela de la recicladora, volviendo a la amargura de su monotonía.
La embarazada no tardó en volver y percatarse de su molestia. Retiró una cantimplora de la guantera y se la acercó con una autoridad casi maternal.
—Bebe.
—¿Me dormiré? —preguntó él.
—Dormido no podrás subir al zepelín —recalcó ella, con obviedad—. Solo te aliviará.
Jerôme aceptó el brebaje. El efecto no fue total, pero sí rápido. Se enderezó y lo volvió a guardar en su sitio con una mueca de alivio. Entonces, entre todos los objetos que se almacenaban ahí, vislumbró un pequeño aparato metálico de diseño similar a un reloj, aunque con una diminuta rueda de búsqueda y un mini altavoz con forma de gramófono.
—¿Eso es un intercomunicador? —señaló.
Isabelle lo cogió y lo miró extrañada hasta que un movimiento de cejas se chivó de que al fin había recordado de dónde había salido.
—Es muy antiguo, no creo que funcione, pero supongo que te lo puedes quedar.
Tras cedérselo, la joven se volvió a sentar y arrancó el motor.
Durante el resto del trayecto, Jerôme intentó activar el artilugio; estaba convencido de que si lograba contactar antes de su regreso y dar una explicación coherente a lo sucedido, podría librarse del castigo que tanto le atemorizaba. Así pues, tras varios soplidos, zarandeos y vueltas de tuerca, logró su objetivo y el intercomunicador lanzó un ruido blanco. Rezó para que aquel trasto viejo y obsoleto le permitiera hablar con sus padres e introdujo la frecuencia. Al poco, le llegó una voz familiar, aunque distorsionada.
—¿Quién es?
—¡Mamá!
—¿Jerôme?
—Sí, mamá. ¡Me alegra tanto oírte!
—¡Hijo mío! ¿Dónde estabas? Nos dijeron que robaste un sueño, pero no les creí, estaba convencida de que te había pasado algo. ¡Ay! En el templo no dejan de repetirlo una y otra vez: «un Diener cometiendo un hurto», impensable. Ya les he dicho que seguro que hay una explicación, que es imposible que tú hagas algo así. Has de volver cuanto antes...
El reciclador se masajeó la frente. Sus sospechas se habían confirmado y si la noticia había llegado tan lejos, no había nada que pudiera hacer por más que su madre se mostrase comprensiva.
—Respira, mamá. Todo ha sido un malentendido. Yo no robé nada, lo prometo. Vino un intruso y... y... —Decir que se había abalanzado sobre Roberta, en lugar de dar la voz de alarma, no parecía que fuera a mejorar su situación, además, temía un interrogatorio que pudiera perjudicar a Dominique.
—Lo secuestraron —interrumpió Isabelle, guiñando uno de los focos verdes que tenía por ojos.
—¿Quién es usted?
—Agente de seguridad al mando de la misión desierto Rojo. Hemos rescatado a Jerôme. Su zepelín sale en media hora, por lo que, si el tiempo es amable, en tres horas lo tendrá en la Capital. Necesitará que le recojan, y descanso, sobre todo descanso para recuperarse.
—¿Mi hijo fue secuestrado? ¿Cómo es eso posible? Todo el mundo sabe que los maleantes no van a la Planta de Reciclaje.
—Señora, igual quiere venir usted misma a la Ciudad de los Proscritos a firmar esa declaración. Seguro que mi equipo y yo estaremos agradecidos de saber que los criminales a los que hemos capturado son imaginarios.
Se escuchó un soplido e Isabelle se mostró orgullosa de su improvisación. Desde luego, parecía tener un don.
—Espero que estés bien, Jero. Te echamos mucho de menos. Si lo que dice esa mujer es cierto, todo se arreglará.
La comunicación se cortó, aunque antes supo que toda su familia iría a recogerlo y que la mujer de marfil que se sentaba a su lado le había sido de gran ayuda.
—Gracias —pronunció quedo. Y perfiló la misma palabra en la ventanilla.
—¿Qué te he dicho de dibujar en el cristal? —Ante la amenaza de Bell, Jerôme volvió a ocultar la mano como si nada hubiera pasado—. Todo irá bien. Y, si quieres quitarte eso que tú sabes, cuando pague la fianza de Ruth podremos ayudarte. Ella era médico, nadie tiene por qué enterarse.
—¡No! —No era la falta de ganas, sino el peso del deber. Si por un casual su familia descubría que había hecho algo así, las pesas de responsabilidad no serían nada comparado a lo que le esperaba, pues no existía peor traición para el clan que renegar de sus tradiciones.
—Solo si quieres, tranquilo —lo calmó la embarazada.
Su piel contrastaba sobremanera con su cabello oscuro, al igual que aquellos ojos color esmeralda que irradiaban luz propia, quizá por pasar tantos años viviendo en el interior de una montaña. Ambos luceros permanecían fijos en el camino que tenían delante. No entendía la animadversión que había tenido hacia ella al principio. Al fin y al cabo, era tan cascarrabias como él y tan optimista como Dominique.
Claro, que ella era la razón de que tuviera que regresar sin el sueño.
Debían estar bastante cerca, porque el desierto había quedado completamente atrás y las dunas habían sido sustituidas por zonas rocosas. Si antes estaban solos, ahora estaban rodeados de cientos de vehículos, de tierra y aire, que se dirigían a la estación situada en la falda del volcán extinto o a los montacargas que daban a la Ciudad de los Proscritos.
Uno de esos vehículos, con hélices y volando raso al suelo, se aproximó hacia ellos. Rápida, Isabelle se ocultó en su asiento, sin más que un codazo por aviso, aunque por una vez, Jerôme reaccionó a tiempo y se contorsionó de una forma casi imposible para agarrar el volante.
No sabía de qué o quién se escondía su compañera de viaje, así que se fijó en los integrantes que la habían atemorizado: la mayoría no eran más que sombras humanoides, de extremidades tan alargadas que en una carrera correrían el riesgo de pisarse las manos. Al volante, en cambio, presenció un hombre de gesto elegante, vestido a rayas y con un sombrero de copa cuya sombra cubría la parte superior de su rostro.
—Ya se han ido —advirtió a Isabelle en cuanto les hubieron rebasado. Ella volvió a tomar el control de Berta y a él le dio un fuerte calambre mientras obligaba a su espalda a volver a una postura más ergonómica—. ¿Quiénes eran?
—El emisario del Joyero y sus espectros.
Jerôme recordó la sombra que había visto en el desguace improvisado de la casucha y en seguida ató cabos. ¿Sabría Dominique que esos inquietantes seres merodeaban por su hogar? ¿Sería algo casual o lo habrían descubierto? Sintió un mal presentimiento acompañado de un miedo irracional.
Desde donde estaban, ya podían ver el zepelín y los pasajeros que accedían a él en hilera, como si fueran hormigas domesticadas por una reina impasible.
—Es inútil, mira: está a punto de despegar. Igual deberíamos dar media vuelta —sugirió.
—Lo dudo, cariño. Siempre llego a tiempo a los sitios, es como un superpoder que tengo.
Aquella afirmación no le dio mucha confianza, aunque tampoco se la daba el subir allá arriba ni el reencontrarse con su familia, menos aún tras pensar que Dominique estaba en peligro. Debían dar media vuelta. Nervioso, agitó los dedos en el bolsillo de la chaqueta. De súbito, dio con algo cálido y metálico: ¡el relicario! ¿Qué hacía ahí? Rápido, retiró la mano como si le quemara e intentó disimular. Era obvio que Jazz no se lo había confesado a su amiga, y se sintió culpable y agradecido a la vez.
Podría realizar el sueño.
—Hemos llegado —anunció la embarazada.
Tenía razón, habían llegado incluso cinco minutos antes.
—¿Qué será de vosotros? —preguntó afligido.
—Que seremos libres, lo que es un alivio, porque de no ser así, los días de Dominique estaban contados.
—¿Qué quieres decir con eso? —la increpó en un sobresalto.
—Si me paro a explicarte eso, perderás tu carruaje volador, Jero. Solo has de saber que gracias al sueño, nuestro amigo vivirá.
La sangre se le congeló en el cuerpo y estaba seguro de que el color del cobre había abandonado su tez.
De pronto, se escuchó un sonido metálico seguido de un anuncio:
—«Último aviso para pasajeros del zepelín 111, vuelo directo a la Capital».
Si abandonaba ahora, el sueño nunca se haría realidad. Tenía la responsabilidad de llevarlo cuanto antes a la Fábrica de Sueños, allí alguien se encargaría de mover todos los hilos para que pudiera convertirse en recuerdo. Dar media vuelta cuando estaba tan cerca sería un gesto tan irresponsable como cruel, muy alejado de lo «correcto».
—¿Bajas o qué? —lo apresuró Isabelle.
Nota de autora:
No sé si me dará tiempo a corregir, pero antes del pistoletazo me gustaría dejar colgado el capítulo 11.
¿Qué creéis que ocultaba Dominique? ¿Estará bien?
¿Esperabais que le hubiese dado el sueño?
¿Jerôme se subirá al dirigible?
Muchas gracias a todos quienes estáis siguiendo esta historia. Temía que al tener cierto toque infantil, salierais corriendo. La verdad es que escribirla está siendo muy sanador.
¡Feliz sábado!
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