13:00
JOVEN VENDEDOR SE CAE DE LA AZOTEA DE SU EMPRESA DESDE CATORCE PISOS DE ALTURA.
Las autoridades revelan que las condiciones climáticas de esos días pudieron ser las que provocaron el incidente.
M.L. de 29 años de edad falleció el pasado lunes en un trágico accidente al caerse de la azotea donde había subido para despejarse. Su coordinadora confirma que le solicitó permiso para poder subir porque no se encontraba bien. "Tenía mala cara, muy blanca, creo que le había sentado mal algo o quizás un virus" comentó a nuestro redactor. Las autoridades trabajan con la hipótesis de que este accidente fue producido por una indigestión que le causó un mareo al acercarse a tomar el aire a la cornisa, también influido por el sofocante calor que hacía ese día. Este provocó varios desvanecimientos en la zona de [...]
"Tampoco hacía tanto calor" pensó Lourdes. En el periódico no lo decían, pero seguro que el chico se había suicidado. Ella sabía detectar esos casos, tenía un sexto sentido. Normalmente la prensa no solía publicar esas noticias sobre suicidios claros, los maquillaban como habían hecho con este. Y más aún desde que la dinámica de los Medios entró en juego. No querían darle una mala publicidad a un juego que "entretenía" a miles de personas, era más bonito promocionar la competición. No quedaba muy bien mostrar la cifra tan alta de suicidios e intentos entre Medios y Sextos. Muchas personas no podían con la presión, otras tenían ganas de rendirse y, por supuesto, la más alta era por la culpa que sentían los Sextos. Matar a alguien nunca salía gratis.
Lourdes empezó a sospechar de estos movimientos publicitarios mientras trabajaba en el Hospital. Al principio eran solo sugerencias que les hacían los hombres uniformados a los médicos para cambiar informes de suicidio por muerte natural o accidentes, comentando el peligro que suponía que los suicidios se contagiaran. Con las enfermeras, como ella, apelaban a la confidencialidad, que Lourdes siempre cumplía. Pero, al final, con el beneplácito de una cadena de mando que no sabía hasta dónde llegaba, cualquier causa que fuese posible modificar por algo que no diese lugar a dudas era cambiada directamente. Por lo tanto, las estadísticas habían bajado mucho. Algunos no se podían evitar que se conociesen entre la opinión pública, pero eran muy pocos. Este caso, el del chico de la azotea, Lourdes sabía que era uno de esos. Notaba las señales.
Suspiró, apartando el periódico de su vista, pero no de sus pensamientos. Era una de las pocas cosas que había decidido mantener para su nueva vida durante este año. Todas las mañanas se lo dejaba en la puerta su cuñada María, junto con los víveres los días que tocaban. Lourdes no la entendía. La hija de María también era un Medio, pero no se tiraba todo el día encerrada como hacía Lourdes. Incluso estaba en el instituto durante su hora. No podía imaginárselo sin sentir ansiedad, pero pensó que cada uno lo enfrentaba de una manera.
Lourdes, al ser tan cercana a la muerte debido a su trabajo, siempre había tenido ese pánico de que le tocase ser Medio. Más con sus sesenta primaveras que aportaban un pésimo añadido, debido a que no podría disfrutar tanto tiempo del premio si ganaba. Cuando se enteró, hacía ya casi tres meses, de que su sobrina era un Medio se alegró vergonzosamente, implorando a la estadística para que no le tocase al ser de la misma familia. Pero la alegría le duró poco, pues un mes después recibió el mensaje y ahí fue cuando tuvo su crisis más fuerte hasta la fecha que le obligó a pedir la jubilación anticipada. Al final, si ganaba, no iba a necesitar trabajar y si no tampoco. Aunque últimamente, con la tensión más relajada después de este tiempo sin incidentes, había contemplado la posibilidad de volver cuando acabase su año. Le gustaba trabajar en el hospital y ayudar a la gente, lo necesitaba para sentirse útil. Soltera y sin hijos, era como su timón en medio de la tormenta. Tal vez por eso había llevado tan mal estos meses, pero no lo podía evitar. La agorafobia que le había causado la crisis que tuvo la había dejado encerrada en casa, sin más contacto con el exterior que las videollamadas con su hermano y los repartos de su cuñada. No echaba de menos ni la calle ni la gente, pero sí el hospital.
Se acercó al baño para darse su ducha diaria. Al principio intentó madrugar, pero con el tiempo le resultó imposible. Consiguió despertarse, al menos, antes de la una para prepararse para su hora. Cuanto más cerca estuviese, menos tiempo pasaba estresándose y con ataques de ansiedad.
Se desvistió y colocó la ropa en el cesto. Estaba lleno porque al día siguiente era el momento en el que dejaba a su cuñada la ropa en la puerta para que se la llevase a la lavandería. No tenía lavadora en casa, se le rompió al principio y su paranoia le impedía llamar al técnico. Así que una carga más para su familia. Últimamente solo resultaba ser eso, una carga.
El agua de la ducha templada conseguía relajarla. Después, solo tendría que secarse el pelo. Tras eso se tomaría sus pastillas: para la tensión, el corazón, la ansiedad y la depresión. Eran demasiadas, pero sin ellas no se veía con fuerzas para afrontar el día. Su corazón era débil desde que nació, por eso su hermano siempre la sobreprotegió y no podía evitar sentir que la culpa de esta situación era, en parte, de él. Lourdes no había tenido que enfrentarse a nada en su vida, siempre tranquila y protegida. Por eso la noticia causó ese shock en ella. A mucha gente la sobreprotección les hacía imprudentes, creerse inmortales. Pero a ella le pasó justamente lo contrario.
Tras la ducha y las pastillas, ya limpia y centrada, se dirigió al ordenador. No quería revisar más páginas de noticias. Leer sobre el "accidente" de ese chico le había subido la tensión y no quería continuar. Pero a la una y cuarto siempre quedaba con su hermano, que hablaba con ella hasta que pasase su hora. Él trabajaba por las tardes. Aun así, perdía todos los días más de una hora de su tiempo libre para hablar con ella. A pesar de ser ya tan mayores aún intentaba protegerla. Sus conversaciones siempre eran muy banales, pero ayudaban mucho a Lourdes. Le hacían desconectar de sus problemas.
Se levantó un momento a coger algo para beber. El alcohol había sido un gran consuelo durante ese tiempo, pero cuando hablaba con Carlos siempre cogía un refresco. Al principio tomaba unas cervezas, pero eso derivó en una conversación sobre la tasa de alcohólicos tan alta que había entre los Medios y Lourdes decidió que no le apetecía afrontar eso. Cuando pasase el año, si había algún problema, lo intentaría solucionar. O no, tenía tiempo para decidirlo. Aún le quedaban diez largos meses.
Cuando volvía de la cocina escuchó el sonido que indicaba que tenía una llamada. Se colocó en la mesa e intentó sonreír como hacía siempre. No sabía si Carlos notaba que su entusiasmo era fingido, pero esperaba que no. En el fondo no le gustaba disgustar a su hermano mayor y él se estaba esforzando mucho en ayudarla.
—Buenos días, Lourdes. ¿Cómo te has levantado hoy?
Carlos siempre le hacía la misma pregunta, lo que provocaba en Lourdes una ligera sensación de felicidad. Era algo en lo que podía confiar. Vio a su hermano en la pantalla: moreno, con una dentadura perfecta y los ojos más grises que había visto nunca. A pesar de contar con casi sesenta y dos años aparentaba mucho menos. Su pelo corto no raleaba en ningún sitio, solo unas cuantas canas en las sienes. Las arrugas, en los ojos y en la boca, delataban un poco su edad. Pero, aún así, estaba estupendo. Con razón había conquistado a María, su esposa, a pesar de tener casi quince años más que ella.
—Muy bien, hermano. Un día más que tachar en el calendario —respondió Lourdes continuando con la dinámica.
—Me alegro de que estés bien. ¿Te ha llevado ya María la compra?
—Sí, esta mañana bien temprano, como siempre. Dale las gracias de mi parte.
—Lo haré cuando vuelva. Hoy ha tenido que ir al instituto de Mery.
—¿Por qué? —La cara de Lourdes cambió—. ¿Le ha pasado algo?
—No es nada, solo una pelea con sus amigos. Se dijeron cosas feas delante de todo el mundo y el orientador quiere hacer una especie de mediación —contestó Carlos. Su voz parecía tranquila pero su mirada se desvió un momento hacia la esquina de la pantalla. Lourdes supo de inmediato que estaba mintiendo.
—Vamos, Carlos, soy tu hermana y es mi sobrina. Sé perfectamente cuando mientes —inquirió Lourdes—. ¿Qué ha pasado?
—Lourdes... —Carlos suspiró y se pasó los dedos por el pelo, intentando parecer lo más calmado posible—. ¿De verdad crees qué te vendría bien saberlo? Mery está bien, que es lo que importa.
—Carlos, estoy preparada para oírlo. Después de esto me voy a preocupar más si no sé qué ha pasado.
—No tendría que haber dicho nada —dijo Carlos, aunque pareció que lo decía más para sí mismo.
—Pero ya lo has dicho. Ahora no hay vuelta atrás. Tengo sesenta años Carlos, no soy una niña.
—Espera. —Carlos sacó un cigarro y se fue a buscar un cenicero—. Si tiro la ceniza fuera, María me mata. Aunque no creo que me deje vivo cuando vuelva y la casa huela a tabaco.
—Eres un exagerado. Y ese vicio es muy feo, te estás destrozando los pulmones.
—La cerveza no es que sea mucho mejor —replicó Carlos—. Menos aún diez al día.
Lourdes sintió una punzada en el pecho. Carlos y María sabían lo que ella bebía, porque le traían la compra. Aun así, no sabían que Lourdes tenía un arsenal con más de 100 latas que la acompañaban desde el día uno, además de muchas botellas de licor. Así podría disimular delante de ellos todo lo que tomaba. De todas maneras, se ruborizó un poco con el comentario de Carlos, como siempre que sentía que había defraudado a su hermano mayor.
—Gracias por la puñalada, pero no cambies de tema —prosiguió Lourdes—. ¿Han intentado hacerle daño?
—Pues eso queremos averiguar. Mery está bien, físicamente. Llegó del instituto antes de lo normal hace un par de días y con la ropa manchada de comida. Dijo que iba a cambiarse porque un compañero la manchó al tropezarse. Pero lleva estos días más asustada incluso que al principio. Ayer nos llamó el orientador para hablar con nosotros y contarnos el incidente.
—¿Y tú no has ido?
—No, yo tenía que hacer unas cosas en casa. María me lo contará cuando vuelva.
—¿No habrá sido por mí? —preguntó Lourdes con un tinte de agobio en su voz.
—Claro que no. —Pero volvió a desviar la mirada. Esta vez Lourdes no le dijo nada.
—Espero que le haya ido todo bien a Mery. Tengo muchas ganas de verla —respondió Lourdes intentando desviar el tema.
—Ella también tiene muchas ganas. Echa mucho de menos a su tía favorita.
—La única que tiene —dijo Lourdes para después soltar una pequeña carcajada.
Eso solo lo conseguía Carlos: hacerle olvidar un poco su situación. Por eso los dos sabían que estas llamadas eran tan beneficiosas para ella. Si no, su cerebro se hubiese vuelto loco mucho tiempo atrás.
—Espera, tengo que ir un momento al baño —dijo Carlos sonriendo.
—Claro, no me voy a mover de aquí —contestó Lourdes.
Pero si lo hizo. Aprovechó para levantarse, salir del campo de visión de la cámara y encender un cigarro para darle unas caladas. Era otra de las cosas que tenía que añadir a la lista de las mentiras que le contaba a Carlos. Él pensaba que con el encierro lo había dejado, pero era un secreto que compartía con María que le traía paquetes a espaldas de su marido. Ella la entendía, lo mantenían en secreto con complicidad. Era curioso como lo escondía de su hermano, que a la vez lo hacía de su mujer. Es más, Lourdes sospechaba que ella había vuelto a fumar después de saber que Mery era un Medio. No era algo que se le pudiese reprochar, que la vida de tu hija estuviese en peligro todos los días durante un año tenía que ser muy duro. O eso imaginaba Lourdes, tampoco podía saberlo, pero seguro que era peor que lo que ella sentía. Se lo decía el instinto.
—¿Lourdes? —Sonó la voz de Carlos y volvió al ordenador. Al menos con las videollamadas no tenía que disimular el olor, como cuando eran jóvenes.
—Aquí estoy. He ido a llenar el vaso.
—Muy bien —contestó su hermano y miró sus manos. Lourdes supo que ahora venía una pregunta incómoda—. ¿Has pensado en lo que hablamos ayer?
—Sí, lo he pensado. Y mi respuesta sigue siendo no.
—Lourdes, sabes que me quedaría más tranquilo si aceptases.
—No me voy a ir a vuestra casa. —Lourdes se cruzó de brazos y notó como se le aceleraba el pulso—. Sería un peligro para vosotros y para mí.
—No puedes estar un año ahí encerrada. Mírate, estás cogiendo mucho peso y no llevas ni un cuarto del tiempo. Tu salud se resentirá.
—¿De verdad quieres sacar ese tema ahora? Estoy bien.
Como pasaba a menudo con todo el mundo, molesta que nos hablen de nuestro físico cuando hemos cogido peso y Lourdes no iba a ser distinta. Nunca había sido muy delgada, pero tenía que admitir que la mala alimentación, la ansiedad y el nulo ejercicio que había hecho durante este tiempo le habían hecho ganar peso fácilmente. Las pastillas para la tensión cada vez le hacían menos efecto. Incluso le habían empezado a salir granitos por el cuerpo que no tenía desde la adolescencia, algunos en zonas realmente molestas. Tras respirar unos segundos para serenarse, decidió que no iba a ponerse a discutir otra vez sobre ese tema. Es más, decidió aprovecharlo a su favor.
—No voy a ir a vuestra casa, está decidido. A cambio, me pondré a hacer algo de ejercicio en casa, pero me tendrás que dar una cosa.
—No
—¿Por qué no? Me dices que quieres que esté a salvo, pero no me ayudas. En el fondo solo quieres tenerme, como siempre, bajo control. ¡Tengo sesenta años, Carlos!
—Lourdes, no puedo darte un arma. Y no me lo preguntes más. —Carlos se había tensado y su tono de voz se había elevado una octava.
—Tienes muchas en casa y sabes que solo la utilizaré si es necesario. —Carlos y su mujer eran miembros de la Asociación Nacional del Rifle. No tenían varias, tenían un arsenal casa—. Sé usarlas, por favor.
—Mi respuesta sigue siendo no.
—Bien. Pues si engordo cien kilos más sabrás que es por tu culpa. —Eso a Carlos le dolió. Lourdes se había pasado y ella lo sabía. Pero no podía dar su brazo a torcer, si no nunca lo conseguiría.
—Lourdes, tras el incidente en el Hospital, no puedo... por favor, no me lo preguntes más.
El incidente. Así lo llamaba siempre Carlos. Seguramente si algún amigo o familiar le preguntaba también se refería a eso así. No era para que Lourdes no se sintiese atacada porque conseguía el efecto contrario. Le hacía rememorar el día en el que la escogieron. Y eso, como siempre, la asustaba y enfadaba a la vez. Un cóctel peligroso para una sesentona hipertensa.
El día en el que se enteró de que se convertía en Medio estaba a punto de acabar su turno en el Hospital. Había sido más duro que otros, puesto que le tocó en el pabellón de psiquiatría. Ese no era su puesto, pero una reciente oleada de gripe había dejado la zona bajo mínimos y la dirección no estaba por la labor de incorporar más personal para un par de semanas.
Su mañana había transcurrido entre gritos e insultos repartiendo medicinas y, lo peor de todo, valorando el estado de los encamados. Sus habitaciones estaban cerradas, pero por proteger a los pacientes de los que pudiesen deambular por el pabellón. Los que se encontraban en esta sección estaban fuertemente inmovilizados con correas, ya sea por ser un peligro para los demás o para sí mismos. Tras un par de visitas rutinarias, Lourdes y Sebas, su compañero auxiliar, llegaron a la habitación 217.
—Tengo que ir al baño. ¿Puedes esperar? —preguntó Sebas.
—Llevamos mucho retraso, ¿no te puedes aguantar? —respondió Lourdes mirando con impaciencia su reloj.
—De verdad que no, es urgente. —Sebas comenzaba a moverse hacia el baño mientras contestaba—. La cena de anoche no me ha sentado muy bien.
—Vale —se resignó Lourdes—, pero iré pasando. Date prisa.
—¡Gracias! —contestó Sebas sin mirar atrás mientras entraba por la puerta del servicio.
Lourdes utilizó su tarjeta magnética para abrir la puerta. El protocolo exigía que siempre entrasen en parejas, al menos en esas habitaciones. Pero Lourdes quería acabar ya el día y en el informe de la paciente de la 217 ponía que estaba totalmente inmovilizada por intento de suicidio reiterado. Llevaba pocos días en el centro y ese era el protocolo estándar hasta la evaluación del equipo psiquiátrico.
Cuando entró en la habitación volvió a tener ese maldito deja vu. Todas eran absolutamente iguales. Un blanco aséptico en las paredes con la cama en el centro, también blanca al igual que el baño y las sillas para el personal médico cuando hacían las rondas. Allí no se permitían visitas. La pequeña cómoda, que seguramente estaba vacía, y la ropa de la paciente. Lo único que destacaba era la cuña de metal y el pelo negro azabache de la chica. En alguna ocasión, en la que estaba más despistada, había tenido que volver a salir para cerciorarse de que el número de la habitación era el correcto. Sobre todo si era en un turno doble como este en el que, con su edad, ya solo pensaba en volver a casa y echarse a dormir.
Pero, en esta ocasión, Lourdes tenía claro que no se había equivocado. Si hubiese visto a esa chica antes se acordaría. No tendría muchos más años que su sobrina Mery. Su pelo era tan negro que no parecía natural, sus ojos estaban enrojecidos y eso resaltaba aún más el azul tan claro de su iris y sus pupilas dilatadas. Las ojeras que adornaban su rostro eran casi tan oscuras como su pelo. Estaba el cabecero de la cama incorporado por lo que, unido a las ataduras, su expresión le daba un aire de mártir. Sabía por su expediente que se llamaba Isabel e ingirió diez veces la cantidad normal de somníferos. Tras tres días en esa habitación, Lourdes era su primera visita, a parte de los médicos. Sebas y ella tenían que asearla y mirar posibles heridas por presión o por roces de las ataduras, que era lo más común.
—Hola, Isabel. ¿Qué tal estás hoy?
—¿Qué hora es? —Su voz sonó monocorde y un poco ronca, seguramente debido a los procesos de lavado de estómago.
—Tampoco es muy importante, ¿no? —Algo en su tono le había hecho pensar a Lourdes que a esa chica le obsesionaba un poco ese dato y siempre era mejor no alimentarlo.
—Por favor, ¿me lo puede decir? —Esta vez su tono cambió y Lourdes decidió que tenía que decírselo a esa pobre chica.
—Son las doce y media. En seguida te traerán la comida. Creo que hoy al fin puedes comer.
—¿Tiene el móvil apagado?
—Claro, no podemos llevar el teléfono encendido en el trabajo —Lourdes pensó en que era una pregunta extraña.
—¿Me lo puede enseñar? —continuó Isabel con un tono muy dulce.
—No creo que...
—Por favor, es importante.
Su instinto, tras muchos años de experiencia, le dijo a Lourdes que si no se lo enseñaba podía desencadenar una crisis. Por lo que sacó el móvil del bolsillo de su bata y se lo mostró, tocando pantalla y botones para que Isabel viese que realmente estaba apagado.
—Gracias. —Ese gesto suavizó sus facciones e hizo que su cuerpo entero se relajase. La chica se había quitado un peso de encima.
Lourdes comenzó retirando la bolsa de la medicación y poniendo una nueva. Tenía un sedante muy ligero y en la vía lo compartía con el suero. Quitó el tubo de este último, pues en su informe ponía que hoy empezaba con una dieta líquida. La verdad, pensó mientras cambiaba las gasas en la zona de la aguja por otras limpias, era raro que no hubiese llegado ya la comida. Había visto a los pinches repartiendo las bandejas, puesto que esta planta era la primera en recibir los carros, pero a la habitación de Isabel aún no habían pasado.
—Qué raro que aún no te hayan traído la comida. Ahora mandaré a Sebas a preguntar.
—La comida la tengo programada a la una y media, no deben venir antes.
—¿Por qué? —Lourdes pensó que la chica deliraba un poco. A lo mejor la medicación le estaba haciendo efecto demasiado rápido.
—Adivina. —Isabel sonrió tétricamente, pero sus ojos seguían tristes.
Lourdes no debería haberle seguido contestando, era contraproducente para este tipo de pacientes, pero quería hacer tiempo hasta que viniese el maldito Sebas a asear a la chica y ponerle la cuña. No le apetecía encargarse de eso, además no era su trabajo. Pensó en porque tardaba tanto.
—Pues no lo sé —contestó Lourdes mientras revisaba los roces de las ataduras de los tobillos. Los tenía enrojecidos de tanto moverse, e incluso algunas zonas en carne viva. Eso indicaba que había sufrido varios episodios desde su llegada. Era una pena, una chica tan joven...
—Ata cabos, amiga. Seguro que no eres tonta —respondió Isabel con desdén.
El enfado por la familiaridad tan desagradable con la que le había hablado desapareció en un instante porque cayó en lo que quería decirle Isabel. Intento de suicidio, la insistencia en saber la hora y ver su móvil apagado, la comida programa a las dos y media...
—Eres el Medio de la una.
—¡Correcto! —Isabel parecía hasta divertida—. ¿Podrías aflojarme las correas? Me hacen daño.
—Sabes que no puedo.
Lourdes continuó con las heridas de su muñeca mientras sentía una punzada de dolor al pensar en Mery, su sobrina. Tan joven como esta chica y las dos en el mismo juego. La diferencia era que Mery luchaba, mientras que Isabel parecía haberse rendido. Sabía de muchos casos de Medios y Sextos suicidas, pero nunca había hablado con ninguno. Mientras colocaba unas gasas en sus muñecas se atrevió a preguntar.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Tienes que ser más específica —contestó Isabel mientras cerraba los ojos.
—¿Por qué has intentado quitarte la vida?
—Porque no quiero jugar y es la única salida.
—Puedes intentar ganar. Mi sobrina es de tu edad y lo está consiguiendo —dijo Lourdes mientras daba la vuelta a la cama para comenzar con la otra mano.
—No lo entiendes, ¿verdad? Aunque me den el premio si consigo pasar el año, no habré ganado. Nunca ganamos.
Lourdes comenzó a comprender sus palabras. A pesar de su edad pensaba igual que ella y eso le sorprendió. Al final, ella era mayor y en el hospital había tenido tiempo de ver los estragos que causaba el juego. No podría decírselo. Su deber como profesional era mantener a esta chica con vida, por lo menos hasta que abandonase el centro.
—Creo que eres una chica fuerte, podrás conseguirlo.
—Pero ¿a qué precio? Vivir encerrada y asustada durante una hora al día. Joderle la vida a los Sextos a los que se les pase por la cabeza que pueden matarme. No, gracias. No sigo sus normas. —Isabel comenzó a relajarse, el calmante estaba surtiendo efecto—. Si consigo salir de aquí será para ir directa al cementerio, pero por mis propios medios.
Su voz se iba apagando mientras se relajaba todo su cuerpo. En unos segundos estaba dormida plácidamente. Lourdes sintió una pequeña punzada de dolor en el pecho al verla y esto le recordó que era la hora de sus pastillas. Al salir de la habitación se cruzó con Sebas.
—Perdona —dijo con la cara sonrojada—. He tardado demasiado.
—No te preocupes. Tengo que ir a por mis pastillas. Ya le he curado las heridas y cambiado el suero y la medicina. Está dormida, pero deberías limpiarla un poco.
—Hecho. Puedes irte, me apaño yo solo.
—Te espero en el mostrador y rellenamos los informes de la mañana —dijo Lourdes mientras Sebas entraba en la habitación.
—Claro.
Lourdes se dirigió a la zona de enfermería y buscó la taquilla donde estaba su bolso. Cogió las pastillas y las tragó con un poco de agua. La conversación con Isabel la había dejado un poco descolocada. Era una opción que había pensado muchas veces en el hipotético caso de que le tocase, pero creía que nunca se toparía con alguien que pensase como ella y quisiese llevarlo a cabo. Sabía que, llegado el momento, seguramente cambiase de opinión: no era tan valiente y demasiado mayor como para querer desafiar al sistema. Pensó que ojalá Isabel lo pensase mejor e intentase ganar. Se merecía una vida tranquila y larga después de sufrir tanto.
Apoyada en el mostrador, perdiéndose en sus pensamientos, casi no se dio cuenta de que la alarma había comenzado a sonar. Ese pitido exasperante y la luz roja al fondo significaba que había algún problema con algún paciente. Vio pasar un carro de paradas, por lo que alguien había tenido que pulsar el botón de la habitación. Volvió a sumirse en sus pensamientos, sabiendo que sus compañeros se estaban ocupando del problema, cuando algo le dijo que tenía que acercarse. Esa punzada en el pecho la obligó a dirigirse a la habitación donde sonaba la alarma. Era la 217.
Corrió hacia allí justo en el momento en el que veía a Sebas salir de espaldas de la habitación. Tenía la frente sudorosa, la cara aún más roja y unos ligeros temblores. Lourdes vio que sus manos sujetaban una jeringuilla y en el bolsillo del pantalón se adivinaba su móvil encendido por la luz que emitía. La punzada en el pecho de Lourdes se volvió más fuerte, ya empezaba a ser insoportable.
—Sebas, ¿qué has hecho?
—Yo... No sé... —Su mirada estaba totalmente perdida dentro de la habitación—. Te juro que yo no...
La alarma dejó de sonar y sus compañeros no siguieron intentando reanimar a Isabel. Taparon su cara con la sábana, pero Lourdes la pudo ver desde su posición porque la cama seguía levantada. Parecía que sonreía.
Tras eso, Lourdes no tenía muy claros los acontecimientos que vinieron a continuación. Llegaron varios compañeros de seguridad, probablemente avisados por alguien que había escuchado su conversación con Sebas. Él continuaba con la mirada perdida y mascullando excusas, más para sí mismo que para los demás.
Su corazón cada vez iba más rápido y tuvo una terrible sensación. Podría ser una estupidez, pero tenía que comprobarlo. Encendió el móvil con los dedos temblorosos mientras se repetía que no era posible, que estaba en pleno ataque de ansiedad. Pero tras ver sus notificaciones, allí estaba el mensaje. El mensaje que la convertía en el nuevo Medio de la una. Tras eso, corrió hacia Sebas, cosa que pilló desprevenidos a los guardias de seguridad que estaban más pendientes con contactar con la UPM. Lo arañó y lo golpeó hasta que la separaron mientras él permanecía impasible. Era su culpa. ¿Por qué había matado a esa chica? Era un sanitario, su misión era mantenerla con vida. Comenzó a gritar a todo pulmón incoherencias y sonidos, su corazón estaba al límite. En algún momento la sedaron y cuando se despertó estaba decidida a encerrarse en casa y a no salir en todo el año. En el trabajo lo entendieron. Sebas no recibió su premio, puesto que había confesado. Se encontraba en la cárcel a la espera de un juicio.
Apartó esos pensamientos que no hacían más que empeorar su estado y se serenó, o al menos lo intentó, y continuó su conversación con Carlos.
—Me han valorado mis compañeros y ya estoy bien. De verdad, Carlos, sería lo mejor para todos.
—En el hospital me contaron lo que gritabas en pleno ataque. Decías que esa chica tenía razón, en lo de quitarse del medio y no entrar en su juego —contestó Carlos apesadumbrado.
—Yo no lo recuerdo. —Era mentira, sí recordaba algunas cosas y esa era una de ellas—. No sabía lo que decía.
Cogió del cajón un aparato que tenía para la tensión, no se encontraba bien. Un sudor frío comenzaba a recorrerle la espalda y el dolor del pecho parecía haberse movido hacia el brazo. La tenía por las nubes y no podía volver a tomarse la medicación. No le estaba haciendo efecto la pastilla de esa mañana.
—Lourdes, ¿estás bien? —Carlos se había inclinado más hacia la pantalla.
—Sí, creo que sí. Me ha subido un poco la tensión, pero no es nada.
Pero sí lo era, Lourdes lo sabía. El pánico de no saber qué hacer empeoró la situación. Le faltaba hasta el aliento.
—Voy a llamar a emergencias. Te está dando un ataque.
—¡No! —gritó Lourdes—. Es mi hora, no puede venir nadie a casa.
Su voz cada vez sonaba más débil, le costaba seguir erguida en la silla. Cayó al suelo en el momento en que su hermano gritaba su nombre.
—Vas a morir, Lourdes, si no consigo ayuda. Estoy llamando al hospital y voy para allá. Llegaré antes que ellos, te lo prometo. Y te protegeré.
La pantalla del ordenador seguía emitiendo la imagen de la casa de Carlos. Se había olvidado apagarlo. Lourdes, en el suelo, luchaba contra ese dolor que le oprimía el pecho. Puede que al final los excesos acabasen con ella y a lo mejor era una forma de suicidarse. Pero entonces pensó en lo que le decía a Carlos, como lo chantajeaba con solo cuidarse a cambio de un arma. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. No quería que su hermano cargase con la culpa.
Miró el reloj, eran las dos. Con un poco de suerte llegaría él antes que la ambulancia y podrían despedirse. De esa no salía con vida, estaba segura. Aún así, intentó calmarse y respirar más suavemente hasta que consiguió relajarse. Tal vez solo fuese un ataque de pánico o ansiedad. Conforme pasaban los minutos su esperanza creció. Todavía no se podía levantar del suelo, pero lo demás iba mejorando.
Entonces, llamaron a la puerta.
—Señora, somos el servicio de emergencias. Hemos recibido una llamada para su dirección. ¿Puede abrirnos?
Intentó contestarles, pero solo un grito ahogado salió de su garganta. "¿Cómo han conseguido llegar tan pronto?", pensó Lourdes. Miro el reloj y su ansiedad creció, pues aún faltaban veinte minutos para acabar su hora. Todo lo que había conseguido relajarse durante ese tiempo se fue al traste y el dolor y el ahogo volvieron con más intensidad.
—Señora, vamos a forzar la puerta y entrar. No se asuste.
Lourdes intentó levantarse y gritar, pero eso empeoró aún más su situación. En unos pocos segundos tenía a dos sanitarios rodeándola, buscando sus constantes vitales y dándole indicaciones.
—Pero si eres Lourdes —dijo uno de ellos.
La había reconocido. No conseguía recordar su cara, por lo que seguro que había oído hablar de ella en el hospital o incluso puede que hubiese estado presente durante el incidente con Sebas e Isabel.
—Pedro, Lourdes es un Medio. Hay que activar el protocolo de alerta, revisa su casa por si hay alguien y etiqueta la comida para los de la UPM. Esto puede ser un intento de asesinato.
—De acuerdo —dijo Pedro y se puso a seguir las órdenes de su superior.
Desapareció en la cocina mientras el otro hombre intentaba tranquilizar a Lourdes y revisaba su bolsa para sacar el móvil. Se quedó mirando unos interminables segundos a la pantalla.
—Ahora llamaré a la UPM. Tú intenta relajarte. ¿Has tomado algo raro o ha entrado alguien en casa?
"Solo vosotros" pensó Lourdes.
Pedro seguía sin aparecer, seguramente intentando clasificar el desastre que tenía en la cocina. El otro hombre cogió la jeringuilla y habló a Lourdes con calma.
—Esto es un relajante, te ayudará con la respiración y mitigará el dolor. Después te llevaremos al hospital. Vas a salir de esta.
Mientras clavaba la aguja en su brazo izquierdo, Lourdes se dio cuenta. Al final, en su vida habían existido muchas coincidencias. Se convirtió en Medio justo después de la muerte de Isabel, pasándole el testigo, siendo además su sobrina un Medio. Y ahora iba a morir como ella. Porque en el último instante vio que la jeringuilla que le clavaban estaba vacía.
Solo esperaba que el universo fuese justo y ese Sexto corriese la misma suerte que Sebas.
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