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Una de las cosas que seguía sorprendiendo a la gente, después de tanto tiempo con el juego, eran las normas ocultas que entrañaba. No se sabía muy bien si estaban desde el principio o las iban incorporando sobre la marcha. Por ejemplo, un Sexto podía ser un Medio y viceversa, aunque casi todo el mundo pensaba que con participar una vez te librabas para siempre de volver a pasar por ese trago.
Gracias a Samuel y Adrián se conoció una nueva regla. A lo mejor era una excepción, pero fuese como fuese les había tocado y no podían escapar de ello.
Su peculiaridad era que los dos hermanos nacieron el mismo día de hace veintidós años con solo cuatro minutos de diferencia, y participaban los dos juntos. Eran los Medios de las cinco.
Recibieron el mensaje cuatro meses atrás cuando estaban en su habitación de la residencia de la universidad volviendo de las vacaciones de Navidad. Su sorpresa fue mayúscula e investigaron a conciencia para ver si había precedentes de esa situación, pero no encontraron nada. También sopesaron la posibilidad de que fuese un error en el programa, provocado por ser gemelos, pero lo desecharon rápidamente. Nunca había sucedido ninguno en el juego o por lo menos no se había registrado. Así que decidieron seguir adelante y resignarse.
Mirándolo por el lado bueno era una ventaja. Podían protegerse mutuamente sin ningún tipo de duda. Sí, se podría pensar que, aunque no hubiesen sido los dos hermanos se protegerían el uno al otro, pero las estadísticas no decían eso. El dinero sacaba lo peor de cada uno. En su caso, ni una sombra de preocupación nublaba su situación. Se ayudarían y podrían salir de esta.
Llevaban un tiempo haciendo vida normal como cualquier estudiante de tercero de carrera. Los dos estudiaban Psicología, probablemente debido a todas las situaciones a las que se habían enfrentado en su corta vida por el hecho de ser gemelos idénticos. La gente tendía a comportarse de manera diferente cuando trataba con ellos y se dieron cuenta también de que no se comportaban como hermanos normales. Sus visitas a especialistas, debido a la preocupación de sus padres por su codependencia, influyó en su elección de profesión. Gracias a eso era más fácil protegerse entre ellos y podían llevar una agenda libre, aunque siempre procuraban en su hora estar solos y juntos.
No les resultaba muy difícil. Tenían los mismos amigos, las mismas clases y las mismas aficiones. Quedarse durante una hora al día encerrados en la habitación de la residencia jugando a videojuegos y con comida basura no era mal plan. Los fines de semana los pasaban con su familia y repetían lo mismo, más por desconfiar de los desconocidos que pudiesen entrar en su casa que de sus padres. Con ellos se sentían protegidos.
Pero algunos días, como ese, cambiaban sus planes para socializar con sus amigos. En este caso, estaban pasando el día de barbacoa y piscina en la casa de la hermandad Alphabeta, a la que pertenecían. Era una de las pocas mixtas que existían en el país, debido a la convicción de sus predecesores de que era necesario un lugar en el que discutir sus distintas teorías con hombres y mujeres por igual. Y, por tanto, celebraban el cumpleaños de Carmen, la novia de Samuel desde hacía tres años.
Allí estaban más de cien personas, que con la excusa del cumpleaños se habían acercado a la fiesta, a pesar de que la mayoría no conocían a Carmen de nada. Pero en un campus universitario el olor a carne asada, alcohol y hormonas era para los estudiantes como la miel a las moscas. Y si le añadíamos música a todo volumen, llega un momento en el que es imposible controlar el aforo del lugar. Todo estaba previsto por los organizadores y había ríos de cerveza y comida, puesto que era lo normal en estos casos.
—¿Te lo estás pasando bien, cielo?
Samuel estaba de pie al lado de la piscina. No había bebido nada de alcohol, pues no solía sentarle bien. Llevaba un bañador naranja, igual que Adrián, y sus cabellos rubios y rizados frente al sol le daban un aspecto de adonis que desentonaba con las caras descompuestas de sus compañeros que, al contrario que él, si habían decidido dar buena cuenta de todas las bebidas disponibles en la fiesta.
—Hace buen día, estás conmigo y el mundo sigue girando. ¿Qué más se puede pedir? —contestó Samuel mientras abrazaba a Carmen por los hombros y la besaba en la frente.
—Qué filosófico estás hoy. ¿Quieres una cerveza?
—Siempre lo estoy —respondió altivo—. Y no, gracias. Siento que si bebo algo ahora no podré dejar de vomitar en toda la noche.
—No exageres —dijo Carmen dándole un pequeño golpe en el brazo—. Sé la hora que es y es normal que quieras estar sereno. Pero prométeme que a partir de las seis y media te tomarás algo a mi salud.
—De acuerdo, pero porque es tu cumpleaños.
—Y porque me quieres.
—Y porque te quiero.
Carmen se puso de puntillas y le besó en los labios. Aun así, Samuel tenía que agacharse. Ella no llegaba al metro y medio y los casi dos metros de él les hacían parecer el punto y la i. Llevaban casi tres años juntos, desde que empezaron la facultad, y estaban igual de enamorados que al principio. En cuanto se vieron en la primera clase de Introducción a la Filosofía saltó la chispa. A Samuel le encantó su voz, su pelo corto y negro y su cuerpo tan pequeñito que resultaba difícil encontrarlo silenciosamente para mirarla en el bullicio del campus.
Carmen sintió la misma atracción por él y, lo más importante, era inmune a los encantos de Adrián. Su hermano nunca habría intentado quitarle a la chica que le gustaba ni en un millón de años, pero normalmente las mujeres se fijaban antes en él. A pesar de ser exactamente iguales físicamente, Adrián incorporaba a su personalidad un magnetismo que Samuel no tenía. Era fácil diferenciarlos por ese detalle para quién los conocía. Sin entrabas una habitación y estaban los dos, a Adrián lo encontrarías en el centro de la sala, hablando y gesticulando, con varias personas atendiendo a lo que decía. Y Samuel estaría en alguno de los rincones, lejos del foco de las conversaciones.
No siempre había sido así. Comenzó en el instituto y Samuel prefería pensar que había sido él quien había ido cambiando para dejar a Adrián brillar. Nunca le había importado esta dinámica hasta que conoció a Carmen. Tenía miedo de que prefiriese a una copia de él más divertida y social, pero enseguida se dio cuenta que sus sospechas eran infundadas: estaban hechos el uno para el otro.
Mientras estaban los dos juntos no existían los demás y justo en ese momento, al otro lado del enorme jardín junto a la barbacoa, Adrián alardeaba de sus dotes culinarias ante Luna y otras chicas de las que, probablemente, nunca recordaría el nombre. Con su delantal decorado con la frase "Besa al cocinero" que cubría su torso, hacía aspavientos que acompañaban a sus explicaciones y sus espectadoras no podían parar de reírse. Luna estaba un poco más apartada del grupo, pero cerca de Adrián y no se reía estruendosamente. Simplemente sonreía y miraba de vez en cuando a todas con la superioridad de quién se sabe más especial que las demás.
Luna siempre estaba cerca de Adrián. Si alguien quería encontrarla, podía preguntar por cualquiera de los dos. Su fijación era insana, pero se esforzaba mucho en disimularlo. Conocía a los dos hermanos desde que los tres iban juntos al colegio. Eran vecinos y se consideraban familia, cosa que a ella le molestaba muchísimo, pues tenía que fingir que solo le llevaba la amistad a querer estar siempre con él.
Aunque al principio fue eso, poco a poco se enamoró perdidamente de él. El problema, sobre todo, estaba en que Adrián siempre le había ignorado. Luna era una chica atractiva, delgada, con unos ojos color miel con los que conseguía todo lo que quería, menos a él. Eso hizo que, con el tiempo, conquistar a Adrián se convirtiese en un desafío, en una obsesión. Y Luna lo manejaba bien, pues sabía que al final lo conseguiría. De una manera u otra, serian la pareja perfecta con la que tanto tiempo había soñado. Pero, por el momento, seguía admirándole en silencio y calculando sus miradas y movimientos de cabello para destacar entre las demás.
—Mira, Luna —dijo Adrián manejando la parrilla con soltura—. El truco está en dejar que se quemen un poco y mantenerlas en las brasas ¿A qué es lo que nos enseñaba tu padre?
—Claro —contestó, fingiendo no prestarle mucha atención.
—Seguro que te quedan riquísimas —dijo una rubia despampanante cuyos pechos parecían querer escaparse del bañador.
Luna pensó en cuántos años tendría y qué hacía tanta gente de repente en la fiesta de Carmen. Lo que hasta hace un momento parecía una oportunidad de demostrarle a Adrián lo mucho que se podía divertir con ella la estaba empezando a agobiar.
—No tan ricas como tú, preciosa —contestó Adrián con un guiño—. ¿Cuál era tu nombre?
—Nadia —dijo riéndose junto a su grupo de amigas.
—Bonito nombre, no me olvidaré. Luna sabe lo bueno que soy para los nombres, ¿verdad?
—Claro que sí, campeón —dijo mientras le palmeaba la espalda y se alejaba del grupo.
—¡Tráeme una cerveza como a mí me gustan! —gritó Adrián entre el tumulto de la gente.
—Tres te voy a traer... —respondió Luna en voz baja.
Resoplando y sin perder la dignidad se acercó a donde parecía encontrarse la reserva más grande de bebida del jardín y tomó una botella de licor de caramelo. Pegó un gran trago y después, cuando el esófago le comenzó a arder, decidió tomárselo con más calma.
—No merece la pena. Lo sabes, ¿no?
Luna se giró y sin sorprenderse tomó otro trago mirando a Samuel a los ojos. A veces le incomodaba lo mucho que se parecían, pero lo desechaba al segundo. Lo que le hacía sentir Adrián cuando estaba cerca no se podía confundir.
—No sé de lo qué me estás hablando —contestó mientras contenía el hipo.
—Sí lo sabes. —Samuel tomó la botella y la apartó un poco de ella—. Y aún me pregunto por qué no has pasado página.
—Metete en tus asuntos, ¿vale? —le replicó Luna enfurecida. No le gustaba que le mostraran la realidad y menos Samuel, que tan bien la conocía.
—Lo siento. Sabes que te quiere muchísimo. Pero no de la manera en la que a ti te gustaría. A lo mejor si le dejas espacio, o tiempo, la cosa mejoraría.
—Déjalo, Samuel. Hoy no me apetecen sermones de hermano postizo. ¿Dónde está Carmen?
—Ha ido a saludar a unas amigas —dijo señalando al otro lado del jardín—. De verdad, Luna, no era mi intención.
—Lo sé —contestó mientras se alejaba.
Samuel se dio cuenta de que la botella que le había quitado ya no estaba en su sitio y la vio alejarse con ella levantándola por encima de su cabeza. Sonrió, sabía que Carmen podría hacerse cargo de ella con más tacto hasta que decidiese volver a revolotear alrededor de Adrián.
Por un lado, entendía la fijación de Luna con su hermano. La personalidad de Adrián era arrolladora. Todas las chicas, y algunos chicos, suspiraban por sus huesos. Era la diferencia entre ellos dos porque físicamente eran idénticos. Pero, por otro lado, no sabía cómo Luna no se había dado cuenta de que así nunca lo conquistaría. No es que fuese miembro de su club de fans, pero siempre estaba por allí, por lo que Adrián nunca la echaba en falta. Samuel estaba seguro de que si algún día Luna se alejaba de él entraría en razón y empezaría a pensar en ella de otra manera. Había intentado lanzarle a Luna indirectas durante muchos años, pero su orgullo le impedía seguir otro camino. Conquistaría a Adrián y sería a su manera. Al menos, por ahora, esta dinámica no había afectado mucho a su amistad. Aunque se empezaba a resentir un poco en los últimos años, debido al ambiente universitario que estaban viviendo los tres. Su mundo se había abierto a muchas más personas que con las que contaban antes y era más difícil mantener el trío unido. Pero, al final, todos lo intentaban y Samuel sabía que, pasase lo que pasase, Luna siempre sería una parte muy importante de sus vidas.
Aprovechó para coger otro zumo de naranja. Adrián le mataría si supiese que estaba malgastando el acompañamiento de los cocktails. No es que a su hermano no le importase estar sereno su hora de medio, pero toleraba mucho mejor que él el alcohol.
Hablando del diablo, Samuel vio como su hermano intentaba impresionar a un nuevo grupo de chicas haciendo el pino de manera atlética pero ridícula. Sonrió mientras recordaba cómo su padre les había enseñado durante las vacaciones cuando eran pequeños, contándoles que así había conseguido conquistar a su madre, omitiendo deliberadamente que se torció una muñeca intentando hacerlo sobre una barandilla y fue cuando ella lo llevó al hospital, pues era la única que no estaba bebiendo, que comenzó a interesarse verdaderamente por él.
Samuel pensó de nuevo en los diferentes que eran su hermano y él. Y estos pensamientos, junto a la proximidad a la hora en la que eran Medios, le llevó a recordar su clase de Análisis del Comportamiento unos días antes de comenzar a ser partícipes obligados del juego.
—Sextos.
El profesor Fernández, o Juan como prefería que le llamasen sus alumnos, pronunció esta palabra en voz alta mientras la escribía en la pizarra. Su clase de Análisis del Comportamiento al completo quedó en silencio. Veintiún alumnos y alumnas dejaron sus conversaciones y prestaron toda la atención a su interlocutor. Al fin iban a hablar de un tema interesante en clase. Todos habían pensado que con ese nombre la asignatura sería emocionante, hablando de asesinos en serie, dictadores y psicópatas. Pero, por ahora, solo habían hablado de conceptos técnicos sin relación con el mundo real.
—Parece que al fin he captado vuestra atención —continuó Juan con una sonrisa—. Ya sé que las primeras clases os han resultado aburridas, pero son necesarias.
—¡Qué va, profesor! —gritó uno de los alumnos provocando una carcajada general.
—Claro, claro —contestó Juan mientras se sumaba a las risas—. Hacerme la pelota no te va a subir la nota.
Continuaron con las bromas hasta que Juan pidió silencio con un gesto y se colocó en frente de la mesa. Sabía utilizar su presencia para causar el efecto deseado en los alumnos. En ese caso, todos permanecieron callados esperando que continuase.
—Vamos a comenzar con una pregunta sencilla: ¿Qué es un Sexto? —Se levantaron varias manos al unísono—. Y sí, ya sé que es algo que todo el mundo sabe, pero me interesa vuestra descripción. ¿Carmen?
—Pues... —Se aclaró la garganta. Nunca le había gustado hablar en público, pero estaba intentando esforzarse—. Son personas elegidas al azar a las que se le da la oportunidad de participar en el juego, ganando diez millones a cambio de quitarle la vida a un Medio antes de que pasen diez minutos desde...
—Gracias, Carmen —le cortó educadamente Juan—. Creo que no he expuesto bien la pregunta. Vamos a hacerlo de otra manera. Quiero que los que penséis que los Sextos son asesinos os coloquéis a mi izquierda, lo que penséis que son víctimas a mi derecha.
Murmurando, todos comenzaron a levantarse y a colocarse en la parte del aula que les correspondía. Seis se colocaron en la parte de víctimas y doce en la de asesinos. Tres personas se quedaron en su sitio, entre ellos Adrián.
—Bien, los que os habéis quedado sentados imagino que necesitaréis más información. Es una opción interesante —dijo Juan mientras miraba a Adrián, que le sonreía divertido—. ¿Alguien quiere tomar la palabra para explicar su elección?
Directamente, todos sus compañeros miraron a Samuel. Siempre solía hablar el primero y luego los demás replicaban a partir de sus argumentos.
—Parece que empezaré yo —dijo Samuel provocando risas avergonzadas—. Tengo bastante claro que un Sexto es una víctima, al igual que un Medio. Le obligan a tomar una decisión con el aliciente de la rapidez, una única oportunidad que difícilmente se podría repetir para conseguir un dinero que posiblemente cambiaría su vida. Actualmente hay gente muy necesitada y desesperada, de la que el juego se aprovecha. Tengo bastante claro que la mayoría de los Sextos no matarían en otro contexto que no fuese este.
Juan asintió mirando a Samuel. Se notaba que era su alumno predilecto por mucho que tratase de esconderlo por el buen funcionamiento de la clase.
—Muy bien explicada tu postura. ¿Quién toma la réplica?
Luna levantó la mano. A pesar de su altura, como se encontraba en primera fila el profesor enseguida la vio. Le hizo un movimiento con la mano invitándola a hablar. Luna se aclaró la garganta y dio un paso adelante, distanciándose de su grupo. Daba la sensación de querer posicionarse como líder de esta discusión.
—Queda claro que Samuel no cree en la responsabilidad individual. —El aludido le sonrió desde su posición. Siempre había existido esa rivalidad entre ellos por la excelencia académica—. Cualquier persona con consciencia tiene que ser responsable de sus propios actos, lo que a ojos de los demás matar los convertiría en asesinos. Y aún no teniéndola, el acto de quitar una vida sería reprobable hasta para un niño. Los motivos son atenuantes o no, pero no quitan el hecho de que un Sexto le quita la vida a otra persona.
—Muy bien Luna. Aquí tenemos dos puntos de vista totalmente opuestos. —Juan vio como Carmen tímidamente levantaba su mano—. Bueno, parece que alguien se quiere sumar al debate.
—Ejem... —carraspeó antes de comenzar a hablar—. Estoy de acuerdo con Samuel.
—Cómo no —dijo Adrián desde su asiento, lo que provocó las risas tímidas de algunos de sus compañeros y la mirada furiosa de Carmen, que enrojeció hasta la raíz del pelo.
—Por algo estamos juntos, ¿no? —saltó Samuel en su defensa, a lo que Carmen levantó la mano, haciendo a todos callar. Bastante le costaba hablar en público como para soportar teatritos mientras lo hacía.
—Por favor, chicos, vamos a tomárnoslo en serio —replicó Juan intentando dirigir la conversación—. Carmen, continúa.
—Gracias, profesor. Cómo empecé a decir, estoy de acuerdo con Samuel, con un pero. La responsabilidad. Hay que tener en cuenta que poca gente se verá a sí misma como víctima, por mucho que algunas personas los veamos así. Esa responsabilidad individual o remordimiento con el que lidian los Sextos les convierte en presos de sus circunstancias. Es horrible solo pensarlo.
—Buff...
—¿Tienes algo que decir, Alfonso? —preguntó Juan contestando a sus bufidos.
Era uno de los amigos de Samuel y Adrián. Bueno, de Adrián más bien. Era alto, moreno, con una sonrisa de anuncio. Su familia era una de las más ricas de la zona y todas las chicas hubiesen caído rendidas a sus pies si no fuese porque era uno de los hombres más idiotas e insufribles de toda la facultad. Para los dos hermanos se había convertido en un lastre, pero era una de las primeras personas que habían conocido en la universidad y acabaron por cogerle cariño. Además, si no llega a ser por ellos hubiese acabado muy mal en bastantes ocasiones. Después de tanto tiempo, aún seguían pensando que podrían ayudarle a cambiar.
—Me parece que todo es más simple que las connotaciones filosóficas que Carmen añade —respondió mirándose la perfecta manicura.
—Ilústranos. —Juan abrió los brazos mientras se apoyaba en el escritorio.
—Matan a cambio de dinero, son mercenarios. Asesinos.
—Muy resumido, sí —contestó Juan levantando una ceja.
—No es un resumen, profesor. Matar por pasión, celos, venganza o accidente se puede justificar. Matar por dinero, por algo tan superfluo y material, es horrible. Uno de los peores crímenes.
—Solo alguien que tiene mucho dinero le da tan poca importancia —dijo Carmen casi en un susurro intentando evitar la confrontación que se acercaba.
—¿Qué quieres decir? —contestó Alfonso, que le había escuchado, cambiando el tono.
—Quiero decir que tú no tienes ni idea de lo que significa ser pobre, o estar atrapado, o no tener nada que llevarse a la boca. —Carmen se iba encendiendo conforme enumeraba razones.
—Tranquila —replicó Alfonso intentando mantener la compostura— Si estás necesitada yo te puedo ayudar...
Guiñó un ojo y eso fue demasiado para Samuel, pero a la vez que avanzaba dispuesto a explicarle a Alfonso que había cruzado un límite, Carmen lo sujetó tímidamente y con firmeza de la camiseta. Se dio la vuelta para mirarla y ella negó con la cabeza. No quería montar un espectáculo y menos en clase. Ellos estaban por encima de todo eso. Samuel se tranquilizó y volvió a su sitio sin dejar de mirar a Alfonso, que se dio cuenta de que algo no iba bien.
—Disculpa, Carmen —dijo mientras se llevaba una mano a la cabeza, avergonzado—, pero esa salida de tono no invalida mis argumentos.
—Alfonso tiene razón —contestó Juan y añadió—, pero si vuelves a faltar el respeto a alguien te vas de clase. Bien, creo que es hora de hacer un pequeño resumen.
Se acercó a la pizarra y escribió los puntos de vista que sus alumnos habían dado. Víctimas, asesinos, responsables, mercenarios... Todos asintieron e incorporaron algunas ideas más, pero muy parecidas a las originales. Al final había dos grupos muy divididos y este debate ayudaría a que en un futuro se cuestionasen su opinión sobre estos temas. Aunque Juan sabía que eran tan jóvenes y este era un tema tan nuevo que pasarían por varias fases de pensamiento a lo largo de su vida. Eso sin contar que todo cambiaría si a alguno le tocaba participar.
Era una pena, pero con la rapidez del juego tenían bastantes posibilidades de ser un Sexto o peor, un Medio. Mientras todos seguían conversando e incluso tapándose unos a otros, lo que hizo que se juntasen varios grupitos que matizaban una misma opinión, Juan se fijó en que Adrián estaba mirándole con la mano levantada. No había hablado en toda la clase, lo que era raro en él y alimentó la curiosidad del profesor.
—Chicos y chicas, silencio. —Vio cómo sus alumnos iban apagando sus conversaciones. Señaló a Adrián, que sonrió divertido—. ¿Quieres posicionarte? ¿Algún compañero te ha convencido?
—Sinceramente, no estoy de acuerdo con vosotros.
—Cuéntanos —contestó Juan.
—Habéis dejado fuera la opción más sencilla. Un Sexto es un jugador. Ni asesino, ni víctima. Este juego, porque es lo que es, nos convierte en una categoría que antes no existía. Nos hace cavilar, apostar, arriesgarnos... Podemos perderlo todo o vencer. Tanto Sextos como Medios. Por algo existe la UPM, sus reglas no se aplican al resto de los mortales. ¡Venga! Un Sexto tiene la vida resuelta matando a alguien aleatorio. No son personas, son jugadores.
La clase enmudeció. Otra vez, Adrián había conseguido ser el protagonista, para no variar. Se podía escuchar el sonido de sus cerebros procesando el giro argumental que acababan de escuchar. Samuel se tapaba la boca disimuladamente para que no viesen su sonrisa. Él sabía lo que su hermano pensaba y no era tan simple como lo que había dicho. Pero le gustaba buscar las maneras más enrevesadas de llevar la contraria a todos, sobre todo a las figuras de autoridad como Juan. Y este también conocía las tretas de Adrián, pero le dejaba porque siempre aportaba puntos de vista interesantes que nadie más se atrevía a sacar a relucir, seguramente por ser demasiado cuidadosos para llevar la contraria a un profesor.
—Bien, es una forma muy interesante de verlo —dijo Juan apuntándolo en la pizarra— y como la clase está acabando, quiero que mañana me mandéis una pequeña redacción desarrollando la forma de pensar de Adrián.
Todos protestaron e incluso lanzaron bolas de papel amistosas a su compañero que sonreía, aceptando el desafío. Ese día no tenía nada que entregar, por lo que se tomaría toda la tarde para escribir la disertación más larga que pudiese. Sabía que Juan lo leería si no quería que lo pillase en algún renuncio durante la clase siguiente. Al final era un castigo para ambos, pero Juan sabía tanto como él cómo funcionaban estas dinámicas y lo hacía para motivarlo.
—Bien gente, mañana nos vemos —dijo Juan mientras todos recogían y borraba la pizarra, preparándola para la siguiente clase.
—Profesor —le llamó Luna mientras salían de la clase—. No nos ha dicho su opinión.
Juan recordó a Mery y a su hermana, Lorena, e intentó poner su cara más neutral mientras se le encogían las entrañas de la angustia.
—Bueno, no nos da tiempo. Pero gracias por preguntar, Luna. Es reconfortante saber que alguien quiere escuchar a cualquiera que no sea uno mismo —dijo provocando la carcajada general.
—¿Y un resumen? —preguntó Adrián.
—¿Un resumen? —Juan suspiró mientras todos le miraban—. Que no es tan sencillo.
"Jugadores", recordó Samuel.
Siempre supo que Adrián expuso esta opinión para contrariar, pero desde que escribió la redacción había temido que esa conclusión fuese la acertada: que el juego les hubiese despojado de su humanidad y se convertían todos en jugadores y espectadores. Eso hacía más peligrosa su situación. Tenía que aguantar que entre los trescientos sesenta y cinco días que duraba su partida alguien considerara que era más importante solucionar su vida que la de ellos dos. Era muy duro y terrorífico, pero siempre mantenía la compostura. El tener que enfrentarse a esto los dos juntos ayudaba. Que él supiese, nadie había tenido tanta suerte. Este pensamiento le llevó a mirar el reloj.
—Mierda.
Quedaban diez minutos para su hora y había perdido a Adrián de vista. En sus cavilaciones se había movido de la piscina y no sabía dónde podía haberse ido. Siguió maldiciendo mientras su mirada vagaba por el jardín, pensando en por qué tenía que ser tan grande y por qué había tanta gente en el cumpleaños de Carmen. No conocía a casi nadie. Cuando comenzaba a pasar los límites del nerviosismo divisó a Adrián en un rincón del jardín. Estaba hablando con Luna y ninguno de los dos parecía muy contento, sobre todo ella. Soltó aire, sintiendo como la tensión desaparecía un poco de su cuerpo y se dirigió hacia ellos dispuesto a cortar cualquier tontería por la que estuviesen discutiendo. Porque eso era lo que estaban haciendo, escuchaba el sonido de sus voces por encima de la música mientras se iba acercando.
—Te he dicho que te calmes. —Se escuchaba decir a Adrián—. No es el momento ni el lugar.
—Y yo te digo que no me da la gana —vociferaba Luna, visiblemente afectada por el alcohol—. ¿Quién te crees que eres para decirme con quién puedo estar?
—Soy tu amigo y me preocupo por ti.
—Suéltame —contestó Luna al gesto de Adrián, que le había cogido instintivamente del brazo para acercarla hacia él y no tener que hablar tan alto.
—Luna, por favor...
—No, no sigas por ahí. No pongas esos ojos de cordero degollado como si la culpa fuese mía y te estuviese haciendo daño.
Las lágrimas empezaban a recorrer sus mejillas. Lágrimas de rabia, que acompañaban a su cuerpo tensado y sus ojos rojos. Adrián se apartó más de ella y levantó las manos en actitud de derrota.
—Está bien. Haz lo que quieras, pero luego no digas que no te avisé. Vas muy borracha y ese tío...
Adrián apretó los puños mirando hacia el chico que apenas unos minutos atrás tonteaba con Luna e intentaba llevársela dentro del edificio. Su fama le precedía, se había acostado con bastantes chicas de la hermandad y de manera poco honrosa, aprovechando las fiestas y el alcohol. Adrián siempre se había comportado correctamente con él. Al contrario que Samuel, no le gustaba meterse en conflictos morales y todo lo que hacía este chico era muy ambiguo.
Pero cuando lo vio con Luna algo en él saltó. No quería que se aprovechase de ella en las condiciones en las que estaba, ni en ninguna otra. Luna era su amiga, su hermana. No pensó que ella se pudiese enfadar cuando los separó, creía que incluso le agradecería librarse de ese baboso, pero no fue así. Adrián no había contado con las cantidades de alcohol que Luna llevaba en el cuerpo y con que estaba bastante furiosa con su tonteo a lo largo de la mañana con diferentes chicas, cada cual más joven y guapa.
—No eres mi padre.
—Pero Luna, eres como mi hermana.
—¡No soy tu hermana! —gritó Luna fuera de sí. Mucha gente comenzaba a interesarse disimuladamente por la discusión.
—Tranquila. —Adrián estaba confundido. No esperaba que la conversación acabase siendo así.
—No soy tu hermana. Ni nada tuyo. Ni siquiera parece que seas mi amigo. —Luna ya no podía más y su voz y gestos lo mostraban—. Soy adulta y sé lo que hago. Yo no te he separado de todas las niñas que te rodeaban embobadas.
—No es lo mismo.
—¿Por qué? ¿Por qué tu eres un tío?
—¡No me tergiverses! Es porque vas muy borracha.
—¡Y tú también has bebido! —gritó Luna fuera de sí.
Justo en ese momento llegó Carmen y cogió a Luna, que lloraba desconsoladamente. Le susurró algo al oído y ambas se alejaron. Samuel llegó hasta su hermano y le puso la mano en el hombro, lo que hizo que este se tensase. Se giró, vio quien era él que le había tocado y se relajó.
—Vamos, nos quedan cinco minutos para la hora.
—Sí —contestó Adrián un poco desorientado. Su hermano le golpeó suavemente las mejillas y esto le despertó.
—Venga, te tomarás un poco de agua por el camino.
Fueron los dos juntos hacia la casa, dirigiéndose a su habitación en el segundo piso. Traspasaron el umbral y el ruido fue haciéndose menos fuerte. Allí dentro solo podían estar los miembros de la hermandad que vivían en la casa, pues solo se entraba con una clave. También podían estar con sus parejas y conquistas, pero hacía un buen día y aún era temprano. Los estudiantes preferían terminar la fiesta antes de acurrucarse.
Subieron las escaleras sin encontrarse con nadie y entraron en la habitación donde dormían juntos. Disponían de dos camas individuales y dos pupitres con un amplio ventanal entre ellos. No tenían baño, como todos los demás compartían dos en el piso, uno para hombres y otro para mujeres.
—Mierda, necesito ir al servicio —suspiró Adrián.
—Venga, quedan dos minutos. Te da tiempo.
Samuel se sentó en la cama mientras esperaba a su hermano. Se puso las manos en la cabeza e intentó relajarse. Aun con la ventana cerrada se oía el ruido del exterior y eso que cuando todo empezó instalaron un cristal doble y muy resistente, extremando las precauciones ya que decidieron que pasarían su hora de Medios juntos en esa habitación, menos en vacaciones y fines de semana. Decidieron también aplazar los viajes que tenían programados. Solo era un año y después, con el dinero del premio, podrían hacerlos mejores. Samuel quería llevar a Carmen a París y pasar el verano en la ciudad cuando acabasen. Ella siempre había querido viajar allí. Se levantó y miró por la ventana buscándola en el jardín. No la vio e imagino que estaría con Luna, intentando calmarla tras el incidente. No le hacía gracia no haberle dado un beso antes de ir a la habitación, siempre lo hacía. Pero el tiempo apremiaba y las circunstancias no lo habían permitido. Pensó, con una sonrisa, que podría resarcirse después.
La suerte de haber encontrado a alguien como Carmen le hacía siempre sonreír. En sus cavilaciones, casi se olvidó de su hermano. Miró el reloj, dándose cuenta de que habían pasado ya cinco minutos de la hora y Adrián no había regresado. Se asomó a la puerta de la habitación y miró hacia los servicios. Como no tenían ventanas, siempre que había alguien dentro se intuía la luz artificial por debajo de la puerta.
—¡Adrián! —gritó desde la habitación, pero no le contestó.
Aunque lo más lógico era suponer que debido a la distancia su hermano no le había escuchado, se inquietó. Era bastante raro que tardase tanto. Después de unos meses habían conseguido establecer una rutina eficaz para protegerse y la clave era la puntualidad. Desoyendo lo que su instinto conservador le decía, caminó los metros que le separaban del servicio.
—Adrián —dijo con voz más suave, por precaución—. Basta ya de tonterías. La hora ya ha empezado. ¿Qué haces?
Mientras pronunciaba estas palabras había llegado a la puerta.
—¿Adrián? —preguntó mientras la abría.
En ese momento escuchó sonidos guturales provenientes de uno de los servicios.
—No puedo... —contestó Adrián mientras sus arcadas interrumpían las frases— hablar...
—Dios Santo —dijo Samuel notando como su preocupación disminuía—. ¿Por qué tienes que beber tanto? Podrías haber esperado a esta tarde cuando nuestra hora acabase.
—Entonces no tendría emoción, hermanito. —Su voz sonaba divertida, pero angustiada.
Samuel suspiró, cerró la puerta y se apoyó en ella. A su izquierda se encontraba una fila de tres cubículos. En uno de ellos se encontraba su hermano. A su derecha había cinco lavamanos debajo de un espejo gigante y al fondo de la habitación estaban las cuatro duchas, separadas por paredes y con puertas para aportar un poco de intimidad a ese espacio tan diáfano. Siempre olía un poco a humedad por muy limpios que los miembros de la hermandad los mantuviesen. Samuel miró su reloj, su tiempo como Medios había empezado a correr. Cruzó los brazos, resignado. No era la primera vez que habían tenido que cambiar su rutina y, al igual que todas las demás, por culpa de Adrián. Era exasperante, pero al menos quedarse en el baño no era una mala opción.
—Bueno, parece que tendremos que pasar casi una hora aquí —dijo Samuel más para sí mismo que para su hermano—. Si llego a saberlo cojo unos bocadillos y ambientador antes de salir de la habitación.
—Me decepcionas, Samuel —respondió Adrián desde el baño con la voz aún ronca y entrecortada—. Pensaba que siempre lo tenías todo previsto.
—Casi todo. Tú siempre te conviertes en una variable demasiado imprecisa como para tenerla en cuenta.
Adrián soltó una carcajada seguida de un ataque de tos que provocó una nueva oleada de arcadas y vómito. Samuel sonrió mientras deslizaba su espalda por la puerta. Alzó la mano y cerró el pestillo de esta. Toda precaución era poca.
Ahí sentado su cabeza comenzó a funcionar como debería haberlo hecho desde el principio. Comprobó que la puerta estaba totalmente cerrada y se levantó dirigiéndose hacia los retretes, que estaban todos vacíos. Ya más relajado y por mera precaución se acercó hacia las duchas. En ese momento, escucho el sonido de un móvil. Rápidamente sacó el suyo del bolsillo y comprobó, como ya sospechaba, que no era el que había sonado.
—Adrián.
—Dime —contestó entre jadeos.
—¿Has recibido algún mensaje?
—No. Yo no he oído nada. No pensarás...
Samuel escuchó un ruido a su derecha. La puerta de una de las duchas se abrió rápidamente. De ella apareció Alfonso con la cara pálida y desencajada.
—No...
Pero no tuvo tiempo de decir más. Las manos de Alfonso se alzaron rápidamente y lo último que Samuel vio fue una toalla que su amigo sostenía delante de él. Después se escuchó una pequeña detonación y una bala atravesó su cabeza.
Adrián continuaba dentro del servicio, con arcadas, pero supo que algo no andaba bien tras los golpes que escucho.
—Samuel —intentó gritar, aunque su estómago no se lo permitía—. ¿Estás bien?
Antes de que se pudiese levantar, escuchó otro golpe, notó cómo se abría la puerta y gritó con todas sus fuerzas antes de sentir como algo le atravesaba la espalda y le provocaba el dolor más grande que nunca había sentido. Y entonces, oscuridad.
Había demasiada gente reunida en el jardín. Alfonso no quería acercarse demasiado a la puerta de la casa. Consiguió a duras penas salir corriendo hacia la otra punta de la piscina sin que nadie se fijase en él. En ese momento se alegró de que la fiesta de cumpleaños fuese tan numerosa y de que sus compañeros hubiesen estado disfrutando del alcohol durante la jornada, ahora le hubiese gustado que toda la gente estuviese más centrada y no tener que acercarse demasiado para informarse de lo que estaba pasando, pero no le quedó más remedio.
De todas maneras, a nadie le extrañaría. Incluso puede que fuese lo mejor. Eran sus amigos, sobre todo Adrián, y lo normal era que estuviese preocupado y quisiese saber lo que estaba pasando.
Mientras se acercaba entre el gentío intentó poner su mejor cara de preocupación. Llevaba un par de semanas ensayando frente al espejo y lo tenía dominado. Pensó en cómo había salido todo perfecto, su plan había surtido efecto. Todos estos días quedándose cerca de los hermanos, esperando recibir el mensaje. Como en la residencia había demasiada gente tenía pocas posibilidades de que le tocase, pero su gran idea fue esconderse en la fiesta. Sabía que los demás estarían en el jardín alejados y así fue. Que entrasen en el baño donde él estaba escondido para irrumpir después en su habitación fue, definitivamente, una llamada del destino. El único inconveniente fueron los gritos de Adrián, pero aun así pudo ver que no respiraba antes de salir rápido por si alguien había escuchado. Lo había conseguido.
Aunque al final no se descubrieron los cuerpos hasta que no pasaron varios minutos y Luna salió gritando histérica de la casa pidiendo auxilio. Alfonso imaginaba que la embriaguez de la chica le había hecho subir a intentar hablar con Adrián, seguramente a solucionar o empeorar la discusión que habían tenido hacía un rato. Luna siempre había sido un perrito faldero. Al menos ahora podía ser libre.
Cerca de ella se encontraba Carmen, ajena a los gritos de Luna. Estaba sentada en la parte de atrás de una de las dos ambulancias. Su cara reflejaba que se encontraba en estado de shock, tapada por una manta que le habría dejado algún sanitario. Al ver que estaba sola, decidió ir con ella a consolarla e intentar sacarle alguna información. Con eso guardaría las apariencias. Se sentó a su lado y la rodeó con los brazos.
—Lo siento mucho, Carmen.
Ella no se inmutó, ni siquiera pareció advertir su presencia. Se quedó allí con la esperanza de escuchar algo que le ayudase a tranquilizarse. En menos de un día tendría la vida solucionada.
Repasó mentalmente sus pasos. Con tanta gente en el lugar era imposible que sospecharan de él. Solo tenían veinticuatro horas para esclarecer el crimen y había muchos desconocidos que serían más posibles sospechosos que él. El arma estaba escondida en un arbusto y aunque la encontraran había llevado guantes y el número de serie estaba limado. Además era una de las armas ilegales que su padre guardaba en su casa para su afición a la caza. La podía haber dejado en los baños, pero sabía que al esconderla retrasaría a la UPM más tiempo, teniendo incluso que revisar a todos los presentes por si el Sexto había olvidado deshacerse de ella.
Que ironía. Al final había resultado que Adrián tenía razón: todos eran jugadores. En cuanto lo comprendió fue mucho más fácil trazar el plan que salvaría a su familia de la bancarrota. Incluso sentía la misma euforia que cuando ganaba en algún deporte, aunque no la exteriorizaba. Ya habría tiempo de celebrarlo. Esperaba con ganas poder contarle todo a su padre, que supiera que su hijo supo lo que tenía que hacer para salvar a la familia y que se sintiese orgulloso de él.
Los sanitarios salieron de la casa con una camilla en la que estaba uno de los dos hermanos con una sábana que lo tapaba entero. Tenía una mancha roja por la zona en la que debería estar la cabeza. Era Samuel. Luna salió corriendo hacia la camilla, llorando y gritando. Carmen permaneció impasible a su lado, mientras una policía impedía que Luna se acercase al cuerpo.
Después apareció otra camilla por la puerta y a Alfonso le dio un vuelco el corazón. El cuerpo no estaba tapado, tenía un respirador en la boca, varios sueros y bolsas de sangre. Incluso el monitor emitía un pitido que era lo único que Alfonso escuchaba.
Adrián seguía vivo.
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