El Viaje
P R E F A C I O
El calor le castigaba la piel de la cara. La lengua, pastosa y seca, clamaba por un mísero sorbo de agua, mientras los músculos de las piernas gemían internamente de dolor a cada paso que se hundía en la arena.
Alzó los ojos hacia el cielo despejado, sin nube alguna, tan diferente al nublado al que estaba acostumbrado. Bajó la mirada en busca de un imposible, de una sombra, un refugio, el atisbo mínimo de un muro, una casa, un templo de columnas majestuosas y bajorrelieves de vivos colores.
El paisaje sólo le devolvió la visión de un vasto páramo de dunas interminables, de ondas en la arena y neblina en el horizonte.
Frunció los ojos doloridos por la invasión de luz y escudriñó con la mirada el brazalete que tenía colocado en la muñeca derecha. A simple vista, parecía una pulsera laboriosa, con un intrincado diseño parecido a un laberinto de líneas doradas en su superficie.
El Laberinto del tiempo, le pasó por la cabeza. Miles de caminos, cientos de ellos sin salida.
Comprobó el foco de origen y miró a su alrededor. Se había desviado del punto del Eje del Tiempo, pero no demasiado. Estaba en el sitio correcto, lo notaba, pero algo había mal.
Se dejó caer y las rodillas se hundieron en la arena ardientemente bajo la piel al descubierto.
Ra, ¿intentas castigarme?
El aire espeso y cálido le impedía respirar bien, era como inhalar fuego de un volcán, caminar por la arena, como hacerlo sobre ascuas al rojo vivo, mirar al cielo, como estar ciego. El cuerpo se resentía a cada segundo y la visión se le emborronaba por momentos.
Había viajado allí para acabar muriendo en las arenas del desierto. Después de tantos años de estudio, de preparación, de memorizar mapas del Tiempo a la luz de las velas.
El resto del cuerpo tocó la arena, demasiado exhausto. Las pestañas se le llenaron de las pequeñas partículas de cristal, mientras un remolino de aire silbaba a su alrededor.
Padre, ¿no he sido un buen Hijo del Tiempo? ¿Un buen discípulo?
Esboza una pequeña sonrisa y cierra los ojos agotado con el pulso acelerado por el calor. La piel, la cabeza, le arde y no puede más que dejar que esas llamas invisibles le abracen y le nublen la mente por completo, haciéndole caer en el abismo de la negrura hasta perder la consciencia.
P R I M E R A P A R T E
—¿Estás seguro que ha habido una alteración del registro?
El muchacho alzó la mirada del grueso libro y asintió.
—Estoy más que seguro. Esta línea de aquí —señala con el dedo en la gruesa página, —no es de las originales. Se sumó en algún punto diferente al Eje principal del Tiempo.
Apartó el dedo y pasó un par de páginas hacia atrás en el grueso volumen. A su lado, se agolpaban más libros abiertos, envejecidos y llenos de filigranas y acontecimientos, escritura cuneiforme y jeroglíficos.
—Reino medio... —leyó en voz alta.
—Apenas hay alteraciones en tu rango de estudio.
—Esta la es, estoy seguro. Alguien cambió el curso original de la historia. —Volvió a la página de antes, donde una larga lista de cargos políticos y militares la llenaba por completo. —Comandante de las fuerzas del Reino. Kai Am-Ra.
—¿Un posible Destructor?
El muchacho agitó la cabeza, se echó hacia atrás en la silla y se frotó los ojos para relajar un poco la vista.
—No lo sé, Yixing —respondió desviando la mirada hacia su compañero.
Era un chico joven con gafas redondas que escondían unos ojos soñolientos cubiertos por un flequillo rebelde. Llevaba una túnica marrón, de corte simple y unas filigranas en las mangas de color dorado, los pies descalzos tocando la madera del suelo.
—Quizás se lo puedes comunicar al Apóstol —comentó Yixing, que estiró una mano y arrastró el libro hacia él. Pasó un dedo por la línea en cuestión y ladeó la cabeza.
—¿Qué piensas, Xing? —preguntó al cabo de unos segundos.
Su amigo esbozó una sonrisa y apoyó la barbilla sobre una mano.
—Algo hay. Pero... —pasó un par de páginas, —no parece una alteración muy significativa. No cambió ningún evento importante.
—Avanza hasta el siguiente reinado.
Yixing le dedicó una mirada, se mojó la punta del dedo y pasó otro par de páginas lentamente.
—Rey vigente de la Decimosegunda Dinastía: Kai Am-Ra.
—Esa dinastía debería de empezar con Amenemhat I y la instauración de la capital en Menfis.
—¿Usurpó el lugar del primogénito? —preguntó, pasando la mirada por la página—. Su reinado dura muy poco. Es asesinado a los pocos meses por uno de los herederos al trono. Su historia apenas cubre una página completa. Tendrán que enviar a un Viajero a comprobarlo y restaurar la alteración en el Eje.
El muchacho se mordió el labio y apartó la mirada de su compañero.
—Quiero ir yo.
El sonido del pasar de las hojas se detuvo.
—¿Estás loco, Luhan?
—Somos los únicos que sabemos de la alteración -replicó retornando la mirada a Yixing, que le miraba fijamente-. Nadie se enterará.
—Luhan...
—Siempre he querido salir de estos muros, explorar las épocas que estudio y controlo. Se más de ese periodo de tiempo que cualquier Viajero.
—Nuestro cometido es analizar, registrar e informar de las alteraciones, Lu. No nos han preparado para los Saltos. Somos el conocimiento, no la acción.
—Sé que tú también quieres. Te he visto observar a los Viajeros con ganas de unirte a ellos desde que eras un renacuajo.
—Nunca lo seremos —replicó Yixing negando con la cabeza. Cerró el libro con un sonoro golpe y se incorporó de la silla—. Nuestro lugar en la Orden del Tiempo es inamovible.
—¿Desde cuando sigues de manera tan tajante las normas? —contraatacó, levantándose también. Le puso una mano en el hombro y le dedicó una sonrisa antes de proseguir—. Eras el primero en escaparte, en soñar más que ninguno con tus épocas, Xing. ¿Recuerdas el libro de registros? Una vez usaste la tinta del Tiempo para crear tu propio mundo paralelo. Nuestro refugio en el Eje a espaldas de los Apóstoles.
Yixing bajó la mirada al suelo.
—Sabes que aquello no terminó bien, como tampoco lo hará esto si sigues adelante con tu plan. —Apartó la mano de Luhan y caminó hacia uno de los ventanales. El cristal ofrecía la más profundas de las oscuridades en una noche de luna nueva—. Además, necesitas un brazalete para abrir un portal y entrar al Laberinto. ¿Cómo piensas conseguir uno?
Luhan observó a su amigo con detenimiento. La túnica le quedaba algo corta y estaba llena de barro por abajo.
—Ya tengo uno.
—¿Qué? —Yixing se giró. La luz de una de las velas de la habitación se reflejó en sus gafas. —¿A quién se la has robado? Si su propietario la echa en falta y te descubren, te echarán de la Orden.
Luhan se acomodó el cuello de la túnica y se mordió el labio.
—No lo he robado. Iban... a incinerarlo con él —aclaró.
Yixing separó los labios y después los frunció. Su mirada se endureció a la par que se empañaba ligeramente detrás de las gafas.
—No... No te referirás a... ¿Cómo has podido? Él...
Luhan trago saliva y dio un paso hacia su compañero.
—Yixing...
—¡No, Luhan! ¡¿Cómo has podido!?
—Me dijo que...
—¡No me importa lo que te dijo! —le interrumpió alzando la voz. Dio un par de pasos y acortó la distancia entre ambos—. Era... es... ¡Parte de él! ¡No tienes derecho, Lu!
—Yixing, cálmate —le pidió cogiéndole de los hombros.
—¿Cómo...? ¿Cómo has...? No... —Volvió a negar con la cabeza y le dio con un puño en el pecho. —Eres mi amigo, Lu. No has podido coger su brazalete. No la de él.
—Yifan...
—No pronuncies su nombre —le interrumpió con voz grave—. No te atrevas si valoras nuestra amistad.
Se alejó de él y negó una tercera vez con la cabeza.
—¿Sabes? Haz lo que quieras —dijo devolviéndole la mirada—. Pero si acabas muerto igual que él, no te lloraré —añadió caminando hacia la puerta de salida.
—Le dijiste lo mismo a él —habló Luhan cuando estaba a punto de tocar el pomo—. Dijiste que le odiarias pero sigues visitándole tras tanto tiempo. Tu túnica te delata —aclaró.
Un silencio tenso se instaló entre ambos, uno que hablaba de pérdida y sentimientos encerrados, de lágrimas derramadas y abrazos a un cuerpo tembloroso en la oscuridad.
Yixing no pronunció palabra alguna. Giró el pomo y, sin tan siquiera una despedida, salió por la puerta.
Luhan no pudo más que verle marchar con el corazón preocupado.
**
Notaba el cuerpo frío bajo la túnica. Abrió los ojos y parpadeó varias veces. Todavía permanecía una vela encendida, su mecha consumiéndose lentamente.
Se incorporó de la cama y agudizó el oído. No se oían pasos en el pasillo de las alcobas. Buscó su macuto de piel y se pasó la correa por encima de la cabeza. Comprobó el contenido, apagó la vela, y salió con sigilo de la habitación. En el exterior, reinaba el silencio. Sólo se llegaba a oír los mantras de algún discípulo a lo lejos. Ayudado por las lámparas de aceite suspendidas en la pared y la familiaridad, caminó por el pasillo y se internó por un pasadizo poco frecuentado. En la tranquilidad de la noche, el templo de la Orden parecía cubierto por un halo de magia, por una niebla etérea que le acompañaba a medida que se internaba más en los recovecos del edificio.
Si algo había hecho durante todo ese tiempo, era guardar el brazalete a buen recaudo. Era un objeto poderoso. Incluso él, como mero discípulo de los Eruditos, podía notar el poder que emanaba, la magia del Tiempo de la que estaba hecho. Sólo los Viajeros tenían el privilegio de portar uno. Las historias decían que estaban vinculados al poder del alma de sus propietarios pero Luhan tenía otra teoría. Tanto los Viajeros como los Eruditos eran Hijos del Tiempo, lo único que los diferenciaba era la decisión de un Apóstol cuando eran traídos al templo de la Sabiduría, el corazón de la Orden.
Muy dentro de él, oía la llamada de ese brazalete desde que lo tuvo en sus manos tras la muerte de su propietario. Había sido una experiencia emocionante, el calor en los dedos, las líneas doradas del laberinto grabado en la superficie. También resultó bañado de tristeza. Aquel brazalete estaba en sus manos porque un Viajero había muerto. Uno que había tenido rostro y nombre para él, y un significado especial para su buen amigo Yixing.
Llegó a una sala llena de estanterías con libros gruesos y antiguos, una pequeña sala de estudio apenas usada y que le servía de refugio personal. Pasó los dedos por los bordes de las estanterías y llegada a una, esta se desplazó y dejó a la vista un pequeño entrante en la pared.
Ahí estaba todo lo que necesitaba. Indumentaria adecuada a la época tomada prestada del armario de los Viajeros, agua, raciones de comida y, sobre todo, el brazalete, que emanaba un brillo a través del paño con el que estaba cubierto.
La emoción empezó a embriagarle por dentro. Por fin iba a tener la oportunidad de recorrer la época que tanto había sido de su estudio. Caminaría por el Egipto de los Faraones. Respiraría el aire cálido de las tierras del Delta, siempre tan fértil, y hundiría los pies en las aguas frescas del Nilo. Para alguien como él, era una oportunidad de oro.
Se desvistió y se puso el shenti, un faldellín atado a la cintura que le cubría hasta un poco por encima de las rodillas. Se colocó una peluca sobre el pelo corto y un pequeño bolso de lino que reemplazó por el de cuero en el que metió lo esencial. Sólo restaba el brazalete, que puso al descubierto y admiró durante unos segundos antes de colocárselo en la muñeca derecha.
De inmediato, notó como una fuerte corriente partía del objeto y se le extendía por todo el cuerpo de manera invasiva, como si quisiera tomar control de él.
El Tiempo es peligroso, jugar con él mortal. Que se guarezca el Viajero, pues el Tiempo no dejará que se recorra el Eje con el mar en calma, recordó que leyó en uno de los escritos de la biblioteca.
Lo principal era demostrar al brazalete que no podía controlarle, y así lo hizo. Cerró los ojos y se concentró. Volcó todo su poder mental y lo canalizó hacia el objeto, hasta que la sensación invasiva se estabilizó.
El Viajero, como Hijo del Tiempo, tiene el poder para invocarlo, para abrir un portal y sumergirse en el Laberinto.
Luhan extendió una mano e intentó invocar ese poder. Al principio no ocurrió nada, seguía viendo la misma pared, las mismas sombras producidas por la vela que había encendido al entrar, bailando sobre la superficie de madera. Pero entonces, percibió una ondulación y cómo algo le tiraba del centro del pecho y, de repente, se vio sumergido en una espiral de luz e imágenes que pasaban a toda velocidad.
Se concentró en el brazalete y visualizó las dunas de Egipto, la fecha en el registro, el nombre del faraón vigente. Intentó decirle su objetivo, para que le guiase en el laberinto de imágenes. No estaba seguro de estar consiguiendo algo, pero sí notaba que si permanecía demasiado tiempo ahí, el Laberinto se llevaría su energía. Era como si se la estuviera extrayendo segundo a segundo. Una sensación desagradable, de cierta merced a lo inevitable.
Y entonces, el Salto ocurrió.
S E G U N D A P A R T E
Algo le recorría un cuerpo y le producía un hormigueo en la piel.
Luhan abrió los ojos y un manto de estrellas le dio la bienvenida, el mar azul y ocre que conformaba el cuerpo de la diosa Nut curvándose en toda su extensión por el techo. Parpadeó un par de veces, desconcertado, y bajó la mirada.
Estaba tumbado en el suelo, sobre una esterilla de algún material vegetal. A su izquierda, una tea encendida procuraba un foco de luz que le permitió ver un poco la habitación en la que estaba. En el aire se percibía un ligero olor a incienso y la humedad del agua cercana. Había carencia de objetos. Sólo un pequeño jarrón y un cuenco. Las paredes estaban desprovistas de toda decoración, bastas, frescas al tacto de la más cercana a él.
Adobe. Una mezcla de barro y hierbas. Voluble en su producción, resistente una vez seco al sol radiante de Egipto.
Intentó incorporarse, pero sus músculos se quejaron al instante, agarrotados y doloridos. Se mantuvo tumbado y respiró profundamente para acallar el dolor. Se sentía débil, ligeramente febril, como si hubiera estado enfermo durante días enteros.
Volvió a sentir el cosquilleo en la piel y bajó la mirada al pecho. Sus ojos se abrieron de más al ver un escarabajo negro, caminando sobre la piel. Era grande, negro como el azabache, sus antenas y patas inquietas. Observando a su inesperado compañero, notó que llevaba un colgante al cuello. Lo cogió entre los dedos y miró curioso su forma.
Era una anj de color dorado, la llave de la vida, símbolo protector.
—Nuestro huésped ha despertado —dijo una voz.
Luhan apartó la mirada del colgante y la desvío hacia la entrada de la habitación, donde un hombre de piel tostada le miraba con gesto neutral.
—¿Dónde estoy? —preguntó con voz quebrada.
El desconocido se movió, volcó el contenido del jarrón en el cuento y se acercó hasta él.
—En el Cuartel de las puertas del Sur —respondió con voz áspera. Le ofreció el cuenco y Luhan intentó incorporarse de nuevo, esta vez con más éxito, lo suficiente para llevarse el cuenco a los labios—. Un guardia que patrullaba al alba le encontró en las arenas del desierto —añadió.
Tras beber un par de tragos de agua, se detuvo a observar con más detenimiento al hombre. No parecía en absoluto un guardia. Vestía camisa de lino y shenti, y en uno de los dedos llevaba un anillo con el símbolo del dios Hapi. No había ausencia alguna de pelo en la cabeza, el rostro y los brazos, lo que denotaba que intentaba mantenerse alejado de las enfermedades y los piojos. Sólo le restaban las cejas, de lo contrario, hubiera pensado que era un sacerdote de alguna de las casas de los neteru.
—La guardia quería detenerle por posible espía, pero el brazalete que porta en la muñeca los ha detenido.
Luhan desvío la mirada a la muñeca derecha, nervioso de repente, pero se tranquilizó al ver que todavía llevaba puesto el brazalete.
—¿A qué se refiere? —preguntó notando sus palabras transformadas al idioma nativo. Lo había estudiado durante años, pero hablarlo con alguien le hacía pararse a pensar lo que decía con cuidado.
—Lleva la misma marca que el Enviado de los dioses, el hijo del Faraón —respondió.
Luhan frunció las cejas, confundido. ¿Había otro Viajero en esa época? ¿Sería el Destructor?
—Vengo de... muy lejos, para hablar con él —dijo midiendo las palabras.
—¿Viene... del mismo lugar que él? Vuestros rasgos... son parecidos.
—No puedo decirlo. Sólo los dioses deben de saberlo.
—Y la voluntad de los dioses no debe ser juzgada —replicó el hombre haciendo una señal de respeto. —Pero ahora debéis descansar. Las fiebres han menguado pero vuestro cuerpo es débil...
—Han —se presentó notando que la pesadez le empezaba a embocar la cabeza. El alivio momentáneo del agua se estaba desvaneciendo.
—Han —asintió el hombre con la cabeza poniéndole una mano en el hombro y obligándole a tumbarse de nuevo.
—¿Cuándo podré ver al... Enviado?
—Volverá de una expedición cuando Ra haya renacido tres veces. Podrá quedarse en la Casa de Curación de palacio mientras tanto. Tendrá vestimentas limpias y nadie os molestará. Ahora descanse, Han.
Luhan no replicó. Siguió con la mirada al sanador hasta que desapareció por la puerta con pasos silenciosos, la llama de la tea titiló y, protegido por Nut y embriagado por el aroma a incienso que todavía permanecía en el aire, cerró los ojos.
**
La Casa de Curación era un lugar tranquilo y agradable. Una construcción de forma cuadrada de muros frescos con un patio interior, donde un lago con flores de loto, ofrecía un refugio del calor abrasador que calentaba la tierra y los muros de piedra. Allí no había lugar para las paredes de adobe, y la decoración simple. En los terrenos de Palacio, reinaba la piedra, las teas, las sirvientas con sus cuidadas pelucas y sus vestidos semitransparentes caminando de un lugar a otro. Había luz, color en los murales, en los bajorrelieve que contaban historias, batallas batidas dinastías atrás. Hablaban de los dioses, de renacimiento, del ciclo solar de Ra y su viaje eterno.
Luhan se sentía un poco como un niño pequeño, explorando un mundo adorado durante tantos años. Era como ver un sueño hecho realidad. Mejor incluso que eso. Pero, aún con la emoción en cada poro de la piel, se mantenía cauteloso. Era un extraño allí después de todo, un extranjero que vestía ropa de lino y portaba una peluca trenzada, como uno más, pero un extranjero después de todo.
Había recibido la mirada traviesa de más de una sirvienta y la peligrosa de algún guardia que se ponía a la defensiva hasta que veía el brazalete en la muñeca y se relajaba. No podía culparles. No era una cara conocida en esos terrenos.
Al tercer Alba, caminó hasta el Nilo, la amplia extensión de río que nacía más allá del Bajo Egipto y desembocaba en el Delta. Observando como Ra ascendía poco a poco sobre el horizonte, tiñendo de tonos violetas y anaranjados las aguas, creyó ver como la diosa Anuket presentaba sus respetos al dios en la manera en que la brisa agitó los juncos de la orilla y formó pequeñas olas en la superficie del río.
Estando ahí, comprendía del todo la belleza que representaban tanto los egipcios, la importancia que le daban a la naturaleza y a las cosechas, a los rituales de los dioses que veían representados en las cosas más simples. La magia se percibía en cada brizna de aire, movimiento del agua y reflejo del sol. Pero la magia no es todo luz brillante y benevolencia. También está manchada de dolor y sangre.
Al atardecer, cuando Ra estaba a punto de emprender su camino de renacimiento, el sonido de unas voces autoritarias le llamó la atención. Dejó el pergamino en el que se había puesto a trabajar en el suelo y se incorporó para investigar.
—¡Rápido! ¡Vamos, vamos! Ty, informe al sumo sacerdote para que venga lo antes posible. ¡Y cerrad las puertas, nadie debe entrar!
Luhan vio sangre manchando el suelo, pies polvorientos que corrían llevando un cuerpo hacia la sala principal de Curación. Cuatro hombres, dos de ellos soldados y dos curanderos, lo sujetaban, mientras un brazo inerte se bamboleoba en el aire con un brazalete con el grabado de un laberinto dorado él.
—Han, ¡ayúdenos! Despeje el catastro y busque tiras limpias de lino -le pidió el curandero que había visto al despertar. Nuret era su nombre.
Obedeció sin dudar apartando los ojos del objeto, adelantó al grupo y abrió la puerta por la que se colgaban los últimos rayos de Ra. Un par de teas estaban encendidas y daban luz al lugar. Inspeccionó rápidamente con la mirada e identificó lo que buscaba con facilidad, además de un par de tarros que abrió y olió antes de acercarlos al catastro donde te dieron el cuerpo.
Lo primero que vio fue la piel tostada por el sol, un par de piernas largas y musculosas y el shenti manchado de sangre. Se oyó el rasgar del lino mientras el sanador pedía a los guardias que esperarán fuera. Luhan, mientras tanto, siguió subiendo la mirada. Un pequeño río de sangre se extendía por un pecho marcado, cuyo origen provenía de una profunda herida en el hombro izquierdo.
—Han, ¿sabéis de medicina? ¿Algo que deba ser de mi conocimiento sobre él en especial?
Luhan miró a Nuret a la cara. Tenía un gesto de concentración en él mientras mojada las tiras en agua y mezclaba el contenido de los tarros es una pequeña vasija. Apretó los labios. No sabía nada en específico de la persona que estaba tumbada delante de él, ni siquiera sabía si era un Viajero o un Destructor que se había apoderado del brazalete de uno, o alguien como él, deseando emprender viaje al pasado remoto de Egipto. Sin embargo, en esencia, sus cuerpos eran iguales, nada los diferenciaba. Los conformaban piel, músculos, vasos sanguíneos, un corazón, dos pulmones. Había afecciones, efectos secundarios de los Saltos y de caminar por el Eje del Tiempo, pero era imposible saber a primera vista si sufría de alguno de ellos.
Negó con la cabeza y Nuret siguió con su trabajo, dándole una orden al otro joven que estaba con ellos. Luhan, por su parte, cogió una de las telas empapadas y empezó a lavar la herida. En la Orden, no sólo estudiaban historia y hechos cronológicos. También se versarán en los procesos de la curación, en las hierbas y el restablecimiento del equilibrio interior de las personas. Su camino no era convertirse en Viajeros pero sí velar por estos, incluso ser asignado a uno si sus fuerzas interiores se llegaban a sincronizar.
—Hicsos —murmuró al ver el estado de la herida. Un profundo corte que se hundía en el músculo que rodeaba la zona del hombro.
El mortal enemigo de los egipcios. Versados en la guerra, crueles con sus hachas en la batalla. Muchas eran las historias recopiladas en los libros sobre su temperamento. Si el muchacho sobrevivía, tendría una cicatriz importante para el recuerdo.
No podía distinguir bien sus rasgos al mirarle el rostro. La sangre, la mugre, y la arena lo deformaban. Sólo llegaba a ver unos labios gruesos, una mandíbula cuadrada y una fina capa de pelo negro por cabello.
Nuret no se entretuvo en limpiarle el rostro ni el resto del cuerpo, sus ojos y manos estaban centrados en la herida sangrante que llenó de apósitos y hierbas una vez Luhan la limpió como le fue posible. Al otro lado de la ventana, se hizo la oscuridad y, en la sala de Curación, sólo la luz de las teas daba luz para trabajar en el herido.
El proceso fue lento, pero al cabo de un tiempo, Nuret se lavó las manos en la vasija tiñendo el agua de rojo y soltó un suspiro.
—Sólo queda que los dioses le den la fuerza suficiente para sobrevivir a la noche. Kep, cierra todas las puertas. Esta noche, el Palacio de la Curación no dejará entrar a nadie más. El Ka y el Ba del príncipe no deben viajar lejos de su cuerpo, ni que nadie ajeno perturbe su sueño de curación.
—¿Y si el Faraón quiere verle? —preguntó Kep.
—Decidle que aguarde y venga cuando Ra renazca. Kai tiene un sendero que recorrer esta noche.
Kep asintió y se retiró formalmente, cerrando la puerta tras él .
Luhan devolvió la mirada al muchacho tendido.
—Alguien debe quedarse junto a él y asegurarse de que las fiebres no le consuman. ¿Podría terminar de limpiarle y estar con él? Mi cuerpo está cansado y ese muchacho es un misterio del que usted sabe más que yo.
—Claro. Será un placer —respondió.
Rato más tarde, se encontró solo en la sala, con un paño limpio en las manos y agua nueva en la vasija. De rodillas en el suelo, lo pasó con cuidado por la frente del muchacho que aún no había abierto los ojos. Había permanecido inconsciente todo el rato, pero ahora su respiración era tranquila, bien distante de la ajetreada al llegar.
Bajo la suciedad y la sangre, se apreciaba más piel tostada y unos rasgos marcados que se fueron descubriendo poco a poco a medida que enjuaga y volvía a pasar el paño por el rostro. Una frente ancha, unas cejas oscuras, una nariz ancha y levemente achatada, y unos labios gruesos y agrietados. Un rostro agraciado en conjunto y que destacaba entre los que había visto en lo que llevaba de tiempo ahí, y que se asemejaba al suyo. Un rostro que, para su sorpresa, le era familiar.
Si no se equivocaba, Kai no era un Destructor.
Bajó rápidamente la mirada y observó el brazalete. Le cogió la mano e intentó moverlo un poco, una tarea difícil, pues estaba muy apretado. Sin embargo, lo consiguió un poco, lo suficiente para poder entrever a la luz de la tea un dibujo en color negro, un triángulo con un portal en el centro.
Aquello despejaba sus dudas, sin embargo, aún tenía una. Viajó con la mirada hasta la otra muñeca que todavía está sucia, y la limpió con el paño. Al hacerlo, unas finas líneas negras aparecieron tatuadas alrededor de la articulación, como finos brazaletes que iban ascendiendo por el antebrazo hasta el codo.
Luhan se incorporó y se alejó un poco para contemplar en conjunto a quién tenía delante de él.
No era un Destructor. Tampoco un Enviado. Era un Viajero, y no uno cualquiera.
—Jongin —susurró.
Su nombre resultaba raro de escuchar tras tanto tiempo. En la Orden era una leyenda, un icono, el modelo a seguir por los aprendices de los Viajeros. Su capacidad para viajar era innata, más que la de cualquiera. Tanto, que le consideraban un verdadero hijo del Tiempo, nacido en el mismo Laberinto. Las historias contaban que había aparecido de la nada en medio de una reunión de Apóstoles. Su primer Salto siendo sólo un bebé. Para un Viajero cualquiera, el primero ocurría después de años y años de entrenamiento.
Encontrarse con él resultaba totalmente inesperado y le llenaba de preguntas que pugna al por salir. Pero se mantuvo callado, pocas respuestas iba a recibir del muchacho inconsciente, así que se hizo lo que le pidió Nuret. Terminó de limpiar el cuerpo del Viajero, con respeto y cierta admiración. Estudió los tatuajes del antebrazo y los que se fueron revelando en otras zonas de la piel, al igual que sus facciones y complexión. Su rostro era joven, con cierta redondez que le confería un aire de niñez, aunque podía ser muy mayor. Viajar por el Laberinto trastornaba el envejecimiento del cuerpo, podía retrasarlo o acelerarlo según la zona que se recorría. Jongin podía tener veinte años, cuarenta o diez.
En algún punto de la noche, cayó dormido, pues abrió los ojos y Ra ya brillaba en el cielo y se colaba débilmente en el interior de la sala. Se incorporó del suelo y observó al Viajero, que parpadeó los ojos y le miró fijamente.
Tenía un ojos oscuros, casi negros como el caparazón del dios Kepri, en los que se encontró nadando sin poder evitarlo. Su mirada estaba cargada de mil historias y viajes. Lo notaba, lo veía reflejado en esas pupilas levemente dilatadas por la penumbra en la que, en su mayor parte, estaba sumida la sala. Casi podía ver la magia del Laberinto esparcido por su iris, un pequeño mar de estrellas en una oscura noche.
—¿Quién... eres? —preguntó al fin el Viajero, separando los labios cuarteados.
Luhan parpadeó y salió del pequeño trance en el que se había envuelto. Esos ojos eran sumamente enigmáticos.
—Eres un verdadero hijo del Tiempo... —dijo obviando su pregunta.
El muchacho frunció el ceño.
—Soy Kai, Hijo de los Dioses.
—No... ¿No sabes quién eres...?
—Soy Kai, hijo de... Neferet, descendiente de Am-Ra. La diosa... Hator me protege. No soy... nadie más.
—No. —Luhan negó con la cabeza. —Eres él. Después de tanto tiempo, por fin se te ha encontrado. Eres el Hijo perdido.
El compañero de Yifan en la misión en que éste pereció. El Hijo que desapareció sin dejar rastro.
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