16:00

Nada podía ir mejor en la vida de Marcelo. Le era casi imposible creer que la suerte tantas veces le sonriese.

—Eres un campeón —se dijo a sí mismo con mucho entusiasmo.

Sentado en su despacho de espaldas a la puerta y a su escritorio de roble macizo contemplaba orgulloso su gigantesco retrato que había encargado a uno de los mejores pintores de la zona. En el cuadro aparecía de pie, con los brazos cruzados en el pecho, la mirada hacia el horizonte, el mentón elevado y una expresión decidida en su rostro. En honor a la verdad, en él tenía mucho más pelo y muchos menos kilos, aunque no lo notaba. Cada vez que se miraba al espejo veía lo mismo que estaba contemplando en ese momento: un hombre fuerte, gallardo y triunfador al que la vida le iba fenomenal.

—Señor Aranda, le llama su mujer por la línea uno —susurró con miedo una voz desde el interfono que tenía colocado en la mesa.

—Dile que en cinco minutos hablaré con ella —contestó sin girarse—. Estoy muy ocupado ahora mismo.

—De acuerdo, señor —dijo Lidia, su secretaria, procurando sonar lo más complaciente posible.

En realidad, podía atenderla en ese momento, pero le gustaba ejercer ese poder con Marla. Su esposa estaba muy mal acostumbrada últimamente. Desde que ganaron, se había transformado en una nueva rica insoportable que solo sabía exigir dinero para sus caprichos textiles. Por eso, había decidido hacerle entender sutilmente que el premio era suyo. Él se lo había ganado haciendo algo que ella no hubiese tenido el valor de hacer ni en mil años. No cogerle el teléfono enseguida, dejarla en evidencia con fina ironía delante de la gente del pueblo, pedirle explicaciones y recibos de todas las compras y desatenderla en el lecho conyugal mucho más que antes eran algunas de las cosas que hacía para que lo supiese. Aunque esto último a Marla no parecía importarle mucho.

Se recostó en la silla unos minutos más. El día era muy tranquilo. Un pueblo de solo cuatrocientos cincuenta y tres habitantes era muy fácil de controlar. Además, como alcalde consagrado y eficiente, sabía delegar casi todas las tareas que no requerían de su inmediata participación, que eran muchas.

—Lidia, ¿estás ahí? —preguntó pulsando el interfono.

—Sí, señor.

—Ponme en contacto con mi mujer.

—Claro, señor.

Sonaron tres tonos hasta que Marla contestó. Eso a Marcelo le molestó, pues se suponía que en cinco minutos le iba a llamar y debería haber estado esperando con el teléfono bien cerca.

—¡Hola, cielo! ¿A qué no sabes con quién me he encontrado esta mañana de camino a la tienda? A Francisca, la mujer de Sandro, y llevaba tal cara de mustia que le he tenido que preguntar...

Y así continuaba siempre, al menos durante veinte minutos más, sin respirar siquiera. Menos mal que tenía, desde hacía tiempo, el manos libres instalado en el teléfono del despacho. Así podía entretenerse jugando con el ordenador mientras soltaba de vez en cuando expresiones como "Aja" o "¡No me digas!" cuando en realidad la conversación de su mujer no le importaba nada. Todos los días Marla hacía lo mismo y Marcelo ya se había acostumbrado. Al principio de la legislatura no era así, su relación se limitaba a incómodos silencios que comenzaron cuando sus dos hijos se hicieron demasiado mayores para vivir en casa y se buscaron un piso cada uno, pero con el dinero de sus padres. Tampoco ellos se comunicaban con Marcelo, solo una vez cada mes para pedir su asignación y continuar con su vida de derroche en la ciudad. Pero cuando el año pasado, llevando dos años en el cargo, ganó su premio, todo cambió.

—Y entonces le he dicho: "Si quieres pensar que tu marido se divierte en el club cuando llega tarde a casa y dice que es del trabajo, es tu problema. Es mejor estar tranquila porque ¿de qué te sirve preocuparte?" Y entonces, ella me dice...

Desde ese día, hacía ya un año, a todos les entró un "amor de padre" que Marcelo disfrutó al principio, pero con el tiempo se hizo insoportable. Luego simplemente lo toleraba. También los métodos de su familia para intentar sacarle dinero cada vez resultaban menos empalagosos y obvios. Sobre todo sus hijos que al principio le veneraban y sus peloteos resultaban hasta incómodos, pero descubrieron que lograban el mismo resultado simplemente llamando y pidiendo.

Su mujer, en cambio, había decidido comportarse como una esposa enamorada y devota, cosa que nunca había hecho antes. El dinero la había cambiado y ahora era una caricatura de una mujer de los años cincuenta. Hasta su ropa parecía de esa época y desentonaba en un pueblo tan pequeño.

—Ella estaba muy enfadada y hasta fue grosera conmigo. ¿Te lo puedes creer?

—No, cariño. Qué paciencia tienes —contestó Marcelo usando esa expresión como tantas otras veces.

—Siempre me lo dice todo el mundo. —Mentira, solo él se lo decía. Su tono de voz parecía satisfecho, como una gata ronroneando—. Pues como te iba diciendo, cuando se dio cuenta...

En ese momento Lidia apareció por la puerta, tal como tenían acordado si la conversación con su esposa duraba demasiado tiempo. Con un movimiento de cabeza pidió la aprobación de Marcelo que, como respuesta, dijo:

—Espera, cariño. Ha entrado Lidia al despacho. —A sabiendas de que Marla escuchaba, comenzó a actuar—. Lidia, te he dicho mil veces que no me interrumpas cuando estoy hablando con mi esposa.

—Señor, es muy importante —prosiguió Lidia como habían hecho muchas otras veces—. Es el Coordinador regional, dice que necesita encontrar rápido una solución a un problema y solo confía en usted.

Unas veces era el Coordinador regional, otras el alcalde de otro pueblo, el jefe de bomberos e incluso algún senador, siempre con alguna excusa sobre algo que necesitaba su atención inmediata. Cuando la conversación con Marla se excedía, aparecía Lidia con algún recado urgente inventado. Marcelo se libraba de su esposa y sabía que a Marla le causaba placer saber que su marido era una persona tan importante. Todos ganaban.

—Dile que estoy ocupado hablando con mi mujer, que enseguida le llamo. —Pudo escuchar el murmullo de placer de Marla al otro lado de la línea.

—Señor —continuó Lidia—, ya se lo he dicho, de verdad, pero ha sido muy insistente. Dice que es algo... Prioridad dos, señor.

—¡Oh! —Habían inventado esa escala, siendo uno casi el fin del mundo libre y diez algún escollo sin importancia. Por supuesto, Marla estaba enterada—. Cariño, creo que tendremos que seguir hablando en casa. A lo mejor llego tarde. Si no estas despierta, mañana cuando llegue te cuento.

—Claro, claro, cariño. Tú no te preocupes. Tienes que arreglar cosas. Si no, nadie lo hará —siguió Marla—. Te quiero.

—Yo también te quiero —contestó Marcelo a la vez que pulsaba el botón de colgar.

Suspiró mientras se recostaba en su asiento. Mantener su matrimonio era un requisito indispensable para conservar su puesto. En un pueblo tan conservador uno podía matar a alguien si formaba parte de un juego, pero si dejaba a su mujer perdería los apoyos necesarios para la próxima legislatura. Que el Medio que eliminó fuese negro ayudaba bastante a mantener su posición frente a la parte más derechista del pueblo. Él no era racista, era político y le gustaba el dinero. Al matar a ese Medio solo podía ver el color de la recompensa. Que mucha gente apoyara esta acción, escusándose en que era su deber, era una suerte añadida. A Marcelo no le importaba que esa misma gente se cambiase de acera cuando se cruzaba con un gitano o provocaran la expulsión de un profesor del colegio por ser homosexual. Eran sus votantes y tenía que cuidarlos. Haberse hecho rico era importante, le permitía un estatus para codearse con otros altos cargos de localidades cercanas que antes no tenía, pero el poder lo era más aún.

Miró el reloj, no eran más de las tres de la tarde, por lo que aún le queda algo de tiempo antes de comer. Pensó en si Lidia estaría interesada en algún escarceo rápido que le abriese el apetito, pero después desechó esa idea. A sus sesenta y dos años aún conservaba vigorosidad para cumplir con sus obligaciones extra maritales, pero no era la misma que cuando era joven, así que ese día prefería reservarse para la noche. Tenía una reunión con gente del partido que probablemente acabase en el pub situado a las afueras del pueblo. Mejor gastar con Sandy o Rubí sus energías que hacerlo con Lidia, la cual cada vez resultaba más exigente con sus caprichos.

No es que le chantajeara con contar algo de su relación, pero sus peticiones eran tan sutiles que a Marcelo le asustaban cada vez más: un aumento, un reloj, un pequeño coche... Siempre le pedía algo al terminar sus encuentros y llegó un momento que le salía más caro acostarse con ella que con una prostituta, por lo que decidió reducir al mínimo su relación. Aunque a veces no le quedaba más remedio. Pensaba que un hombre es un hombre y necesita desfogar cuando es necesario para rendir en los demás aspectos de la vida. Su mujer se mostró insistente en retomar sus labores en la cama, aunque llevaba años descuidándolos, cuando Marcelo ganó el premio. Pero, al igual que sus alabanzas y peloteos, ya habían desaparecido. Y a él le pareció lo mejor. Cualquiera de las mujeres que podía comprar, e incluso Lidia, eran muchísimo más atractivas que Marla. La edad no perdonaba a nadie y, en la mayoría de los casos, ni todo el dinero del mundo podía arreglarlo.

Cogió unos papeles de su escritorio y se dispuso a trabajar un poco, después de estar toda la mañana procrastinando. Normalmente tenía varias labores en la calle: inauguraciones, entrega de premios, visitas de rigor, pero desde hacía un tiempo no le surgían muchos eventos. Esa semana tenía solo dos reuniones programadas, más las que se inventase para poder pasar más tiempo fuera de casa.

Firmó unos cuantos permisos y denegó otros tantos, solo leyendo el nombre de la persona que lo solicitaba. Así era en los pueblos pequeños. Él, como alcalde, tenía el poder de decidir en primera instancia que se hacía y que no en su mandato. Otros tantos lo hicieron antes que él y Marcelo seguiría haciéndolo el tiempo que fuese necesario.

Por ejemplo, Carlos el carnicero necesitaba ampliar su obrador tomando una parte de su casa. A Marcelo siempre le daba las mejores piezas de carne y le arreglaba gratis la caza, liebres y perdices, que este le llevaba los lunes. Por lo que lo aprobó sin mirar siquiera los detalles. Sin embargo, Pedro, que regentaba el bar situado en la plaza central del pueblo dónde estaba el Ayuntamiento era primo hermano de Javier, el contrincante político de Marcelo y además les dejaba el local para sus reuniones del partido. Leyó por encima la petición, en la que parecía que solicitaba más mesas para la terraza y después la desestimó. Pedro no se enteraría hasta pasado un mes por los plazos administrativos y cuando lo hiciese volvería a escribir la petición y se repetiría el mismo proceso. Pedro se enfadaría, despotricaría, mandaría al pusilánime de su primo para que hablase con él, pero eso le daba igual. Incluso le entretendría por un tiempo, sacándole de su rutina. Pensó que más tarde debería llamar a la Guardia Civil, a su amigo Francisco para ser más preciso, para que vigilase que Pedro no pusiese más mesas en el Bar Alcántara. Y si lo hacía, multa. Cómo le gustaba su trabajo.

Cuando terminó con ello miró el reloj de nuevo. Eran las cuatro, el tiempo pasaba volando. Decidió tomarse una copa antes de ir a comer algo. Esa mañana el almuerzo había consistido en chuletas de cordero, migas con huevo, chorizo y morcilla que había tomado junto a su cuadrilla en la cocina campera de Carlos. No era una ocasión especial, pero en los pueblos se suelen hacer almuerzos consistentes para después poder empapar el estómago con alcohol hasta el final de la jornada. La mayoría de sus amigos habían acabado a esa hora de trabajar, pues su faena era en el campo, así es que se lo podían permitir. Marcelo luego se sentía pesado todo el día. No le hacían especial ilusión esas reuniones, pero últimamente ya no le avisaban de ellas. Pensó que le estaban dando de lado intencionadamente. Lo llevaban haciendo ya un tiempo, así es que forzó su presencia. Siempre tenían excusas de por qué no le habían dicho nada, pero sonaban forzadas. A él todo esto no le importaba ¿Quién necesitaba a unos paletos como amigos? Pero en esas reuniones se hablaban de los cotilleos del pueblo, muchos de los cuales eran importantes para su carrera política y, además, cuando él estaba no podían hablar mal de él ni comenzar a conspirar. Sabían que Marcelo seguía teniendo poder en el pueblo y ninguno, por el bien de sus negocios, quería entrar en su lista negra.

Se sirvió su mejor whisky y pensó en cómo había conseguido llegar dónde estaba. No todo fue un camino de rosas, sobre todo lo concerniente a su premio. Pero se lo merecía. Recordó como ese día se convirtió en el hombre más rico y poderoso de Villaverde.

Fue bastante fácil para él, en realidad. Un golpe de suerte que supo aprovechar. No era como otros Sextos que habían forzado las situaciones, al final a esos siempre los pillaban. Era su segundo año como alcalde que ya estaba llegando a su fin. Con solo dos partidos y siete concejales en el pueblo, su mayoría no había sido tan holgada como se podía esperar en el partido conservador, pero era su primera vez. Había pasado mucho tiempo fuera del pueblo, en la facultad divirtiéndose, y la gente tendía a tener más desconfianza de los que no se pasaban toda la vida sin salir de allí. Era muy fácil convertirse en forastero de un día para otro, aunque tu familia llevase cinco generaciones viviendo allí. En las zonas rurales profundas no era sencillo encajar para una persona con aspiraciones más allá de heredar una granja y las plantaciones de su familia.

Marcelo siempre quiso escapar de todo eso. Sus padres fueron reacios, pero trabajó durante años a la vez que acababa el instituto y consiguió dinero suficiente para mudarse a la ciudad para estudiar en la facultad de Ciencias Políticas. Estuvo años dependiendo de trabajos a tiempo parcial y de la poca beca que le concedían, pero al final lo consiguió. Durante un tiempo trabajó como asesor, pero siempre tenían alguna excusa para no colocarle en un puesto de alto cargo. Acabó desvinculándose del partido y volviendo a sus raíces. Y ya en la madurez, con casi sesenta años, consiguió que le nombrasen cabeza de lista en su pueblo. No era lo que siempre había soñado, pero podría empezar su carrera política. Desde ahí a la Diputación solo había un paso y estaba seguro de que si ganaba las siguientes elecciones le darían un buen puesto. Al final conocía a mucha gente y la mayoría de ellos le debían favores.

Era una de las razones por la que a Marcelo no le querían tener cerca la mayoría de sus compañeros. Era como una víbora, rastreaba el miedo y sabía cómo aprovecharlo. Cuando le parecía sospechoso el comportamiento de alguien, indagaba en lo que podría causarle esa preocupación. Y casi siempre lo encontraba.

A pesar de las desavenencias con la oposición y de las trabas que le imponían desde su propio partido, Marcelo estaba bastante contento con su vida. Sus hijos ya no estaban en casa, con sus ideas revolucionarias y poniendo mala cara a cada cosa que su padre hacía o decía. Su matrimonio estaba en un momento en el que se toleraban. Atrás quedaron las peleas y discusiones que tantos dolores de cabeza le causaban. Ahora mismo, cada uno hacía su vida: se dejaban ver algunos días juntos en público y Marla se encargaba de la casa mientras que Marcelo traía el dinero. Su sueldo de político nunca había sido muy alto, pero la herencia que le habían dejado sus padres les hacía vivir holgadamente. Toda esta tranquilidad se vio agitada ese sábado de diciembre, pero supo desde el primer momento que todo iba a ir a mejor. No lo dudó ni por un minuto.

Ese día tenía una visita programada en su agenda de gobierno. En el pueblo había unas plantaciones enormes de olivos. El dueño, Salvador, era uno de los concejales que tenía en su legislatura y había sido acusado de emplear a inmigrantes ilegales para la recogida. Marcelo sabía que era verdad, eran mucho más baratos que los jóvenes del pueblo y la mayoría del sueldo se lo pagaba en especie: una casa barracón donde todos se hacinaban y pasaban frío en las noches peladas y dos platos de comida al día. Estas personas provenían de países del sur donde las mafias les prometían un pasaje a la libertad por una cantidad de dinero tan alta que no pagarían ni en tres vidas. No tenían elección, trabajaban más que nadie y no daban problemas, puesto que necesitaban pasar desapercibidos. Salvador había aumentado sus beneficios en los últimos años, pero esto no hacía gracia a sus convecinos. Sobre todo los que se habían visto desplazados de estas campañas y a los pocos defensores de los trabajadores que creían que los inmigrantes se encontraban en una situación de esclavitud.

Marcelo lo apoyaba totalmente. El capitalismo no era un juego para blandos y sindicatos. Salvador estaba haciendo lo necesario para que su negocio siguiese a flote en una época de crisis y eso era legítimo. Pero era el alcalde, tenía que dar ejemplo. Así que, en el último pleno dónde varios ciudadanos expresaron su malestar por esta situación prometió hacer una visita personal a los campos y comprobar que todo estaba correcto. Se dirigió hacia la finca principal de Salvador dónde le estaba esperando en la puerta con una sonrisa.

—¡Marcelo! Qué alegría tenerte aquí. Y tan puntual cómo siempre —le dijo mientras se acercaba. Hacía demasiado frío ese día y el alcalde lo notaba en sus huesos.

—Eso nunca se duda, compañero —contestó Marcelo—. Hoy el tiempo está jodido. ¿Los tienes faenando?

—Ahora mismo están en su primer descanso regulado —dijo Salvador acompañando la frase con un guiño—. Puedes ir a comprobarlo. Están todos en la casa tomando café y unas rosquillas que ha preparado mi mujer.

Salvador soltó una sonora carcajada que Marcelo acompañó. Sabía que su amigo hacía esto para que no tuviese que mentir al pueblo. Estaba al tanto de lo que pasaba en esa finca, pero al ser una visita oficial y tener que acompañarla de una foto para los boletines y las redes sociales, el agricultor prefirió prepararse un día en un oasis laboral perfecto.

—¿Prefieres comenzar la visita o tomamos una copa antes? —preguntó Salvador palmeándole la espalda.

—Demasiado pronto aún. Y esta noche tenemos reunión —contestó con sorna Marcelo.

—Tienes razón. Vamos a la casa de mis chicos y nos tomamos un café con ellos.

Se dirigieron andando hacia un granero que había a unos seiscientos metros de la casa. La construcción parecía sólida, pero muy vieja y desmantelada. Faltaban muchos tablones que probablemente harían insoportable el frío invernal de la zona. Marcelo sintió un escalofrío conforme se acercaban. El olor a estiércol y animal era insoportable, aunque hacía años que Salvador no criaba ganado en su finca. Solo unas cuantas gallinas que cubrían sus necesidades de carne para el arroz y huevos frescos. Sus olivos le daban el suficiente dinero como para no tener que preocuparse de más trabajo.

—Disculpa el olor. Esta gente no es partidaria de ducharse. Será cosa de su cultura o religión porque baños y duchas tienen a su disposición —dijo Salvador—. Imagino que tampoco querrás verlos.

—No, gracias. No creo que las fotos de los servicios sean muy necesarias  —rio Marcelo.

Sabía qué clase de baños tendrían sus trabajadores, pero no quiso indagar. El inodoro sería el campo, el papel las hojas más cercanas y la ducha una manguera con agua directa del pozo en la que solo lavarse la cara en invierno supondría una tortura para el más valiente. No le culpaba, él tampoco haría instalaciones nuevas para unos cuantos temporeros. Llegaron a la puerta del granero, donde se escuchaban voces en un idioma que Marcelo no entendía.

—Ya están otra vez con sus ruidos —se indignó Salvador—. Luego les repetiré que no quiero escucharlos en otro idioma que no sea el patrio. Encima que les acogemos y les damos trabajo en nuestro país.

Salvador calló y fingió una sonrisa cuando abrió el portón. Marcelo lo intentó, pero se le quedó encasquillada al ver la situación.

En el granero había como unas veinte literas sucias y viejas. Parecían sacadas de algún hospicio antiguo. Tenían encima montones de ropa que, seguramente, hacían las veces de mantas. También el suelo estaba lleno de ropa y zapatillas pringadas de barro. Heno, basura y restos de comida completaban el ambiente desolador del lugar.

Al menos, los chicos parecían animados. Salvador les había llevado café, chocolate y algo de picar, seguramente a cambio de prometer posar y sonreír para las fotos de hoy. Cuando se dieron cuenta de la presencia de Marcelo se acercaron y se colocaron en una fila marcial, como si fuesen un pelotón pasando revista. Todo perfectamente orquestado por su patrón.

—Estos son mis chicos: Salá, Vinci, Lowies... —decía Salvador mientras los señalaba— y los demás. Como ya te comenté, cada uno tiene su propia cama, su comida, sus descansos, como el de ahora, y su paga. Esos horribles rumores tienen que parar y espero que tú me ayudes, amigo.

—Claro que sí —contestó Marcelo mientras evitaba mirar a los trabajadores—. Ahora mismo nos tomaremos unas fotos y escribiré para nuestras redes sociales que todo está bien por aquí.

—Gracias, Marcelo —dijo Salvador mientras suspiraba. Se había quitado un peso de encima—. Creo que las fotos quedarían mejor fuera, con los olivos de fondo, ¿no crees?

—Sería perfecto.

Marcelo no estaba dispuesto a pasar más tiempo ahí dentro y mucho menos lo fotografiaría. Se alegró mientras se separaban de ese lugar tan desagradable.

Salvador colocó a los trabajadores con indicaciones para que saliesen centrados. Los más demacrados se colocaban detrás para que no se les viese mucho. La verdad era que esos chicos pasaban hambre, se notaba en sus mejillas y ojeras. Además, la mayoría daban muestras de estar enfermos. El frío y la falta de higiene acabarían con algunos de ellos antes de terminar la campaña de recogida.

—Marcelo, ponte con ellos y yo os saco las fotos.

—Espera —contestó Marcelo, temiendo el tener que acercarse mucho a ellos—, mejor primero una de todos ellos contigo, luego nos colocamos nosotros dándonos la mano mientras ellos comienzan el trabajo.

—Tienes razón, eso quedaría mejor. —Salvador se colocó en uno de los lados como si el entrenador de un equipo de fútbol se tratase, puso su mejor sonrisa y se limitó a esperar.

—Bueno, será un segundo y... —Marcelo se paró mientras se palpaba los bolsillos. No tenía su móvil. Estaba seguro de que lo había guardado en la chaqueta al salir del coche.

—¿Te pasa algo? —preguntó Salvador.

—Creo que se me ha perdido el teléfono. —En ese momento, notó un gran agujero en su chaqueta y se lo mostró a su amigo—. Mira, seguro que se me ha caído por aquí. Maldita Marga, no puede estar pendiente de nada.

—Si quieres mando a alguno de los chicos a buscarlo. Seguro que ha sido en el granero, con el suelo lleno de heno no habríamos escuchado el golpe.

—No importa, voy yo —contestó Marcelo sin muchas ganas de volver a ese sitio, pero menos aún de que alguno tocase su móvil—. Mientras, busca una colocación mejor para la foto. No me acaba de convencer.

—¡A sus órdenes, jefe! —se burló Salvador, incluyendo un saludo militar.

Marcelo sonrió y se dirigió hacia el granero. Era un fastidio que Marla no se diese cuenta de su chaqueta rota. Solo tenía que estar pendiente de un par de cosas y vigilar que todas las tareas del hogar estuviesen en orden era una de ellas. Tendrían que mantener una seria conversación.

Cuando abrió la puerta del granero volvió a sentir un escalofrío. No entendía cómo podían vivir en ese lugar, entre el olor y el frío. Se le hacía imposible pasar allí mucho tiempo. Empezó a buscar por el suelo moviendo el heno con los pies. De repente, escuchó el sonido de un mensaje y así lo localizó a tres pasos de dónde se encontraba. Maldijo su poca visión, que le hacía perder demasiado el tiempo.

Lo cogió y se dispuso a comprobar si tenía alguna llamada importante. Un alto cargo como él tenía que estar disponible las veinticuatro horas. Vio que solo tenía un mensaje de texto, algo extraño sabiendo que en los últimos tiempos solo contactaba con sus conocidos y amigos por llamada. Pensó que era publicidad y a punto estuvo de borrarlo, pero algo llamó su atención. El mensaje no tenía remitente, solo aprecia el texto en su bandeja de entrada. Se podía leer "Atención" y a continuación la foto de un hombre negro y demacrado.

Marcelo siempre había destacado por su agilidad mental. En décimas de segundo supo la oportunidad tan grande que en ese momento tenía en sus manos. Más adelante, cuando le preguntaban si había dudado, él respondía que no sabía lo que hacía, se quedó en shock y hasta pasados unos días no tomó conciencia de lo que había pasado. Pero no era verdad, solo era lo que todos esperaban que dijese. A los pocos segundos ya había analizado los escenarios. Tenía diez minutos para dejar todo solucionado y una señal le puso en la dirección correcta.

Esa señal no fue otra que unos leves quejidos procedentes del fondo de la estancia. Marcelo se acercó sigilosamente, con el móvil en la mano, agarrándolo fuerte como a un talismán que le mantenía en el buen camino.

Escondido entre las literas vio como, un par de metros más adelante, un bulto reposaba sobre una de ellas. Un par de mantas viejas y raídas lo cubrían, pero se escuchaba una respiración pesarosa y fuerte. Desde su posición, Marcelo no veía la cara de la persona que había allí, pero sabía que era el Medio del que se tenía que encargar.

Cogió una almohada mugrienta de una de las camas. Cuanto menos ruido hiciese mucho mejor, aunque no creía que nadie le pillase. Cuando estuvo lo suficientemente cerca pudo contemplar su rostro, ese rostro sin nombre, dormido, posiblemente enfermo por una gripe o pulmonía debido a las condiciones en las que Salvador los tenía. De ahora en adelante, al recordar ese momento, Marcelo se veía a sí mismo como un buen samaritano. Ese chico había ayudado a Marcelo y Marcelo a él, librándole de un futuro sufrimiento por la enfermedad. Todo el mundo tiene alguna manera de excusarse, un salvavidas. Este era el suyo. Rezó en silencio, mientras acercaba la almohada que había cogido a la cara del chico sin nombre, cuyo destino había sido sellado con un mensaje de texto.

Terminó su copa a la vez que el recuerdo. Como le supo a poco, decidió servirse otra. Aún tenía tiempo.

Ese día acabó por forjarse su propio destino. Veinticuatro horas muy duras en las que cualquier mirada parecía señalarle su culpabilidad. Desde el primer momento tuvo claro que su mejor opción era que nadie descubriese el cuerpo por lo que cuando salió del granero se acercó al grupo que lo esperaba y tras contarle a Salvador que su tardanza había sido debida a que no encontraba el móvil, sorprendió a todos con una invitación en el bar a merendar, cenar y lo que se terciase. Para que los chicos conociesen el pueblo y la gente viese que los trataban bien, explicó Marcelo a Salvador, que alzaba las cejas sorprendido.

Ese día duró hasta la madrugada, ya que Marcelo convenció a un Salvador borracho de que al acabar la cena les dijese a los trabajadores que tenían el día siguiente libre ya que era una gran estrategia para la prensa y luego podrían recuperar esas horas.

Todos comieron, bebieron más de la cuenta y terminaron en el Club buscando compañía de las chicas, todo a cargo de Marcelo, por supuesto. Como había intuido correctamente, nadie se dio cuenta hasta bien entrada la tarde del día siguiente de que uno de ellos había muerto. Podría haber pasado por una muerte natural si no es porque la UPM es avisada cuando han pasado las veinticuatro horas y el Sexto ha ganado.

Marcelo no lo ocultó, tal era su felicidad que todo el pueblo lo supo al instante. Ese recuerdo le afeaba el sabor del whisky. No recuerda por qué actuó así, estaba resacoso, eufórico y con ganas de que todo el mundo le tuviese al fin el respeto que se merecía.

El sopor inducido por el alcohol le hizo quedarse traspuesto en su cómodo sillón. Un sueño agitado en el que el chico le perseguía por la finca de Salvador con la piel malicienta y la cara descompuesta le hizo despertarse sudoroso y con la boca seca. Miró el reloj, ya eran las cinco menos veinticinco. Demasiado tarde, pero tampoco era importante. Nada empezaba hasta que él llegase. Fue a coger el móvil que había dejado en modo silencio para que nadie le molestase durante su dura jornada cuando sonó el fijo del despacho. Maldita Lidia, seguro que había salido a comer o a alguno de sus superficiales recados y había desviado las llamadas directamente desde su oficina. Pensó en no cogerlo, pero a lo mejor era una llamada de alguien importante y siempre podía excusarse si no era así. Descolgó frotándose los ojos para acostumbrarse a la luz e intentar mitigar su incipiente migraña.

—Marcelo al teléfono, dígame.

—Soy yo.

Marla otra vez. El dolor de cabeza se incrementó al escuchar solo esas palabras. Tenía que cortar rápido la comunicación.

—Cariño, tengo mucho lío preparando la reunión y...

—No me vengas con ésas  —replicó Marla con la voz enfurecida—. Me tienes que explicar por qué has decidido avergonzarme delante de todo el pueblo.

—Pero Marla, no sé de lo que me estás hablando. —"Por una vez es verdad", pensó Marcelo—. Cuando llegue esta noche a casa me esperas despierta y...

—No. Quiero que vengas para acá cuanto antes. Nada de excusas.

Marcelo no tenía ni tiempo ni ganas de lidiar con esto, así es que decidió cambiar de táctica.

—Bueno, ¿puedes contarme, al menos, de qué se trata? Por si acaso lo podemos solucionar por teléfono. —Suavizó su tono, a pesar de que deseaba darle cuatro gritos y colgarle. Quién se había creído para darle órdenes a él como si fuese un perro—. Aún así, intentaré llegar lo antes posible.

—Sabes perfectamente de lo que te estoy hablando —contestó Marla cada vez más enfadada— y si no es porque tantos han sido tus agravios que no reconoces por cuál estoy enfadada.

Marcelo pensó que tenía razón, pero no lo dijo. La voz de Marla se había quebrado y sollozaba frente al auricular. Había usado tantas veces esa táctica que no surtía efecto en él ni en nadie que la conociese.

—No lo sé, Marla. Pero porque no creo que te haya hecho daño intencionadamente. —Marcelo respiró hondo y resistió el impulso de tirar el teléfono al otro lado de la habitación—. ¿Puedes contármelo? Y trataré de solucionarlo.

—No, esta vez no, Marcelo. Si te lo digo no sabré si me ocultas más cosas. Así que piénsalo seriamente porque estoy harta de que...

Más palabrería. Marla no sabía cuándo parar. Estaba cansado de estas cosas, su dolor de cabeza aumentaba por momentos y no tenía ganas de continuar esa conversación por teléfono. Volviendo a prestar atención, tomó las riendas.

—Marla, lo siento de verdad. Piensa que puede ser algo que hice sin querer y por eso no puedo recordarlo, porque no creo que fuese nada malo.

—Mentira. Tienes demasiadas razones para haberme dejado en ridículo y no sabes cual elegir.

—No es así. —Le estaba costando horrores conservar la calma—. Esta noche lo hablamos en la cama, de verdad.

—Como no estés aquí en media hora, lo iré contando a todo el pueblo —contestó Marla de forma tajante.

Marcelo se paró en seco. Pensó en sus posibilidades, en que sería de lo que Marla se había enterado. Tal vez Lidia se hubiese ido de la lengua, aunque no lo veía probable. Ella perdería sus privilegios y los sentimientos estaban fuera de la ecuación, no se sentía despechada. ¿Las noches en el puticlub? No, eso Marla lo tenía que saber y el siempre trataba el tema como una obligación de negocios para mantener su posición. Lo más posible es que, de alguna manera, se hubiese enterado de la cuenta de ahorros que Marcelo tenía solo a su nombre. En ella ingresaba los regalos y las primas que recibía gracias a sus favores. Era una especie de salvoconducto, para sentir que podía controlar él solo una parte de su vida. Marla disponía de todo su sueldo, herencia y el premio en la cuenta principal, por lo que si se había enfadado era más por amor propio que por necesidad.

Comenzó a coger sus llaves y chaqueta torpemente. No quería adelantarse, pero si era eso no podía dejar que Marla lo airease. Podía llegar a oídos de personas que querían destruirle, e investigar sus finanzas que, debido al premio, se suponían fuera de sospecha era una gran manera de hacerlo.

—De acuerdo, cielo —contestó finalmente Marcelo, controlando su tono—. Voy ahora mismo para casa y hablamos.

—No tardes.

—Te quie...

Pero Marla ya había colgado. Esta situación cambiaba totalmente sus planes. Ya estaba harto de esas tonterías sin importancia. Se dirigió hacia la puerta de su despacho enfadado y pensando en cómo conseguiría aplacar esta vez a su mujer. Cuando salió hacia la recepción vio que había mucha gente que lo estaba mirando. Lidia, Salvador, Juan y otros concejales. Paró en seco, para preguntar a qué se debía esa pequeña reunión, pero no le dio tiempo a decir nada.

Lidia se acercó hacia él y, sin mediar palabra, sacó una escopeta y disparó a Marcelo en la cabeza.

Era curioso que Marcelo terminase su vida de esa manera, igual que Andree, el Medio al que mató y del que nunca supo su nombre ni quiso saber. Él, que siempre estaba pendiente de su móvil, por cualquier compromiso que pudiese surgir, quiso el destino que ese día lo tuviese silenciado cuando le llegó el mensaje que lo convertía en un Medio. Ni veinte minutos duró en el juego que él mismo había ganado hacía tiempo. En cuanto Lidia, su fiel secretaria, recibió el mensaje que la convertía en Sexto no dudó ni un instante. Y esa fue la sentencia de muerte de Marcelo.

Contactó con todos los que se encontraban en el edificio, como habían acordado si alguna vez esto sucedía. Al principio se había tratado de una pequeña forma de descargar la rabia que tenían todos en las pequeñas reuniones que realizaban a espaldas de Marcelo, pues sabían que era casi imposible que esto sucediese, pero les servía para sentirse mejor y reconducir su odio hacia su manipulador y prepotente alcalde.

Y cuando lo imposible se hizo real ahí estaban los diez, dispuestos a encubrir y ayudar a Lidia. Pero, sobre todo, la mayoría quería que su cara fuese lo último que Marcelo viese al morir.

Hablarían con Marla, era fácil de convencer, ahora todo el dinero iría para ella. Sería una mujer viuda y rica, sin ningún lastre como marido que la avergonzara con su comportamiento pueril. Si no, impedirían a la fuerza que avisase a la UPM.

Salieron todos de la sala y cerraron con llave, nadie daría parte de la desaparición de Marcelo hasta el día siguiente. Y al ser sábado, el ayuntamiento estaría cerrado al público y no tendrían que ir a trabajar.

Y nunca hubiesen imaginado que, a pesar de todas las maldades, los trapos sucios que aireó, los chantajes y las jugarretas, el último pensamiento de Marcelo fue que sus compañeros le estaban esperando para ir juntos a tomar algo como en los viejos tiempos.

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