II
Había llegado el día que tanto esperaba, aquel que ameritó tantas horas de viaje. Los caballos estaban agotados, ellos mismos lo estaban, por lo que aprovecharon los momentos en las góndolas para poder descansar sus piernas y sus ojos. La oscuridad de la cercana noche parecía llamarlos a dormitar, el viento en las esquinas ululaba fríamente; los pájaros ya se habían ocultado, temerosos a los secretos venecianos, y la luna de a poco se hacía un espacio en el firmamento. Liona no podía pestañear ni por un solo instante, sentía que al distraerse, al parpadear, su vida correría peligro y su plan quedaría en la ruina.
El gondolero parecía interesado en Liona, aunque remaba para acercarlos al carnaval, de soslayo la observaba, quizá se preguntaba si se trataba de un hombre o de una mujer. Era usual en los carnavales caer en la homosexualidad, en la promiscuidad y romper las leyes morales; una mujer vestida de hombre no era algo fuera de lo común, pero ella se veía tan varonil que lograba confundirlo a la perfección. Su casaca era azul, combinando con su calzón, resaltando de esa forma el chaleco café que junto a su peluca grisácea y su tricornio bajo el brazo, acompañado de su ceño poblado y fruncido en su piel bronceada, le brindaba ese aspecto varonil que buscaba conseguir.
Liona giró para verlo, pero el hombre enseguida le devolvió la mirada, dedicándola una pútrida sonrisa, con dientes faltos y negros. Enseguida corrió la mirada para ver sus amarillentas y agrietadas uñas que manejaban la góndola, su extraño aspecto y su siniestra mirada que parecía esconder algo.
Ese gondolero no le gustaba nada.
El sol bajaba cada vez más, la noche comenzaba a cubrirlos como una manta de tinieblas, una manta que velaría por los pecados cometidos aquella noche, testigo de la maldad, del horror y el placer.
Lodovico posó su mano en la de Liona, pero el gondolero ignoró ese acto. Por esos días se ignoraba todo lo extraño y prohibido, porque lo prohibido era ley durante el carnaval. Liona no quiso mirarlo, temía arrepentirse de sus decisiones, de perder aquella valentía que con esfuerzo fue implantando en su alma, pero no pudo evitar verlo de reojo. Las ropas y máscara de médico de peste resaltaban en él en esos tonos negros y humo, su máscara de cuervo se mantenía fija en su rostro, observando la nada, lo que podría ser el final de su propio destino.
En góndolas contiguas viajaban sus compañeros en aquella aventura, pero los diferenciaban sus motivos, unos buscando la diversión del pecado, los otros buscando recuperar algo perdido, ¿quién era más egoísta, quién más altruista? Ninguno podía decirlo, porque cada uno seguía sus propios deseos mundanos. Distraerse ante la seducción de la hermosa Venecia le parecía desagradable a Liona, quien aferraba su mano a Lodovico.
La góndola se detuvo junto a la callejuela, donde la música resonaba en los recónditos pasillos de Venecia, las pomposas vestimentas y las máscaras cubrían a todos en la ciudad, quienes se permitían romper las reglas por aquellos días, donde la ley no era ley y los niños podían ser reyes. Donde el rico era pobre y el pobre era rico, donde las fantasías podían ser cumplidas y lo inmoral se volvía moral.
Descendieron de la góndola dirigiéndose al carnaval, pero la risa de aquel gondolero, quien se alejaba sin dejar de mirar a la extraña pareja, produjo un escalofrío en la espina dorsal de Liona. No quiso girar para verlo, pero la risa del gondolero siguió escuchándose a lo lejos, perdiéndose entre las danzas del viento.
Liona sintió asco, asco de todas esas impías personas, pero a su lado, Lodovico sintió asco de sí mismo por haberse permitido caer en aquellas sombrías mentiras, seducido por los demonios y sus propios deseos lujuriosos.
Ilusamente se había permitido dejarse seducir por los colores, por el alcohol y por las mujeres desinhibidas que le dedicaban miradas lujuriosas. Había caído y había perdido por culpa de sus deseos su propia identidad.
Lodovico sacudió su cabeza. Eso quedaría en el pasado, él no volvería a caer, Liona no lo permitiría, ella era quien lo mantenía con vida en todo momento.
Se sujetaron del brazo para poder infiltrarse entre las personas que se divertían en aquella fiesta pagana, y no faltó mucho tiempo para que sus amigos se alejaran, perdiéndose entre la seducción de las danzas y máscaras. Solo Lodovico se quedó junto a ella, quien llevaba esa máscara de médico de peste. Únicamente Liona llevaba su rostro descubierto en aquella fiesta, podía notar que las personas a su alrededor la observaban con sorpresa, como si no pudieran creer que en verdad se animara a mostrar su rostro, pero esa era justamente la idea.
Mujeres con vestidos flotantes, petillos ajustados resaltando sus pechos prominentes y tontillos que casi imposibilitaban la caminata de cada uno entre la multitud. Los colores exaltados, las flores y formas diversas, y aquellas máscaras, ¡oh! Esas máscaras blancas de diseños extravagantes, cual muñecas perfectas, muñecas frágiles y de porcelana que incitaba a cualquiera a adorarlas, pero muñecas que parecían observarte y seguirte con la mirada desde las sombras.
Danzas y disfraces alabando al Ladrón de Rostros, máscaras para cubrir los propios rostros en búsqueda de no perderlos jamás. Aquellos pobres viajeros, seducidos ante las bellas mujeres, los pomposos vestidos y las danzas, terminaban por perder su propia identidad.
Por cinco años, Lodovico y Liona habían estudiado los diferentes casos, las leyendas que se contaban y arremolinaban entre los niños de los diversos pueblos. Cuentos contados para asustar a los más pequeños e instarlos a obedecer a sus madres, pero cuentos que ambos conocían como una verdad.
Cinco años de martirio y dolor, de desesperación y ansiedad, pero había llegado la hora. El cielo era oscuro, la noche cubría a todos esos impíos alabando a un ser de la oscuridad, cuya propia existencia no tenía ninguna explicación. La luna se encontraba en lo alto, como único testigo de las mentiras venecianas, del encubrimiento hacia el Ladrón de Rostros.
Liona observó a todos a su alrededor, consciente de que era la única que no llevaba máscara. Buscó entre tantas personas para asegurarse de ser la única, de esa forma el Ladrón de Rostros solo acudiría a ella, quien sería su víctima, su sacrificio. No tenía nada que temer con Lodovico ahí, junto a ella.
Entre las danzas y desfiles fue empujada hacia el centro de un círculo formado por hombres y mujeres enmascarados, quienes alzaban sus mangas anchas pagoda hacia los cielos, recibiendo entre alegría a un ser que bajaba como una sombra, como una tinta cayendo sobre ellos, goteante y tétrica. Liona se quedó gélida en su lugar, porque aunque había leído todos aquellos documentos y había oído las leyendas, nunca nadie se lo había descrito de esa forma. Era incorpóreo, una masa traslúcida negra, un conjunto de sangre coagulada, pero que con la cercanía a ella comenzaba a tomar una forma humanoide. Manos alargadas y dedos delgados la sujetaron del rostro, clavando sus uñas en la piel de ella, haciéndola chillar de horror, mientras que un rostro comenzaba a formarse en el de esa criatura, quien apoyó su frente contra la de ella, pegando su piel a la suya. La tinta negra comenzó a adherirse al rostro de Liona, quemándole como aceite hirviendo, como si de a poco su piel se estuviera derritiendo, llenándola de pánico.
¿Y Lodovico, dónde estaba Lodovico?
Sintió miedo, puesto que se suponía que su amado acudiría para tomar su venganza y salvarla de tal pérdida. Ese era el plan, él intentaría capturar a la criatura o eliminarla, pero él no estaba allí. La había abandonado a su suerte.
Podía oír sus propios latidos del corazón, sentía su garganta ardiendo por gritos que nadie parecía percibir, cubiertos por la música y las danzas alrededor de ese fuego y ese círculo en aquel ritual pagano.
La sustancia negra comenzó a emerger de su piel dirigiéndose al Ladrón de Rostros, una a una, como finas líneas que parecían convertirse en agujas y, de a poco, Liona comenzó a sentir cómo su propia visión se alejaba, comenzó a notar su rostro figurándose en esa masa negra frente a ella, y cuando cada una de esas agujas negras la liberó, solo atinó a caer al suelo tocando con desesperación su cara. No podía sentir forma alguna, no podía distinguir una cavidad ocular, fosas nasales o siquiera una boca. No había vellosidades, no había curvas de perfil, no había nada más que una cosa de piel sin forma.
Su rostro había desaparecido.
Quiso gritar, quiso llorar, pero no había ojos para poder hacerlo. Quiso gritar, nuevamente, pero no existía cavidad bucal que pudiera emitir algún sonido. Quiso ver, pero todo era oscuridad.
Sintió que la volvían a empujar hasta casi caer al agua, pero fue sujetada por una mano fuerte, una mano que se sentía callosa y dura, y eso la obligaba a reconocerlo como Lodovico. Quiso gritarle que era un traidor, por lo que comenzó a golpearlo en el brazo una vez se encontró en las callejuelas. Lo sintió acariciarle el rostro desaparecido, esa cosa de piel que llevaba como rostro. No pudo evitar golpearlo, arrebatándole así aquella máscara de cuervo, de médico de peste, pero él la sujetó de su mano, incitándola a acariciarle el propio. Él tampoco era nada más que piel, no había formas, no existían curvas, no había vellosidades, no había nada. No era algo que la sorprendiera, ella lo sabía, ella lo había conocido sin rostro, siempre escondiéndose, saliendo durante la noche, entre las sombras y la oscuridad. Oculto del mundo, de los dedos señalándolo o antorchas persiguiéndolo. Y ella lo había amado aun así, sin oír su voz, sin saber cómo era. Ella lo había amado igual, y había confiado en él.
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